anillo

Solo había dos cosas que me interesasen de la Akademeia: completar la educación que mi hermano nunca pudo completar, entrando y saliendo vivo porque él no pudo hacerlo, y la posibilidad de ver la galaxia mucho más allá de Luna. La primera fue siempre la razón fundamental, pero fue la segunda la que probablemente hizo que los tres años de formación se pasaran mucho más rápido de lo que yo había esperado cuando decidí inscribirme y luchar contra mi madre para que me permitiera ir a la misma escuela de élite en la que su otro hijo había muerto.

En aquel tiempo descubrí que saltar de planeta en planeta me gustaba, me permitía ver el mundo de maneras muy distintas. Además, me atraía el trabajo de inspección y análisis. Disfrutaba recopilando datos y registrándolos en la eidola de Urien, esa que tiene la información de la mayoría de su vida y que mi madre me dio para que hiciese con ella lo que quisiera, excepto dársela a alguien de Hades. Yo tampoco creo en las segundas vidas que prometen en ese Servicio, en las holoánimas o en el Paraíso virtual donde puedes «vivir» convertido en datos. Pero sí creo en mi propia forma de mantener a mi hermano vivo, y guardar toda esa información en aquel recipiente donde estaba el resto de su existencia era un poco como hacer que él también pudiera visitar todos esos lugares.

Lo que nunca me gustó fue la sensación de peligro, por pequeño que fuera. La razón era sencilla: me aterra la muerte y la veo en todos lados. Soy, probablemente, el único hera que no sabe aceptarla bien. No se trata de que me asuste morirme: siento pánico cuando pienso en que inevitablemente algún día lo haré y ni siquiera puedo saber cómo, cuándo o por qué. Solo la idea es capaz de paralizarme y convertirse en el centro de todo. Ahora, en este lugar abandonado y silencioso, se me pasa brevemente por la cabeza e intento echarla al fondo de mi mente y enterrarla bajo una montaña de concentración. No hay fantasmas porque no existen los fantasmas, pero me preocupa mucho más lo que puedan hacer los vivos.

A mi hermano no lo mató ningún fantasma: lo mató alguien vivo y real, aunque nunca he sabido quién porque cuando mi madre me dio su eidola se habían eliminado por completo los últimos minutos de su vida. Creo que fue ella misma quien lo hizo, quien lo borró. Creo que sabía que lo primero que yo haría sería mirar dentro y obsesionarme con la escena. Quizás ella lo hizo primero. Quizá tuvo acceso a lo último que se le pasó a Urien por la cabeza antes de morir y no ha vuelto a pensar en otra cosa.

El último recuerdo de Urien al que pude acceder yo, sin embargo, fue de horas antes: uno sin demasiadas preocupaciones pese a la prueba en la que se encontraba. Era el pensamiento de un adolescente, algo sencillo: se alegraba de que a su compañera de Apolo no le hubiera pasado nada ante un reptante que les había salido al camino y también pensó que estaba guapa incluso con aquella cara de enfado que tenía desde entonces.

Por lo que sé, fue esa misma chica la que solo un poco más tarde no pudo salvarle.

—Oye, ¿y tú por qué estás metido en esto?

La voz de mi compañero está fuera de lugar en medio de la ciudad de barro y ruinas. Tres días me han bastado para saber que Dryas habla siempre así: como si, al contrario que yo, no tuviera miedo ni preocupaciones de verdad.

—Por lo que todo el mundo, ¿no?

—Ni de coña, tú no te meterías en un follón como este por pasta. Y no me creo que quieras ser zeus…

Lo miro por encima del hombro. Él va detrás, con las manos en la nuca, relajado, como si estuviéramos de vacaciones en vez de buscando a la banda de rebeldes más perseguida de la galaxia.

—¿Y tú qué sabes? Soy una persona muy aventurera, para tu información.

—Vamos, que estás aquí por nuestra amiga la de las gafas, ¿no?

Resoplo, pero no respondo; no quiero darle el placer de confirmar que ha acertado.

—¿Te mola? ¿Es eso?

