El taxi de Aria discurría lentamente por las estrechas callejuelas, donde apenas había sitio para pasar. El taxista le había dicho que por allí atajarían, pero era mentira. Consiguieron adelantar a un chico que iba con dos cabras, y una procesión de vehículos les cerró el paso de nuevo. Esta vez se trataba de dos familias —marido, mujer y dos hijos respectivamente—, apretujadas en sus respectivas motocicletas, que intentaban abrirse camino.
—¡Tendrán que bajar y continuar a pie! —les dijo a voces el taxista, pero tanto un conductor como otro rechazaron la orden con un gesto de la mano.
Las mujeres iban tapadas con velos negros y largos, y los niños aferrados a ellas y entre sí.
—¡Ya está bien! Me bajo aquí. ¡Aquí he dicho! —exclamó Aria.
Arrojó unos cuantos billetes al asiento del copiloto y, al abrir la puerta del taxi, ésta rozó con el muro de un edificio. Pero Aria logró salir apretándose como pudo, mientras los insultos del taxista resonaban en sus oídos. Un minuto después, se encontraba en la avenida principal. Todo seguía poco más o menos igual que antes: los hombres barbudos, las mujeres veladas, los niños con las uñas sucias... salvo que ahora eran muchos más. Y había más vehículos, destartalados y cubiertos de óxido pero todavía en uso. El sur seguía siendo el sur, pero el bazar había transformado el barrio. Todo iba más rápido y había más ajetreo. En la radio de un coche oyó el azan, la llamada al rezo. En la de otro, a aquel famoso cantante pop, el armenio con voz trémula, cuya canción cantaban todos en la universidad. Desde otro coche le llegó la música de Led Zeppelin, y el gemido de la guitarra de Jimmy Page. A Hamlet también le gustaba Led Zeppelin, pero a Mitra no. Ella se sonrojaba cada vez que Robert Plant se descubría el pecho.
Aria consiguió cruzar la calle y se sumó a la muchedumbre. Avanzó a paso rápido, al compás de los segundos de su reloj. Ese día precisamente no podía llegar tarde porque celebraban que Ruhi había terminado el bachillerato. Esa niña de los barrios bajos había conseguido lo imposible y ella tenía que estar allí para cenar con toda la familia. Se disponía a cruzar la calle con el semáforo en rojo cuando oyó que alguien se dirigía a ella:
—Yo que tú no lo haría.
Se volvió en redondo, buscando al dueño de la voz. Una decena de caras a su alrededor la miraron con semblante inexpresivo. Las mujeres, ocultas tras sus velos, como si intentaran desentrañar su persona, como si para ellas fuera un código cifrado; los hombres sin el menor interés por descifrarla.
—Aquí los coches circulan a toda velocidad. Te arrollarán —dijo la voz.
Esta vez la reconoció.
—Hamlet, ¿dónde estás?
Su amigo se abrió paso entre el gentío. Llevaba la camisa arremangada hasta los bíceps y con el cuello abierto, gafas de sol y unos pantalones de pata de elefante como los que estaban de moda entre los chicos; el pelo desgreñado, largo y rizado. Si Mana lo viera, se dijo Aria, lo escondería en un armario.
—Cruzar esta calle es peligroso. Te juegas la vida —le dijo Hamlet con una sonrisa.
—Conozco el barrio, gracias —respondió ella impertérrita.
El semáforo se puso en verde y cuando la gente se lanzó a cruzar, Aria y Hamlet avanzaron a su vez, mirando a ambos lados de la calzada por si había algún conductor temerario. Al llegar al cruce del que partía el callejón donde vivían los Shirazí, ella se detuvo.
—No puedes venir conmigo. Además, ¿qué haces aquí? —preguntó.
—Lo mismo te digo. ¿No vas al bazar? Está a la vuelta de la esquina.
—¿Adónde ibas tú?
—Bueno, ya sabes que en casa no hay mucho que hacer, allí solo con tu madre y Maysi —dijo Hamlet.
—No tienes por qué quedarte allí todo el día. Tu padre te ha perdonado. Puedes volver a tu casa.
—No quiero estar con él —repuso Hamlet—. Además, tenía que ponerte al día sobre lo de Reza. Y lo de tu dinero. Todo ha salido bien. Habrá un juicio más adelante, pero...
—No me apetece hablar de Reza. Hoy no. Además, mañana tienes exámenes.
Aria conocía bien los horarios de Hamlet; como todos los estudiantes de derecho, estaba agobiado de trabajo. Pero él nunca se alteraba por nada.
—Aprobaré. Lo tengo todo aquí dentro —afirmó dándose unos golpecitos en la frente.
—Ahí dentro nunca has tenido más que serrín. Tengo que irme, de verdad —dijo Aria, y enfiló calle abajo.
