Aria estaba jugando con su muñeca en el balcón. Zahra la había castigado allí fuera otra vez, aunque ella ya había olvidado por qué. Soplaba un viento frío, pero no tanto como para que doliera. De todos modos, había decidido fingir que su muñeca necesitaba de su calor, así que la apretaba contra su pecho y le soplaba el cálido aliento en la cara de porcelana.
—Yo te calentaré, yo te calentaré —le decía.
—¡Baja la voz! —le gritó Zahra desde dentro de casa—. No te he sacado ahí para que armaras escándalo. Se van a quejar los vecinos.
—¡Los vecinos me quieren! —replicó Aria, arriesgándose a recibir una paliza. Contuvo la respiración y no exhaló el aire hasta que tuvo la certeza de que Zahra no iba a salir a por ella—. Kamran me quiere —le susurró a su muñeca—. Y su babá también. Viven justo ahí delante, ¿ves? —Señaló hacia una ventana, al otro lado del jardín—. Cocinan y se cuentan historias y Kamran va a la escuela —dijo acariciando los dorados cabellos de su muñeca—. Yo también iré a la escuela algún día, y si te portas bien y te estás callada te llevaré metida en el bolsillo. Kamran jugará contigo. Pero sólo si te portas bien. Si te portas mal, te dejaré con Zahra y ella te dará tu merecido.
Aria observó que las luces parpadeaban en la ventana de Kamran. A veces su familia ponía velas por las noches. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento; jugando o dibujando a lo mejor, o leyendo libros escolares sobre seres fantásticos con poderes increíbles.
Buscó a Zahra con la mirada al otro lado del cristal, confiando en que hubiera cambiado de opinión. Pero al cabo de unos minutos se volvió con un suspiro, resignada a continuar allí unas cuantas horas más, hasta que Zahra la dejara entrar.
Kamran no estaba jugando ni soñando con superhéroes. Estaba viendo sufrir a su padre.
Kazem trataba de desatarse los cordones de los zapatos, pero no podía mover dos dedos de la mano.
—Se te ha puesto el dedo verde, babá —observó Kamran.
—Sólo la punta —dijo Kazem.
—El otro lo tienes rojo —añadió señalando al dedo corazón.
—Pues es verdad.
El día siguiente, viernes, por lo general era día libre para que todo el mundo pudiera ir a la mezquita. Esa mañana, en cambio, Kamran se preparó para ir a trabajar. Iba a acompañar a su padre a la obra y ver cómo colocaba los ladrillos y les echaba el mortero, capa tras capa. Su padre no libraba porque estaba construyendo un edificio para un hombre de negocios muy importante.
Kamran, agarrado a la mano herida de su padre, avanzó cuesta arriba por la avenida Pahlevi en dirección al norte de la ciudad. No podía ir de la otra mano, porque ésa era su mano buena, la que su padre utilizaba para manejar la paleta, el mazo y la argamasa. Kazem tenía las manos tan grandes que podía sostener todas las herramientas a la vez. Kamran procuró no rozarle la parte del dedo que se le estaba poniendo verde.
En la obra había ladrillos, barro y herramientas de todo tipo. Además de polvo por todas partes. En el centro de la obra, se alzaban cuatro hileras de ladrillos formando un gran rectángulo. Los ladrillos le llegaban a Kamran hasta el pecho.
—Hemos llegado justo a tiempo para poner una hilada —dijo su padre y dejó las herramientas en el suelo—. Hoy tendrás que hacer de mi otra mano.
Kazem metió la paleta en un cubo lleno de mortero húmedo, extendió el mortero sobre dos ladrillos y agarró otro ladrillo con la mano buena. Luego lo pegó sobre los otros dos, justo en el centro de ambos.
—Prueba tú —dijo, tendiéndole la paleta a Kamran.
Kamran levantó la vista hacia su padre esperando que le infundiera confianza, pero el sol le dio en los ojos.
—Hoy va a apretar el calor —dijo su padre—. Mejor para nosotros. El mortero se secará antes. Aunque también nos obligará a trabajar más deprisa.
Y Kamran trabajó pero que muy deprisa. A veces le entraba polvo en la garganta; él tosía y seguía adelante. No se quejaba porque su padre no se quejaba, pese a que el dedo se le estaba poniendo cada vez más verde. Por la tarde, lo verde ya se le había extendido por toda la uña.
