5

Después de deambular por la ciudad, Behruz no se fue a su casa. Regresó al campamento de la montaña. Tenía que estar allí todos los viernes para bajar en el camión a los reclutas, que así podían asistir a las plegarias del viernes en las mezquitas de la ciudad. Allí se les sumaría el regimiento asentado en la capital. El cuartel principal se encontraba en el centro, junto al parque de Lalé, y los regimientos se turnaban cada temporada para que los soldados corrieran por los montes o subieran y bajaran sus laderas respirando el aire frío, por si algún día el destino los obligaba a librar una batalla en la montaña.

Behruz no había vuelto a ver a Ramin desde aquella noche juntos en la tienda, pero allí estaba en ese momento, sentado a su lado en el camión. Detrás de ellos, apretujados en la parte trasera, iban otros veinte soldados, muchachos jóvenes que de vez en cuando se encontraban con la mirada de Behruz en el retrovisor.

—Estás muy callado —dijo Ramin y le puso la mano encima cuando cambió de marcha.

Behruz la levantó bruscamente y lo golpeó sin querer en la mejilla derecha. Era consciente de que cualquiera de ellos podía verlos por la abertura cuadrada que separaba la trasera del camión de los asientos delanteros.

—Ten cuidado —dijo Ramin con ligereza—. Pensarán que somos amantes.

Durante el resto del trayecto no volvieron a dirigirse la palabra.

En la mezquita, el mulá habló de la naturaleza. En particular sobre una bandada de gorriones que había visto en el transcurso de un viaje al Caspio, entre ellos un polluelo que se había estrellado contra el parabrisas de un vehículo mientras volaba.

«La muerte llega por voluntad de Dios —afirmó el mulá—. Y, de hecho, si ese polluelo encontró la muerte, fue por culpa suya: había tomado un curso que no debía, así que era mejor que muriese, porque con ese rumbo erróneo estaba apartando del buen camino a la bandada...»

Ramin se abstrajo de las palabras del mulá y se volvió hacia Behruz, que había intentado en vano sentarse lejos de él. Su amigo lo había seguido y se había sentado a su lado.

—Ese mulá es un títere —le susurró Ramin—. Sé exactamente lo que dirá a continuación. —Y puso voz de barítono—: «No os apartéis del buen camino, hijos míos, porque si os pegan un tiro en la cabeza no será culpa del sah ni de la SAVAK

El mulá prosiguió:

«Así que no os apartéis del camino elegido por Dios, hijos míos, y si os sobreviene una desgracia no lo maldigáis a Él por impartir su castigo, pues en verdad Él, el que todo lo sabe, el misericordioso, nos ha dado sus mandamientos, y sus mandamientos hemos de cumplir.»

—Más o menos —dijo Ramin.

—Calla la boca —masculló Behruz, pero no pudo evitar una sonrisa.

No había lugar más propicio a la hilaridad que el más sagrado. Behruz siempre lo había creído así. Ya de niño se le escapaba la risa en las mezquitas. Su padre, un gran bajtiari por el que corría sangre de gitanos persas, le soltaba collejas una y otra vez, con el rostro encendido por el sonrojo que le provocaba la frivolidad de su hijo. Fue en aquellos viernes, en aquellas mezquitas, cuando su padre empezó a dudar de él, pensó Behruz, y cuando se sembró la semilla de su futuro matrimonio con Zahra. «Todo es porque tu madre murió antes de que supieras andar, ¿verdad?», solía decir su padre, y le soltaba otra colleja. «¿Intentas ser la mujer que nunca hubo en esta casa?» Pero los amigos y hermanos de su padre justificaban las humoradas de su hijo y sus maneras delicadas diciendo que eran producto del nuevo Teherán, con sus monarcas ostentosos y sus coches occidentales. Aunque no por eso terminaron las palizas, destinadas a hacer de él un hombre cuanto antes. Y las visitas a las mezquitas fueron en aumento.

Ramin arrugó la frente, fingiendo estar absorto en las palabras del mulá.

