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En la cima del mundo

No trates de ser mejor que los otros
trata de ser mejor que tú.

WILLIAM FAULKNER

La temporada de 1989-90 se abría con muchas citas que nos veían como protagonistas: el campeonato, la Copa de Italia, la Copa de Europa, la final de la Copa Intercontinental y la Supercopa de Europa.

Nos esperaba un año intenso, con semanas de entrenamientos y partidos sin un instante de respiro. Desde el punto de vista psicológico, me divertía, aunque la presión mediática era cada vez más fuerte. Intentaba descargar la tensión, y la consiguiente gastritis, como podía: levantaba pesas, iba al gimnasio, montaba en bicicleta. El deporte, es preciso decirlo, me ha salvado: porque si comienzas a ganar, el público se divierte y quiere continuar haciéndolo; ganar es como una droga, nunca tienes bastante. Yo miraba siempre hacia delante, al partido siguiente, a la nueva meta que alcanzar.

Con el club tratamos de construir una plantilla de al menos veinticuatro jugadores, dos por cada posición, para disponer de rotación para sustituir a los lesionados y sancionados, y crear un equipo donde el verdadero líder fuera el juego. Y todos, tanto los del año anterior como los nuevos, dieron lo máximo para alcanzar un año extraordinario. El equipo podía cambiar de nombres, pero era siempre el mismo Milan: al ataque, agresivo, presionante, armonioso, potente, dominador y hermoso.

El primer desafío de alto nivel nos esperaba al principio de la temporada: la Supercopa de la UEFA. Ida y vuelta con el Barcelona, ganador de la Recopa. Continuaba así el desafío contra el fútbol español. Después del Real Madrid, he aquí otro rey del fútbol internacional: el Barcelona de Johan Cruyff, uno de los maestros de la zona. Teníamos muchos lesionados, pero, como casi siempre, si el juego es el dominus, no debíamos tener miedo.

La ida debía celebrarse en el Camp Nou. Durante el viaje ocurrió un hecho tremendo. Mientras volábamos hacia España, un vacío de aire hizo precipitarse al avión durante no sé cuántos interminables segundos. Fue un instante de terror puro. Los jugadores, en shock, solo se recuperaron cuando tocamos tierra. Luego llegó la felicidad de estar vivitos y coleando, listos para jugar el partido, con aún más ganas de vencer.

Me telefoneó Ancelotti, pues en el avión faltaban él, Gullit y Baresi. Me dijo, bromeando: «¡Si hubierais caído, no habríais salido ni siquiera en primera página!».

El inicio del partido fue explosivo. Frank Rijkaard, después de apenas cuarenta segundos, se presentó delante de la portería española y por un suspiro no nos adelantamos. Así quería al equipo, agresivo desde el primer minuto. Pero el gol llegó solo al final del primer tiempo, cuando Massaro, escabulléndose hacia la portería de Zubizarreta, después de un pase milimétrico de Donadoni, fue zancadilleado por detrás. Penalti clarísimo, que Van Basten marcó con gran autoridad. Giovanni Galli en aquel partido paró lo imparable.

En el segundo tiempo, en el minuto veintidós, para aliviar la tensión en la defensa, Stefano Salvatori, en vez de despejar a la tribuna, pasó atrás con un toque suave hacia Galli. Una indecisión que pagamos cara. El Barcelona recuperó en el área y enfiló la portería: gol de Amor. Un resultado favorable, pero que no nos gustaba, aunque habíamos desplegado un fútbol espectacular, de alto nivel. Pero merecíamos mucho más.

A la vuelta la alineación fue: Galli, Carobbi, Maldini, Fuser, Tassotti, Costacurta, Donadoni, Rijkaard, Van Basten, Evani y Massaro. Faltaban Baresi, Ancelotti y Gullit, la espina dorsal del Milan laureado y victorioso en la Copa de Europa.

Todos sostienen aún que ganábamos porque contábamos con el tridente de los holandeses. Sí, pero la plantilla y el juego eran de verdad las claves del equipo, la mentalidad ganadora, las ganas de jugar y divertirse en el campo. Podían faltar hombres buenísimos, pero estaba siempre el juego para compensar las ausencias. Recuerdo un artículo bellísimo de Gianni Mura, en La Repubblica: después de un partido en la Copa de Italia entre el Milan y el Lazio, que habíamos ganado el año anterior con todos los jugadores del segundo equipo (Mannari, Villa, Cappellini, Lantignotti, etcétera), Mura subrayó precisamente este aspecto: «Cambian los intérpretes, pero la trama es siempre la misma». El juego era el líder, y los jugadores sus intérpretes más o menos brillantes.

