7

Ramin apartó de un brusco manotazo la puerta de loneta de su tienda. Había tardado casi medio día en hacer el trayecto de vuelta y estaba de mal humor. Se quitó la gorra y la corbata y salió al exterior. Fue hasta la bomba de agua más cercana, llenó la pila y se echó agua en la cara. Sus oscuros cabellos centellearon. Se peinó con los dedos el incipiente bigote y dejó que el agua le resbalara por el cuello, largo y delgado como el resto de su cuerpo, de una delgadez engañosa dada su fuerza. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero y se lo pasó por la cara. Luego oteó el horizonte y los campos buscando a Behruz, pero en vano. Es día de lectura, pensó Ramin. Ya debería haber vuelto.

De regreso en la tienda, hojeó el libro que habían empezado juntos y con el que Ramin había decidido enseñarle a leer: La buena tierra. Su autora era una mujer. En los márgenes Behruz había hecho unos dibujos con flechas que apuntaban hacia los vocablos correspondientes dentro del texto. Ya había conseguido hacerse con un vocabulario de un centenar de palabras. Sencillas todas ellas: un triángulo sobre un cuadrado representaba la palabra «casa», un círculo simbolizaba el «sol» y otro círculo sombreado, la «luna». Para «amor» y «guerra» había dibujado, respectivamente, un corazón y otro corazón partido en dos. Para la palabra «inteligente», la cara de un hombre pero con la parte superior de la cabeza desproporcionada. Para «China» había dibujado al margen el mapa de Irán. Cuando Ramin le comentó que se había equivocado de país, Behruz se negó a cambiarlo.

—Es el único que conozco —replicó—. Además, todos los países deberían ser nuestra patria.

Ramin sonrió.

—Tú ves el mundo de color de rosa.

—¿Insinúas que soy tonto? —dijo Behruz con una sonrisa.

—No, yo...

—Tu problema es que crees tenerlo todo muy claro —lo interrumpió Behruz y luego dio una calada a su cigarrillo—. Quizá intuyo que el país del que se habla en este libro no se diferencia del que piso.

—Quizá —le dijo Ramin—. Tonto de chófer.

Volviendo al presente, Ramin oyó el rugido de un camión que subía por la pista de tierra. Corrió hacia él, feliz de que el tonto del chófer hubiera llegado por fin.

Los dos individuos que se apearon del vehículo vestían traje, y uno de ellos llevaba gafas de sol. En un primer momento Ramin dio por sentado que Behruz iba con ellos.

—¿Dónde se ha metido vuestro chófer? —les preguntó.

—En la tumba de tu madre, hijo de puta.

Ramin sacó pecho.

—Primero se saluda —dijo—. ¿Quién te ha dado permiso para dirigirte de esa manera a un capitán del ejército del sah?

Pero Ramin sabía quiénes eran aquellos individuos. Había visto a ese tipo de hombres en otras ocasiones, hombres que lo atormentaban hablándole del cadáver de su madre y que dejaban perros muertos delante de la puerta de su casa. Aun así, les siguió el juego.

—El mismísimo sah, hijo de puta —respondió uno de ellos.

Ramin sintió el primer golpe en el pecho. El siguiente lo acusó en la espalda, donde le estaban clavando una bota. Con la cara pegada a la tierra, vio de refilón que el otro individuo trajeado salía en ese momento de su tienda. Se detuvo delante de sus narices y dejó caer cientos de panfletos sobre él.

—Estos papeles, hijo de puta, significan que has dejado de ser capitán. Puedo meterte a ti y a la puta de tu madre en la tumba que me dé la gana. —Le echó tierra en la cara de una patada—. He encontrado esto también.

Lanzó la novela, llena de dibujos de Behruz, a las manos de su compañero.

Los dos individuos trajeados le vendaron los ojos y se lo llevaron a la prisión de Qasr. Dentro, lo despojaron de su ropa y le entregaron un uniforme.

Las primeras noches lo dejaron con los ojos vendados. La celda era pequeña, podía recorrerla de un extremo a otro en cuestión de segundos. Ramin dedujo que en alguna parte habría una ventana puesto que oía a otros presos en el patio y los pasillos.

