Al día siguiente, Behruz salió de casa al amanecer confiando en poder hacerle una visita a Ramin en la cárcel antes de volver a su trabajo en el cuartel de la montaña. No tuvo más remedio que dejar atrás a Aria.
La niña había echado a correr hacia el patio, pero Zahra la había seguido y metido a rastras en casa otra vez.
Kamran, que estaba en ese momento tendiendo la colada en la cuerda del patio, había presenciado la escena por la puerta trasera entreabierta de la casa de su amiga, y Aria se había dado cuenta de que las estaba mirando. Kamran ya había aprendido a estar preparado para días así e instalaba el fortín en la copa del árbol, al que ambos trepaban ya con toda soltura. Dejaban comida y bebida como para dos días en el escondrijo habitual, dentro del macetero gigante, y echaban tierra y rosas encima para que no se viera nada.
Al rato Zahra sacó a Aria al balcón y la encerró allí, castigada otra vez. La niña oyó que cogía el abrigo y las llaves y escuchó el suave taconeo de sus zapatos al salir de casa. Imaginó a Zahra con unos guantes de piel a juego con los zapatos y los labios pintados de rojo brillante.
—Parece que no le hizo gracia que desaparecieras anoche. Bueno, ¿qué? ¿Piensas quedarte ahí arriba para siempre? —le dijo Kamran desde abajo en el patio—. ¿Por qué no vamos al cine? Si tú no estás cansada, yo tampoco.
Aria se inclinó sobre la barandilla.
—Ahora voy. No te creas que es tan fácil bajar por aquí, ¿sabes?
Se dio impulso en la barandilla e intentó pasar una pierna por encima. Como no llegaba para ponerse a horcajadas, se empujó con la rodilla hasta quedar tumbada de medio lado, con la barriga apoyada en la barandilla. Así ya podía girar el cuerpo y pasar la pierna al otro lado. Las ramas del cerezo llegaban hasta el balcón y se agarró a la más gruesa.
—¡Date prisa!
—He dicho que ya voy.
Aria se deslizó valiéndose de la rama y se agarró al borde del suelo del balcón, desde donde se quedó colgando hasta que Kamran corrió a colocarse debajo. Luego puso los pies sobre sus hombros y saltó al suelo.
Echaron a correr por las calles sin hacer un alto para descansar hasta al cabo de un buen rato. Ninguno de los dos había dormido mucho la noche anterior, pero el vigor de los cánticos y las plegarias les había insuflado nuevos bríos. Aria se sentía como una superheroína, indestructible. Tras recuperar el aliento, se lanzaron a la carrera de nuevo hasta que ella se detuvo para restregarse los ojos con los nudillos.
—Me pican —dijo.
—No te has lavado desde ayer, ¿a que no? —dijo Kamran.
—No hay agua en casa.
—Mentirosa.
Kamran consultó su reloj de pulsera. Se lo había regalado Kazem para que supiera cuándo era la hora de salir del trabajo y volver con los suyos, pues se había convertido en el hombre de la casa. Kamran pensó en su pobre padre y lo enfermo que se había puesto la noche anterior durante la Ashura. Le había pedido que recogiera todo el nazri posible y lo llevara a casa para su madre y su hermana. Hacía semanas que no comían como es debido.
—Tendremos que colarnos en el cine —dijo Aria—. Ya sabes que no tengo dinero.
—Pensaba invitar yo.
—A lo mejor me dejan pagar con las pulseras —dijo ella alargando el brazo. Ya tenía once pulseritas que, enredadas unas en otras, le subían por el antebrazo y llegaban casi hasta el codo.
Kamran se ruborizó.
—¿Por qué vas a desprenderte de ellas? ¿No te gustan?
—Me encantan. —Hizo otra mueca de dolor y se frotó los ojos.
—No hagas eso —dijo Kamran.
—Me pican. Parece como si se me hubiera metido algo dentro.
—Déjame ver. —Se acercó a ella y le tiró con suavidad del párpado inferior hacia abajo para echar un vistazo—. No te muevas. No tienes nada, tonta.
—Serás tú que no ves nada.
—¿Crees que deberíamos volver a casa? —preguntó él.
Aria no respondió.
—¿Estás llorando?
Kamran le puso una mano sobre el hombro. Ella se sentó en la acera, cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó la cabeza en ellos.
—No. —Hablaba con voz apagada—. ¿Crees que lloro porque soy una niña?
—Pues sí. Estás llorando y eres una niña, así que deja de llorar. —Kamran le tiró del codo.
Aria levantó la cabeza y lo miró desafiante.
—Son los ojos que me lloran, no yo —dijo frotándoselos.
Kamran se estremeció de pronto, horrorizado. Apoyó la mano en la acera para no tambalearse.
—Tus manos —alcanzó a decir.
Ella se miró las manos: las tenía llenas de sangre.
Sin mediar palabra, Kamran la agarró del brazo y la condujo de vuelta a su casa por el mismo camino por donde habían llegado. Al rato empezó a oír una voz en su interior que repetía una y otra vez: «No será nada», aunque no lograba reconocer aquella voz como propia. Con tanto ímpetu tiraba de ella que al final la niña se cayó al suelo y se hizo un rasguño en la rodilla.