En Milán, el Barcelona se jugó el todo por el todo. Ante un saque de esquina, Maldini, tras un cabezazo, metió miedo a la portería de Zubizarreta. Los ataques eran continuos, el Milan jugaba bien, con un público entregado. En otra acción, Maldini llevó la pelota hacia la mitad del campo, se apoyó en Van Basten que trianguló con Evani hasta llegar al borde del área adversaria; pase al centro y chut de Donadoni: fuera por poco. Una acción típica de aquel Milan veloz, fluido, que con cinco-seis pases llegaba a la portería contraria. Un fútbol espectáculo pensado para ganar y marcar.

Noventa minutos de adrenalina jugados de este modo habían aturdido al Barcelona. Las ocasiones eran continuas. En el minuto diez del segundo tiempo, Evani, con lanzamiento de falta, perforó la red del Barcelona con un zurdazo potente y preciso. Poco después hubo una volea acrobática desde el punto de penalti, tras un centro de Rijkaard, de Van Basten: un fuera de serie, todo elegancia, fuerza y coordinación. Un espectáculo. Zubizarreta se lució para atajar el disparo. El encuentro terminó 1-0, aunque en los últimos minutos del partido podríamos haber redondeado el marcador con otras dos ocasiones fallidas.

Por primera vez, el Milan escribía su nombre en el prestigioso álbum de oro de la Supercopa de Europa. Una alegría inmensa, una victoria que nos daba ánimos para la otra gran cita, la de Tokio. Y las victorias, las primeras victorias, son siempre las que se saborean más: son el acicate para continuar adelante y seguir ganando.

No había un instante de respiro.

Diez días después de la victoria contra el Barcelona, nos esperaba la final de la Copa Intercontinental contra el Medellín, el 17 de diciembre de 1989. Un partido que enfrentaba a los campeones de América y Europa.

En mi trabajo siempre me he fiado de una serie de colaboradores. Uno de ellos es un amigo de toda la vida, conocido en todos los campitos de Fusignano: Natale Bianchedi. Era mi observador, al que mandaba por todo el mundo para mirar partidos, jugadores y entrenamientos. Un entendido en fútbol como pocos. Todos lo conocían como «el espía», pero gracias a él he podido preparar encuentros y comprar a jugadores yendo sobre seguro, como en el caso de Rijkaard.

Bianchedi ha estado conmigo durante más de veinte años. Le gustaba tanto el fútbol como las mujeres. En efecto, era famoso también por sus aventuras amorosas, que vivía, gracias a su trabajo, alrededor del mundo. Un observador de novela, que incluso se disfrazaba, para no llamar la atención. Se hacía llamar «señor Valerio», grandes gafas oscuras, cuello del abrigo levantado. Alguien escribió que solo le faltaba una barba postiza para ser perfecto en su papel de espía.

Solía mandarme pormenorizados informes en los que me hablaba sobre los adversarios, acerca de la intensidad del entrenamiento, sobre si practicaban la presión, el doble marcaje, la posesión de la pelota… Quería saberlo todo. Me contaba lo que necesitaba desde el punto de vista técnico, del entrenamiento, de los ejercicios y de las simulaciones que hacía el equipo contrario, porque gracias a ello comprendía cómo jugarían. Le pedía consejos sobre las contramedidas que tomar para derrotar al adversario.

Recuerdo muchas anécdotas de él. Una vez lo mandé a ver al Real Madrid en la Copa de Europa. Debíamos enfrentarnos al equipo español pocos días después; entonces, sintonizando el informativo radiofónico de las ocho, oí que entre el Milan y el Real había estado a punto de estallar una crisis diplomática después de que un observador del Milan había sido descubierto en el estadio donde el equipo madrileño hacía un entrenamiento a puerta cerrada.

Cuando estaba conmigo en el Parma, como observador, percibía uno de los sueldos más altos. Cuando, en 2003-04, me marché, le dije:

—Ya no haré de director técnico. Me voy a casa, pero continúo como asesor de Tanzi.