—Para ya —le dijo Behruz de nuevo, intentando mostrar severidad.

—Eres tú quien quiere leer esos libros prohibidos. Este tipo es uno de esos mulás infames que repiten como loros lo que la SAVAK les dice. Son todos unos cerdos, pero éste todavía más.

Behruz evitó su mirada.

—No serás un beato, ¿verdad? —susurró Ramin.

Sus cuchicheos habían llamado la atención de algunos soldados.

—Beato, beato... —repitió tirándole de la camisa.

Pero Behruz hizo caso omiso, sacó un bloc del bolsillo y se puso a garabatear, pensando que si había algún agente secreto en la sala, lo verían como a un simple chófer que tomaba buena nota de las palabras de un sabio mulá.

En las siguientes visitas a la mezquita, Behruz hizo de ello una rutina y simuló que era el alumno aplicado entre una caterva de soldados imberbes.

Tras varias semanas repitiendo la misma jugada, Ramin se acercó a su oído y susurró:

—Si un día te pilla la SAVAK, ¿qué crees que dirá cuando vea un bloc lleno de garabatos?

—Nada, mi capitán, les diré que mi letra es así.

—Entonces te pedirán que les expliques qué lógica tiene. Y como no sabrá usted por dónde salir, teniente, lo acusarán de ser un espía comunista y de estar usando su propio código cifrado.

—Yo no soy tenie...

—Da igual que lo seas o no. Te harán pasar por lo que les dé la gana, lo que más les convenga. Ven a mi tienda esta noche. Ya va siendo hora de que te enseñe a escribir.

Aquella noche, Behruz dudó. Dudó durante tan largo rato que finalmente Ramin se cansó y fue a buscarlo él mismo. Se lo encontró en la trasera del camión, fumando una pipa de opio.

—Que no te pille nadie con eso. Van a ilegalizarlo.

Behruz cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás.

—Ven conmigo —dijo Ramin.

Él lo siguió. El efecto del opio le nublaba la visión, y si bien era consciente de dónde estaba, el sonido de los soldados que reían mientras hacían trampas en el juego, mientras entrechocaban las tazas de té y llenaban el aire de la montaña con el humo de sus cigarrillos, esos mismos soldados que dibujaban formas femeninas en la tierra y fantaseaban con el día en que regresarían a sus aldeas y dejarían de jugar a las milicias de pega para el sah, Behruz tuvo la sensación de que nada de todo aquello era real, y que lo que oía y veía bajo los efectos del opio era un sueño que se disipaba tan rápido como el humo. Sintió que estaba a punto de llorar.

A medio camino de la tienda de Ramin, se paró en seco.

—Tengo que hablarte de mi hija —dijo—. Me llegó como por arte de magia, pero a veces tengo miedo. Tengo miedo de que no sea real. De que sea un espejismo, un reflejo en un estanque que confundí con una niña.

Ramin se había detenido sobre un cerco de hierba húmeda. Lo escuchó con atención. Luego le tendió la mano.

—Ven —le dijo.

Y Behruz tomó la suya.

Cuando aprendió a conducir, nadie le mencionó los peligros del invierno: las ruedas que se atascaban o las carreteras cortadas por los desprendimientos de rocas debido al peso de la nieve. Cuando al mundo se le suman cosas, pensó Behruz, uno tiene que estar seguro de que el mundo puede sostenerlas.

Cuando Zahra se sumó a su mundo, su vida estuvo a punto de desmoronarse con el peso. «Todos somos pecadores —le había dicho su padre—. Cierto, tiene un hijo. Es madre soltera. Dios ha querido que así sea. Pero tú... tú tienes que ser un hombre, hijo mío. Defiéndela. Sálvala. Haz lo que haría un hombre.»

