Aria despertó en una cama extraña. Adormilada, agitó las seis pulseras que lucía en la muñeca por el gusto de oír el entrechocar de sus cuentas. De pronto recordó un sueño que había tenido, o creía haber tenido, sobre un niño que corría por los pasillos del bazar. Pero cuando intentaba visualizar su rostro, la imagen se le escapaba.
Se dio la vuelta hacia el otro lado de la cama y recorrió la habitación con la mirada. Ramin estaba dormido en el suelo. Alarmada de pronto, saltó de la cama, se agachó junto a él y le zarandeó el brazo.
—¿Qué hago aquí? —preguntó.
Ramin abrió los ojos. En la voz de Aria había tanta severidad como en la de los generales que a veces lo castigaban. Aquella chiquilla haría un buen soldado, pensó mientras intentaba sacudirse de encima la modorra.
—Tú no te andas con contemplaciones, ¿verdad?
—Dijiste que me llevarías a casa.
Él se incorporó. Tenía la espalda dolorida. Mentía quien dijera que dormir en el suelo era saludable.
—Sí. Pero en tu casa está Zahra. ¿Quieres volver con ella?
—Nunca haces lo que te piden que hagas —replicó ella—. ¿Dónde está mi muñeca?
—Aquí. —Ramin se levantó entumecido, tiró del abrigo que había dejado colgado de un gancho en la puerta del dormitorio, rebuscó en el bolsillo y le tendió la muñeca—. ¿Cómo se llama?
—Zahra.
—Me refiero a la muñeca, no a tu madre.
—La muñeca se llama Zahra —contestó Aria, y se lo quedó mirando de arriba abajo.
—Ya.
Ramin fue hacia la ventana y corrió las cortinas. Hacía sol, pero no calor.
—Estarás mejor aquí que en tu casa. Belgaise te preparará el desayuno. Tenemos televisión. ¿Quieres verla?
—Quiero irme a casa —le contestó Aria y se sentó en la cama—. Bobó se enfadará contigo otra vez.
—Es muy probable —dijo Ramin—. Pero tú eres una niña, y yo sé mejor que una niña lo que te conviene. Te llevaré a tu casa. Mañana tengo que volver al trabajo. Pero he pensado que podrías descansar aquí unos días.
—No necesito descansar.
Ramin agarró una toalla.
—Ven a lavarte la cara —dijo y la condujo al cuarto de baño.
Se asearon juntos en el lavabo y él le dio un cepillo de dientes sin estrenar que encontró en el armario del baño. Belgaise siempre compraba cepillos de repuesto cuando iba a la tienda. Aria le dijo que le gustaba el sabor del dentífrico; Zahra le hacía lavarse los dientes con bicarbonato. Luego él le cepilló el pelo y le hizo una trenza, siguiendo atentamente sus indicaciones.
Mientras Aria veía la tele, Ramin estuvo rumiando de qué manera podría retener a la niña allí con él, pero no se le ocurrió ningún pretexto convincente. Por suerte, en casa sólo estaba Belgaise, y ella no solía curiosear. Cuando le preguntó por sus padres, le dijo que se habían ido a pasar la semana a Mazandarán, a descansar y disfrutar de la brisa del mar, y que se habían llevado a Bahram para que les echara una mano.
Al acercarse la noche, Ramin comprendió que había llegado la hora de devolver a la niña a su casa. Hizo de tripas corazón, pero se impuso un requisito: hablaría con ella, con la tal Zahra. Tan difícil no sería. Indagaría a ver qué problema tenía con Aria. Quizá era verdad que a veces la niña se portaba mal, pero puede que entre los dos encontraran una solución. Muchos padres pegaban a sus hijos. También a él le había pegado su padre. De hecho, no conocía a ningún niño al que no le hubieran pegado. Lo que más le preocupaba era que Aria durmiera a la intemperie con el frío que hacía.
Pese a tales pensamientos, Ramin continuó aplazando el momento de la marcha hasta que, finalmente, ya casi al alba, los dos salieron de casa. Esta vez tomaron un taxi. Ella hizo todo el viaje dormida.
Zahra abrió la puerta.
—Así que me trae a la niña de vuelta de ese maldito lugar. ¿Quién es usted, su padre? ¿Piensa sustituir al otro o qué? ¿Dónde se ha metido ese hijo de perra?
Ramin enderezó la espalda dolorida.
—Está en Yazd —mintió él—. Creo que desde allí tiene que seguir rumbo a Shiraz. Para recoger a unos reclutas. ¿No se lo ha dicho?
—Hay gente con la que no merece la pena hablar.