—¿Y quién viene en tu lugar?

Cuando supo el nombre, dijo en dialecto:

Cl’umèt lé al me piés miga! [¡Ese hombrecillo no me gusta nada!]

Y presentó la dimisión.

Bianchedi es uno de los pocos italianos que dimite. Ocurrió también en el Milan. En 1996 había firmado de nuevo para los rossoneri. En el Milan recomendó a Ronaldo y, cuando no lo cogieron, se marchó.

En otra ocasión, estábamos Galliani, Braida, él y yo. Le dije:

—Ve a ver a Rijkaard porque me interesa, necesito que lo veas.

—Voy —me respondió Bianchedi, que conocía bien la historia de Borghi—. Pero si se entera Berlusconi, nos echa a los cuatro.

La tarde anterior a la semifinal con el Bayern de Múnich, en abril de 1990, llegó Berlusconi, que estaba pasando un momento difícil: estaba en lucha con De Benedetti por la compra de la Mondadori, y De Mita le mandaba una semana sí y otra no a Hacienda a casa. Ocuparse del Milan y del fútbol era su manera de relajarse. Le dijo a Bianchedi:

—¡Cómo lo envidio! Quisiera estar en su sitio durante tres días. Usted puede ir por el mundo en los mejores hoteles, mirar partidos de fútbol, tener hermosas mujeres y un excelente sueldo. ¿Qué más se puede pedir de la vida?

—Sí, presidente —le respondió Bianchedi—, es verdad. Pero, si quiere hacer mi trabajo, le aconsejo que se compre un par de guantes.

Entonces le expliqué a Berlusconi qué había sucedido. El centro donde se entrenaba el Bayern con vistas a aquella semifinal era inexpugnable porque el entrenamiento del equipo era a puerta cerrada. Entonces Bianchedi, vista la jornada de sol, había subido a una pequeña colina desde la cual, con unos prismáticos, podía ver el entrenamiento. En marzo, el tiempo es voluble; en el curso de una hora, el cielo se nubló y comenzó a nevar. Bianchedi aguantó durante una hora y media el entrenamiento con las manos heladas y los dedos encogidos, luego volvió al hotel empapado y aterido.

—Mi trabajo es hermoso —comentó al final de mi relato—, ¡pero a menudo tiene sus contraindicaciones!

Antes de la final con el Medellín, que había ganado la Copa América, le pedí a Bianchedi que fuera a ver cómo jugaba el equipo. Pero aquella vez me dijo que no lo haría.

—¿Por qué?

—¡Mi madre no quiere! —me respondió.

En realidad, no quería ir por miedo a los narcotraficantes y porque la ciudad colombiana no era segura. El jefe era Pablo Escobar, que controlaba el ochenta por ciento de todo el tráfico internacional de cocaína y tenía relaciones con el equipo de fútbol. Higuita, el portero del Medellín y de la selección, pagó cara la amistad con el narcotraficante: por ese motivo se le impidió participar en las fases finales del Mundial en Estados Unidos.

En aquel momento, en Colombia se libraba una guerra entre los dos cárteles de la droga, de los cuales uno estaba controlado por el mismo Escobar, así como un conflicto político interno que había llevado, algunos años antes, al asesinato de la mitad de los jueces del Tribunal Supremo. Bianchedi no quería ir porque los periódicos reproducían cada día noticias de muertes y de asesinatos en plena calle.

—¡Venga! —le dije—. Son exageraciones de los periódicos. Ve tranquilo. Necesito ver cómo juega el equipo.

Al final se decidió. Cuando llegó a Medellín, en el estadio se consumó una tragedia. Un árbitro colombiano acusado de corrupción fue abordado por dos tipos, que dijeron a los jueces de línea que se apartaran; luego abrieron fuego contra él y lo mataron. La federación suspendió el campeonato durante un mes; Bianchedi se consoló con unas espléndidas vacaciones.

Antes de la final, los dos equipos tenían la posibilidad de salir al campo al menos durante una hora. El Medellín se había entrenado antes que nosotros. Una vez en el campo, los jugadores colombianos habían esperado a los nuestros. Y ocurrió un hecho que me impresionó mucho, que me hizo comprender su humildad y que lo darían todo en un partido que se presentaba dificilísimo: nos pidieron autógrafos.

