4

Cuando Behruz no estaba en casa, Zahra perdía los estribos y Aria obedecía sus órdenes a pie juntillas. Se pasaba la mayor parte del tiempo haciendo la colada.

Cada día esperaba con ilusión la llegada de Kamran. Últimamente se había fijado en que llegaba a casa sucio, con las manos llenas de barro.

—¿En la escuela no te hacen lavarte las manos? —le preguntó.

Kamran no le había contado que había dejado de ir a la escuela. Estaba colgado del cerezo, tratando de hallar una respuesta a la pregunta de su amiga, cuando oyó que Zahra la llamaba a voz en grito.

—¡Aria, ve a por pan! ¡No has pegado golpe en todo el día!

—¿Te ha tomado por un perro o qué? —dijo Kamran mientras intentaba saltar de una rama a otra.

—Creo que a Zahra le gustan los perros.

—Ésa está loca. Los perros son la cosa más asquerosa que hay.

—¿Quién ha dicho eso?

—El Profeta lo ha dicho, la paz sea con él.

Kamran estaba colgado de una rama gruesa.

—El Profeta es tonto.

—¡Calla la boca! —exclamó Kamran—. Mira, por ahí viene Godzilla.

Zahra avanzaba hacia ellos blandiendo un palo.

La niña empezó a deslizarse tronco abajo.

—¿No te he dicho que vayas a por pan? ¿Qué pasa, estás sorda o qué?

—Estábamos hablando —replicó ella.

—Los niños lo que tienen que hacer es callar, no hablar.

Zahra intentó pegarle otra vez, pero Aria era rápida y ya había llegado a la puerta de casa. Se volvió y saludó con la mano a Kamran.

—¡Adiós!

Kamran se lo devolvió, agarrado a la rama con el otro brazo. Todavía tenía las manos doloridas de pasar cuentas en la tienda.

Zahra le arrojó un puñado de billetes.

—Ten, ve a comprar pan.

Aria andaba a paso rápido. Las sandalias, que ya estaban destrozadas y le quedaban demasiado grandes, se le salían cada dos por tres. Pasó junto a unas viviendas viejas de ladrillo y piedra, tan viejas que sus inquilinos habían colocado cartones en las ventanas en lugar de cristales. Algunos incluso habían apilado los cartones a modo de tejado.

La calle empezó a llenarse de gente.

«¡Apártate!», gritó alguien.

Era un anciano que iba andando detrás de ella. El viejo le dio un empujón.

Poco después, no había forma de dar un paso. Por el aroma a pistachos y almendras tostados sabía que el bazar tenía que estar por allí cerca, de manera que la panadería no debía de andar lejos tampoco. Le llegó una tufarada a hígado ahumado y brasas de carbón procedente de los puestos ambulantes instalados a lo largo de la calzada. En los muros del bazar que daban a la calle colgaban hileras de alfombras. Las baratas siempre se exponían en el exterior. Bajo la bóveda del bazar todo sería más refinado.

«¡Hígado! ¡Pistachos! ¡Almendras!», vociferaban a su alrededor.

«¡Aparta, niña!», le gritó una mujer tapada con el velo.

Aria se alejó corriendo, en dirección a la boca del bazar. Las hileras de alfombras persas que colgaban del techo entorpecían la visión. Pasó a toda velocidad por debajo de una, luego de otra y otra, apartando cada una de ellas con fuertes manotazos. Los flecos de las alfombras le rozaban el pelo, sucio y enredado.

«¡Niña! ¿Se puede saber qué haces?», le gritó uno de los comerciantes.

Hablaba con un acento extraño, por lo que Aria supuso que sería uno de aquellos turcos que acudían de las provincias. Luego la vio otro tendero más, y los dos se lanzaron en su persecución. Pero la altura les impedía agacharse por debajo de las alfombras, y Aria escapó de ellos entre risas.

Al otro lado de las alfombras, se encontró ante un pasillo de tiendas y puestos ambulantes que parecía no tener fin. Intentó distinguir hasta dónde alcanzaba, aunque parecía interminable. Le llegó olor a kebabs y vio a un hombre inclinado sobre una parrilla, que avivaba las brasas para que la carne se asara más rápido agitando un trozo de cartón sobre ellas. La niña se volvió en dirección a la panadería, pero le propinaron otro empujón y esta vez fue a parar al suelo. Los billetes que le había dado Zahra se le cayeron del bolsillo. El hombre que la había empujado la ayudó a levantarse, pero cuando Aria se agachó para recoger los billetes, ya habían volado. Escrutó las caras que la rodeaban, saltando con la mirada de un vendedor a otro. Escudriñó a la clientela y se fijó en las manos, por si veía a alguien con billetes estrujados en el puño. Pero, por lo visto, había volado todo, todo el dinero que Zahra le había dado.

