4
En Florencia con los juveniles

Hasta los artistas más afirmados necesitan de la ayuda
de los otros para expresarse completamente.

BERTOLT BRECHT

En Florencia trabajé como responsable de la categoría juvenil de la Fiorentina.

El primer equipo, que disputó el campeonato de 1983-1984, tenía jugadores de gran calidad: el club había comprado a Gabriele Oriali, habían llegado Pasquale Iachini y el atacante Paolo Pulici, que había sustituido a Ciccio Graziani. Además tenía a dos jugadores argentinos extraordinarios: Ricardo Daniel Bertoni y, sobre todo, Daniel Passarella, que habían ganado el Mundial argentino de 1978.

Era la Fiorentina de Giancarlo Antognoni, su gran capitán: había ganado la Copa del Mundo en España y había jugado trescientas cuarenta y una veces con la camiseta violeta de la Fiore, de 1972 a 1987. Un mito y un monumento del fútbol florentino. En el equipo estaba también el joven Daniele Massaro, al que Bearzot había llevado consigo a España, aunque no lo hizo debutar; en 1986, lo compró el Milan, y ha seguido gran parte de mi carrera de entrenador.

La Fiorentina tenía, pues, grandes campeones y jóvenes ya expertos. Mi tarea era mejorar la sección juvenil, incluido el equipo primavera. Fue una tarea que afronté con mi entusiasmo habitual.

En Florencia tenía que vérmelas con los campeones a los que había visto por televisión y que había admirado durante los Mundiales de 1978 y 1982.

Cada poco invitaba a Daniel Passarella a hablar con los muchachos. Eran encuentros importantes (hoy los llamaríamos stages) durante los cuales hablaba del juego en zona que había practicado con la Argentina de Menotti.

Se hablaba de disposición en el campo, de maniobras y de partidos. Sobre todo quería que los muchachos conocieran las experiencias de la zona de presión argentina de la voz del capitán. Passarella afirmaba: «Sabiendo jugar con una zona de presión, para mí ha sido más fácil jugar de líbero. Al revés, habría sido mucho más difícil».

Era una situación ideal para crecer, para adquirir experiencia a alto nivel, con un primer equipo que al final quedó tercero en el campeonato, jugando un fútbol bonito, técnico y competitivo.

Ponía en práctica lo que Italo Allodi soñaba y quería para el fútbol italiano: la coordinación entre las categorías juveniles, que llevaría a crear luego una cadena capaz de formar jugadores y nuevas generaciones. Allodi había entendido antes que nadie qué necesitaba el fútbol italiano para ser grande. Ante todo, una escuela de alta formación para los cuadros dirigentes (y qué falta haría ahora): el supercurso de Coverciano no debía ser simplemente un curso para obtener una licencia después de pocas semanas de asistencia, sino que se había concebido como una escuela de alta formación para pocos y escogidos talentos. En segundo lugar, la selección y la reorganización de la sección juvenil, para hacer crecer a los jugadores y valorizar a los jóvenes.

En Florencia jugaban con los marcajes y el líbero retrasado. Impuse la defensa en zona en todas las secciones juveniles de la Fiorentina, porque acostumbra a pensar y a desarrollar el intelecto, así como beneficia tener una capacidad de juicio respecto del marcaje al hombre. Y es indispensable para hacer jugar a un equipo en perfecta sinergia.

La zona cubre predominantemente los espacios (y, por tanto, hace una defensa pasiva, pero se puede marcar, si es la mejor elección). La zona de presión conlleva una defensa activa: quiere decir que, incluso cuando los adversarios tienen la pelota, tú eres el dominus del juego. Con esta presión, los obligas a jugar con velocidad, a ritmos e intensidad tales que juegan mal y como tú quieres. No era solo una zona, era mucho más.

