8

Aria no tenía ni idea de qué había hecho mal esta vez.

Zahra la había encerrado en el cuarto de baño y Aria la oía sacudiendo el polvo de las sábanas en el dormitorio de al lado. Sonaba como una música, como la de aquellos panderos que había visto tocar, que se sujetaban bien alto y sobre los que se tamborileaba fuerte con los dedos. Cuando el sonido cesó, se acurrucó en un rincón del baño, donde Zahra había encendido una vela pese a que aún no era de noche. De hecho, por alguna razón, había encendido velas por toda la casa.

Zahra abrió la puerta, entró en el baño y dejó caer las sábanas sucias en un gran barreño que estaba al lado de Aria.

—Llévate esto fuera —ordenó dándole un puntapié al barreño—. Lo llenas de agua, y las lavas. —Luego señaló el pañuelo que Aria llevaba en la cabeza—. Quítate eso, ponte esto —dijo desplegando un velo negro—. Toma.

La niña hizo lo que se le ordenaba.

—Lava esas sábanas. Y tápate bien con ese velo o Dios sabe qué dirán los vecinos. Bastante vergüenza eres ya. Venga, rápido he dicho. —Zahra se volvió hacia el cuarto de estar repitiendo—: Vergüenza, vergüenza, vergüenza.

Aria se envolvió en el velo. Le tapaba la cabeza y el óvalo de la cara y le caía a lo largo del cuerpo ocultando sus formas. Se lo ajustó bien ceñido por debajo del mentón. El resto de la tela la arrastraba por detrás. De vez en cuando se tropezaba con el velo, sobre todo porque el barreño pesaba demasiado para llevarlo cargado en una sola mano y la hacía perder el equilibrio. Al final decidió llevar el barreño a rastras. Cuando por fin llegó a la fuente del patio, descubrió que la pila estaba vacía. Mientras estaba allí paralizada, contemplando el caño por el que habitualmente salía el agua, volvió a oír aquellos sonidos. Los mismos que antes había atribuido a Zahra sacudiendo las sábanas. De pronto cayó en la cuenta de que no era ella ni mucho menos. Pensó que quizá se tratara de música que salía de una radio, pero el volumen iba en aumento y le entró miedo: ¿y si estaban tirando bombas? No, tampoco era eso, porque poco después oyó voces de personas, cientos de ellas, millares tal vez. Agarró con fuerza el asa del barreño y quiso correr a refugiarse en casa, pero temía la ira de Zahra.

—¿Qué haces? —oyó que alguien le preguntaba a su espalda.

Aria soltó el barreño y se dio la vuelta. Era Kamran. El chico la miró torciendo el gesto y luego levantó el barreño como haciendo un gran esfuerzo.

—¿Qué haces aquí? ¿Y esto para qué es? —preguntó tendiéndole el barreño—. ¿Y por qué llevas eso puesto? Las niñas no deberían estar en la calle ahora. Sólo los hombres.

—¿Por qué?

—Da igual —respondió Kamran en un tono más suave—. ¿Has venido a por agua? Es la Ashura. La gente se ha pasado el día lavando. ¿Es que no oyes las cadenas?

Ella lo miró desconcertada.

—Las flagelaciones. ¿Las procesiones? —Kamran suspiró—. ¿Es que no te enteras de nada o qué? Ven a ver.

Aria abandonó el patio siguiendo a Kamran y echaron a correr juntos por el callejón, donde los muros de las viviendas a uno y otro lado de la calzada estaban tan cerca que casi se tocaban. Había más gente en la calle de lo habitual, sobre todo hombres, como Kamran había dicho. Iban vestidos de negro y cargados con hatillos llenos de frutas o panes. Algunos con nueces tostadas. Mientras corría detrás de Kamran, tuvo que resistir la tentación de detenerse a oler los aromas de su alrededor. Cada vez estaban más cerca de aquellas voces humanas cuyas salmodias había tomado por tamborileos, y del metálico repiqueteo de miles de cadenas que Aria había confundido con lluvia.

