33

Aquella noche Aria se pasó un par de horas desvelada en la cama, pensando en Ramin y en lo ocurrido durante el día. Con qué desesperación le había suplicado que aceptara aquellos billetes, además de prometerle que le enviaría un dinero que Behruz les había hecho llegar a sus padres para que lo pusieran a buen recaudo. Al final, había acabado aceptando el maldito sobre. Pero ¿de dónde había sacado Zahra aquella fortuna? ¿Por qué le había hecho llegar el dinero a ella? ¿Y por qué le había escrito aquellas cartas a Ramin? Ya era del todo imposible averiguarlo, puesto que Zahra se había esfumado después de la muerte de Behruz. Aria escondió el dinero y las cartas en el cajón inferior de su tocador, debajo de unas prendas viejas que ya no usaba, y se propuso no darle más vueltas al asunto.

Incapaz de dormir, fue con paso sigiloso a la planta de abajo, con cuidado de no despertar a Maysi y Mana. Descolgó el auricular del teléfono y marcó un número.

—Vámonos a la disco —dijo.

Minutos más tarde, Hamlet estaba esperándola en la puerta. Se había llevado el Mercedes de su padre y Reza se encontraba sentado a su lado.

—Vamos a recoger a Mitra por el camino. No me gusta jugar dos contra uno —dijo Aria.

Mitra los acompañó a regañadientes.

—Podríais haber planeado esto ayer, ¿no?

—Estas cosas no se planean —respondió Hamlet.

Reza y Aria se rieron.

—Bueno, pero si hay drogas por medio no pienso quedarme —dijo Mitra y se acurrucó bajo el abrigo en el asiento trasero.

—¿De qué drogas hablas? —preguntó Aria a su lado.

—De la cocaína. Todo el mundo habla de la coca.

—Pues yo es lo primero que pienso hacer —dijo Reza.

—Te pillará la policía —replicó Mitra.

—¡Y una mierda! —exclamó Hamlet—. En esta ciudad todo quisqui bebe vodka, y ahora todo quisqui quiere esnifar coca. La policía no te pilla, te lo aseguro.

—La policía sólo te echa el guante cuando intentas ayudar a los pobres —añadió Reza.

—Entonces ¡larga vida al vodka y la cocaína! —exclamó Aria.

Sólo Mitra se negó a verle la gracia.

La discoteca estaba llena de humo y olía a sudor y alcohol. Aria encendió un cigarrillo nada más entrar, y Reza fue directo al bar. La música retumbaba por los altavoces: Jive Talkin, de los Bee Gees.

Hamlet le arrebató el cigarrillo a Aria, dio una calada y la arrastró a la pista de baile. Al rato, ella se zafó de él y volvió junto a Mitra, riendo.

—Está loco. Vamos, Ratoncita —le dijo agarrándola de la mano, y buscó una mesa para las dos.

Se sentó y se quitó la chaqueta. Llevaba un top de lentejuelas atado al cuello que le dejaba la espalda al descubierto. Dio otra calada al cigarrillo y le ofreció uno a Mitra.

—¿No llevas sujetador? —preguntó Mitra.

Aria no pudo contenerse.

—Pero ¿a ti qué te pasa? ¿Crees que se puede venir a un sitio como éste con una blusita cualquiera? —Seguía el ritmo de la música con el cuerpo—. Mira que eres rara. ¿Quieres un vodka con soda?

—No —dijo Mitra.

—¿Una cerveza?

—Bueno. Una cerveza, pero con hielo, ¿eh?

—¿Hielo? Tú estás loca, Mitra Ahari. Ahora vuelvo. Vigila a Hamlet, a ver si se parte un brazo con tanto aspaviento.

—La verdad es que baila de pena —dijo Mitra, pero Aria no la oyó.