A la tercera noche, se sintió completamente desorientado. A la cuarta, entraron a por él. Estaba tumbado en el suelo, intentando conciliar el sueño. La celda no tenía cama. Ni siquiera tenía retrete; hacía sus necesidades en un rincón. Dos individuos abrieron la puerta, le amarraron los brazos y, cuando Ramin opuso resistencia, lo redujeron a patadas.

Lo pusieron en pie a regañadientes y lo obligaron a andar: uno tiraba de él y el otro lo empujaba. En los pasillos, le llegó el olor a algo que en principio pensó que eran orines pero luego identificó como el mismo detergente que Belgaise utilizaba para limpiar los váteres en casa de sus padres.

Llegaron a un espacio en el que los ruidos de la prisión se oían como en sordina. Ramin intuyó que se encontraban en una habitación tan pequeña como su celda y, pese a tener los ojos vendados aún, sintió el calor de unos focos. Los dos individuos lo sujetaban con fuerza. Oyó que se abría la puerta y entraban otros hombres. No habría sabido decir cuántos, pero tuvo la impresión de que eran tres, dos de los cuales le echaron las manos encima. Luego sintió que le ataban una cuerda alrededor de los pies y otra alrededor de las manos. Tensaron las cuerdas a cada extremo, como si las amarraran a algo, y estiraron de sus extremidades como si se propusieran arrancárselas del torso.

Así lo dejaron durante dos días. De vez en cuando entraba un guardia que le metía pan en la boca y otro que le echaba agua a la fuerza en la garganta. El segundo día, Ramin no podía dejar de gritar.

Al otro día, dos individuos lo despertaron. Lo sentaron en una silla y le quitaron la venda de los ojos. Ramin no veía nada. Los dos individuos aguardaron pacientemente.

Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, observó que los dos estaban sentados al extremo opuesto de una mesa larga. Parecían de mediana edad. Uno con bigote y el otro bien afeitado.

—Usted primero, doctor —le dijo el del bigote a su compañero.

Pero a juzgar por cómo iban vestidos, ambos con trajes bien entallados y gruesos pañuelos de hombre al cuello, no parecían médicos en absoluto. Ramin cerró los ojos y vomitó en el suelo.

Le tendieron un pañuelo de papel.

—Gracias —dijo Ramin.

—Qué, señor Emami, se lo ha pasado bien, ¿verdad?

Él no contestó.

—¿Ve adónde lo ha conducido tanta diversión? Y todavía puede conducirlo a cosas peores, ¿eh?

—Esto es sólo el principio —dijo el del bigote.

Su compañero lo miró torciendo el gesto.

—Vamos a ver —dijo el primero—, nuestra intención es ser buenos con usted, porque somos gente buena por naturaleza. ¿Entiende?

Ramin vomitó de nuevo. Cinco horas después, yacía en el suelo en posición fetal. Le salía sangre de un corte en el labio y tenía un ojo tan tumefacto que no lo podía abrir. Se sujetaba el vientre, donde la habían emprendido a patadas con él. En la habitación ya sólo quedaba el del bigote, que se dirigía a él a voz en grito.

—¡¿Quién te enseñó?! ¡¿Quién te hizo llegar esas sandeces?!

Viendo que Ramin no contestaba, le asestó otra patada.

—¿Dónde se alojan? ¿De cuántas armas disponen? —inquirió el del bigote—. Cuando pille a tu madre, vas a saber lo que es bueno. Te voy a enseñar lo que hacemos con las madres.

Ramin percibió el sabor a sangre en la boca. Le dolía la cara. El otro individuo regresó a la habitación con un cable largo.

Esta vez le ataron las muñecas por encima de la cabeza y lo arrojaron a una fría mesa de metal. Le quitaron primero los zapatos, luego los calcetines, le liaron una cuerda a los tobillos y se los amarraron a las patas de la mesa. El cable era grueso por un extremo, por donde lo sujetaba el individuo bien afeitado, y se estrechaba en la punta. Ramin sintió que le apretaban los tobillos, dispuestos a azotarlo. El tipo bien afeitado le dijo que era su última oportunidad. Le arrancarían la verdad aunque tuvieran que darle mil latigazos.