Ramin observó atentamente a Zahra. No era como había imaginado. No llevaba velo. No hablaba como una pueblerina. Vestía a la manera occidental, con un vestido raído que le llegaba justo por debajo de la rodilla. Además llevaba tacones, pese a lo temprano de la hora, y el vestido y los zapatos eran del mismo beige, a juego. Tenía la mano izquierda en la cadera y masticaba chicle ruidosamente. La montura de las gafas era de forma almendrada, acabada en punta. Como el cuerpo de un insecto, pensó.
—Bueno, ¿piensa recibirla o no? —preguntó Ramin, consciente de que hablaba con una brusquedad inhabitual en él.
—Déjela en el suelo —contestó Zahra.
—No. No quiero despertarla. ¿Tiene un sofá o algún sitio donde pueda acostarla?
—¿Acostar en mi sofá a esa zarrapastrosa con ese vestido lleno de mierda? Déjela en el suelo, que estará perfectamente. Pase.
Ramin entró en el piso despacio, fijándose con atención en los detalles de ese hábitat, nuevo e ignoto. Aquél era el territorio de los teheraníes del sur, un mundo que nunca había podido explorar tan de cerca. Observó el áspero suelo de cemento, frío e inhóspito, sin revestimiento de madera ni alfombras.
—Al menos póngale un colchón o una manta. Sobre este suelo se va a helar.
—Uy, míralo qué señorito él. —Zahra se había sentado sobre el reposabrazos de una butaca desvencijada. Cruzó las piernas. El zapato de tacón, con el cuero beige ennegrecido de caminar por los callejones del Shush, le quedó colgando de los dedos del pie—. En el dormitorio hay una manta. Vaya usted mismo a por ella si quiere.
Ramin, con Aria todavía en brazos, fue a por la manta. Al regresar al cuarto de estar, la extendió en el suelo con una mano sin soltar a la niña. Dobló la manta tres veces para que quedara bien acolchada y la acostó encima.
—Es usted un mal bicho —le dijo al volverse.
—Y usted tiene más lengua que cerebro —replicó Zahra—. Le dije al mierda ese que no se la llevara al campamento. Un cuartel militar no es sitio para una niña. Con tanto hombre por ahí suelto, puede pasar cualquier cosa. Podría pillarla un canalla como usted y hacerle quién sabe qué. Pero ese hombre es tonto, y ésta una burra que no hace caso de nada.
—Es una niña —replicó Ramin.
Zahra se ajustó el zapato que le bailaba en el pie.
—Usted no sabe nada de la vida, mi querido señorito. Yo soy la salvación de esa niña. Lo mejor que podría haberle pasado.
Se levantó y fue hacia la cocina. Ramin oyó el abrir y cerrar de armarios y luego el agua del grifo.
—¡¿Quiere un té?! —le preguntó a voces desde allí.
—No. Me voy.
Zahra regresó y se quedó plantada en el umbral.
—¿Adónde va?
—Tengo cosas importantes que hacer —respondió Ramin.
—¿Como salvar al mundo?
—Puede.
—Pues no pierda la vida en el intento. Cuanto más quiera hacer el bien, más lo odiarán. Es ley de vida, señorito. En mi experiencia, a los inocentes se los despelleja vivos. No sé qué andará haciendo de bueno, pero sea lo que sea, échele una pizca de maldad, hágame caso. Sólo una pizca.
Ramin se alisó el pelo y el uniforme. Luego se caló la gorra militar, perfectamente ladeada.
—¿No piensa ir hoy a la mezquita? Yo imaginaba que la gente de estos barrios acudía en masa a la plegaria de los viernes. La niña puede quedarse aquí durmiendo un buen rato hasta que usted vuelva.
—¿Intenta protegerla de mí? No se preocupe. No soy tan mala como parezco. Ya le he dicho que soy lo mejor que podría haberle pasado.
Zahra regresó a la cocina.
—¡¿Acaso tengo yo pinta de ir a rezar a la mezquita?! —dijo a voces desde allí.
—No lo sé, señora —dijo él—. Hay mucha gente en este mundo que no es lo que parece.
Ramin salió al exterior, al sol de la mañana, y cerró la puerta. En la calle, volvió la vista atrás tan sólo una vez. No sabía si quería que Aria huyera con él a las montañas o si prefería no volver a verla nunca más. Allí de pie, en el extremo sur de la avenida Pahlevi, en los barrios bajos de Teherán, la vaharada a estiércol, suciedad y pobreza lo dejó aturdido. Se encaminó hacia el norte, donde se divisaba el perfil borroso de la cordillera de Elburz, con Darband en un primer plano y detrás el monte Tochal. Y sobre todas aquellas cumbres, el majestuoso Damavand, presidiendo Teherán al completo. No era el sah quien gobernaba su ciudad, se dijo al emprender la marcha. Era aquella montaña, y siempre lo sería.