Hamlet, ajeno a todo, agitaba el cuerpo al compás de la música. Le costaba seguir los cambios de ritmo de la canción y se movía como a sacudidas espasmódicas. Unas chicas que bailaban a su lado se estaban riendo de él, pero a él le daba igual. Mitra apreciaba su indiferencia. Hamlet entornaba los ojos cuando encontraba el ritmo, y la luz que emitía la bola de espejos se derramaba sobre su rostro en una cascada de color. Ella veía aparecer y desaparecer su figura, como si fuera una mancha de luz y de color impulsada por el sonido y el ritmo.

Hamlet abrió los ojos y vio que Mitra estaba mirándolo. Entonces sonrió, levantó la mano y le indicó que se acercara con un gesto.

—Ven —dijo.

Mitra dijo que no con la cabeza. Hamlet volvió a repetir el gesto y, viendo que ella se negaba de nuevo, se aproximó bailoteando entre las mesas.

—¿Te has quedado sola? —preguntó.

—¡Han ido a por bebidas! —le gritó Mitra al oído.

—Peor para ellos —respondió Hamlet y la rodeó por la cintura—. Venga, vamos. Estamos perdiendo el tiempo.

Tiró de ella hacia la pista de baile y esta vez Mitra no se resistió.

Mientras bailaban bajo las luces, las chicas en minifalda que estaban a su lado en la pista intentaban atraer la atención de Hamlet. De niño ya apuntaba maneras, se dijo Mitra, y ahora de mayor todavía era peor. Pero Hamlet no la soltaba y sonreía.

—¡Ya han vuelto! —le dijo a voces Hamlet cuando terminó la canción.

Señaló con el dedo, y Mitra vio a Reza y a Aria sentados a la mesa, vigilando las bebidas.

—¿Alguna novedad? —le estaba preguntando Reza a Aria.

—Pues no —respondió Aria. Jugueteó con la copa y luego la alzó y se la bebió de un trago—. Tendría que haberme pedido otra.

—Voy a pedírtela —se ofreció Reza y se levantó.

—No, ya voy yo —dijo ella rápidamente, y lo dejó solo.

Mientras el camarero le preparaba la copa, Aria miró hacia la pista de baile. Se alegraba de ver a Mitra bailando y de haberlos animado a todos a salir. Cualquier cosa con tal de no quedarse en la cama, dándole vueltas al día sin saber si odiar a Zahra o la vida en general. ¿Cómo podía haberse olvidado de Ramin todo ese tiempo? ¿Y por qué él se había acordado de ella? Podría haberse lavado las manos y haberse quedado con el dinero y continuado con su vida. Sin embargo el magnetismo terrestre había hecho de las suyas y los había unido de nuevo, los había acercado el uno al otro pese a los obstáculos. De pronto, al ver a Hamlet y a Mitra bailando juntos, envidió a sus amigos. Las revelaciones de Ramin resonaban machaconamente en su cabeza. Ni siquiera allí, donde la juventud, la privilegiada al menos, se olvidaba de todo y se entregaba a la música, el baile y la frivolidad, Aria podía olvidar. ¿Eran una especie de disculpa las cartas de Zahra? Le costaba creerlo, incluso con el paso de las horas.

Vio entonces que Hamlet abrazaba a Mitra en la pista de baile, la tomaba de la mano e iba con ella hacia la mesa. Aria agarró la copa de la barra y fue a reunirse con ellos.

—No está mal —comentó.

Mitra se rió.

—Supongo que no se me da tan mal bailar. Con su ayuda —añadió señalando a Hamlet.

—Reír te sienta bien, Ratoncita —dijo Aria.

—¡Vaya que sí! —exclamó Hamlet, y un instante después rodeaba a Aria por la cintura y la empujaba hacia la pista de baile.

Aria miró con preocupación a Mitra, que de pronto se había puesto pálida y parecía un fantasma entre los destellos de color.

—¡No deberías haber hecho eso! —gritó Aria al oído de Hamlet.

Pero Hamlet no la entendió.