Hizo esfuerzos por no llorar, pero se le saltaron las lágrimas.

—¿Qué pasa, hija? —le preguntó una señora.

La señora le limpió la cara con el velo y luego se alejó deprisa y corriendo.

¿Cómo la castigaría Zahra esta vez? Aturdida y asustada, Aria se quedó deambulando por el bazar hasta que se hizo de noche y la mayoría de las tiendas había echado el cierre. Luego enfiló por fin de vuelta hacia el sur. Cada vez que pasaba por un puesto ambulante le llegaba el aroma a pan recién hecho. Pasó junto al local de un zapatero remendón y una herrería, hasta que, al volver la esquina, vio la panadería.

Dentro, un joven larguirucho con el cuello moreno estaba amasando harina. Aria lo vio levantar la masa con una mano y echarla en el horno encastrado en la pared.

—Está cerrado —dijo el joven panadero, con acento del sur de Teherán.

—No hay ningún letrero donde ponga que está cerrado —replicó la ella.

—¿Estás sorda? —dijo el panadero.

—He dicho que no he visto ningún letrero. —Aria miró los panes apilados frente a ella—. ¿Puedo coger un poco de pan y te pago luego?

El joven dio una voz en dirección a la trastienda.

—¡Ladrona, alto ahí! ¡Señor Karimi! ¡Al ladrón, al ladrón!

Asgar Karimi salió corriendo de la trastienda.

—¡Muchacho, armas más escándalo que dos burros empalmados!

—La tonta de la niña esa se ha largado con un pan —dijo el chico.

—¿Esa niña tonta que está ahí delante? —le preguntó el panadero señalando a Aria.

El muchacho se quedó mirando al anciano.

—¿Puedo coger un pan y le pago luego? —preguntó Aria.

—¿Desde cuándo se fía aquí? —dijo el señor Karimi.

—Es que me he quedado sin dinero. Me lo ha robado alguien del bazar.

—Mentirosa —masculló el chico.

—Calla —le dijo el panadero—. Voy a tener que decirle a mi mujer que te arranque la lengua de un bocado.

—Bueno, aunque me diga que no, me lo llevaré igual... —replicó Aria—. Pero volveré para pagarle.

—Entonces llamaré a la policía. Y te pillarán —dijo Karimi, que de pronto la escrutaba con curiosidad.

Aria se acercó lentamente a una pila de pan barbarí que el panadero había horneado aquella misma mañana.

—Esos panes están reservados —le advirtió, ahora en un tono más suave—. Son para una clienta que pasará a recogerlos mañana.

Karimi puso una mano delante de su empleado. Cuando la niña alargó el brazo y arrambló con el pan, lo empujó hacia atrás y lo retuvo.

Aria salió de allí corriendo con todas sus fuerzas.

Karimi la dejó escapar y luego mandó al chico a su casa. Mientras apagaba las luces de la panadería, el anciano tenía la certeza de que había adivinado quién era aquella chiquilla pelirroja.

Detrás de una vieja tapia de ladrillo, a kilómetro y medio de la panadería, Aria le dio unos bocados al pan y luego cayó en la cuenta de que más valía dejar algo para Zahra. Quizá así el castigo no fuera tan severo. Mientras guardaba el pan, que al ser plano y rectangular podía doblarse igual que los repartidores de prensa doblaban los periódicos, oyó unas pisadas. Vio la figura de un hombre que se acercaba; entraba y salía de las sombras al pasar bajo las farolas de la calle. En un primer momento, la niña se asustó, pero luego creyó ver algo en sus andares, en su forma de moverse, que le resultaba familiar. Cuando el hombre por fin entró directamente en un haz de luz, se le cortó el aliento: era su padre.

Quiso gritar su nombre, pero tuvo un presentimiento y se agazapó detrás de un coche aparcado junto a la carretera. Vio que su padre daba una honda calada al cigarrillo y miraba a un lado y a otro de la calle antes de cruzar. Pisaba con fuerza, haciendo crujir la gravilla bajo los gruesos tacones de sus zapatos recién lustrados. Aria recordó entonces haber oído decir a su padre que el ejército le había enseñado tres cosas: a planchar, a lustrarse los zapatos y a tragarse de golpe el dolor.