Ramin oyó un restallido. El cable le azotó la planta de los pies. Se los segó, y brotó la sangre. Cada latigazo era una herida más en el cuerpo. La piel se le estaba cayendo a tiras. El del bigote agarró un pellejo y se lo arrancó de un tirón.

Sin embargo, Ramin no tenía nada que decir. No sabía nada. Nadie le había enseñado nada. Desconocía la existencia de un alijo oculto de armas. No tenía vínculos con otros comunistas, ni con el Tudeh ni con los fedayines ni con ningún otro partido o grupo minoritario. Lo juró y perjuró hasta que perdió el conocimiento.

Behruz aguardó varias horas. Se quedó a la espera, de pie en un solar del barrio de Qasr desde donde se divisaban los tejados de la prisión, evitando imaginar lo que estarían haciéndole a Ramin allí dentro. Había intentado utilizar los contactos de su amigo, pero todos los capitanes y coroneles a los que había recurrido le habían negado la palabra. En cuanto a los padres de Ramin, todo lo que Behruz sabía era que tenían mucho dinero y residían en los alrededores de Niavarán.

Encendió un cigarrillo y se lo fumó de camino a casa. El síndrome de abstinencia del opio había empeorado, pero sabía que tenía que mantener la cabeza despejada. La primera noche no había pegado ojo y los tres días siguientes, durante la hora del almuerzo, había estado dando vueltas con el coche por los alrededores de la prisión vigilando quién entraba y salía del recinto. Al cuarto día le autorizaron la visita. Los guardias le dijeron que su amigo era un tipo con suerte. Pocos prisioneros recibían visitas, sobre todo en los primeros meses de encarcelamiento. Cuando Behruz preguntó por qué a Ramin le habían dado permiso para que recibiera visitas, un guardia le contestó: «Los ricos consiguen lo que les da la gana.» Después de esperar durante horas en una habitación desolada junto con un hombre y una mujer, los llamaron para tomarles las huellas dactilares a los tres. Behruz pensó que quizá la pareja estuviera allí para visitar a Ramin también, pero no preguntó.

—Sé firmar —dijo el hombre cuando le impregnaron la tinta en el dedo—. Y mi mujer también.

Señaló a la señora que estaba a su lado, vestida de forma sencilla pero sin hijab. No parecían gente de dinero, pero él se fijó en que todas sus prendas estaban impolutas.

—Preferimos sus huellas —indicó el funcionario al otro lado del escritorio.

—Qué modernos —masculló el hombre entre dientes.

Behruz apartó la mirada. Le tomaron las huellas dactilares antes de regresar a su asiento.

—Bonito uniforme —dijo el hombre cuando él se sentó—. ¿Conoce usted a mi hijo?

—¿Es usted el señor Ramin? —preguntó Behruz.

—¿Tú sabías lo que mi hijo se traía entre manos? ¿O mantenía su amor por Stalin a escondidas de todo el mundo?

—No lo sé, señor —contestó él agachando la cabeza.

—Esta generación nunca aprenderá —sentenció el padre de Ramin.

—Aprenderán, Hushmand, aprenderán —afirmó ella poniéndole una mano en la pierna y exhaló un hondo suspiro. Luego, mirando a Behruz, preguntó—: ¿Eres amigo suyo? ¿Ha hecho algo irremediable?

El funcionario levantó la vista antes de devolver la atención a sus papeles.

—No hay nada irremediable —contestó él con una sonrisa.

—Depende —dijo la madre de Ramin.

La señora se parecía mucho a su hijo, pensó Behruz. Los mismos ojos, la misma nariz.

—Su hijo me dijo que es escritora.

—Cuando me dejan. Me llamo Mahnush —dijo tendiéndole la mano y luego hizo un ademán en dirección a su marido—: Y éste es Hushmand, mi marido.

