32

En el anfiteatro de la universidad, Mitra tomaba apuntes a marchas forzadas mientras el profesor Saberi impartía la lección a toda prisa. Aria, en cambio, estaba recostada en su asiento, con los brazos cruzados sobre el pecho. De vez en cuando prestaba atención a las notas que el viejo profesor anotaba en la pizarra, pero la mayor parte del tiempo la mirada se le iba hacia Hamlet y Reza. Se habían sentado juntos de nuevo y estaban hojeando un libro, esta vez de color rojo. De vez en cuando soltaban una risotada, como colegialas charlando de sus amoríos, pensó Mitra. Reza se había dejado un tupido bigote, y Hamlet intentaba en vano hacer lo mismo, pero sólo le crecía un bozo rojizo del que la gente hacía burla.

Mitra estaba frustrada por haberse perdido uno de los puntos mencionados por el profesor.

—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? —preguntó, pero al darse cuenta de que Aria no estaba tomando apuntes, se volvió hacia el chico que tenía al otro lado—. ¿Has pillado lo que ha dicho sobre los derechos de propiedad?

—¡Chist! —exclamó el chico.

—¿Por qué no tomas apuntes? —le preguntó a Aria.

—Porque no hay derechos que valgan. La tierra pertenece a los ricos, así que da igual.

—Suspenderás el examen —dijo Mitra.

—¿De qué crees que estarán hablando esos dos? —preguntó Aria mirando a Hamlet y Reza.

—Del libro ese, y de los mulás y del sah. Y al parecer de todo ser humano que haya traicionado a un iraní a lo largo de la historia. Estáis todos obsesionados con esos rollos. Yo no quiero saber nada —dijo Mitra, y el chico de al lado le chistó de nuevo.

Cuando terminó la clase, Aria perdió de vista a Hamlet y Reza entre el tropel de gente, de modo que Mitra y ella fueron a la cafetería de la facultad. Allí vio de nuevo a Hamlet, que subía por las escaleras para reunirse con ellas. Iba seguido por un grupo de chicas de tercero y cuarto curso. Aria advirtió que a Mitra no le hacía ninguna gracia.

—Menos mal que tus seguidoras no están casadas con milicianos de Hizbulá —le dijo Aria a Hamlet para provocarlo—. Te acusarían de intentar convertirlas.

—Calla la boca. Los de la SAVAK pueden estar en cualquier parte del campus. —Hamlet se sentó—. Señoras, esta noche tenemos fiesta. ¿Me seguiréis como esas chicas? No te preocupes, Ratoncita, que no habrá alcohol. Somos personas decentes.

—¿Dónde es la fiesta? —preguntó Aria.

—En casa de Reza. Norte de Teherán.

—Yo no me junto con fanáticos —contestó Mitra.

—¿A qué hora? —preguntó Aria y acercó su silla. Tiró de la silla de Mitra para acercarla también, pero Mitra se echó hacia atrás—. ¿Y quién más va?

—Todo el mundo. Y vosotras dos, por descontado. Necesitamos más mujeres. Estamos luchando por vosotras. Principalmente.

—Y una mierda estáis luchando por nosotras —replicó al punto Aria.

Mitra miraba con nerviosismo a su alrededor y daba golpecitos con el pie en la pata de la silla.

—Id vosotros si os apetece.

—Venga, Ratoncita. No me rompas el corazón —le dijo Hamlet.

—Habláis de violencia —replicó Mitra.

Hamlet bajó la voz.

—¿Quién ha hablado de violencia? Chica, tienes unas ideas muy extrañas en la cabeza.

—Puede. Todo es culpa de esos libros llenos de fantasías que leéis —dijo Mitra.

—No son fantasías. Es una realidad. Esta vez puede haber un auténtico cambio. Contamos con apoyos. Tenemos de nuestra parte a Francia, Inglaterra, incluso a Estados Unidos... Nos apoyan, niñas. Se habla de traer a Jomeini de París. Y por muchas barbaridades que diga en ese libro, al menos lograremos que las cosas se muevan un poco.

—Él dice que no quiere gobernar —intervino Aria—. Sólo está allanando el terreno. Quiere lo que es bueno para el pueblo.

—¿Y tú de dónde has sacado eso? —preguntó Mitra.

—No se habla de otra cosa —respondieron Aria y Hamlet a la vez.

—Imaginad que lo dejan volver al país. El jaleo que se armaría... El jaleo y el ímpetu que eso traería, Ratoncita —dijo Hamlet y levantó el puño.