Al cabo de siete horas, Kamran empezó a acusar el calor abrasador. No habían cogido agua de casa. Sacó la lengua para ver si se le refrescaba, pero enseguida se le llenó de polvo.
—¿Qué haces, hijo, beber polvo? —dijo su padre—. Ya tendrían que haber pasado por aquí con las jarras de agua.
—Aquí nunca pasan con nada —se lamentó a voces un albañil que estaba a su lado—. Hace dos semanas que no nos dan de comer, Jahanpur. ¿Cuándo fue la última vez que nos pagaron? Saca a tu hijo de aquí y llévalo otra vez a la escuela.
—No, hermano, mejor llévatelo a Qom y que se haga religioso —sugirió otro albañil algo más joven en el que Kamran se había fijado al llegar por la mañana. Era más corpulento que los demás—. Si hay alguien que no pasa hambre son ellos.
Kazem rió.
—¿Quieres ser un mulá, hijo? ¿Quieres llevar un turbante en la cabeza?
Todos se rieron, incluido su padre; Kamran sintió deseos de mandarlos callar a voz en grito, pero se contuvo.
Al cabo de unos segundos, cayó al suelo desplomado.
Volvió en sí oyendo las voces que daba un hombre a su padre. Era un señor con traje y corbata y un reloj de pulsera de oro y brillantes, cientos de brillantes. Llevaba una sortija en el meñique, también con brillantes alrededor, y en los zapatos unas pequeñas hebillas doradas con forma de león y un sol detrás. Kamran reconoció el símbolo: era el mismo que lucían las banderas.
El señor agarró a su padre por la mano mala, la del dedo verde, la sacudió y luego la soltó de malos modos.
Kamran se puso en pie y volvió a desmayarse. Alguien lo cogió antes de que cayera al suelo. Otro le echó agua en la boca. El señor del traje no dejaba de dar voces. Kamran abrió los ojos. El que gritaba tenía el pelo castaño y llevaba gafas de sol.
—Lo siento, señor Agassian. Creía que el chico podría echarme una mano —oyó que decía su padre.
El señor del traje escupió a Kazem en la cara. Otros señores trajeados lo apartaron. El gritón empezó a dar vueltas en redondo. Luego se detuvo, fue hacia Kamran y se agachó delante de él.
—¿Estás bien, hijo?
Alargó la mano y le acarició el pelo a Kamran.
—Vamos. Seguid. No dejéis de darle agua —ordenó con sequedad en dirección a los otros. Se le saltaban las venas del cuello.
El agua sabía rica. Fresca.
—¿Por qué no estás en la escuela, hijo? —le preguntó el señor.
—Es viernes —respondió Kamran. Miró las caras a su alrededor—. Mi babá necesita ayuda. ¿Podría conseguirle una mano nueva?
El señor le acarició el pelo otra vez.
—Veré qué se puede hacer —respondió y se puso en pie para dirigirse de nuevo a Kazem—. Como vuelvas a hacer otra tontería así, Jahanpur, haré que te pongan de patitas en la calle. ¿Entendido?
—Sí, señor Agassian —dijo Kazem.
—Y luego haré que te quiten la custodia de tu hijo, bruto, que eres un bruto.
El señor Agassian manoseaba con impaciencia el cinturón. Su sortija de brillantes refulgía bajo el sol. Luego otro hombre fue corriendo hacia ellos.
—¡Rápido! ¡Déselo! —ordenó a voces el señor Agassian.
El que corría se detuvo delante de Kamran, sacó un bocadillo de una bolsa y se lo metió a Kamran en la boca. Kazem agachó la cabeza.
—Señor Agassian —empezó Kamran con la boca llena de pan—, si no puede encontrarle una mano a mi padre, ¿podría ser un dedo, por favor?
—Tan pronto como te lleven a tu casa y te acuesten, le busco un dedo nuevo a tu padre —dijo el señor Agassian con una sonrisa.
Un coche negro, tan reluciente que reflejaba la luz del sol, aparcó a su lado. Lucía un símbolo parecido al de la paz. Una de las puertas traseras se abrió de par en par y el señor Agassian entró en el coche. Mientras veía el vehículo alejarse, Kamran se preguntó en qué lugar de la ciudad el señor Agassian encontraría un dedo nuevo para Kazem.
Un mes después, Kazem perdió el dedo.
Los vecinos le habían advertido que fuera a ver a un médico, pero la madre de Kamran opinaba que los médicos practicaban la brujería y lanzaban maleficios contra las familias. La madre de Kazem opinaba lo mismo. Al final, un carnicero le amputó el dedo con una faca. Al cabo de unas semanas, el dedo de al lado, el del medio, se le puso amarillo y la uña le empezó a supurar. El carnicero le amputó ése también.