Entonces en la Fiorentina estaba Sergio Cervato, un defensa que había jugado durante años en el primer equipo, que luego había pasado a la Juventus y a la Spal; más tarde había empezado su carrera como entrenador. A un defensa acostumbrado a jugar con el marcaje al hombre se le hace muy difícil imponerle, en la madurez, el fútbol en zona de presión, especialmente si luego se convierte en entrenador y enseña a los jóvenes el juego tradicional practicado durante su carrera. El mío y el de Cervato son dos modos de entender el fútbol, dos maneras diferentes de ver el mundo. Dos filosofías distintas: la defensiva del juego a la italiana, por un lado, y la agresiva y de ataque de la zona de presión, por el otro. Creo que no fue útil imponer a otros este modo de jugar cuando no se conocía la didáctica para enseñar el fútbol total. Pensándolo bien, ese fue mi error.

La Holanda de los años setenta jugaba con la zona de presión. Cuando se juega en zona, la referencia principal es el balón, luego el compañero y, finalmente, el adversario. Se defiende preferentemente de manera colectiva, esta era la diferencia: en Italia se defendía de forma individual (aún hoy) y la referencia principal era el adversario, casi nunca el balón y el compañero.

De aquel equipo primavera, con los años he llevado conmigo a algunos jóvenes, aunque era un grupo poco destacado desde el punto de vista profesional. Estaba el portero Marco Landucci, que fiché para el Parma; con él gané el campeonato de tercera división; luego hizo una buena carrera con Fiorentina, Lucchese, Brescia, Avellino e Inter; hoy es el segundo entrenador de Allegri. Otro chico al que hice jugar fue Stefano Carobbi, al que luego llevé al Milan y que tuvo una buena carrera como jugador y como entrenador de las categorías juveniles de la Fiorentina. Estaba Mario Bortolazzi, al que llevé al Parma y luego al Milan, y que jugó en el Genoa. Y también Amedeo Carboni, que tuvo una destacada carrera: primero en la Roma, luego como capitán del Valencia, donde jugó de 1997 a 2006 (allí ganó la Copa de España en 1999, fue dos veces subcampeón de la UEFA Champions League y ganó dos ligas españolas. Además, en 2004, ganó la Copa de la UEFA y la Supercopa de Europa).

Italo Allodi, al que había seguido a la Fiorentina, fue un gran directivo. Tenía sus propias ideas de fútbol y luchaba por tener los mejores jugadores posibles. En el campeonato de 1984, quería traer a Florencia a un delantero como Rudi Völler, del Werder Bremen. El club violeta, dirigido por Ranieri Pontello, prefirió a Sócrates, «el doctor», «el filósofo», al que los italianos recuerdan por el famoso partido Italia-Brasil en que marcó el momentáneo empate en la Copa del Mundo de España de 1982. Así se creó una fractura entre el club y Allodi, que decidió presentar la dimisión. Antes de marcharse de Florencia, me propuso firmar un contrato trianual con la Fiorentina para proseguir mi trabajo y garantizarme un futuro en un club de primera división. «Es un buen contrato, las condiciones son favorables y tú sigues desarrollando tu trabajo, que estás haciendo muy bien con los muchachos del primavera.»

No lo pensé ni un minuto. Por respeto a él, decidí que también yo me iría de Florencia.

Siempre he pensado que el juego de un equipo se construye sobre todo con las decisiones del club y teniendo claro cuáles son los objetivos. Si no se dan las condiciones para continuar el trabajo siguiendo un proyecto preciso, todo se viene abajo. Un equipo que juega mal, que pierde, con jugadores desmotivados en el campo, que no expresan todo aquello que pueden dar, es la señal no solo de un entrenador perdedor, sino de toda una sociedad que no ha sabido construir y orientar un proyecto. No podía permanecer allí porque, ante todo, a Florencia me había llevado él. Así pues, perdía el punto de referencia de mi trabajo. El entrenador es el hombre que representa al club en el campo y que hace de intérprete de las finalidades del juego y de los objetivos del club mismo. Si una de las piezas falta, también el papel del entrenador se ve disminuido y se rompe ese clima de confianza que es fundamental para el éxito del proyecto.