—¿Cómo? A ti también te voy a enseñar a bailar.

Ajeno a todo y poseído por la música, la hizo girar de un lado a otro de la pista. Aria lo empujó y volvió a donde estaba Mitra. Pero en la mesa sólo quedaba Reza.

—¿Adónde ha ido? —le preguntó Aria.

—Ni idea —respondió Reza.

Pero se levantó con Hamlet y los dos dieron una vuelta por la discoteca buscándola.

La encontraron esperando en la calle.

—Es hora de volver a casa —les dijo Aria, y rodeó a su amiga con el brazo.

Aria no vería de nuevo a Reza hasta tres meses más tarde, esta vez en el bar de la universidad. Tenía el bigote más poblado. Llevaba una chaqueta verde, un jersey verde de cuello alto y pantalones verdes con bolsillos holgados a ambos lados de las perneras. Parecía un soldado, pensó, aun sin serlo.

Saltaba a la vista que era bastante popular entre los estudiantes. Lo saludaban y él sonreía, les estrechaba la mano y les pasaba octavillas discretamente. Hamlet iba detrás de él por el local. Cuando vio a Aria sonrió, la saludó con la mano y le indicó con un gesto que se acercara a ellos. Ella dijo que no con la cabeza y devolvió la atención al libro que estaba leyendo. Sólo cuando Reza se hubo marchado, levantó la vista de nuevo.

Hamlet se sentó a su lado.

—¿Qué te pasa? —preguntó y se comió un resto de pan que Aria había dejado en el plato.

—Ya sé lo que te traes con Reza. Hay agentes por todo el campus. Vergüenza debería darte.

—¿Vergüenza a mí?

—Sí, vergüenza por querer hablar conmigo cuando hay un millón de agentes de la SAVAK alrededor que podrían verme con vosotros. «Vamos a comer, Aria. Y, oye, qué pena si por mi culpa acabas entre rejas.»

Hamlet dejó una cinta de casete mugrienta delante de ella.

—¿Qué es esto?

—¡Mozart! No, la verdad es que es de nuestro amigo el ayatolá. Ven conmigo y la ponemos. Reza no se apunta. Yo no la he escuchado todavía. Imagino que si el libro nos ha hecho reír tanto, los discursos serán para partirse. —La agarró del brazo—. Venga, ven.

Aria cedió y lo siguió hasta su casa. En el enorme patio de Hamlet, metió los pies en el agua fría de la piscina mientras él, impaciente, daba vueltas alrededor intentando desatascar el botón de reproducción de su casete portátil.

—¡Maldito cacharro! —exclamó Hamlet.

—Prueba a forzarlo con un cuchillo —sugirió Aria.

—No servirá de nada. Pero tengo otra cosa. Es un aparato más moderno, me lo ha traído mi padre de Nueva York.

—Antes muerta que usar eso —replicó ella.

—¿Por qué?

—Porque seguramente tu padre lo ha comprado con dinero manchado de sangre. Con el dinero del sah.

Hamlet se sentó a su lado y metió los pies en el agua también.

—¿En serio preferirías morir?

—¿Quién te ha regalado ése? —le preguntó Aria señalando el aparato estropeado.

Hamlet agachó la cabeza.

—Mi padre.

—Dámelo.

Hamlet se lo tendió y ella lo arrojó a la piscina.

Él saltó de su asiento como un resorte, estupefacto.

—Deberíamos tirar la casa entera al agua —dijo Aria rápidamente—. Y quiero que dejes de ver a ese Reza. La semana pasada detuvieron a veinte estudiantes.

—Reza ya no está en la universidad.

—Lo pillarán, a él y a todos los estudiantes que ha reclutado para la causa. Tú incluido.

—Imposible —repuso Hamlet—. Recuerda que mi padre le vende al sah sus diamantes. Desayunan juntos.

—Cosas peores se han visto.

Hamlet negó con la cabeza.