—Adiós al atraso de este país. Por fin mejorarán las cosas —convino Aria.

Hamlet palmeó cariñosamente a Mitra en la cabeza y se marchó. Ellas terminaron de comer en silencio, confiando en que la conversación no hubiera llegado a oídos de quien no debía.

La caminata desde la universidad a casa le llevaba una hora, si bien a Aria le gustaba ir andando. El trayecto en coche o en autobús le recordaba demasiado a Behruz. Cuando llegó a casa, Maysi le tenía preparado algo de picar en la mesa. La «merienda estudiantil», la llamaba ella. Dos rebanadas de pan lavash, un trozo de feta, unas rodajas de pepino, perejil y nueces en remojo. El agua para el té ya hervía en el samovar.

—No puedo comer mucho —dijo Aria—. Luego salgo.

—¿Otra vez? —contestó Maysi—. ¿Qué haces toda la noche por ahí? ¿Hablar de cosas que no deberías?

Empujó el plato hacia Aria, que se metió una nuez en la boca.

—Maysi, ¿tú eres feliz?

—¿Feliz? ¿Nunca te han dicho que la felicidad no existe?

Maysi fue desde la encimera a la mesa y luego a los fogones, limpiando a su paso todas las superficies. Luego se detuvo un momento.

—Conocí a una mujer que siempre estaba persiguiendo la felicidad. Fue el mayor error que cometió en su vida. La felicidad ni se te ocurra buscarla.

Dicho esto, se fue a la planta de arriba para avisar a Fereshté para que bajara a cenar.

En casa de Reza, Aria y Mitra se habían sumado a un corrillo al fondo de la sala. Aria había obligado a Mitra a acompañarla. Delante tenían a unos tipos muy altos que les impedían ver al orador, pero lo oían con toda claridad. Estaba hablando de dividir y vencer.

Mitra observó a Hamlet, que charlaba con Reza y otros chicos. «Ojalá me sacara de aquí», pensó.

Por fin, el orador dio por terminado el discurso al grito de «¡Dios es grande!». Gran parte de la concurrencia prorrumpió en vítores; Hamlet fue uno de los pocos que no lo hicieron. Miró a las chicas y sacudió la cabeza.

Aria se abrió paso entre la gente y se acercó a él.

—No nos habías dicho que nos traías a una arenga religiosa. Ni que estuviéramos en la Ashura.

—¡No, ya, ya! —gritó entre el barullo—. Luego os lo explico.

—Vaya un comunista estás hecho, Hamlet Khan —replicó Aria.

Otro orador, que ahora ocupaba la parte delantera de la habitación, tomó la palabra.

—¡El sah es satán! —exclamó con una voz más alta que su predecesor.

Apuntó con un dedo al aire, apretó el puño y lo descargó contra la otra mano. Aria se acercó para verlo mejor, pero otros avanzaron al mismo tiempo que ella y perdió de vista a Mitra y Hamlet. Al acercarse, algo en el rostro del hombre atrajo su atención.

—¿A cuántas personas ha torturado el sah? —preguntó el orador, con la cara cada vez más encendida—. ¿Cinco mil? ¿Seis mil?

—A unos quinientos más bien, señor —respondió un anciano que se encontraba cerca de él.

Aria lo reconoció sorprendida. Era el profesor Saberi, rector de la facultad de derecho, a cuya clase había asistido aquella misma mañana.

El orador hizo caso omiso del catedrático.

—Millares de vidas destrozadas. La mía. La vuestra. Lo único que ese hombre ha pretendido desde el principio es arrebatarnos nuestros derechos, nuestro sustento, nuestro petróleo, nuestro dinero.

—¡El gran imán se deshará de él! —gritó el religioso que había hablado antes y había ido a sentarse junto a sus compañeros en primera fila. La concurrencia lo aclamó.

—Tu gran imán cree en un Dios. Eso es lo mismo que creer en un rey —replicó el que estaba en el estrado.

La gente se puso en pie dando voces. Alguien arrojó un rosario y le dio al orador en el ojo.

—¡Blasfemia! ¡Blasfemia! —exclamaban algunos.

—Jomeini va a venir a salvarnos —dijo el primer orador—. Es el único a quien le importa de verdad. Es nuestro santo.

Se sucedieron más ovaciones.

—¡Es puro como la luz! —gritó alguien.

—Mirad la luna y veréis su rostro —dijo otra voz en el fondo.