—Hola. Me llamo Behruz Bakhtiar.

—¿De la etnia bajtiari? —preguntó Mahnush como si le ilusionara esa posibilidad.

—Bueno, ya muy de lejos —respondió Behruz y se llevó la mano al pecho—. Siento decepcionarla.

—¿Ya no vagan por las praderas, entonces? ¿Ni tejen esos hermosos kilims y alfombras? —dijo Mahnush con una sonrisa.

Behruz sonrió a su vez.

—Deberíamos haber conservado las tradiciones.

—Algunos, por suerte, todavía las conservan —dijo Mahnush.

Hushmand se levantó y se puso a deambular por la habitación.

—Podría caerle cadena perpetua, ¿sabes? El muy idiota.

—Todo saldrá bien, señor. Si Dios quiere —dijo Behruz.

—Esta gente siempre con Dios en la boca. En todo tiene que ver Dios, ¿verdad?

—¡Hushmand! —lo reprendió Mahnush—. Siéntate y cálmate. Tus arrebatos no resolverán nada.

—Y pensar que le conseguimos el puesto, de capitán nada menos, para mantenerlo alejado de esos chalados comunistas... Removí cielo y tierra para conseguírselo.

El funcionario miró hacia ellos de nuevo.

—Mejor eso que lamerle las botas al sah —dijo Mahnush, bajando la voz para que no los oyera el funcionario.

—Yo intenté inculcarle al chico el amor a los poetas —dijo Hushmand.

—Y lo consiguió, señor, vaya si lo consiguió —dijo Behruz, con más vehemencia de lo que pretendía. Los padres de Ramin lo miraron fijamente—. Me ha estado enseñando poesía —aclaró.

Se abrió una puerta y un guardia entró en la sala.

—Diez minutos por visita —anunció—. ¿Quién va primero?

Behruz observó a los padres de Ramin mientras se alejaban por el pasillo. Recordó la descripción que su hijo le había hecho de ellos, mucho más oscura que la imagen de aquella abatida pareja de mediana edad que acababa de conocer. Aunque, efectivamente, la madre era la más fuerte de los dos.

Al cabo de diez minutos, Hushmand y Mahnush regresaron con semblante abrumado.

—¿No hay nada que puedan hacer? —preguntó Behruz, procurando ocultar su preocupación.

Hushmand agachó la cabeza.

—Llega un momento en que no hay contactos ni favores que valgan. ¿Entiende, señor Bakhtiar?

Dicho esto, le estrechó la mano y abandonó la habitación.

—Necesita tiempo para asimilarlo —dijo Mahnush, señalando con la cabeza a su marido.

La madre de Ramin había llorado. Sostuvo la mano de Behruz con las suyas. Su reacción instintiva cuando una desconocida lo tocaba era de rechazo, pero esa vez se contuvo.

—Gracias, señor Bakhtiar. Honra usted a su etnia. Leal hasta las últimas consecuencias. Mi hijo me ha contado que le ha estado enseñando a leer. Procure que sus lecturas sean las adecuadas. Entretanto, veremos a ver qué pueden hacer los abogados.

—¿Disponen de alguno bueno? —preguntó Behruz, sin apartar la mano.

—El hermano de Hushmand es juez. Tiene otros dos hermanos magistrados, en Londres. Mi padre fue general con el padre del sah. Ahora el sah odia a la gente como nosotros, pero quizá no hayamos agotado todos los contactos. —Mahnush le estrechó la mano con fuerza—. Manténgase en contacto, señor Bakhtiar.

La madre de Ramin se alejó por el pasillo principal y Behruz oyó su taconeo contra el suelo de cemento resonando como las botas de un militar. Observó su porte, la espalda erguida, la cabeza alta. Había visto aquellos andares en muchas ocasiones, eran el vivo reflejo del ritmo y la zancada de Ramin cuando subía y bajaba por las colinas y los valles de la montaña.

—Me cae bien tu madre —le dijo Behruz cuando por fin se vieron cara a cara.