Al día siguiente, Kazem fue a trabajar. Aquella noche le contó a Kamran lo ocurrido en la obra.
Se había tenido que izar por la fachada del edificio para seguir poniendo hiladas, lo que hizo sin mayor problema. Todavía tenía fuerza en la mano izquierda y trepó propulsándose con los pies. Llevaba las herramientas en una bolsa, que sostenía entre los dientes. Una vez arriba, encaramado a lo alto del andamio, sacó la paleta. Ya tenía el mortero preparado. La mano le dolía. La llevaba envuelta en un vendaje delgado. Le había indicado al carnicero que no le apretara demasiado la tela para poder manejar la paleta, que agarró en ese momento. La sujetó valiéndose del pulgar, el meñique y el índice. El dolor fue en aumento, pero consiguió extender unas cuantas capas de mortero sobre la hilada de ladrillos.
Al final de la jornada, el señor Agassian pasó por la obra para inspeccionar el trabajo. Los peones se pusieron en fila.
—¿Cuántos ladrillos? —le preguntó el contratista al primero de la fila.
—Doscientos cincuenta —contestó el interpelado.
—¿Cuántos ladrillos? —le preguntó al siguiente.
—Doscientos sesenta.
Y luego al siguiente: cuatrocientos, trescientos veinte, cuatrocientos cincuenta, quinientos.
Cuando le llegó el turno a Kazem, antes de que éste pudiera responder, otro albañil gritó:
—¡Treinta! No se puede contratar a un tullido.
Mientras contaba la historia, Kazem le alborotó el pelo a Kamran.
—Así que me pagaron el último jornal. Y te compré tu leche.
Sacó ocho botes de leche de la bolsa, y casi se le cae uno. Luego sacó seis panes, dos paquetes de tabaco y un pedazo de hígado de cabra.
—Esta noche tiramos la casa por la ventana, hijo.
Al día siguiente, Kamran no fue a la escuela. De hecho, no iría a la escuela nunca más.
Aquella noche desde la ventana de su dormitorio, vio cómo Zahra pegaba a Aria y la mandaba al balcón castigada. Horas después, ya entrada la noche, Behruz llegaba a casa. Kamran, que seguía sin pegar ojo, observó sus movimientos desde la ventana. Vio cómo encontraba a la niña tumbada en el suelo del balcón y la tomaba en brazos, acunándola con ternura para que cogiera otra vez el sueño.
Kamran salió a hurtadillas de su piso. Se llevó la mochila escolar y los libros de texto para que nadie sospechara. Se las sabía todas. Discurrió por los callejones en silencio; sobre su cabeza colgaba el alumbrado que solía ver durante las festividades de Año Nuevo y la Ashura. Todavía no había llegado la Ashura, pero las luces ya estaban colocadas, a la espera.
A primera hora de la mañana era cuando más tranquilo estaba el bazar. Antes de que el sol irrumpiera por las rendijas de las bóvedas del techo y los arcos de entrada a los pasillos flanqueados de puestos, la calma reinaba sobre las alfombras, los dulces y las alhajas guardadas en cajas fuertes bajo tierra. Kamran se detuvo debajo de una alfombra colgada e inspiró hondo. La alfombra medía más de seis metros de largo y estaba sujeta al techo con seis ganchos firmemente clavados en los ladrillos. Por un momento se le pasó por la cabeza que igual aquellos ladrillos los había puesto su padre, pero enseguida se acordó de que el bazar era mucho más antiguo. Tocó la alfombra. En algunas partes, sobre todo cerca del centro y en las esquinas, se palpaba la seda. Había otras muchas alfombras junto a ésta, todas colgadas de ganchos en el techo formando una primorosa hilera. En caso de terremoto, el bazar entero se vendría abajo. Imaginó la escena: miles de cadáveres bajo los escombros, bebés, madres y comerciantes pobres, muertos que dejaban atrás a sus familias hambrientas. Y allí estaría él también, pero vivo. Correría a prestar auxilio, retiraría como si fueran plumas los ladrillos que sepultaban a los heridos. Se encontraría con una chica muy hermosa, a la que tomaría de la mano y pondría a salvo. Oiría el llanto de una criatura. Escarbaría desesperado bajo ladrillos y cascotes, bajo alfombras gigantescas y pesadas como barcos, hasta dar con ella y le haría la respiración artificial. Por desgracia, la madre de la criatura habría fallecido, pero Kamran sabía que le estaría eternamente agradecida por haber salvado la vida de su hijo.