Zahra era una prima lejana a quien cierta familia para la que trabajaba había abandonado a su suerte después de que fuera violada. El caso había llegado hasta su padre gracias a los rumores familiares. El día en que éste decidió que se casaran, Behruz se dio veinte puñetazos en el pecho, otros tantos en la cabeza y contra la pared. Si al menos hubiera intentado tener relaciones con otras chicas... Pero nunca había sido capaz. Nunca lo había intentado con nadie, ni mujer ni hombre. Siempre lo había perseguido la vergüenza. Al final, sin embargo, se dejó convencer por lástima. Ningún hombre habría aceptado como esposa a una pecadora de treinta y seis años. Él había salvado a Zahra. Dios lo había querido así.

Esa noche, mientras conducía bajo la nieve, Behruz tuvo la impresión de que llevaba días y días al volante. Hacía tres semanas que no dormía en su cama, junto a Zahra, percibiendo su odio. Todo ese tiempo había tenido que soportar la superficie cuarteada de búnkeres y literas cubiertas con finas capas de espuma. Una experiencia nada agradable, ni siquiera en compañía de Ramin. Y tampoco pensaba volver a dormir allí esa noche.

Intentó sacudirse el dolor de las manos. Las tenía doloridas desde hacía rato, aun así agarraba firmemente el volante para no perder el control del camión. No era fácil bajar las laderas de la montaña con un vehículo tan pesado como aquél. Atrás quedaban las largas caminatas de otra época, el deslumbramiento ante la visión de la ciudad. Desde el golpe de Estado, no sólo las caminatas habían quedado relegadas al pasado, también su concepción del mundo había cambiado. Era como si le hubieran arrancado una flor de dentro. Habían transcurrido cinco años, y ya nadie mencionaba la «súbita detención» del primer ministro. Nadie salvo Ramin.

—¿Sabes qué te digo? Que se lo tenía merecido. Mosadeq me refiero —le había dicho Ramin en una ocasión—. Si hubiera cooperado con los rusos, otro gallo nos cantaría ahora. El muy terco.

—Pero... ¿los rusos no hacen soviético a todo el mundo? —contestó Behruz titubeante. ¿Qué sabía él de esas cosas? Aun así, prosiguió—: Entonces todos dejaríamos de ser persas o kurdos o turcos. O gitanos. Yo creía que...

—No has leído los libros. ¿Tú qué sabes? —lo interrumpió Ramin alterado.

Behruz solía replegarse en sí mismo cuando lo llamaban a capítulo. A partir de aquel día, no volvería a hablar de política con él.

Siguió conduciendo. La última vez que había ido a casa se había encontrado a Aria en el balcón. Zahra la había castigado de nuevo. Behruz la había cogido en brazos y acunado hasta dormirla, y luego había caído dormido él. A la mañana siguiente la había llevado al parque de Lalé y había reparado alarmado en que la niña estaba tan delgada que podía pasar entre las rejas de la puerta de entrada a los jardines.

Esta vez, tenía un plan. Ramin le había hecho prometer que lo llevaría a cabo.

Cuando llegó a casa, de madrugada, se encontró a Aria dormida en los peldaños de la entrada. Zahra no estaba en casa. Despertó a la niña con delicadeza, la llevó en brazos al camión y emprendió el viaje de regreso al cuartel con ella. A partir de ese momento viviría allí. Lejos de Zahra.

El trayecto era largo, y Aria durmió durante todo el camino. Behruz la miró de refilón y vio con impotencia los hematomas del brazo. Se fijó en la fuerza con la que se aferraba a su muñeca y en aquellas seis pulseritas que llevaba en las muñecas; se preguntó de dónde las habría sacado. Su mente se desbocaba, saltaba obstáculos y sobrevolaba vastas extensiones de campos.

Cuando llegaron al pie de la montaña, también cubierto de nieve, Behruz paró el camión y sacó a Aria en brazos. Era invierno y no quería arriesgarse a subir conduciendo por las laderas de Darband en plena noche. Harían el resto del trayecto a pie. Cargó a cuestas con la niña todo el rato que pudo, luego la dejó en el suelo, y siguieron camino andando, los dos de la mano; Aria, adormilada, subía con cuidado ladera arriba, pisando los montones de pedruscos y tierra que conformaban el sendero.