Cuando Behruz ya había llegado al otro lado de la calle y bajaba por la acera, ella siguió sus pasos. Al cabo de un kilómetro y medio esos pasos la devolvieron a su lugar de partida: los alrededores de la panadería. Durante el camino quiso llamarlo varias veces para que la aupara y la abrazara y la llevara a casa, para que le contara una historia, quizá la del león y el cordero en Persépolis o la del Árbol de los huérfanos allá en el cielo. A lo mejor compartirían un poco de pan y su padre le diría que hacía bien desoyendo a Zahra porque no era buena. Y a lo mejor le diría que iba a llevársela de allí, que se la llevaría a un país donde todo el mundo era bueno, donde no había Zahras, sólo niños de cuello atezado con los que treparía a los melocotoneros y los cerezos. A lo mejor le prometería que no la castigarían y que cuidaría de ella el resto de su vida.

Pero Aria se mantuvo a distancia, porque quizá su padre estaba haciendo algo que ella no debía saber, y si descubría que lo sabía, estaba convencida de que la odiaría igual que sus verdaderos padres debían de haberla odiado.

Lo siguió acera abajo, doblaron por un callejón y luego cruzaron otra carretera. Allí, su padre se detuvo delante de una puerta y llamó tres veces. Alguien salió a abrir y estuvo hablando un rato. Luego la puerta se cerró y Behruz siguió su camino. No se detuvo en la casa de al lado, sino un par de puertas más allá.

Allí se volvió a repetir la misma escena. Se abrió una puerta. Gracias a la tenue luz de la farola, Aria entrevió a una mujer. Una mujer mayor. La mujer dijo algo y le pareció que señalaba con el dedo calle abajo. Él volvió la cabeza hacia donde ella le indicaba y asintió un par de veces. La puerta se cerró.

Behruz pasó de largo ante varias puertas. Desde el otro lado de la calle, oculta entre los coches aparcados, Aria seguía sus pasos. Su padre se detuvo ante otra puerta, llamó con los nudillos. Nadie le abrió. Llamó con los nudillos de nuevo. Entonces se encendió una luz pero, aun así, nadie salió a abrir. Behruz siguió adelante, llamando a puerta tras puerta. En algunas le abrían, en otras, no. Hasta que por fin se dio la vuelta, dispuesto a cruzar la calle.

Aria se deslizó debajo de un coche para que no la viera. Desde allí sólo alcanzaba a ver los zapatos de su padre, que arrastraba los pies por la acera. Llevaba los zapatos de vestir, y en su cuero oscuro se reflejó un destello. De pronto cayó en la cuenta de que su padre se había puesto sus mejores galas, incluida una corbata que ella ignoraba que tuviera. Lo había visto vestido de uniforme y a veces con los pantalones negros y la camisa blanca que solía ponerse en sus días libres, pero nunca con corbata.

Aria, que ya acusaba el cansancio, imaginó que se quedaba dormida debajo de aquel coche. Y tan pronto como la idea se le pasó por la cabeza, empezó a ocurrir. Logró mantener los ojos abiertos el tiempo suficiente para ver que a su padre le abrían una última puerta: la de la panadería donde ella había robado antes aquel pan. «¿Puedo ayudarlo en algo?», oyó que le decía el panadero. «Sí, estoy buscando a una persona», respondió él.

Cuando el ronroneo de un motor la despertó, casi estaba amaneciendo. Behruz hacía rato que se había ido de allí. Aria salió tambaleándose de su escondite ante la mirada horrorizada del conductor del vehículo, que juró por santa Fátima, por la hija del Profeta y por el santo imán Husseín. «¡Serás la niña predilecta de Satanás, tonta del bote!», exclamó airado mientras se alejaba en el coche.

Aria se dio cuenta de que no había soltado el pan en toda la noche. Hambrienta de nuevo, arrancó un pedazo con los dientes y estuvo masticándolo durante todo el camino a casa. Cuando Zahra la vio, le dio un bofetón con el dorso de la mano. Después agarró una vara de cerezo que siempre tenía cerca y le atizó en las mejillas y el cuello. «¡Más te vale no soltar ese trozo de pan que te queda, porque no vas a comer otra cosa en una semana!», dijo a gritos.

Luego la mandó castigada al balcón otra vez para que así los vecinos vieran lo demonio que era la niña. Aria se pasó el resto del día allí fuera acurrucada hasta que se quedó dormida. Cuando despertó a la mañana siguiente, se encontró una pulserita de cuentas junto a la cabeza. Todas las cuentas, salvo cuatro, eran de color blanco. En las otras cuatro había unas letras pintadas. Cuatro imágenes incomprensibles.

Si hubiera sabido leer, habría reconocido su nombre.