—¿Ah sí? —balbuceó Ramin. Tenía un ojo morado, la boca rodeada de hematomas y se sujetaba el vientre como si le doliera. Hablar suponía un esfuerzo—. Puede que te parezca inofensiva, como los de su misma cuerda, pero por culpa de gente como ella y como mi padre los ingleses se han servido de este país a su antojo. Toman el té con ellos mientras los británicos joden a todo quisqui. Y ahora venga a hablar de poesía y de lo mucho que detestan al sah.

—Baja la voz —le chistó Behruz.

—De pronto han visto la luz, pero no mueven un dedo. Porque, claro, la poesía salvará el mundo, ¿no?

Ramin se recostó en la silla, como para calmar el dolor.

—¿Te duele?

—¿El qué? —preguntó Ramin.

—¿La cara?

Ramin no contestó.

Behruz dejó escapar un suspiro.

—No creo que tus padres tengan mala intención.

—Ésos no tienen intenciones.

—Cuentan con buenos abogados, para ayudarte. Me lo han dicho.

—Sí, el tío de Londres, fulanito no sé cuántos. Si no puedes ser rey, al menos pululas por la corte, ¿no? —dijo Ramin, que tosió y se apretó el vientre con fuerza.

Behruz echó una ojeada al reloj de la pared. Casi habían transcurrido los diez minutos.

—Vendré a verte otra vez, te lo prometo —dijo.

—No tienes por qué —contestó Ramin.

—Tienes razón, en lo que dices sobre tus padres y la poesía, pero quizá...

Se interrumpió. Se sentía impotente, y no sabía cómo expresar sus sentimientos. Se puso en pie para marcharse.

Ramin apartó la mirada y no se despidió.

Fuera, Behruz inhaló el aire fresco de la montaña, encendió un cigarrillo y regresó despacio a su casa, pensando en estrechar a Aria en sus brazos y protegerla del mundo. Luego imaginó las montañas y los valles de los campamentos militares, y a Ramin desfilando por ellos con la espalda recta, la mirada al frente como su madre, plantándole cara al mundo.

Cuando Behruz se presentó de nuevo en la prisión para visitarlo, Ramin, que nunca había creído en milagros, creyó estar viviendo uno.

Pero Behruz fue fiel a su promesa y continuó yendo a ver a su amigo durante meses y meses. Un día, llegó a la prisión con el Corán en las manos.

Ramin había sido trasladado a una nueva celda sin ventanas de ningún tipo y ya casi había olvidado lo que era la luz del sol. Le parecía que el tiempo, si es que existía tal cosa, se había convertido en un extraño cuyos hábitos tendría que volver a aprender. El día que Behruz se presentó con el Corán coincidió con la primera vez que dejaron salir a Ramin de aquella celda. La luz lo quemaba en los ojos y los ruidos, incluso los murmullos, resonaban en sus oídos y le taladraban el cerebro.

—¿Ya estamos otra vez con beaterías? —acertó a decirle Ramin.

Estaban sentados frente a frente.

Behruz le sonrió, pero su mirada era más triste. Luego lanzó una ojeada hacia el guardia que tenían al lado, un joven vestido de uniforme. De entre las páginas del Corán extrajo una carta.

—Hijo, ¿me lees esto? —dijo Behruz mostrándole la carta al guardia.

—Usted a lo suyo —respondió el guardia, esgrimiendo el fusil.

—No sé leer. Necesito tu ayuda —repuso él tendiéndole la carta de nuevo.

—Tonto de chófer, déjalo en paz —intervino Ramin.

Behruz se inclinó hacia el oído de su amigo.

—Ése no sabe leer. Salta a la vista —le susurró.

—¡Déjense de cuchicheos! —gritó el guardia.

—Es una carta de su madre, hijo —contestó Behruz—. Creía que podrías ayudarnos.

—Usted a lo suyo y rápido —dijo el guardia de nuevo.

Behruz dejó el papel sobre la mesa y lo desplegó para que Ramin lo viera. Sólo había escritas dos líneas. En ellas ponía: CARTAS A ARIA. ESCRÍBEMELAS TÚ.