Finalmente el laberinto de callejuelas llegó a su fin, y tanto Kamran como Aria se encontraron en el arranque de la avenida Pahlevi. Allí fue donde ella vio la sinfonía.

—Échate a un lado —le dijo Kamran—. Si te cruzas en su camino te arrollarán.

—¡¿Qué hacen?! —le preguntó ella a gritos entre el estruendo creciente.

Kamran también levantó la voz.

—Llevan horas así. —Señaló hacia el callejón, donde los integrantes de la procesión lloraban y se lamentaban. Había cientos de mujeres ataviadas con velos negros—. Es una farsa —dijo Kamran, y luego susurró—: No es de verdad. Pero eso es un secreto.

Aria contemplaba la procesión boquiabierta. En la cabecera iban diez hombres, cada uno presidiendo una fila. Todos ellos empuñaban una vara de madera de cuyo extremo, a modo de ramillete, colgaban veinte o treinta cadenas metálicas de unos cincuenta centímetros cada una. Mientras desfilaban, los hombres lanzaban las cadenas por encima del hombro y se flagelaban la espalda. Una y otra vez. Luego, al unísono, exclamaban: «¡Gran Husseín!» A pesar del color negro de las camisas, se apreciaba que algunos sangraban.

Tras el paso de unos doscientos hombres, desfiló una hilera de adolescentes. Muchos portaban címbalos que golpeaban al son de la marcha. Y los que no llevaban ningún instrumento se golpeaban la cabeza produciendo un sonido rítmico que se sumaba a la percusión. Detrás de los chicos desfiló otro grupo de hombres con un gran paso a hombros sobre el cual habían pegado plumas de avestruz y de distintas aves formando un dibujo lineal. Las plumas rojas, amarillas y blancas aportaban la única nota de color en muchos kilómetros a la redonda y deslumbraba en contraste con el resto de los enlutados procesionantes. A la cabeza de la marcha se enarbolaban dos pancartas con unos grandes letreros verdes que rezaban: «El señor es misericordioso» y «El gran Husseín». Kamran se los leyó a Aria.

Detrás avanzaba otra procesión. Aria estaba convencida de que ésta debían de integrarla millares de personas, pues formaban una masa indistinta de cuerpos, niños, hombres, grandes y pequeños. En todos los rostros se apreciaba el mismo semblante de duelo, la misma escenificación de dolor. Niños y adultos alzaban los brazos en el aire, todos a una, como flechas. Luego, todos a una también, hacían aspas con los brazos golpeándose el pecho con violencia: la mano derecha contra el lado izquierdo del pecho y la izquierda contra el derecho. A ojos de Aria, que los observaba estupefacta, parecía doloroso. Luego empezaron los cánticos: «¡Husseín, Husseín!»

Kamran se sumó a los cánticos y a Aria la impactó la violencia de las voces. Pero la potencia de aquel cántico resultó ser una nimiedad comparado con lo que sucedió a continuación: un pequeño grupo de hombres con la cabeza rapada avanzaba hacia ellos golpeándose el cráneo con el extremo romo de unos martillos. Para drenar la tumefacción que se les formaba en las contusiones, sacaban unas navajas del bolsillo, se sajaban la herida y, segundos después, la sangre les resbalaba por la cara.

Aria se volvió hacia Kamran muda de asombro y advirtió que él se había quedado embobado ante ellos.

Transcurrieron unas horas y cayó la tarde. Aria iba andando al lado de Kamran con el barreño a rastras, que golpeteaba contra el pavimento. La base del barreño empezaba a desportillarse. De vez en cuando estallaba alguno de los petardos que tiraban los jóvenes y los fogonazos iluminaban la calzada, marcando el cambio súbito de la oscuridad a la luz y viceversa.

Los dos juntos avanzaron otro trecho siguiendo a una procesión de dolientes, tanto falsos como verdaderos. Aquella gente se hacía llamar Ejército de los Dolientes, según Kamran le había dicho a Aria. Cuando la procesión se detuvo por fin, Aria descubrió que habían llegado al pie de una vieja mezquita cubierta de telas verdes y luces. Era como si hubieran iluminado la noche con una suave tonalidad verdosa, como la hierba de la mañana cubierta de rocío.