—¿Qué? —La mera idea me horroriza—. Claro que no. ¿Eres tan simple? ¿Te mola a ti Tess?

—No, ya sabes que me dan pánico los dientes grandes. Pero tu amiga no los tiene.

—No me digas que quien te gusta es Ariadna, por favor, podría vomitar.

—¿Otra vez? Sí que tienes el estómago sensible… Pero no. La verdad es que no sé ni siquiera si es guapa, como no se quita las gafas…

Me tenso y aparto la vista de la sonrisa falsamente inocente del grandullón. De pronto siento que estoy caminando por una cuerda floja. Que me está poniendo una trampa y está aguardando a que caiga. La verdad es que no sé cómo Talía esperaba que el hecho de que incluso duerma con esas gafas gigantescas pasase desapercibido para el resto de la tripulación. Hasta ahora habría dicho que no les importaba en absoluto porque todos deben de tener sus secretos, pero parece que me equivocaba.

Antes de que se me ocurra qué responder, un sonido más adelante capta nuestra atención. Lamia se ha adelantado y nos llama desde la entrada de una de las casas, con las orejas levantadas. Nosotros nos acercamos, aunque Dryas se asoma primero. Dentro solo hay una estancia oscura por la que apenas entra la luz.

—¿Se supone que tengo que fiarme y meterme ahí? ¿Cómo sé que no me está tendiendo una trampa para…?

—Nadie quiere comerte.

Soy yo quien da un puntapié en la madera destartalada, que cruje y chirría al girar sobre sus goznes, nada que ver con las puertas automáticas a las que estamos acostumbrados en Luna o en la mayoría de ciudades de Olympus. Aprieto los dedos alrededor de mi pistola mientras entramos en una habitación en penumbra: solo hay un ventanuco por el que se cuela la luz y por el que supongo que también ha tenido que colarse Lamia para señalarnos que hay algo en este lugar. Pero… no hay nada. O no a simple vista. Lamia, sin embargo, se acerca corriendo a un rincón y empieza a arañar el suelo con sus garras.

—¿Lamia? ¿Qué ocurre?

Aunque Dryas se ha quedado detrás de mí en todo momento, se adelanta y me hace un gesto para que permanezca donde estoy.

—Coge al bicho.

—No es un bicho —repito por enésima vez en estos días. Pero Lamia, como si lo entendiera, se aparta del sitio en el que estaba y yo la cojo en brazos—. ¿Se puede saber qué…?

Mi voz queda ahogada por los disparos, tan seguros que consiguen cortarme la respiración. No llevo bien el sonido. Siempre que lo escucho me viene a la cabeza la herida en el pecho de mi hermano. Es ridículo, pero cada vez que alguien dispara a mi alrededor creo que van a dispararme a mí. Siento el golpe en el pecho, profundo, sangrante, la vida yéndose.

Luego regreso a la realidad y sigo vivo. Sigo aquí, en una sala en penumbra, con Lamia apretada entre mis brazos y junto a un tipo muy grande que sonríe a un boquete en el suelo. Una entrada. Ambos nos miramos un segundo antes de volver la vista a unas escaleras que podrían descender hasta el mismísimo Infierno.

—Parece que nuestra amiga no solo tiene unos dientes grandes: también tiene un olfato alucinante.

Yo me fijo en Lamia, que me devuelve una mirada de ojos negros e inocentes mientras se pasa la gran lengua por la nariz. Es inevitable que sonría.

—Buen traba… Espera. —Levanto la vista de nuevo, a tiempo de ver cómo Dryas ya está empezando a bajar por las escaleras—. ¿Has dicho «nuestra amiga»? ¿Ahora es tu amiga? ¿Ya no es un bicho?

—Sigue siendo un bicho, y uno feísimo, por cierto. —El chico me mira por encima del hombro y alza las cejas—. Pero yo tengo todo tipo de amigos y tampoco puedo culparla por no ser vegetariana, ¿no? ¿Vienes o qué?

Resoplo, aunque dejo que Lamia me trepe al hombro, vuelvo a apretar la pistola entre los dedos y le sigo.