La final con el Medellín fue muy equilibrada, lenta, no bella, de una gran tensión. Los colombianos esperaban un error nuestro, nosotros atacábamos y cada tanto un pase largo, en vertical, que los ponía en serias dificultades. Éramos los favoritos, y esto nos cargaba de más responsabilidad. Van Basten lo intentó todo. Al final del tiempo reglamentario, el resultado era 0-0. El marcador no se abría, aunque habíamos dominado el partido y no nos habían faltado las ocasiones. Cambié a Fuser; en su puesto puse a Chicco Evani. Llegó el tiempo suplementario. El partido parecía no tener fin. Cierta gente ya preveía la lotería de los penaltis. Al tercer minuto de la segunda parte de la prórroga, un disparo de Van Basten rozó el palo de la portería defendida por Higuita, a quien apodaban el Loco por sus actitudes extrovertidas y espectaculares que muy poco tenían que ver con el fútbol.

Al final de la segunda parte del tiempo suplementario, el Milan estaba más fresco y activo. Hubo una acción que debió señalarse con penalti, pero el árbitro pitó falta al borde del área. Era el minuto 117. Chicco Evani disparó un torpedo que perforó la portería del Medellín. El gol de la victoria. Vi a Galliani salir corriendo loco de alegría hacia el centro del campo perseguido por medio banquillo, luego miró a su alrededor con miedo a que el árbitro lo viera. Una especie de muelle lo había hecho salir como un cohete. Fue una liberación para todos. Éramos los campeones del mundo de clubes. El sueño de Berlusconi se había hecho realidad.

«Milan mundial», titulaba el Corriere della Sera, «Leyenda Milan», escribía en mayúsculas Tuttosport.

Por la tarde festejamos la victoria en el hotel. Baresi y Ancelotti me dijeron:

—Somos los mejores, estamos en la cima del mundo.

—¡Hasta medianoche! —repliqué.

Mi respuesta lo dice todo sobre cómo vivía las victorias en el banquillo. Con alegría, claro, pero miraba siempre hacia delante, al desafío por jugar, al nuevo partido que nos esperaba. La alegría duraba poco, hasta medianoche. Luego se volvía a comenzar.

No había tiempo para dormirse en los laureles.

Gracias a la conquista de la Copa de Europa podíamos disputar el torneo en la temporada siguiente. Éramos los grandes favoritos. Siempre se avanzaba por enfrentamientos directos, ida y vuelta, se continuaba o se salía: por eso nos habíamos dejado puntos en la liga.

Un campeonato de primera división maldito. Lo habíamos encabezado hasta el final, cuando nos quitaron la liga por aquella famosa moneda en la cabeza de Alemão, que hizo que se le diera el partido ganado al Napoli por 2-0.

Una injusticia. Enzo Ferrari decía que en Italia te lo perdonan todo, salvo el éxito, y nosotros veníamos de una serie de victorias increíbles.

Pero, entre tanto, perdida la carrera por el campeonato, habíamos alcanzado otra vez la final de la Copa de Europa.

Queríamos confirmarnos, pero, con todo lo que había ocurrido el año anterior, sería durísimo. En el debut en San Siro contra el HJK de Helsinki había alineado a Giovanni Galli, Tassotti, Maldini, Ancelotti, Filippo Galli, Costacurta, Stroppa, Rijkaard, Borgonovo, Evani y Massaro. Faltaban Baresi, Gullit, Van Basten y Donadoni. Marcamos un gol después de apenas cinco minutos con un disparo desde fuera del área de Stroppa, que debutaba en la Copa junto con Borgonovo y Simone.

Fue un partido de sentido único, con una serie de ocasiones que llevaron a los dos goles de Massaro, el primero después de una acción en profundidad de Ancelotti, que recuperó un balón presionando en defensa, remontó en velocidad hasta la mitad del campo y pasó a Donadoni: centro para Massaro que marcó el 2-0. Una acción perfecta, que demostraba, una vez más, que la presión durante el ataque adversario se realizaba no para defenderse, sino que era el objetivo para robar la pelota y contraatacar. Cuatro pases para acabar en la red. Era un Milan espectacular, dominador, que no dejaba pensar al adversario, que jugaba con gran personalidad, con un juego que exaltaba las cualidades de los individuos. El tercero lo marcó de cabeza. El partido lo cerró Evani gracias a un fallo del portero, que se tragó el gol.