Al oír esas palabras, el profesor Saberi se puso el abrigo con calma y abandonó la sala. Aria lo siguió, pero el lugar estaba tan atestado de gente que lo perdió de vista. Cuando salió a la calle, el anciano profesor había desaparecido.

Soplaba una brisa fresca, y Aria respiró hondo. Un instante después, oyó que Hamlet la llamaba. Debía de haberla seguido al ver que salía detrás del profesor.

Él le ofreció un cigarrillo.

—¿Quieres?

—No —dijo Aria.

Hamlet le metió el cigarrillo entre los labios y se lo encendió sin que ella opusiera resistencia. Detrás de él, Mitra los observaba. Hamlet siguió la mirada de Aria y se volvió, sorprendido.

—¿Tú también quieres uno, Ratoncita?

Mitra lo aceptó y se lo llevó a los labios.

—¿Me lo enciendes?

Hamlet se acercó a encendérselo. Aria dio una calada y enfundó la mano libre en el bolsillo del abrigo.

—Al que ha hablado primero ni siquiera lo he entendido —dijo Aria.

—Porque hablaba de religión —respondió Mitra—. Si no rezas, es normal que no entiendas de esas cosas.

—¡Venga ya! Si no decía más que tonterías. ¿Desde cuándo un ayatolá es un imán? ¿Qué saben los mulás de política?

—Hay que tener fe. Ellos están más cerca de Dios, luego a lo mejor saben más que quienes no lo están. —Mitra dio dos profundas caladas a su cigarrillo y lo arrojó junto al pie de su amiga—. Voy a ver qué más dicen —anunció y volvió a entrar tranquilamente en la casa.

—A veces es terca como una mula —dijo Aria mirándola mientras se alejaba—. Creía que esto era una reunión de comunistas. ¿Qué hacen esos tipos del turbante aquí, Hamlet? ¿Qué ha sido de aquel libro que solías leer?

—Resulta que necesitamos su ayuda. Nos necesitamos mutuamente. —Hamlet también tiró su cigarrillo al suelo y se volvió hacia la casa—. ¿Vienes?

Aria hundió ambas manos en los bolsillos del abrigo y echó a andar en dirección opuesta.

Hamlet corrió tras ella.

—¡Espera! ¿Adónde vas?

—Tan lejos como pueda de toda esta mierda —respondió.

—Pero ¿no ves lo que está pasando aquí?

—Lo veo perfectamente.

—Mitra está ahí dentro. Y no protesta. Está empezando a ver las cosas cada vez más claras —repuso Hamlet.

Aria se volvió en redondo.

—Si Mitra está ahí dentro es sólo por TI. Porque está enamorada de TI. Eso es lo único que ve. Mitra hace todo lo que tú quieres. Dice todo lo que tú dices. Todo esto le importaría una mierda si no fuera porque cree poder impresionarte. Para ser alguien que dice tener una visión tan clara del futuro, señor Agassian, a veces puedes estar muy ciego.

Hamlet se quedó quieto mirando el brillo de las botas de cuero de Aria desapareciendo en la oscuridad mientras el viento le agitaba el pelo. Notó que se le helaba el corazón. Al final resultaba que se había enamorado de él la chica equivocada.

Cuando volvió a la sala, el último orador, al que habían interrumpido, se acercó a él. Tenía un pequeño hematoma debajo del ojo, donde le habían dado con el rosario. Se estrecharon las manos.

—¿Esa chica es amiga tuya? —le preguntó el orador—. La que se acaba de ir.

—¿Por qué quieres saberlo? —respondió Hamlet.

—¿Se llama Aria, por casualidad? —dijo el orador—. Yo era amigo de su padre. Una mujer humilde a la que conocí en el sur de la ciudad me dijo que a veces ella acude a actos como éste.

Tochal era la montaña más lejana antes de llegar al gran monte Damavand. Los senderos en esa zona eran más escarpados, y apenas había elementos en el paisaje que sirvieran de orientación. Aria se había olvidado de coger agua y no se explicaba cómo había logrado subir por allí de pequeña. Con razón Maysi se había ofrecido a prepararle algo de comer; debería haber aceptado.

Cuando llegó a la cafetería de la cima, se encontró el local lleno de hombres fumando en narguiles. Buscó a Hamlet con la mirada, pero no lo vio. Salió pensando que lo vería fuera, pero no había rastro de él. Durante todo el ascenso Aria no había hecho más que preguntarse por qué su amigo le habría propuesto quedar allí. Quizá tuviera que ver con sus fantasías sobre el modo de emprender la gran revolución.