—No. El hombre es un imbécil, pero loco no está. Al loco íbamos a escucharlo ahora mismo. Lástima que acabes de tirar la cinta al agua.

—¡Mierda! —exclamó Aria.

—Aunque tienes razón. —Hamlet recorrió con la mirada la piscina olímpica, de punta a punta—. Vamos a darle a esto su verdadera utilidad. —Corrió al interior de la casa y minutos después regresó con unas cuantas cajitas—. ¿Preparada? —preguntó, y arrojó las cajas al agua.

—¿Te has vuelto loco? ¿Qué había ahí dentro? —preguntó ella.

—Mira.

Hamlet señaló una de las cajas que flotaban en la piscina. Algo brillaba a través de una rendija. Fuera lo que fuese, se hundió con la caja; al poco, otros objetos brillantes aparecieron en la superficie del agua y se alejaron arrastrados por la corriente hasta que se hundieron también.

Aria se fijó en el fondo de la piscina y, cuando el agua dejó por fin de moverse, pudo verlo con toda claridad.

—¿Relojes? ¿Has tirado los relojes de tu padre?

—Éstas no son de relojes —dijo Hamlet, y arrojó otras cajas al agua—. Éstas son de anillos. Y la siguiente, de collares. ¡Y luego de todo lo que haga falta!

Tras repetir la operación durante varios minutos, de pie junto al borde de la piscina, los dos contemplaron las cajas vacías que flotaban en el agua e iban de las esquinas hacia el centro de nuevo. En el fondo destellaban los brillantes, el oro y la plata.

—¿Tú crees que si un avión volara sobre nosotros el piloto pensaría que son estrellas? —preguntó Aria.

—Es la típica pregunta que habrías hecho cuando éramos pequeños, y yo me habría reído de ti.

—¿Ahora te estás riendo de mí? —dijo ella mirando el agua.

—Ni mucho menos —respondió Hamlet en voz baja.

—¿Qué, vamos a por más cosas que tirar?

—Ya he tirado todas las joyas que había en casa.

—Bueno, hay otras cosas —dijo Aria mirándolo a los ojos.

Minutos después, se encontraban de nuevo al borde de la piscina cargados con prendas de seda y cachemir.

—Mi madre se morirá cuando lo descubra —dijo Hamlet.

—¡¿Como todos los que han muerto allí arriba?! —exclamó Aria lanzando una ojeada hacia la prisión de Evin.

Las prendas tardaron en absorber el agua.

—Pero ¿no es como si las laváramos? —preguntó Hamlet.

—No, espera. El cloro las destrozará.

A continuación pasaron a las alfombras: largas y pesadas alfombras persas, tejidas a mano por niñas aún en edad escolar que comían una sola vez al día y a las que pegaban si no trabajaban a destajo. Luego cayeron los televisores, los tres. Seguidamente las radios, y todo el dinero en metálico que Hamlet encontró en los bolsillos de los abrigos de su padre. Sólo se detuvieron porque ya no quedaba espacio dentro de la piscina. Terminada la tarea, una vez más se quedaron mirando las alfombras y las prendas de seda que flotaban en el agua. Hamlet tomó a Aria de la mano.

—¿Puedo quedarme un tiempo a vivir contigo y con tu madre? —preguntó—. Cuando vuelvan mis padres no creo que me dejen entrar en casa nunca más.

Aria tenía la vista perdida a lo lejos, hacia la cordillera de Elburz. El monte Damavand le devolvió una mirada severa, como si fuera a infligirle un duro castigo, una condena que ella aún ignoraba.

—Se lo preguntaré a Mana. Pero ya sabes que Mitra se lo tomará mal. —Observó las ondas del pelo de Hamlet, consciente de la intensidad de su mirada y de su silencio—. Pero sí. De acuerdo, sí.

Aria le puso la mano en la cara y luego se tocó la suya.

—Aléjate de Reza, es lo único que te pido —dijo y lo besó, en presencia únicamente de las montañas donde dormía el gran Simurg.