—¿Qué pasa? —le preguntó ella en voz baja a Kamran. Cerca de las mezquitas siempre sentía la necesidad de susurrar. Había algo en ellas que le resultaba inquietante.

—Han venido hasta aquí porque hay un nazri.

—¿Un qué?

—Un nazri. ¡Comida! Están regalando comida.

—¿Quién?

—Todos. Los vecinos a la mezquita, la mezquita a los vecinos.

—¿Por qué?

—Para descubrir quiénes son los niños preguntones —bromeó Kamran y tiró de ella hacia delante.

Aria tropezó con el velo.

—Si es para todos, ¿también a los ricos les regalan comida?

—También, ya te he dicho que es para todo el mundo. ¿Ves a esas mujeres que van cargando con los calderos? Se han pasado todo el día cocinando. Mi madre también. Pero ella no viene a la mezquita ni nada de eso. Dice que esta noche los dyinns rondan por las calles, así que reparte halva y cuencos de sopa a la gente que pasa por delante de casa. Hasta me obliga a llevársela a algunos vecinos. Hoy he ido a la tuya para darte algo, pero...

—Hoy Zahra estaba de muy malas pulgas.

—Lo sé —contestó Kamran.

Condujo a Aria entre la muchedumbre y rodearon la mezquita hasta llegar a la parte posterior. Ella se levantó el velo para no arrastrarlo por el barro que se había ido formando a lo largo del día con el paso de millares de personas.

—¿Podemos volver ya? Zahra se enfadará otra vez. Y tengo que lavar estas sábanas.

Aria echó una ojeada al barreño: la ropa sucia seguía allí. Pero Kamran se alejó a toda velocidad sin esperarla, y la muchedumbre no tardó en tragárselo.

—¡Kamran, para! —le dijo a voces.

—¡¿Dónde estás?! —preguntó él también a voces, dándose la vuelta—. ¡No te veo!

Aria siguió su voz y se abrió paso a empujones entre el gentío hasta que por fin lo vio, hablando con un hombre muy delgado que tenía una mano vendada. Su aspecto desentonaba por completo en aquel ambiente, entre tanta animación. Aria lo reconoció: se trataba del señor Jahanpur, el padre de Kamran, que se había puesto de puntillas para poder oírlo. Los dos estaban a contraluz. Cuando terminaron de hablar, él le alborotó el pelo a su hijo con un gesto cariñoso y desapareció entre la muchedumbre.

Kamran se volvió y fue hacia ella.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Aria tomó aliento.

—¿Qué es todo esto? —dijo, indicando hacia la gente, las luces, la comida.

—Es el nazri, ya te lo he dicho.

—No, quiero decir que... ¿qué se celebra?

—Es por el imán Husseín —respondió Kamran—. Murió hace mil años. Creo que lo ataron a un árbol y lo mataron a golpes. O no, eso le pasó a otro santo. Hicieron que lo pisotearan unos caballos. Creo, no sé.

—¿Quién?

—Los árabes. Y se murió, y sus hombres y mujeres y niños se murieron también, y luego a Husseín le cortaron la cabeza. Creo. No sé dónde la pusieron.

—Pero ¿él no era árabe?

—Sí. Pero ahora los persas lo adoran.

—¿Por qué? —preguntó Aria.

—Porque luchó por el auténtico mensaje del Profeta. Por la verdad. Era nieto del Profeta, por eso sabía la verdad.

—¿La verdad de qué?

—Yo qué sé. Pues la verdad. La verdad es la verdad.

Kamran la tomó de la mano e intentó que apretara el paso.

—Entonces, si no decimos la verdad, ¿nos atarán a un árbol y nos pegarán?

—No, no hace falta mentir para eso. Ya te pegan de todos modos —respondió Kamran.

—¿Eso era lo que te decía tu padre ahora mismo, te hablaba de la verdad?