Aria bajó la vista hacia la herida, pero tenía los ojos tan llenos de sangre que no veía. El mundo se había teñido de rojo.
Aria inspiró hondo. La pelliza de Behruz olía a piel de cabra. Iba aferrada a ella mientras su padre se abría camino serpenteando entre el gentío. Notaba lo enfadado que estaba.
Zahra la había dejado prácticamente abandonada durante tres días, sangrando en un rincón del piso. De vez en cuando le llevaba algo de comer y le decía: «Ya se te pasará. Ya se te pasará.»
La sangre de los ojos se le había secado y no podía abrirlos. Le supuraban. En ese estado se la había encontrado su padre esa mañana al regresar del cuartel, donde había pasado los últimos tres días.
Behruz conocía la dirección de una clínica en el norte de la ciudad que Ramin le había mencionado en una ocasión. Había emprendido la caminata hacia allí con Aria en brazos, suponiendo que en taxi tardarían más en llegar dada la congestión del tráfico. Pero empezaba a acusar el cansancio.
—¿Crees que podrías ir andando?
—Puedo probar —dijo Aria.
Behruz la bajó al suelo. Con los ojos pegados aún, la niña le dio la mano y echó a andar a su lado. Notaba algo así como un velo debajo de los párpados.
A medida que se adentraban en la zona norte de la ciudad, el bullicio de los comercios iba dejando paso a la suave cadencia del sonido de los platos en los cafés, los saludos y las charlas serenas y reposadas. Era como si se hubieran trasladado a otra ciudad, con un ambiente completamente distinto.
Behruz había hecho aquel trayecto muchas veces pero sólo de noche, tras bajar de Darband. No sabía el aspecto que tenía a plena luz del día. ¿Cuántas veces lo habría visto Ramin así, con toda esa belleza? Los edificios, ocultos durante la noche, ahora se alzaban monumentales ante él. Al otro lado de las ventanas por las que tan a menudo había intentado espiar desde la calle, veía figuras que se movían. Detrás de los cristales, hombres trajeados que iban de un lado a otro de sus despachos hablando por teléfono y aflojándose la corbata. Otras figuras sentadas en las repisas interiores de las ventanas, otras en sus escritorios. Lo que más le llamó la atención fue lo extrañas que parecían a sus ojos las mujeres de aquella parte de la ciudad. Llevaban la cabeza bien alta y la espalda erguida. Ninguna iba cabizbaja intentando evitar las miradas masculinas.
Behruz lanzó una ojeada a Aria, salida de las entrañas de aquel otro mundo. La niña le apretaba la mano para no caerse. No podía ver nada de lo que él veía, pero Behruz deseaba mostrárselo. Y cuanto mayor era su deseo, más crecía en su interior, como un monstruo aterrador, la espantosa conciencia de que tal vez nunca gozara de esa oportunidad.
—Tracoma —diagnosticó el doctor—. ¿No se ha estado lavando como es debido?
—No sé, es que no estoy mucho en casa.
—¿No está usted casado?
—Sí, pero...
—Pues dígale a su mujer que lave a la niña o los servicios sociales se la llevarán. En este país el abandono infantil está penado por ley, no sé si lo sabe.
Sentado a su escritorio, el médico garabateó algo en un papel. Después del saludo inicial de rigor, apenas había mirado a Behruz.
—Comprendo, pero es que mi mujer no es la madre de la niña.
—¿Que no es su madre?
—Ni yo tampoco soy su padre. La he adoptado, pero...
Behruz miró a Aria, que estaba sentada al borde de la camilla con una piruleta sin abrir en la mano. La parte inferior de la venda que le tapaba los ojos le rozaba la punta de la nariz.
—Señor Bakhtiar —prosiguió el doctor—, debo ser claro con usted. Vamos a ver... las condiciones... A ver, entiendo que no sea fácil para usted, pero esta enfermedad sobreviene cuando se descuida la higiene. Es especialmente peligrosa durante la infancia, entenderá que...
—Cuando estoy en casa no hay ningún problema —lo interrumpió Behruz.
El médico se ajustó las gafas y la corbata y carraspeó.
—Señor Bakhtiar, un niño necesita cuidados continuos. Si su mujer no puede ocuparse deberá hacerlo usted.
—Entendido, doctor, pero...
El médico se recostó en la silla y enlazó las manos detrás de la cabeza. Miró por la ventana hacia el edificio a medio construir que se alzaba en la acera de enfrente.
—Interesante eso de ahí fuera —dijo.
Behruz siguió su mirada. En la fachada del edificio habían pintado un gran retrato del joven príncipe. El médico se balanceó en la silla.
—Como verá, hay gente que adora a sus hijos. El edificio no está terminado siquiera y ya te plantifican el retrato de su hijo. Parece como si nuestro monarca tuviera algo que demostrar ahora que ya tiene heredero. Y luego hay gente como usted. Aunque por lo que dice, en realidad la niña no es suya, luego quizá no signifique tanto para usted. Aun así, deberá usted saber que es el peor caso de tracoma que he visto en mi vida. Y la causa es esa infestación de piojos que tiene en el pelo. Me sorprende que no lo haya usted advertido. ¿A qué ha dicho que se dedica?