Aria entró de nuevo en el local y el camarero le sirvió un té con dos terrones de azúcar. Se bebió el té y jugueteó con el azucarillo, haciendo caso omiso a las miradas recelosas de la concurrencia. Era evidente que la presencia en aquel lugar de una mujer joven y sola les resultaba chocante. O tal vez la habían tomado por la hija de algún parroquiano. O por una prostituta en busca de clientela. De pronto se encontró con el orador de la noche anterior. Estaba sentado a la mesa del rincón, haciendo girar una cucharilla dentro de un vaso vacío. Justo en ese momento él se fijó en ella y fue hacia su mesa.

—Ramin —se presentó—. Sé que te llamas Aria. Mehri me ha ayudado a encontrarte.

—¿Mehri? —preguntó ella, sorprendida.

—Sí. La señora Shirazí —respondió Ramin—. Creo que la conoces. Y a mí también. ¿Cuántos años tienes ahora?

Aria le miró las manos y advirtió que le faltaban los pulgares.

—Veinticuatro —respondió—. ¿Quieres que nos sentemos?

El camarero llevó más té y Ramin arrastró una silla y se sentó delante de Aria.

—¿Trabajas?

—Estudio —respondió Aria—. Contabilidad.

—Siempre supe que eras una chica lista. ¿Tienes marido?

—¿Por qué? ¿Buscas uno? —Se rió, pero él no pareció verle la gracia—. Lo siento.

—Pensé que quizá Hamlet... —empezó a decir Ramin, pero se interrumpió e inhaló hondo—. Quería preguntarte por tu padre.

—Mi padre murió.

Ramin no oyó las palabras de Aria, sino el eco vacío de su voz y el flujo de la sangre en sus propias venas. De repente, se encontró a Aria inclinada sobre él, salpicándole la cara con té tibio.

—Lo siento —se disculpó Ramin.

El dueño del establecimiento salió de la trastienda y se acercó a su mesa.

—¿Está usted bien?

Ramin asintió. Se secó la cara con un pañuelo, se recostó en la silla y bebió un poco de té. El dueño se marchó.

—La última vez que vi a tu padre fue en la cárcel. Le estaba enseñando a leer. Durante años, cada viernes venía a hacerme una visita, después de pasar a verte a ti. Pero un día, hace ya años, no se presentó y a la semana siguiente tampoco y... —De pronto se fijó en el reflejo de la luz sobre los árboles de fuera—. Es bonito este lugar —dijo, mirando risueño a Aria—. Pero ahora te cuento: fue después de que tu padre dejara de visitarme, y después de que yo saliera de la celda de aislamiento, cuando recibí la primera carta. En ella sólo me decía: «Te llegará algo que no es para ti. De todos modos, te ruego que lo pongas a buen recaudo. Que Dios te acompañe.» Eso es todo, un papel blanco con esa breve nota y nada más. A decir verdad, no estaba muy seguro de que el remitente fuera tu padre. Él me había pedido tiempo atrás que le enseñara a escribir cartas que habrían de ser para ti, para poder contarte lo mucho que te quería, lo mucho que le importabas. Confiaba en que algún día las leyeras. Pero cuando me trasladaron a la cárcel de Shiraz perdí aquellas cartas. Por eso pensé que tal vez había aprendido a escribir por su cuenta y quería que yo leyera lo que había escrito durante aquel tiempo. Pero después de la primera carta no volví a recibir otra hasta al cabo de un mes. Como te digo, tenía la esperanza de que fuera de tu padre. Hubiera sido bonito... Llevaba tanto tiempo sin saber nada de él...

»Hasta que un lunes de pronto me llegó un paquete. Era una caja de baklava. Los dulces estaban dispuestos en hileras dentro de la caja. Casi toda la primera capa se la habían comido los guardias, pero aún quedaban tres capas debajo que nadie había tocado. Luego descubrí que, pegado en el fondo, había algo envuelto en papel. Lo abrí en mi celda, con cuidado de que no me viera nadie. Eran trescientos dólares americanos. El dinero venía acompañado de una nota en la que ponía: “Llegará más.” Y así fue. Cada mes llegaban otros trescientos dólares más. Siempre escondidos en cajas de dulces, de las que los guardias se comían la capa de encima. Al principio guardaba el dinero entre las páginas de un libro que escondía en una caja de dulces. Había hecho amistad con un cocinero y él me guardaba la caja detrás de una losa suelta de la pared de la cocina. Pero el fajo de billetes no tardó en crecer y se hizo imposible meterlo en la caja y en el escondrijo de la cocina. El cocinero me prestó una maleta con un candado. Me dio la llave y allí puse el dinero, en latas que todo el mundo pensaba que contenían comida. Para entonces ya estaba convencido de que era tu padre quien me mandaba esos paquetes. Lo que no entendía era de dónde sacaba tanto dinero.