Si continuaban por la misma senda, pensó Behruz, llegarían al monte Damavand, a muchos kilómetros de distancia de la ciudad. Y andando, andando podrían cruzar a territorio ruso y escapar de aquel infierno. ¿Cómo sería andar y andar sin detenerse nunca? ¿Lo echaría alguien de menos en Teherán? ¿Hasta dónde podría llevar a su hijita? ¿A qué mundos la ayudaría a trasladarse?

En Darband, se encontraron ante una encrucijada de caminos. Uno conducía a rutas de senderismo y pequeños merenderos en las laderas de la montaña. Otro llevaba a los campamentos militares y otro al Kremlin.

—¿Bobó? Dime: ¿siempre haces todo este camino andando? —musitó Aria. Seguía medio dormida aún.

—Sí.

—¿Vamos a tu trabajo?

—Sí —respondió Behruz.

—¿Y en tu trabajo qué haces?

—Soy chófer. Ya te lo he dicho otras veces.

—¿Llevas a los soldados en tu camión? ¿Me lo cuentas otra vez desde el principio? ¿Me cuentas ese cuento? —le dijo Aria apretándose contra él.

—Sí. Los llevo de una base a otra, a veces los bajo a la ciudad y luego los vuelvo a subir, otras veces los acompaño a sitios o les hago recados.

—Por eso estás fuera de casa tanto tiempo, ¿no?

—Sí.

—Por eso me tengo que quedar sola con Zahra, ¿no?

—Sí.

Aria dio un traspié y no se cayó de milagro gracias a Behruz, que tiró de ella sujetándola por el brazo, lleno de hematomas. La niña no se quejó. Debajo de ella, una mezcla de sedimento y nieve se había desintegrado y resbalaba hacia la base de la montaña. La pendiente no era muy pronunciada, pero Aria todavía era pequeña.

—Bobó, ¿Zahra me odia?

—No lo sé. A veces creo que se odia a sí misma.

Y seguro que todavía más desde que se había casado con él, pensó él, pero no lo dijo.

Llegaron a una colina. La hierba asomaba entre la nieve derretida. El sol estaba a punto de salir. Una estrecha pista de tierra, ya seca, serpenteaba hacia la cima. Era el camino que llevaba al cuartel.

Alguien llamó a Behruz desde lo alto.

—¿Bakhtiar? ¿Eres tú?

Era Ramin, que los estaba esperando. Apareció entre la maleza.

Aria se escondió detrás de las piernas de su padre.

—Ésta es mi hija, Aria.

Behruz intercambió una sonrisa con el joven capitán y éste se agachó para ponerse a la altura de la niña. Al sonreír se le marcaron los hoyuelos.

—¿Aria? Es nombre de chico, ¿no? ¿Le has puesto nombre de chico a tu hija? Encantado de conocerte, Aria —dijo estrechándole la mano.

—No es un nombre de chico. Se lo puse por una canción. Un aria es un tipo de canción.

—¿Una canción?

—Una canción cualquiera.

—¿Es una palabra latina? —preguntó el joven guiñándole el ojo a la niña.

—Yo no sé de esas cosas, señor Ramin —respondió ella tímidamente.

Behruz se agachó para ponerse también a la altura de Aria.

—Esta noche subo con el camión a Mashhad. Ramin cuidará de ti. —Se puso en pie y miró a su amigo—. Tengo que irme.

El joven asintió con la cabeza y Behruz abrazó a Aria.

—Habré vuelto antes de que amanezca —le dijo a la niña—. Estarás bien cuidada.

A última hora de la mañana, Behruz no había regresado todavía.

Aquella noche Aria había dormido en la tienda de Ramin, pero cuando despertó, estaba sola. Se imaginó que los dos debían de haber continuado montaña arriba sin ella —divisaba el humo de las fogatas a no mucha distancia— y decidió seguirles los pasos.