—Conduzco un camión, señor —respondió Behruz.
—Da igual —dijo el doctor—. Un hombre tiene la obligación moral de ocuparse de sus hijos. Los niños son nuestro futuro, ¿no cree? Aunque con gente como ése, con un ego así, ya erigiendo retratos de su hijo, a saber qué futuro le espera a este país. No será usted monárquico, ¿verdad, señor Bakhtiar?
Behruz no respondió. No sabía lo que aquel hombre deseaba oír.
—Claro que no; ya se le ve. Es del sur de Teherán, ¿verdad? Apuesto a que allí les han hecho creer que todo va a las mil maravillas. Pero fíjese sin ir más lejos en lo que le han hecho a ese pobre hombre, condenado a arresto domiciliario en su granja.
—¿El presidente Mosadeq?
—Efectivamente. —El médico sonrió—. Me sorprende que esté usted al corriente. Así me gusta. Pero volviendo a su caso, señor Bakhtiar. Como le decía, soy consciente de que quizá no disponga fácilmente de las necesarias condiciones de salud e higiene, pero este tipo de enfermedad suele darse por infestación de insectos. Estoy seguro de que sabe a qué clase de insectos me refiero, ¿verdad? Bien, pues esos insectos terminan por abrirse camino hasta los ojos, donde provocan infecciones gravísimas, como es el caso de su hija... o lo que sea para usted la niña. —El médico dio unos golpecitos con el bolígrafo sobre el papel—. Tendrá que venir a que le practiquen unas curas. Hay muchas probabilidades de que pierda la vista.
La cadencia de su parlamento se veía interrumpida por vacilaciones y titubeos, como si expresar sus pensamientos le supusiera un trastorno. Behruz estaba inclinado hacia delante en el asiento tratando de seguir sus palabras y de obviar el martilleo sordo de la obra al otro lado de la calle.
—Tiene que venir tres veces por semana para que le hagamos la cura en los ojos y la desinsectación. Estos tratamientos pueden prolongarse durante meses. Me inquietan las circunstancias que han conducido a un caso así. Pero si promete traer a la niña a todas sus citas sin excepción, llegaré a un acuerdo con usted y no lo denunciaré. Le pediré a mi secretaria que redacte una especie de contrato. No es necesario que lo firme, con que marque su huella dactilar bastará. Y ahora, exploremos a la niña a fondo. Puede que no sea fácil.
Behruz sentó a Aria en sus rodillas, y el médico le susurró al oído:
—Tendrá usted que ayudarme.
—¿Cómo?
—Limítese a hacer lo que indico —susurró el médico, y luego añadió en voz alta—: Muy bien, hijita, ¿todavía te pican los ojos? Vamos a hacer que ese picor desaparezca cuanto antes.
Ante la mirada de Behruz, el médico le quitó la venda a Aria, le pellizcó el párpado superior izquierdo y tiró de él. Ella se retorció.
—No, no, no te muevas. Señor Bakhtiar, haga el favor de ayudarme.
Behruz sujetó con fuerza a Aria. Tenía al médico tan cerca de él que podía leer su nombre grabado en la bata: «Vaziri.» Era la primera palabra que leía por su cuenta, sin ayuda de Ramin. «Vaziri», pensó. «El juez.» El doctor Vaziri agarró una cuchilla rectangular que estaba sobre el escritorio envuelta en una servilleta. Le giró el párpado hacia fuera y, con el lado afilado de la cuchilla, se dispuso a sajarle las pústulas resecas. Una vez que le pilló el tranquillo, entró más a fondo. Le rebanó otra capa, más gruesa esta vez. Luego repitió la operación en el otro ojo.
—Con éste puede que sea más difícil —masculló, pero Behruz apenas lo oía.
Vaziri siguió rebanando capas, poco a poco. Pero esta vez, el pus en lugar de deshacerse se desintegró en el globo ocular de Aria y el ojo le empezó a sangrar de nuevo. Vaziri le sopló. Luego se limpió el sudor de la frente.
—Probaremos una vez más —dijo y sajó la zona infectada de nuevo.
Esta vez sacó una delgada capa de pústula. Se limpió el sudor de la frente de nuevo. Cuando terminó, arrojó la cuchilla a la basura.
—Que no se quite la venda de los ojos —ordenó—. Procure que se los deje tapados hasta que remita la infección.
Luego susurró al oído de Behruz:
—Señor Bakhtiar, debo insistir en que no puedo garantizarle la total curación. No sabremos hasta dónde alcanza el daño ocular hasta que se estabilice el problema. ¿Entiende lo que significa «estabilizar», no? Podría darle unos folletos informativos, pero si no sabe leer, para qué, ¿verdad?
—Verdad, señor —dijo Behruz.
—Claro. Bueno, no es culpa suya. Se los daré de todos modos, buen hombre, por si algún amigo puede leérselos.
—Mi mujer sabe leer.
—Ah, muy bien. No se preocupe, señor Bakhtiar, mi mujer también es más lista que yo.