»Ocho meses después me llegó una carta en toda regla, no una simple nota. Y si alguien dudase de la capacidad de las palabras para romperte el corazón y luego insuflarle vida, las palabras de esa carta lo convencerían de lo contrario. Yo pensé que por fin recibía una carta de tu padre. Y tuve miedo de que la cabeza me estuviera jugando una mala pasada, porque como te he dicho la última vez que nos habíamos visto él no sabía escribir. Pero me convencí de que sólo un hombre como él habría podido escribir unas palabras tan hermosas.

»Las cartas fueron llegando, mensualmente. Durante casi un año fui la envidia de los demás presos.

Ramin sacó una carta del bolsillo y leyó:

Querido Ramin:

A veces me pregunto si es posible que una generación entera quede reducida a cenizas. Te veo como un ser irreal, como un personaje mítico de la epopeya de Ferdowsi. Para mí eres como Rostam, el gran guerrero de El libro de los Reyes. Te imagino el día de tu nacimiento, elevado al cielo por un dyinn gigante, tan grande como el universo, más allá de las nubes y de las galaxias, y al ave fénix Simurg acogiéndote bajo sus alas. Tú te has propuesto salvar a la humanidad como hizo Rostam. Lo sé. Eres Rostam para las personas como yo, a quienes las circunstancias de su nacimiento han anulado de por vida. De pequeño, solía dormir al raso en las azoteas, bajo el firmamento. Nuestros guardianes nos subían allí y nos tumbaban sobre el suelo de cemento por miedo a que robáramos en las casas donde trabajábamos. Desde un buen principio se nos señalaba como seres inferiores.

Me acuerdo de cómo cuidabas de Aria. Me he arrepentido de muchas cosas a lo largo de mi vida, pero lo que más lamento es haber permitido que esa criatura sobreviviera. En este mundo falso, en el que las mentiras caen tan libremente como la lluvia, ¿por qué mancillar algo tan valioso? Temí por ella, temí que, al igual que yo, terminara siendo un monstruo. Pero tal vez tú, mi Rostam, sabrás corregir mis errores. Tal vez todos guardemos un ave fénix en nuestro interior. Y si te preguntas por qué escribo bien, sólo te puedo decir que en mi infancia me dormía con la poesía.

—Hay más —dijo Ramin.

Sacó una caja pequeña de su mochila y la abrió. En su interior había montones de cartas, y Aria abrió los ojos como platos. Él desplegó otra y la leyó:

Mi querido Ramin:

Hace tiempo que no veo a Aria. Mi infancia no fue una infancia propiamente dicha. Apenas recuerdo el perfume de mi madre. La gente que me rodeaba no se dirigía a mí, hablaban sobre mí como si yo no estuviera delante. «¿Hará esta tarea o esta otra? ¿Deberían estar separados? ¿Deberían dormir tan cerca de la vajilla?» Cada vez que cometía algún error, me pegaban. Y si hacía algo bien, me pegaban también, pero en este caso mis compañeros, por temor a que disfrutara de favoritismos. Yo también fui víctima de los celos. Uno no elige lo que hace. Estamos moldeados por el barro de nuestras vidas. Si estamos hechos de despojos, nos convertiremos en despojos. Yo sé que soy un despojo, Ramin. Aria y yo hemos tenido vidas muy similares, si te fijas. A mí me abandonaron debajo de un árbol cuando murió mi madre. Pero mi padre se hizo cargo de mí. Cada vez que miro a Aria, es como si me viera a mí. Somos una nación de caníbales.

Ramin dobló de nuevo la hoja de papel.

—En los dos últimos años me envió un total de cuarenta mil dólares americanos.

Le tendió un sobre a Aria.

—Está todo aquí. Es tuyo —dijo, y a continuación le entregó la caja con las cartas.

Con dedos temblorosos, Aria abrió una y al leerla mudó el semblante.

—Mi padre no escribió estas cartas. Creo que ya había fallecido cuando se escribieron.

—Entonces... ¿quién las escribió?

—Reconozco la letra —dijo Aria—. Fue Zahra. Y no quiero su dinero.