Su campamento se había desplazado a orillas de Darband, cerca de Tochal, la primera montaña de la cordillera de Elburz. Desde allí, si los soldados continuaban andando llegarían al monte Damavand. Eso le había dicho su Bobó. Al poco de haberse puesto en marcha para reunirse con ellos, Aria perdió un zapato. Paso a paso, ascendió por la ladera, con la mano haciendo de visera para protegerse del sol. Al cabo, perdió la noción del tiempo, ya no sabía cuánto rato llevaba andando. Se detuvo para tumbarse a descansar, pero el suelo ardía de tal modo que se puso en cuclillas y cerró los ojos. Los abrió enseguida, temerosa de perder el rastro del humo de los soldados en lo alto.

Al levantarse para reemprender la ruta, reparó en que la tierra rojiza le había manchado el vestido blanco. Tenía heridas abiertas en los pies y entre los dedos piedras y arenilla. Se agachó para limpiárselos y se frotó cuidadosamente entre dedo y dedo. El aire había empezado a refrescar y se estaba levantando el viento. Aria consideró su situación. Behruz había dicho que estaría de vuelta por la mañana, pero no había llegado. Y Ramin había prometido que cuidaría de ella, pero también se había marchado. Entonces, a lo lejos, vio a una persona que corría hacia ella.

—¡¿Has subido sola hasta aquí?! —gritó Ramin.

Bajaba hacia ella acompañado de otro soldado.

—¿Eso es sangre? —dijo el otro soldado señalando los pies de Aria.

Ella no respondió. Lo miró y cayó al suelo rodando tres metros ladera abajo.

Aria despertó en una habitación en penumbra oyendo las voces graves y profundas de dos desconocidos. Al principio no captó de qué hablaban. O sí lo captó, pero no comprendía qué querían decir.

Uno de ellos advirtió que la niña había abierto los ojos.

—Se ha despertado —dijo.

—Voy a por él —contestó su compañero.

Behruz entró en la tienda con los ojos llorosos. Aria estaba avergonzada; se sentía culpable de su llanto.

—Tienes poco tiempo —le dijo uno de los hombres—. No puede quedarse aquí.

—Lo sé —contestó él.

Ella se incorporó y Behruz la estrechó entre sus brazos.

—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó agarrándole la cara con ambas manos.

—Es que no llegabas. Y todo el mundo se había marchado.

Se oyó un ruido en la puerta de la tienda. Era Ramin.

—Si quieres la bajo a casa —dijo—. La llevaré a cuestas.

Behruz no lo miró.

—Puedo volver sola —dijo Aria, que se notaba la cara quemada por el sol y los labios agrietados.

Su amigo se inclinó hacia él.

—Déjame que te explique —le dijo en voz baja—. Por favor. Déjame que te explique. La llevo a casa esta misma noche.

Behruz se puso en pie bruscamente. Los otros dos hombres hicieron un aparte con él.

—Ese chico anda metido en líos —dijo uno de ellos señalando con la cabeza a Ramin—. Creo que deberías saberlo.

—¿Qué clase de líos?

—Han subido unos oficiales al campamento. Venían buscándolo. Policías seguramente.

—¿La SAVAK?

—Eso creo —dijo el soldado.

Behruz se fijó de pronto en la insignia con forma de ambulancia que lucía en el cuello del uniforme: era médico.

—Sólo te decimos la verdad —intervino el otro—. Y deberías saber que la gente del pueblo empieza a pensar cosas raras. Nos han contado chismes de todo tipo sobre ése. Y sobre ti. Me da igual la situación que tengas en casa, pero no vuelvas a traer a la pequeña por aquí. Por su bien te lo digo.

Behruz levantó a Aria con cuidado, se la cargó a la espalda y se adentró en la penumbra del atardecer. Ramin lo siguió y le ofreció un cigarrillo, pero él no lo aceptó.

—Lo siento —dijo el joven—. Anoche me surgió un imprevisto. Me pediste un favor y te he decepcionado.

—Yo también lo siento. Y también te mentí. Anoche no estuve en Mashhad. Estuve haciendo otra cosa.

Ramin dio una calada al cigarrillo y exhaló el humo.

—¿Qué cosa?

—Buscando a alguien.

—¿Lo has encontrado?

—Todavía no.