La vuelta fue la ocasión para hacer debutar en la Copa de Europa a Pazzagli, Carobbi y hacer jugar también a Lantignotti. Entre lesiones y cambios, estaba en el campo otro Milan. Sin embargo, cuando lo que importa es el juego, se pueden hacer rotaciones. Mediado el primer tiempo, Borgonovo marcó el gol de la victoria.

En los octavos no podíamos encontrar peor adversario, el Real Madrid, con sus ganas de revancha contra nosotros. Después de la humillación del 5-0 de Milán, pocos meses antes, los españoles ansiaban dejarnos fuera del torneo. No fue fácil. La eliminatoria nos costó las derrotas en el campeonato contra el Cremonese y el Ascoli.

La ida se jugaba en San Siro. La tensión antes del enfrentamiento era palpable. El estadio estaba atestado. Después de un inicio equilibrado, un centro de Van Basten por la derecha acabó con un cabezazo de Rijkaard: 1-0. Bastaron solo ocho minutos para demostrar al Real que el Milan dominaba el campo. El segundo gol se produjo, una vez más, gracias a nuestra gran presión. Martín Vázquez, de espaldas a la portería, en la fase defensiva, se distrajo un momento, Rijkaard con un tacle le quitó el balón, hizo un pase para Van Basten, que encaró a Buyo, el portero, y cayó al borde del área. El árbitro decretó un penalti que, sinceramente, no fue. Van Basten marcó el definitivo 2-0. Las ocasiones de gol en el segundo tiempo reflejaron nuestra superioridad.

El de vuelta, en Madrid, quince días después, sería un partido abierto, difícil. Con dos goles de ventaja no podíamos estar tranquilos: el Real seguía siendo un gran equipo. En la última media hora en San Siro, los españoles habían frenado los ataques, sobre todo por miedo a un contragolpe. El partido de vuelta estaba en la cabeza de los veintidós jugadores.

En el Bernabéu jugamos a calzón quitado, con ocasiones continuas para ambos equipos. Van Basten se plantó solo delante del portero, pero la jugada no acabó en gol. Todo aquello demostraba una vez más que jugábamos el partido no para defender el 2-0 de la ida, sino para ganar. Encajamos un gol cuando hacía rato que había pasado el tiempo reglamentario, en una acción confusa en el área, con un cabezazo en plancha de Butragueño.

Nos esperaba un segundo tiempo difícil. A Van Basten le hacían falta cada vez que tocaba el balón. De hecho, dos jugadores madrileños acabaron expulsados por sus continuas infracciones. La malicia y el nerviosismo aumentaban a medida que pasaba el tiempo. Perdimos 1-0, pero al final superamos la eliminatoria con gran mérito. Los españoles, trastornados por nuestro juego colectivo, cayeron en fuera de juego veintiséis veces.

En los cuartos nos esperaba el equipo belga del Mechelen (en francés, Malines). La ida, en Bélgica, acabó 0-0. Una vez más, en el partido de vuelta, no había manera de abrir el marcador. Fuimos al tiempo suplementario, después de que en el minuto noventa Clijsters fuera expulsado por doble tarjeta amarilla. Era un defensor rocoso y matón. El clima era difícil y la tensión tan palpable que Donadoni fue expulsado después de una reacción tonta. Había respondido a una provocación. Fuera. Al final de la primera parte de la prórroga, tras una falta al borde del área de Rijkaard, Tassotti siguió el balón y con un tacle lo centró para Van Basten, que marcó el 1-0. El estadio explotó.

Tenía el rostro crispado, la tensión a mil. Al fin, después de casi dos partidos, habíamos conseguido abrir el marcador. Miré el reloj. Finalmente podía suspirar de alivio, aunque todavía faltaba. Tassotti se había empleado a fondo porque había conseguido transmitir mi voluntad de no aflojar nunca, de disputar cada balón incluso en situaciones que parecían perdidas. Era un gol buscado con la cabeza y con las ganas de llevarse la victoria.