—A mi padre déjalo en paz —dijo Kamran, sin entrar en más detalles.

Echaron los dos a correr entre el gentío siguiendo el aroma a arroz, yogur y estofado de cordero. Aria se levantó el velo. En la tenue luz del atardecer, imaginó a una figura solitaria, inerte al pie de un árbol mientras el corazón le bombeaba los últimos restos de sangre en las venas.

Zahra oía exclamar «¡Dios es grande!» y «¡El gran Husseín!», aun con las ventanas de casa cerradas. Nunca en la vida, ni siquiera de niña, cuando vivía en la plaza Ferdowsi, había oído una Ashura tan ruidosa y animada.

Se han vuelto todos locos, pensó. Era todo puro teatro, tanto si lo protagonizaban los nobles como los del turbante. Una panda de payasos todos. Incluso aquella antigua familia de abolengo para la que había trabajado de niña encontraba cómico el estrépito metálico de aquellas procesiones. Y no es que no fueran creyentes, sólo que les interesaban otras cosas. Eso sí lo recordaba. Quién sabe qué se habría hecho de aquella familia, si seguirían como siempre, allí sentados con sus libros de poesía hablando de cosas incomprensibles para ella. Entonces era sólo una niña. La gente de su clase siempre se había creído superior. Ellos eran zoroastrianos, aunque se habían convertido. Si no, ¿cómo habrían entablado tanta amistad con la realeza? La realeza y sus negocios. Su dinero. Sus castillos y su lucro.

¿Dónde demonios andaría aquella niña? Bueno, de todos modos iba a ser imposible dar con ella mientras durara la procesión. Zahra se entretuvo en los quehaceres domésticos y en mover muebles de aquí para allá. Estaba tan ajetreada que cuando su marido llegó a casa ni se enteró.

Cuando al final levantó la vista, Behruz abrió la boca para decir algo, pero cambió claramente de idea en cuanto vio el semblante de su mujer. Recorrió la habitación con la mirada buscando a su hija.

—¡¿Has visto cómo es?! —gritó Zahra y le arrojó un zapato—. Menuda escoria de niña nos has metido en casa. ¿Has visto los jueguecitos que se trae? Se ha escapado adrede, que lo sepas. Para buscarme las cosquillas.

Behruz se llevó una mano al pecho, intentando calmarse.

—¿Adónde la has enviado?

—Míralo él. No tengo por qué contestarte —le dijo—. ¿Quién te has creído que eres? ¿Te crees que tienes clase? ¿Te crees que ese mundo, con esa gente tan leída que manda a sus hijos a estudiar a esos países tan finos, se va a fijar en ti?

Behruz siguió a Zahra con la mirada y vio que entraba en el dormitorio y luego regresaba al cuarto de estar con el sombrero puesto y el abrigo en las manos. Se echó el abrigo por encima, colgando de los hombros. Siempre llevaba el abrigo así, sin meter los brazos por las mangas.

—¿Dónde he puesto los guantes? ¿Tú has visto mis guantes? —preguntó y luego los vio en la mesita de centro.

Él se había quedado plantado delante de la puerta, pero Zahra pasó a su lado y salió de la casa. El olor a humo y petardos, a lentejas cocidas y halva impregnaba el aire. Bajó volando por la calle, como un halcón atraído por el olor de su presa.

Momentos después, Behruz se lanzó a la calle para buscar a Aria por su cuenta, confiando en ser el primero en encontrarla. Y así fue. Estaba dormida junto a Kamran en la escalinata de la antigua mezquita, aferrada a un barreño de madera lleno de ropa sucia. Behruz envió al niño a su casa, cargó a cuestas con Aria y sujetó el barreño con los dedos. Mientras caminaba iba pensando en Ahmad, el hijo de Zahra. ¿Se habría portado su mujer igual con él? ¿Cuándo llegaría el día en que la mano de Dios intercediera, zarandeara la tierra y la partiera en dos, de modo que Zahra quedara a un lado y Aria y él al otro?