Hamlet la agarró por el brazo.
—¿Por qué no has vuelto a darme un beso? Deberíamos hablar de ese tema, ¿no?
—No hay nada de que hablar. Tengo que irme y no puedes venir conmigo. Déjame en paz, anda. Si quieres podemos comer juntos mañana en el bar de la universidad.
—¿Y hablaremos?
—No, comeremos.
—¿Los contables comen? Yo creía que erais vampiros. Además, Ratoncita estará allí. No quiero tocar ese tema con ella cerca —dijo Hamlet.
Aria se detuvo.
—Mi madre dice que debemos disculparnos con tu padre.
—Jamás. Yo sé muy bien por qué hice lo que hice. Pero ¿por qué no me quieres contar adónde vas? ¿A ver a esa familia quizá?
Aria dudó.
—¿Cómo son? —preguntó Hamlet—. ¿Rezan diez veces al día? Nunca me cuentas nada de ellos.
—Cinco veces. Los musulmanes rezan cinco veces. Los sunitas también. Los chiitas, como yo, tres. Así que no, no rezan diez veces al día.
—¿Cuántos hijos tienen?
—Cuatro.
—¿Cuatro qué? ¿Niños, niñas?
—Niñas. Eso ya lo sabes, Hamlet. Sólo van al colegio dos.
—Ah. ¿Al final las han escolarizado? Se han ahorrado el bazar entonces. Pero ¿por qué sólo a dos?
—La segunda termina el bachillerato hoy. Pero esto no es asunto tuyo.
—¿Por qué no van al colegio las otras dos?
—Una porque estaba ocupada y la otra porque estaba enferma. Pero ya te he dicho que no es asunto tuyo.
Se cruzaron con gente del barrio que se dirigía al bazar.
—Odio este infierno —dijo Hamlet.
—No tanto como yo. ¿Puedo irme ya?
Hamlet la agarró por el brazo.
—¿Puedo conocerlos? Sólo por curiosidad. Quiero saber más de ti.
Aria se zafó de él, sacudió la cabeza y se marchó. Siguió calle adelante sin volver la vista, bajó por unas sinuosas escaleras que conducían a otro callejón, subió por otro tramo y a continuación por una escalera de mano y luego por otra. No necesitaba mirar atrás para saber que Hamlet iba siguiéndola. Cuando llegaron al portón verde que daba al patio delantero de los Shirazí, destartalado y lleno de ratas, Aria se volvió y se encaró con él.
—De verdad que no hay nada que ver —le dijo.
—Hay mucho que ver —repuso Hamlet a su lado, observando la casa.
Oyeron un traqueteo en el cristal de la ventana de arriba. Detrás estaba Ruhangiz, con una sonrisa radiante. Les indicó con un gesto que entraran y luego la perdieron de vista. En la ventana apareció de pronto otra cara. Era Gohar. Y al lado de Gohar, otra más, una niña que los saludó con la mano muy contenta, pero que apenas alcanzaba con la cabeza la repisa de la ventana. Era la pequeña, Tuba.
—De verdad, no hay nada que ver —insistió Aria.
Pero esa vez sus palabras sonaron huecas, como si ni siquiera ella se lo creyera. Hamlet no respondió, pero le pasó un brazo por los hombros. Ambos levantaron de nuevo la vista hacia la ventana, y esa vez el rostro encuadrado fue el de Farangiz, con cara de pocos amigos. Hamlet contuvo la respiración. Había muchísimo que ver.
Gohar puso un plato con comida delante de Hamlet. El chico partió un pedazo de pan y lo mojó en el guiso.
—Son ustedes muy amables —dijo.
Aria se movía inquieta en el asiento y hacía crujir los nudillos. Era consciente de que Mehri no dejaba de mirar a Hamlet, aunque, como siempre, el foco de su atención era Aria, a quien miraba de reojo mientras su marido hablaba con Hamlet.
—¿A qué te dedicas?
—Estudio —respondió Hamlet.
—¿Dónde?
—En el mismo sitio que Aria. La Universidad de Teherán.
—¿Qué estudias?
—Derecho. Aria estudia contabilidad.
—Sí, ya lo sé. Es muy lista. ¿Y tú por qué no estudias contabilidad?
—Porque no se me da bien contar —respondió Hamlet.
—¿Qué harás con esos estudios de derecho?
—Pues, lo que de verdad me interesa es el derecho penal... Pero ya veremos, a lo mejor me dedico a los derechos humanos... aunque con eso no se gana mucho, no como con el derecho empresarial, pero ya me las apañaré.
—¿Qué es el derecho empresarial? —preguntó el señor Shirazí.
—Ah, derecho comercial —aclaró Hamlet, que notaba las miradas de las cinco chicas sobre él.