Se sentó junto al puesto de alfombras, en el peldaño de adobe, y entrevió algo de luz al fondo del pasillo. Empezaba a entrar el sol, pero no podía dar ni un paso de lo cansado que estaba y se quedó dormido allí mismo.
Lo despertó el ruido de cadenas y candados: estaban abriendo las tiendas. Se oían voces e indicaciones para la recogida de mercancías. Algunos comerciantes rezongaban malhumorados con sus vecinos de tienda.
—Dile al mastuerzo de tu jefe que me pague lo que me debe —oyó que decía uno.
El tipo pasaba por su lado una y otra vez, entrando y saliendo de la tienda.
—¿Y tú, niño, qué coño haces durmiendo delante de mi tienda? —dijo el hombre—. Largo de aquí ahora mismo.
Kamran lo miró de arriba abajo. Era un tipo corpulento. Delante de su tienda había varias alfombras enrolladas que se alzaban como columnas. Cargó con dos de ellas a hombros y entró en la tienda.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Kamran.
El tendero se echó a reír.
—¿Tú, ayudarme a mí? ¿A qué? ¿A limpiarme el culo?
—Traiga, déjeme que le ayude.
Kamran agarró el extremo de una de las alfombras que llevaba a hombros.
—Y una mierda me vas a ayudar.
El hombre se volvió con brusquedad y le dio a Kamran con la alfombra enrollada en la cara. Kamran se cayó al suelo, pero se puso en pie rápidamente e intentó levantar otra de las alfombras que aguardaban en la entrada.
—Puedo ayudarle —insistió.
—Deja eso ahí, mocoso —dijo el hombre y, tras apartar a Kamran de un empujón, levantó él mismo la alfombra—. ¿Qué quieres, dinero?
—Quiero trabajar —respondió Kamran—. Mi padre se ha quedado sin trabajo. Necesitamos mucha leche para mi hermanita.
—Pues aquí no puedes trabajar —dijo el hombre—. Si ni siquiera eres capaz de levantar una piedra todavía.
Agarró la mochila de Kamran y la arrojó al pasillo. Luego entró en su tienda y cerró la puerta.
Tres puestos más allá había un local en el que vendían dulces y golosinas. No sólo persas, sino estadounidenses también. Kamran lo dedujo por el alegre colorido de las cajas y el tipo de rotulación.
—Pues estás equivocado —le dijo el dueño del puesto cuando Kamran le señaló las cajas—. Ésta es alemana, y ésta holandesa. Ésta es sueca o suiza, no sé. Dime cuánto dinero te ha dado tu madre y te diré lo que puedes comprar.
—No tengo dinero —dijo Kamran—. Mi padre ha perdido los dedos, y yo me he puesto a trabajar, pero...
El vendedor, que acababa de abrirle una caja de caramelos, la cerró de golpe y la puso a un lado.
—Vete, hijo —le ordenó, aunque de buenos modos—. Yo no contrato a niños. Pero ¿sabes qué hacía yo de pequeño? Cogía moras blancas secas y se las vendía al primero que pasaba por medio rial. Así me gané la vida durante un tiempo. Luego bajaba al vertedero y buscaba relojes. No te imaginas la de cosas que uno se llega a encontrar. Llevaba los relojes a los joyeros que sabían arreglarlos y luego los revendía por ahí. La gente ni se daba cuenta de que eran usados. Pero si no quieres dedicarte a eso, ve a hablar con ese vendedor de abalorios de ahí, el del puesto de la esquina.
Kamran enfiló el pasillo hacia el lugar que le había indicado el vendedor de golosinas y pasó despacio por delante de cinco puestos. Ya conocía al vendedor de abalorios. Unos meses antes el hombre lo había contratado para que le barriera la tienda antes y después de clase. Al llegar a la esquina, dejó a un lado una tienda de velos y, junto a ésta, otra en la que vendían unas grandes láminas de papel con imágenes de hombres con gorras y otros con armas colgando del cinturón. Kamran se detuvo delante de un puesto minúsculo, la mitad del tamaño de los demás. En la cortina que colgaba en el umbral ponía: MOHRÉ-FORUSH, VENTA DE ABALORIOS, escrito con cuentas de colores de diversas formas y tamaños. Kamran entró en el local. En las paredes había fotos de niñas que lucían pulseras y collares de cuentas, y de cuentas ensartadas con forma de animales y casas. Detrás del mostrador se alzaba un fornido barbudo sin un pelo en la cabeza. Estaba concentrado haciendo algo y sudaba profusamente.