Se pasó la mano por el pelo canoso y se miró las palmas de las manos. ¿Desde cuándo las tenía tan ásperas?

Lo ayudó a cargársela a cuestas y cruzó los brazos de la niña en torno al cuello de su amigo. Aria daba cabezadas de sueño.

—La tengo bien sujeta —dijo Ramin en voz baja—. Deberías irte. ¿A Mashhad?

—Esta vez, sí —dijo Behruz—. ¿Tienes la dirección que te di?

—Sí.

—Cuando veas a su madre, se pondrá hecha una energúmena. Le pegará, como te decía. Pero por el momento no se puede hacer nada. Una vez que la hayas dejado en casa y mi mujer te cierre la puerta, quédate un rato merodeando por allí, a ver qué oyes. A veces le pega en la cara. Por eso parece que tenga la nariz hinchada, pero lo que está es rota. —Dio unos toquecitos con el dedo en la nariz de Aria—. Pon el oído por si se le va la mano. Si crees que se le está yendo demasiado, entras y la sacas de allí. Si no, te vas y listo. Lo más seguro es que se conforme con darle un par de tortas. Estoy intentando dar con una solución.

Ramin se detuvo y miró fijamente a Behruz.

—¿De verdad?

—Lo estoy intentando —repitió.

Tras estas palabras, su amigo se alejó a paso rápido y desapareció en la noche. Él observó el blanco del vestido de Aria destellar en la oscuridad hasta que se desvaneció.

Ramin podría perfectamente haber tomado un taxi. Tenía mil tomanes en el bolsillo y en el dormitorio de su casa miles más, guardados en una vieja caja de madera decorada con miniaturas persas. Y en el banco muchos miles más; ni siquiera sabía cuántos. Lo que sí sabía era que poseía la misma cantidad de culpa, miles y miles de billetes culpables que tan pronto lo sumían en la desidia como lo impulsaban a cambiar el mundo. No podía gastar aquel dinero porque cada tomán tenía su contrapeso en culpa. Ni siquiera podía comprarse ropa o refrescos. La sensación lo corroía especialmente cuando su padre lo llevaba al sastre y lo obligaba a hacerse un traje a medida. Mientras su padre pagaba la cuenta, Ramin apartaba la mirada. Y luego, durante el largo trayecto de vuelta a casa en el taxi, evitaba posar la vista en los mendigos con los que se cruzaban por el camino, cargados con sus hijos bajo el brazo por si la buena gente que viajaba en los taxis les dejaba caer un par de caramelos. Ni siquiera entonces, con aquella pobre niña dormida a su espalda con los brazos rodeándole el cuello y la carretera que se extendía hacia el sur de Teherán, se atrevió a parar un taxi. Iría a pie. Cada paso suponía una negación de la culpa, una compensación. Y cuanto más pesaba Aria a su espalda, mayor ligereza percibía en su propio cuerpo. Tenía la sensación de que podría flotar sobre la ciudad, planear sobre sus luces y olores, sobre su miseria y sus montañas.

Ella durmió durante casi todo el trayecto. Tenía la cabeza apoyada en la nuca del joven y los brazos apretados en torno a su cuello. Pero cuando por fin despuntó la aurora con su tonalidad rojiza, Ramin no pudo evitar despertarla.

—Mira, Aria. Mira el sol.

La niña despertó de mala gana, abriendo poco a poco los ojos a la luz.

—Parece como una cereza en el cielo —dijo.

—Una cereza gigantesca —afirmó Ramin.

Siguieron caminando otro trecho por los senderos serpenteantes de Darband, sintiendo el calor gradual de la mañana sobre la piel.

—¿Y si te pones de pie sobre mis hombros? —bromeó él.

—Estoy medio dormida. Y me tirarás.

—Eres tan testaruda como yo. Venga, que será divertido, ya verás.

—Me caeré.

—Yo te cogeré si te caes.

Aria dejó escapar un suspiro, cambió de postura en torno al cuello de él y siguió durmiendo. Media hora de caminata más tarde, Ramin recordó que se le había olvidado el agua.