—Comercial... Yo tengo un comercio en el bazar. ¿Tú puedes ayudar a los tenderos del bazar?
—¿Qué clase de comercio?
—Oro. Vendo oro. Y también sé hacer grabados.
—Bueno, el derecho corporativo se ocupa de empresas grandes. El petróleo, las metalúrgicas.
—Sí, las que le fabrican las armas al sah —dijo el señor Shirazí.
—¡Pero hombre! —lo reconvino Mehri.
Su marido agitó una mano mandándola callar.
—Así que tú eres la que ha terminado el bachillerato —le dijo Hamlet a Ruhangiz.
Ruhi se sonrojó, y Aria intervino.
—Tiene veinte años, pero empezó tarde. Ha sido una alumna estupenda.
—Le enseñó Aria. Ruhi empezó a leer con ella. Después la mandamos al colegio. Igual que a Tuba. —El señor Shirazí señaló a la más pequeña—. Ahora ella también va al colegio.
Hamlet sonrió y miró con curiosidad a las otras dos chicas, Farangiz y Gohar.
—Farangiz ha sido una gran ayuda para su madre —aclaró el señor Shirazí—. Y Gohar también. —Agarró a la tercera de sus hijas, una niña frágil que estaba sentada a su lado, y la acercó a su pecho—. La queremos tanto que nos tuvimos que quedar con ella en casa.
—Qué bonito —dijo Hamlet y se recolocó de nuevo en el cojín que le habían dado—. ¿Siempre se sientan en el suelo? —preguntó.
—¡Hamlet! —exclamó Aria.
Mehri se sonrojó. Salió apresuradamente, regresó con el té y depositó los vasos en el centro de la habitación con mucho cuidado. Hamlet cogió un dulce y lo engulló con un sorbo de té caliente.
—¿Cómo conociste a Aria? —preguntó el señor Shirazí.
—Uy, somos amigos desde que teníamos siete años.
Los Shirazí se quedaron callados, y esa vez fue Aria quien se sonrojó.
—Nunca nos ha hablado de ti. Le gusta guardar secretos —dijo Mehri.
El señor Shirazí carraspeó.
—No pasa nada. Bastantes líos tenemos ya como para andar metiendo las narices en la vida de los demás.
—Seguro que Aria guarda muchos más secretos —intervino Farangiz—. ¿Otro dulce? —Le ofreció el plato que tenía en la mano—. Come y nos cuentas cosas de ella.
Esta vez Hamlet declinó el ofrecimiento.
—Tienes que venir a vernos otro día —dijo Mehri con firmeza.
Y Aria y Hamlet comprendieron que había llegado el momento de marcharse.
—¿Por qué no me has hablado nunca de ellos? —le preguntó Hamlet de camino a casa.
Ella agachó la cabeza y no respondió.
—Con la de tiempo que hace que los conoces... Todos estos años.
—Es que últimamente los veo muy poco. No tengo tiempo —dijo Aria.
Hamlet la interrumpió.
—Pero hoy sí has ido.
Aria asintió en silencio.
—En fin, me gusta lo que haces por esa familia. No deberías haberlo mantenido en secreto durante tanto tiempo.
—Al principio Mana me hacía ir a la fuerza, con Bobó. Decía que si les echaba una mano y enseñaba a leer a las niñas, tendría un lugar asegurado en el cielo.
Aria apretó el paso, pero Hamlet se puso a su altura y la agarró con fuerza del brazo.
—Mírame —dijo—. ¿Por qué has ocultado su existencia? ¿Por qué?
—Por nada.
—Por algo será. Tiene que haber un motivo —dijo apretándole el brazo.
Aria lo empujó, con lágrimas en los ojos.
—Está bien. Lo hay, sí. Quizá porque... porque soy como ellas. Como esas niñas. Y al nacer me dejaron abandonada en la calle para que me muriera. ¿Satisfecho? Soy hija ilegítima. Puede que fruto de una violación. ¿Es lo que querías oír? ¿Que no soy nadie?
Y a continuación se lo contó todo a Hamlet en plena calle. Le brotó de dentro como un torrente, como las cascadas en la cordillera de Elburz. Le habló de las moreras, de los perros, de la noche invernal bajo la nevada, de Behruz, Zahra y Kamran, y de las palizas que recibió.
Cuando al fin se quedó en silencio, Hamlet la zarandeó con ternura.
—Lo comprendo. Cómo no lo voy a comprender. Y ahora más que nunca... Yo...
Le agarró el otro brazo y la besó allí mismo, delante de todo el mundo. Qué más daba si era pecado o si algún mula que pasara por allí les echaba una maldición, pensó Hamlet. Aquello no era un simple escarceo al borde de una piscina una tarde de locura. Esta vez el beso significaba que lo sabía todo de ella, todo lo que había que saber.