De vuelta en su casa aquella misma noche, Aria estaba quedándose dormida cuando sonó el teléfono. Se levantó a cogerlo de inmediato, para que no despertara a Mana y Maysi.

—No sé qué me pasa. Hago tonterías —dijo Hamlet al otro lado.

—¿Qué tonterías?

—Los hombres hacen tonterías.

Aria contuvo la respiración. ¿Se arrepentía de haberla besado?

—Deberías ser más amable con Mitra —le dijo por fin.

—¿Es que no lo soy? —repuso Hamlet.

—Quiero decir que seas más delicado, que seas cuidadoso con ella. Voy a contarle que me has besado.

—¿Que yo te he besado? Si has sido tú la que me ha besado a mí.

—Los hombres tenéis una memoria pésima.

—¿Crees que mi padre reaccionará muy mal cuando se entere?

—No, los armenios son gente tranquila. Yo creo que te perdonará.

—¿Porque somos cristianos? —dijo Hamlet.

Ella percibió cierto deje de ironía en su voz y rió.

—La serenidad de Cristo. Quizá... —dijo Aria y colgó.

Al día siguiente, Hamlet les mandó un recado a las dos para que se reunieran con él por la tarde en la carretera que subía al monte Damavand. Las chicas llegaron antes, y Aria le contó a Mitra lo del beso. Mitra no dijo nada, pero volvió la cara y le dio una patada a la rueda de su bicicleta. De pie a su lado, Aria dejó que se consumiera el resto del cigarrillo.

—Fue una tontería. Una tontería muy grande. Tienes razón, Ratoncita, hago cosas muy tontas —dijo, confiando en conservar cierto grado de solidaridad entre ambas.

Empezó a nevar, pero las dos se quedaron en silencio bajo la nieve durante diez minutos. Aria no sabía qué más añadir.

—¿Por qué nos ha pedido que vengamos aquí? —dijo por fin.

Mitra se encogió de hombros, y Aria notó que estaba a punto de echarse a llorar.

—¿Porque es un cabrón? —contestó Mitra y levantó la vista, hasta ese momento clavada furibundamente en la nieve.

Oyeron pasos y por fin Hamlet apareció andando carretera abajo.

—Eres mi mejor amiga —le dijo rápidamente Aria a Mitra.

Hamlet se dirigió hacia ellas con aire despreocupado, con sus gruesas botas y su contoneo habitual, el ceño ligeramente fruncido pero ajeno a la tensión que había en el ambiente.

—¿Estáis cada día más guapas, o es que me estoy haciendo mayor y veo mal? ¿Lleváis mucho rato esperando?

—¿Te importa acaso? —saltó Mitra.

Hamlet se volvió hacia Aria.

—Tengo que hablar contigo. A solas —añadió en voz baja.

—¿Y dejar aquí a Ratoncita?

—Sí, un momento —respondió—. Lo siento, Ratoncita.

—No pienso dejar a Ratoncita aquí —replicó Aria.

—Está bien. Ratoncita, síguenos —ordenó él.

Los tres echaron a andar por la carretera adoquinada y cubierta de nieve que llevaba al monte Damavand; Mitra iba detrás, un tanto rezagada aunque lo bastante cerca como para oírlos. Sin embargo, lo que Hamlet tenía que contar las pilló por sorpresa a las dos.

—Reza se ha metido en un buen lío. Podrían fusilarlo. Ejecutarlo. No sé. No sé —dijo y se frotó la frente y se mesó el pelo.

Aria miró a Hamlet. ¿Era una broma? Pero la palidez de su rostro indicaba que no era ninguna broma.

—¿Por qué lo han detenido?

—¿Por bailar? ¿Por dar una voltereta hacia atrás? Quién sabe.

Hamlet encendió un cigarrillo.

—Pero si lo vi hace nada. Justo el otro día. Parecía...