—¿Por qué? —le preguntó Ramin inclinándose hacia él.

—Le pedí a uno de los reclutas que me lo escribiera. He localizado a su madre. A su madre de verdad. Creo. Y quiero explicarlo todo para que Aria lo lea cuando sea mayor. Pero, ya sabes, soy analfabeto.

Behruz dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Cómo has conseguido encontrar a su madre?

—Pateándome la ciudad. Los barrios del sur. Allí las historias corren como la pólvora. Los recuerdos se transmiten.

—Ni que fuerais una sola voz.

—Un solo corazón, puede. Ayúdame con esto, haz el favor.

—¿Crees que servirá de algo encontrar a la madre?

—Podría quedarse con Aria, y así conseguiría apartarla de Zahra.

—¿Qué clase de mujer renuncia a su hija y la acoge después? —repuso Ramin—. ¿No te la encontraste recién nacida en un contenedor?

Behruz le agarró la mano.

—Nunca he hecho nada bueno en mi vida.

—Tonterías.

—Por voluntad propia, no. De pequeño... No, para qué te voy a contar.

Ramin le tomó la mano.

—Cuéntame.

Behruz hizo una pausa y prosiguió.

—No llegué a conocer a mi madre. Murió cuando yo tenía dos años. —Manoseaba las páginas del Corán—. De pequeño jugaba a las mamás, al principio con las almohadas, luego con una muñeca que me encontré por ahí tirada... hacía como si fuera su madre, le daba de mamar, le cambiaba el pañal, la mecía. La acostaba en su cuna. Ya sabes, cosas de ésas.

—Ya —asintió Ramin.

—Zahra tenía treinta y seis años cuando me casé con ella. Su hijo es dos meses mayor que yo, ¿entiendes?

—Entiendo.

—Y ella y yo nunca hemos...

—Lo sé —dijo Ramin.

—En el dormitorio, quiero decir.

—Lo sé.

—Zahra lo intentaba. Quería...

—No tienes que darme explicaciones.

—He intentado ser un buen marido, pero...

—¡TIEMPO! —exclamó el joven guardia.

—Será sólo un minuto —dijo Ramin en voz alta.

Behruz lo miró a los ojos e hizo una honda inspiración.

—Cuando llegó Aria... Cuando me la encontré... —Se le quebró la voz.

Ramin le estrechó la mano con fuerza.

—Está bien. Ya buscaremos la manera —le dijo.

Aquella noche, Ramin intercambió un paquete de cigarrillos por un bolígrafo con su compañero de celda. Los cien tomanes que Behruz había introducido clandestinamente fueron a parar a un cocinero del penal a cambio de cien pliegos de papel. Y Ramin empezó a escribir metiéndose en la piel de Behruz; cada noche evocaba la voz del chófer, su exhalación cuando daba una calada al cigarrillo, las arrugas de su frente mientras garabateaba sus símbolos en los márgenes de libros prohibidos, el modo en que adelantaba la mandíbula cuando apretaba los dientes.

Una mañana a la semana, Behruz iba a visitarlo a la prisión y le contaba todo lo que deseaba expresar. Cuando se despedían, Ramin se reencarnaba otra vez en su amigo y anotaba lo que recordaba para aquella hija imaginaria, procurando no omitir ni una sílaba o palabra dolorosa.

A veces, mientras escribía, pensaba en sus padres. Sólo habían ido a visitarlo en una ocasión, justo después de que ingresara en la prisión. ¿Acaso se mantenían alejados por miedo a que los implicaran? ¿Por el vínculo que tenían con alguien como él? ¿O quizá estaban de verdad trabajando en la sombra para conseguir su libertad? Su madre probablemente justificaba su ausencia pretextando escribir un libro sobre su suplicio. El mejor camino, según ella, para ayudarlo en esa batalla. Nada había cambiado, pensó Ramin. Su madre y todos los demás se entregaban a la lírica mientras la sangre corría por las calles. Lo mismo que seguirían haciendo mientras él se pudría en la cárcel.