Ranieri Pontello me pidió que permaneciera; como no quería, me propusieron ir al Monza, que estaba en buenas relaciones con la Fiorentina. «Si cogéis a Sacchi, os damos en préstamo a Bortolazzi y Carobbi, así crecéis también vosotros.» Era la señal de que a la familia Pontello y al club les había gustado mi trabajo, un acto de confianza no solo en relación conmigo, sino también con mi modo de entender el papel de entrenador y de coordinador. Al final, el Monza, que militaba en segunda división, eligió como entrenador a Alfredo Magni.

Una tarde, era verano, fui a Riccione para ver un importante torneo nocturno. Me senté en la tribuna. Al lado me encontré a Dino Cappelli, el presidente del Rimini, hombre de buen corazón y de gran humanidad. Era un verdadero deportista, capaz de poner en crisis su empresa y de arruinarse por amor al equipo, no como muchos presidentes de hoy… Me preguntó por la experiencia de Florencia, cómo había ido, cómo había trabajado y qué había hecho. Al final, como sabía que andaba sin equipo, me preguntó:

—¿Por qué no vuelves al Rimini?

—Porque no me gustan las menestras recalentadas —respondí, tajante.

Dino Cappelli se volvió hacia mí.

—La menestra recalentada no es buena, pero cuando es buena, lo es también recalentada.

Sin embargo, la situación económica del club era un desastre. Tampoco su empresa iba bien. De nuevo, su amor al fútbol lo había llevado a la ruina.

—Si antes teníamos algunos cuartos, ahora ya no los tenemos —me dijo, entre serio y divertido.

Le hice una propuesta: reconstruiría el equipo solo con el doble del sueldo que había percibido el último año en que había entrenado al Rimini.

Él me miró, feliz, y aceptó.

Lo pensé un poco. Al final del partido le estreché la mano. Volvería al Rimini.

Era una verdadera apuesta. Me sentía feliz, aliviado, listo para volver a empezar, hasta el punto que de inmediato comenzamos a discutir cómo plantearíamos el nuevo equipo. Sentía estima por Dino Cappelli. La confianza que me demostraba me había llevado a aceptar su propuesta. Regresaría al Romeo Neri. Los regresos serán luego una constante de mi carrera: así ha ocurrido con el Milan y con el Parma.

El año anterior, el Rimini se había salvado en el último partido, pero había gastado todo el dinero que tenía. Había sido una temporada catastrófica. Era volver a empezar, pero sin recursos económicos; debía apostar por jugadores que conocía y devolver a casa a los que habían vendido y no habían triunfado fuera de casa. Volví a contratar a Walter Bianchi del Brescia y a Davide Zannoni del Cagliari. Fiché del Cesena a Giancarlo Boldini y a Gianluca Righetti. Del Rimini mantuvimos a los mejores profesionales; reconstruimos el equipo con algunos jóvenes, pero con una buena columna vertebral.

En 1984-1985, nos jugamos el campeonato de tercera, grupo A, en un momento muy difícil para el club: la relación con los aficionados y con la prensa no era idílica. Los periódicos comenzaron a crear polémicas y a «dispararnos encima», como se dice en argot. En las paredes del estadio se leía: «Ya estamos en cuarta».

En Italia estaban naciendo las primeras televisiones libres y comerciales. Solo en Rímini había al menos seis o siete que criticaban al equipo y se dedicaban a avivar cualquier tipo de polémica. Giovanni Galeone, que entrenaba a la Spal, dijo que para el campeonato de tercera, grupo A, si había un descenso seguro, era el del Rimini; por otra parte, quien subiría, seguro, sería la Spal.