—Llegas tarde —dijo el tendero sin levantar la vista—. Una y no más.
—He estado muy ocupado —se disculpó Kamran—. Mi hermana necesita leche. He estado buscando leche.
—Pues la buscas en tus ratos libres —replicó el tendero—. A ver, ¿sabes qué estoy haciendo?
—No —respondió Kamran con un atisbo de esperanza e ilusión.
—Pues ven y echa un vistazo.
Kamran rodeó el mostrador. Sabía lo que esa invitación significaba. Tras meses de recibir calderilla como pago y barrer la tienda a todas horas, el vendedor de abalorios estaba a punto de cambiar la vida de Kamran. El hombre le acercó las cuentas para que las viera bien.
—Hay alrededor de un centenar de cuentas en esa caja. Vas cogiendo una por una en su debido orden, primero la azul, después la verde, después la blanca, después la roja, las ensartas aquí, haces un nudo y listo. Pan comido. Pero tienes que ser rápido. ¿Entendido?
—Sí —respondió Kamran.
Pero ya conocía el procedimiento. Había observado atentamente a aquel hombre mientras ensartaba pulseras y collares. Algunas noches, cuando el tendero echaba el cierre al puesto, Kamran entraba a hurtadillas y se ponía a hacer pulsera tras pulsera a escondidas para practicar.
—Una vez que tengas todas las cuentas ensartadas, le haces la lazada. Hay que hacerle cuatro lazadas, así queda como una especie de flor en el centro del collar. ¿Entendido?
—Sí —respondió Kamran con el corazón acelerado.
—¿Ves mis manos? —El tendero abrió la palma de la mano derecha—. Las tengo grandes. Y los dedos gordos. Si terminas un collar de estos en cinco minutos, te pago un tomán más al día. Las pulseras se hacen más rápido, pero se pagan peor que otros abalorios. Cuantas más hagas, más cobras. ¿Entendido?
Kamran asintió con la cabeza.
Aquella noche, corrió a casa con el sobresueldo que se había sacado y lo embutió en la funda de la almohada. Al menos de momento no tendría que ir por el bazar mendigando otros trabajos. Entró en el cuarto de estar. Su padre se había quedado dormido en el sofá. La infección se le había extendido por todo el cuerpo y tenía la tez amarillenta. A veces no se le entendía cuando hablaba. Le dio un beso en la frente y luego entró en la cocina. Su madre estaba preparando halva para la Ashura. Sobre la mesa había veinte cuencos dispuestos en hilera.
—Llévaselos a los vecinos —dijo—. Empieza por los más pobres. A la madre de la bastarda le das dos, así la bastarda no tendrá que pudrirse en el infierno.
—Se llama Aria —replicó Kamran.
—Calla y lávate la boca. Te tengo dicho que no pronuncies ese nombre en esta casa.
Kamran cargó con todos los cuencos que pudo y salió a la calle con ellos. Se oían los tambores y los primeros acordes musicales. Los hombres ya estaban practicando para la Ashura. Había gente vestida de negro de la cabeza a los pies, y algunos lloraban y lanzaban al aire sus alaridos. Kamran repartió las viandas entre sus vecinos y se reservó la casa de Aria para el final. Pero cuando, ya de regreso, fue a casa de los Bakhtiar, se detuvo delante de la puerta. Dentro se oía a Zahra, gritando a la niña una vez más. Kamran dejó la bandeja en el suelo, cogió los dos cuencos que le quedaban por repartir y se dirigió al cerezo. Con una sola mano libre, trepó mal que bien por el tronco. Se apostó sobre una rama bien gruesa y dejó los cuencos allí. Luego se comería la halva con Aria, los dos solos, pensó, cuando no hubiera nadie alrededor que la llamara «bastarda» y ningún mostrenco le diera voces a él.
Avanzó reptando sobre la rama todo lo lejos que pudo, metió la mano en el bolsillo y sacó una de las pulseras que había hecho durante el día. Era de color blanco y en las cuentas Kamran había pintado el nombre de Aria. La arrojó dentro del balcón, al rincón donde ella solía dormir. Luego bajó del árbol de un salto, corrió a su habitación y se vistió de negro.