En la segunda parte de la prórroga, en vez de defender el resultado, asaltamos la portería del Mechelen, con continuas ocasiones. Marco Simone recuperó un balón en tres cuartos del campo, se coló entre la defensa, aceleró y soltó un derechazo preciso: 2-0. El gol de su vida, el gol que llevó al Milan a las semifinales. Un tanto que demostraba que nuestro equipo jugaba siempre compacto y que hizo callar dudas y críticas sobre nuestra capacidad después de dos derrotas consecutivas en la liga.

Baresi comentó: «Cada uno de estos partidos nos cuesta cinco años de vida». Era una exageración, pero dejaba clara la tensión con la que jugábamos nuestros partidos. Los asfixiamos hasta que claudicaron. Un partido que entusiasmó al público por su intensidad, su belleza y por la determinación con la que jugamos.

Para llegar a la final debíamos superar el escollo del Bayern de Múnich, uno de los favoritos del torneo. Frente a estos grandes equipos, el Milan se exaltaba y jugaba como no conseguía hacerlo a veces en el campeonato doméstico, no por falta de concentración, sino porque, una vez más, el objetivo era la final de la Copa de Europa.

Contra los alemanes fue un verdadero asedio. Nos defendíamos atacando; no íbamos a traicionar nuestro credo. El árbitro no vio dos penaltis claros sobre Simone y Massaro. Entonces, a la mitad de la segunda parte, decidí sacar, en el puesto de Simone, a Borgonovo, que fue derribado al suelo en el área algunos minutos después. Penalti. Van Basten marcó: 0-1 en el minuto treinta y dos del segundo tiempo. San Siro explotó en un alarido liberador.

Me puse de pie. Salté como un muelle. Aún había que sufrir, con nuevas ocasiones nuestras. No nos encerrábamos detrás, quería que el equipo siguiera presionando, sin dejar espacio ni aliento al adversario.

La vuelta en Alemania sería otra batalla. A apenas dos minutos del inicio, los alemanes avisaron con un disparo peligrosísimo de Strunz, que Galli rechazó con los puños. Asentados en el terreno de juego, jugamos abiertamente; las ocasiones, al final, fueron más nuestras que suyas. Al final del primer tiempo: Bayern un disparo; Milan once. Animaba al equipo, continuaba dando indicaciones, siempre de pie. No quería que los jugadores perdieran la concentración. Van Basten era una pesadilla para los alemanes. Las oportunidades llovían continuamente, habíamos tenido cinco contra una sola del Bayern, pero luego llegó un despiste, una distracción, dejaron pasar a Strunz, que regateó a Galli y marcó a puerta vacía. Qué injusticia.

No obstante, el empate nos valía. Incité a los muchachos: ¡no había terminado, al contrario! El tiempo reglamentario concluyó con una ocasión de Maldini, que, con un cabezazo, rozó la red en el último minuto. En el tiempo suplementario, en el minuto cien, con un globo, Borgonovo en plena área, marcó un gol espectacular. Un tanto importantísimo, otro gol que vale una carrera. Loco de alegría fui casi hasta la mitad del campo, con los puños apretados, una alegría y una satisfacción que nos abrían las puertas de la final. Eran emociones sobre emociones, continuas, hasta el gol de McInally, que devolvió la ventaja al equipo alemán. Borgonovo falló otro gol con la puerta vacía, pero superamos la eliminatoria por el valor doble de los goles marcados fuera de casa.

Estábamos de nuevo en la final. Estábamos ante la posibilidad de ganar la Copa de Europa por segunda vez consecutiva.

Nos esperaba la final con el Benfica de Sven-Göran Eriksson, en Viena. Otro día para recordar, el 23 de mayo de 1990. Podíamos repetir, podíamos subir una vez más al peldaño más alto.

Para la final había llamado a Bianchedi. «¡Por favor, ve con tiempo a Lisboa, porque luego cierran las puertas!».

Tenía una cita con Galliani en Milán. En el automóvil, Bianchedi, al regreso de Lisboa, me contó cosas del Benfica, pero sobre todo de sus aventuras, en particular de un coito consumado en Zaragoza dentro de una cabina telefónica. Él y la mujer habían colgado los impermeables en torno a la cabina mientras la gente desde fuera golpeaba porque quería telefonear. En un momento dado (estábamos en Modena Nord) le dije:

—¡Basta, Natale! ¡Acaba con estas aventuras! ¡Quiero saber cosas del Benfica!