Durante una conferencia de prensa me encontré ante un grupo de periodistas muy aguerridos, que participaban de las opiniones de la afición y de la ciudad. La habían tomado con el equipo. Decidí plantar cara. Les pedí que se mojaran: cómo terminaría el campeonato. En vez de hacerlos hablar después, los había puesto a prueba antes de todo. Solo uno escribió que encontraríamos cuatro equipos peores que nosotros; el resto nos dio por liquidados. Ya habíamos descendido.

Cogí el mando del Rimini no con el objetivo de la salvación, sino para ser protagonistas en el campeonato, para vencer. Quería infundir en mis jugadores una mentalidad agresiva y ganadora: nosotros íbamos a ser los dueños del juego. Debíamos darlo todo, jugar un buen fútbol, espectacular. Durante la primera vuelta del campeonato, nos llevamos grandes satisfacciones.

La victoria que hizo crecer el entusiasmo en el ambiente, y que conquistó a público y periodistas, fue el 0-3 en casa de la Spal de Galeone, que nos había desahuciado desde el principio. Un doblete de Zannoni y un gol de Righetti fueron nuestra respuesta a sus vanas palabras. Eran dos jugadores que había querido en el equipo. Y ellos habían correspondido a mi confianza a base de goles.

Encabezamos el campeonato durante más de veinte partidos; cerramos la primera vuelta al frente de la clasificación. La Spal era la última clasificada. Habíamos invertido las previsiones de todos aquellos que «graznaban» contra nosotros. De este modo, demostrábamos que la belleza, el juego, la determinación y las ganas son el verdadero motor que hace ganar al equipo. Y el público se divertía por la espectacularidad del juego y la tensión competitiva. El estadio se llenaba cada domingo.

No cobramos hasta diciembre, pero ganábamos según los puntos por partido. Había acordado que los jugadores se llevaran a casa diez mil liras por punto; veinte mil liras por victoria si quedábamos entre los últimos cuatro; doscientas mil entre los dos primeros. En resumen, nos pagaban un montón de dinero sin darnos un sueldo. El presidente, Dino Cappelli, y Gastone Montesi estaban entusiasmados. No lo estaban tanto los directivos, que esperaban que perdiéramos cada domingo para no pagar los premios por partido.

El entusiasmo de los hinchas lo pude ver un sábado que había nevado. En tercera no existía la obligación ni de las lonas ni de espalar la nieve. Entonces fui a la televisión e invité a la afición a venir al estadio para limpiar el campo y las gradas. El domingo por la mañana se presentaron y trabajaron de buena gana para despejar el césped y las tribunas: habían entendido que nuestras ganas de jugar no las detendría ni siquiera la nieve. Al principio, encajamos un gol del Livorno, pero luego nuestro esfuerzo obtuvo su recompensa: ganamos 2-1.

El campeonato lo ganó el Brescia, segundo fue el Vicenza. En mayo, nosotros habíamos ganado en casa 2-1, con doblete del habitual Zannoni. Fue un partido desgraciado: en aquel encuentro, se lesionó Roberto Baggio. Precisamente él, que nos había marcado en los primeros minutos.

Estábamos un gol por debajo. Roberto había marcado como un verdadero fuera de serie, cuando, justo delante de mí, se volvió de golpe. El pie se quedó quieto y la rodilla giró. Inconscientes del drama y el dolor, sus compañeros lo invitaron a levantarse. Se había roto el cruzado anterior, la cápsula, el menisco y el ligamento colateral de la pierna derecha.

Quedamos cuartos, pero, como después quedaría probado, el Vicenza había falseado el campeonato, pues había comprado los últimos cinco partidos. Después del escándalo de las apuestas en el fútbol de 1980, cuando los coches de la policía entraron en los estadios para arrestar a algunos jugadores antes de que bajaran a los vestuarios, estalló otro escándalo, la «quiniela negra-bis». Una página verdaderamente oscura del fútbol italiano, cíclicamente contaminado por cosas como esta.