—Se lo acusa de traición, Aria. Por pasar octavillas. Octavillas marxistas —dijo Hamlet sin ánimo.

—¿Para los fedayines o para el Tudeh? —preguntó Aria.

—¿Y eso qué coño importa? Son todos iguales. Puede que fuera para alguno de esos grupúsculos de segunda fila.

—Pero no estaba en la lucha armada, no mató a nadie, ¿no?

—Supongo que sí, pero sin pretenderlo. Un chico le pegó un tiro a un militar y luego dijo que la octavilla que tenía en su poder se la había dado Reza. No sé más.

—Te dije que te mantuvieras alejado de él —contestó Aria.

—Supongo que a partir de ahora tendré que hacerlo —replicó Hamlet.

Se pasó los dedos por el pelo de nuevo. Aria notó que le temblaba la voz, que estaba sudando.

—Bueno, puedo ayudarte.

—Pero si ayudar no es lo tuyo, ¿recuerdas? Lo tuyo es fruncir el ceño y no reírte de las bromas.

—No la tomes conmigo. Yo no tengo la culpa de lo que ha pasado. Pero si lo torturan acabará dando tu nombre —dijo Aria—. Tiene que haber alguna forma de...

—La hay. Un cuarto de millón de tomanes. ¿Lo tienes?

Aria vaciló.

—Su familia...

—Su familia está prácticamente arruinada. Gente miserable como mi padre se encargó de que así fuera.

—Yo tengo dinero —dijo Aria.

—Quien tiene dinero es tu madre, pero no creo que estuviera dispuesta a desprenderse de él para algo así.

—No. Me refiero a un dinero mío. Mi padre me dejó una pensión cuando murió. La recibo mensualmente. Desde que tenía quince años.

—No será suficiente. Sé muy bien a cuánto asciende una pensión militar.

—No es sólo la pensión. Tengo dinero por otra parte.

Aria se volvió para ver si Mitra podía oírlos, pero se había quedado rezagada y observaba la huella de sus pasos en la nieve.

Hamlet hizo una bola de nieve y la lanzó carretera abajo.

—¿Qué dinero? ¿De qué hablas?

—Antes de contártelo, sólo quiero que sepas que lo hago porque quiero. Que no renuncio a nada. Déjame que te dé ese dinero.

—¿Se trata de dinero sucio? —preguntó Hamlet.

—¿Qué más da la clase de dinero que sea? Lo importante es que salve una vida, que te salve a ti.

—Reza no aceptará dinero de la burguesía. Eso sería ir en contra de la causa por la que lucha.

—No es esa clase de dinero. Ni mucho menos.

Pero Hamlet movía la cabeza de un lado a otro, incapaz de asimilar la enormidad de lo que ella estaba diciendo.

—Es dinero ganado honradamente —insistió Aria—. Con trabajo y con sudor. Más limpio imposible. No puedo decirte cómo llegó hasta mí, pero es dinero limpio. Yo no lo quiero, pero sí quiero que sirva para algo bueno.

Hamlet se detuvo y se quedó pensando. Aria se volvió y vio que Mitra los estaba observando. De pronto cayó en la cuenta de que Hamlet y ella habían acompasado la zancada, copiando sus respectivos movimientos. A ojos de Mitra, debían de parecer casi como un reflejo uno del otro.

—No creo que podamos devolvértelo enseguida —le dijo Hamlet en voz baja.

Aria sonrió.

—No quiero que me lo devolváis —respondió.

Hamlet apuró el cigarrillo y dio la última calada.

—El papel de héroe me corresponde a mí. ¿No es así en los cuentos? El príncipe salva a la princesa y luego se casa con ella, ¿verdad?

Aria lo miró a los ojos.

—Acéptalo —dijo.

Luego se dio la vuelta, dispuesta a desandar el camino, y pasó junto a Mitra, que seguía callada, sus pisadas amortiguadas por la nevada.