—¿Tienes sed? No tardaremos en llegar a la ciudad. Te compraré un refresco —dijo.

—¿Puedo ir a tu casa?

Ramin reflexionó antes de contestar.

—Mi casa queda lejos —respondió—. ¿Qué tiene de malo la tuya?

Pero él ya sabía qué tenía de malo, y además le había mentido. Su casa, la casa de su padre, estaba al norte de la ciudad, cerca de la montaña donde vivían los ricos, cerca de Niavarán, el palacio del sah. Su casa no quedaba lejos, ni mucho menos.

—No quiero ir a mi casa —dijo ella.

Ramin guardó silencio y se tragó la culpa el resto del camino.

Discurrieron por las avenidas y travesías. De vez en cuando desembocaban en la calle Pahlevi y cruzaban entre la muchedumbre apretando el paso. Aria se quedó dormida de nuevo. Ramin empezaba a acusar dolor de espalda pero siguió adelante. Si otros sufrían, él también tenía que sufrir. Por fin entraron en la zona sur de la ciudad y pasaron por el bazar. Poco después, llegaron a la dirección que Behruz le había dado.

Ramin se detuvo y aguardó un rato delante de la puerta. Pensaba en lo que Behruz le había contado acerca de aquella mujer que había al otro lado. Sentía los brazos de la niña en torno a su cuello y el ritmo pausado y regular de su respiración.

No se vio capaz.

Al volverse, sintió el temblor en las piernas y un dolor palpitante en la planta de los pies. Los tobillos le crujieron con el movimiento. Empecinado, enfiló hacia el norte bajo la mirada de las montañas que bordeaban la ciudad. Casi podía oírlas reír.

Ramin llegó a su casa con Aria a cuestas. Esperó un momento en la acera de enfrente para cerciorarse de que no había nadie. No quería que sus padres lo vieran con ella, pero sabía que Belgaise y Bahram, la doncella y el mayordomo, muy probablemente estaban dentro. Cuando por fin entró en la casa, subió directo a su habitación y acostó a Aria, todavía dormida, en su cama. Se lo explicaría todo a Behruz cuando volvieran a verse.

Se tumbó en el suelo, junto a la cama, e intentó dormir, pero el dolor en las piernas lo mantuvo desvelado. Había recorrido la ciudad de arriba abajo dos veces. Más de treinta kilómetros, calculó. La cabeza no dejaba de darle vueltas, y pensó que en sólo dos años ya habría terminado el servicio militar. Una vez concluido, quizá no volviera a ver a Behruz. Fantaseó con que le prendía fuego al uniforme. Él tenía muy claro lo que quería hacer. Poco a poco, iría cambiando las cosas desde dentro, de forma que algún día todo capitán y todo soldado desearan a su vez quemar el uniforme.

Contempló los cuadros que colgaban de la pared. Los había pintado su padre. Su madre era la autora de algunos de los libros que tenía en la estantería y de muchos poemas que otros padres les cantaban a sus hijos. En los últimos cinco años, tanto su padre como su madre habían recibido amenazas de muerte. Algunas de desconocidos, pero otras de la policía secreta. A veces esa gente llamaba por teléfono a su casa y, cuando Ramin se ponía al auricular, una voz al otro lado le decía: «El cadáver de tu madre quedaría muy bien colgado en lo alto de la prisión de Qasr, ¿no crees?» Ramin les colgaba, pero aquellas voces no dejaban de llamar. Había épocas en que les daban una tregua de unos meses, pero en cuanto daba por hecho que todo había terminado volvían a las andadas. A veces dejaban un perro muerto delante de la puerta de su casa.

A Ramin le traía sin cuidado. Algún día escribiría su propio libro, su propio manifiesto, y que los que querían verlo muerto describieran su cadáver como les viniera en gana. Ni ellos, ni tampoco sus padres, tendrían poder sobre él.

Tenía el íntimo convencimiento de que había hecho bien llevando a Aria a su casa. Se quedó observándola mientras dormía, preguntándose qué estaría soñando.