Me pregunto qué hubiera ocurrido si el Vicenza no hubiera falseado el campeonato. Quizás hubiéramos llevado al Rimini a segunda, pero, a toro pasado, es fácil decirlo…

Era la primera vez que chocaba con ese mundo del entorno del fútbol, que me impidió disfrutar plenamente de los resultados de mi trabajo y del equipo que entrenaba. Pero aquel había sido solo un episodio judicial que echaba luz sobre una historia pasada. Mucho peor sería algunos años después, cuando una moneda y una pantomima falsearon un campeonato de primera, y me impidieron ganar la segunda liga con el Milan. Italo Allodi, que al final del proceso quedó absuelto, vivió tales acontecimientos como un drama que le estropeó para siempre la salud.

Por lo demás, mi contrato con el Rimini había vencido. Como siempre, había firmado por un año, pues el estrés y la tensión me daban cuerda, pero me quitaban el sueño y la tranquilidad. De hecho, siempre pensaba en dejarlo. Durante el campeonato, el Ancona se había puesto en contacto conmigo. El presidente, Edoardo Longarini, quería verme, me quería como entrenador de su equipo.

Ya teníamos una cita cuando la misma mañana recibí la llamada de Riccardo Sogliano, un exfutbolista que, en calidad de director deportivo, había tenido una importante carrera en equipos importantes como Varese, Genoa y Bologna, para luego llegar a la Roma, donde no se encontró a gusto. El renacimiento en aquellos años del Parma fue mérito suyo. Y él me quería a mí. Ya se había puesto en contacto conmigo, junto con otros cuatro o cinco clubes, en 1983, durante el primer campeonato con el Rimini, cuando encadenamos seis o siete resultados positivos. Habían reparado en nosotros y en nuestro fútbol. Así empezaron las ofertas para contratarme al año siguiente. Luego, después de dos o tres encuentros no precisamente apasionantes, la mitad de los clubes que se habían puesto en contacto desaparecieron, como demostración de que el fútbol se mueve a menudo por la emotividad de los resultados y sin tener en cuenta nada más.

Me encontré con Sogliano y con parte de la directiva del Parma.

—Sacchi, venga a Parma, es un buen lugar para trabajar.

—Pero debo ver a Longarini del Ancona.

—¡Venga a Parma, no se arrepentirá!

Entonces fui a ver a Longarini, con una táctica similar. Me recibió detrás de un enorme escritorio. Tras él, dos secretarios hacían de guardaespaldas.

—Yo soy un ganador en todo, y también quiero ganar en el fútbol —me dijo Longarini.

—Se ha equivocado de persona, yo no puedo garantizar la victoria —respondí, sorprendido e incómodo.

Nosotros, los del Rimini, le habíamos vendido un jugador importante, Ceramicola; al final del campeonato, habíamos quedado por encima de ellos en la clasificación. Nosotros fuimos cuartos; ellos, sextos, después de la Reggina.

—Siéntese —me dijo.

Comencé a criticar duramente al equipo y al club.

—El equipo no me gusta —afirmé—. Si vengo a Ancona, debo cambiar a muchos jugadores.

A cada objeción mía, Longarini respondía siempre que sí: no había modo de que estuviera en desacuerdo. Al final jugué la carta de la familia.

—Yo estoy casado, y vendría con gusto a Ancona si viene también mi mujer, Giovanna. Debo convencerla a ella.

Al día siguiente, entregaron en nuestra casa un gran ramo de rosas rojas con la inscripción: «Para la señora Sacchi», de parte del presidente del Ancona.

Giovanna me miró y me dijo:

—Me ha llegado un gran ramo de rosas, ¡pensaba que eran tuyas!

Entonces le planteé la fatídica pregunta:

—¿Adónde vamos, a Parma o a Ancona?

—Parma —respondió Giovanna—. ¡Sin discusión!