—¡Eh, no, aún quedan muchas horas de relato! —me respondió, y continuó hablando, impertérrito, de sus hazañas amorosas.

Habíamos llegado a la final sin Gullit. Y así habíamos ganado la Supercopa y la Intercontinental. Para la final conseguí alinear al Milan en su mejor formación, recuperándolo también a él. Natale en el informe me dijo: «Estate atento, que han estudiado mucho cómo superar el fuera de juego». Ellos jugaban en zona, pero la principal referencia era el adversario; no sabían cuándo ir a cubrir al hombre o el espacio. Así marcamos un gol: Van Basten se llevó detrás de él al defensor y Rijkaard aprovechó el espacio generado.

Hacía tres años, disputar una segunda final de la Copa de Europa era impensable. El equipo había jugado a alto nivel, nunca había pensado en defender un resultado, había atacado sin cesar, dueño del juego, con una plantilla de jugadores siempre a la altura. La final acabó 1-0 con gol de Rijkaard, que marcó en una acción en vertical, en el centro del campo, con un disparo preciso y que hizo que nos lleváramos el tercer gran trofeo de la temporada, el más anhelado, el más deseado, el que confirmaba al Milan como el mejor equipo de Europa.

La noche de mayo contra el Benfica nos compensó de todas las amarguras italianas, deshizo el mal recuerdo de la liga y de la derrota con la Juve en la Copa de Italia. La Notte titulaba, con mayúsculas: «Los campeones somos nosotros». «¡Sí, es un Milan campeonísimo!», replicaba La Gazzetta dello Sport. «Milanísimo»: Corriere dello Sport. «Milan ¡Europa es tuya!», escribía La Stampa, «Gran Milan, ¡la copa aún es tuya!», comentaba Il Giorno, y Tuttosport: «Milan, ¡histórico triunfo!». También L’Unità titulaba: «¡El Milan entra en la historia!».

Pero yo no lo celebré. La segunda vez que ganamos la Copa de Europa no conseguí disfrutar con los otros por culpa de una liga que habíamos perdido inmerecidamente. Un verdadero escándalo, una farsa. Años después vi a Alemâo, que trabajaba como representante de algunos jugadores, lo señalé a los directivos del Real Madrid y dije que por su culpa había perdido un campeonato. «Tuve una bonita carrera —me respondió él, sincero—, jugué incluso en la seleção brasileña, pero todas estas cosas han sido borradas por el hecho de la moneda en la cabeza, cuando me dijeron que me tirara al suelo.»

Fue un año extraordinario, quizás el mejor. El equipo dio el máximo y jugó a un gran nivel. Por desgracia, las numerosas lesiones (Gullit estuvo en el dique seco todo el año) y los excesivos compromisos nos desgastaron. Llegamos al final casi sin aliento.

Terminado el partido con el Benfica, volví a la habitación y tiré con violencia mi bolsa en el pasillo. Estaba cansado, estresado, amargado. «Basta, no puedo más», dije a Ramaccioni. Berlusconi y Galliani me respondieron: «Vete a casa, descansa, nos vemos dentro de quince días».

Es difícil dejar algo que te ha gustado tanto y ha sido protagonista de tu vida, dejar un club que te estima, te quiere, un grandísimo club, el más grande. Marcharse de un gran equipo, con jugadores y hombres fuera de lo común, con un público que te ama. Por desgracia, ser diferente, vivir este deporte de modo distinto respecto de la tradición, no haber sido un buen jugador, son cosas que me han obligado a ir contracorriente, con un esfuerzo terrible. Debía convencer a todos. «Uno entre mil lo consigue —cantaba mi amigo Gianni Morandi—, pero qué dura es la subida…».

Había ganado todos los desafíos, entre críticas, recelos y desconfianzas, pero estaba agotado, sufría de gastritis, de dolores abdominales y pasaba las noches en vela. El desafío me había dado adrenalina, pero el estrés se estaba convirtiendo en un adversario invencible. Berlusconi me convenció: «Quédese otro año». Firmé un contrato de tres años, que nunca cumpliría, como confié a mi amigo Galliani.

Me refugiaba en la familia, pero el trabajo era una obsesión. Tenía ganas de salir, de descansar un poco después de tanta fatiga. Estaba exhausto.