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El campeonato de Europa

Solo los cretinos tienen certezas.

GEORGE BERNARD SHAW

La fase final de la Eurocopa de 1996 se iba a jugar en Inglaterra. Su eslogan fue «El fútbol vuelve a casa». Los ingleses reivindicaban que ellos habían inventado este bendito juego.

Por primera vez accedían a la fase final nada menos que dieciséis equipos.

Nos habíamos preparado de la mejor manera posible. En la fase de grupos había cambiado algunos jugadores, siempre buscando lo mejor para el grupo. Había renovado algunas piezas importantes en los amistosos. Asimismo, había probado a algunos jóvenes talentos.

En los dos años que pasaron entre la final del Mundial y la fase final de la Eurocopa, nos encontramos jugando en una geografía completamente modificada no solo por la caída del Muro de Berlín, sino también por la guerra en Bosnia y el resquebrajamiento de la Unión Soviética. En la fase de clasificación que nos llevaría de Los Ángeles a Liverpool nos encontrábamos jugando contra las selecciones de Ucrania, Lituania, Estonia, Eslovenia y Croacia, esta última apenas salida de una devastadora guerra fratricida y en fase de reconstrucción.

El primer partido fue un empate a uno contra Eslovenia, en Maribor. En aquella ocasión hice debutar a Panucci. Luego ganamos contra Estonia 2-0, mientras que sufrimos, en Palermo, en noviembre de 1994, la primera verdadera derrota a manos de Croacia, 1-2 con doblete de Šuker y gol de Dino Baggio a un minuto del final. Con Croacia, en el partido de vuelta, al año siguiente, empatamos 1-1, con goles de Šuker y Albertini. Ambas teníamos después de aquel partido veintitrés puntos.

Nos clasificamos con los croatas; ellos fueron primeros de grupo por la diferencia de goles y por el partido que nos ganaron en nuestro campo. Aquella época fue de constantes altibajos: debíamos digerir la fatiga del Mundial estadounidense y encontrar nuevas energías para la clasificación en Inglaterra. Sin embargo, ahora el equipo jugaba un fútbol fluido y había aprendido los movimientos.

Una vez clasificados, cometí uno de mis numerosos errores. No el primero y, desde luego, tampoco el último. Para la Eurocopa, nos preparamos con amistosos fáciles, también para que las críticas no nos distrajeran demasiado. Me equivoqué: el equipo necesitaba enfrentarse a grandes selecciones, equipos maduros, para luego durante el torneo, afrontarlos con mayor seguridad.

Además, tuvimos otro inconveniente. Antes de acudir a Inglaterra, perdimos a dos jugadores importantes: Ciro Ferrara, en un amistoso en Bélgica con la selección, y Antonio Conte, que se había hecho daño en la final de la Copa de Europa que ganó la Juventus. En el puesto de Ferrara hice jugar a Maldini, y convoqué a Luigi Apolloni.

La prensa me criticó, para variar, porque no había llevado conmigo a jugadores como Benarrivo o Panucci, Vialli o Signori. Sin embargo, debo decir, una vez más, que escogía a los seleccionados en función de su profesionalidad y de sus características, que debían ser las adecuadas para el juego que debía desarrollar el equipo.

La plantilla de jugadores que viajaron a Inglaterra fue: Angelo Peruzzi, Francesco Toldo, Luca Bucci, Luigi Apolloni, Paolo Maldini, Amedeo Carboni, Alessandro Costacurta, Alessandro Nesta, Roberto Donadoni, Roberto Mussi, Moreno Torricelli, Demetrio Albertini, Dino Baggio, Fabio Rossitto, Alessandro Del Piero, Angelo Di Livio, Roberto Di Matteo, Diego Fuser, Pierluigi Casiraghi, Enrico Chiesa, Fabrizio Ravanelli y Gianfranco Zola.

Creía firmemente en el trabajo que estaba llevando a cabo. Para mí, los jugadores que entrenaba siempre eran los mejores del mundo.

En nuestro grupo estaban Alemania como cabeza de serie, Rusia y la República Checa. Un grupo de la muerte, como suele decirse, pero no teníamos miedo de las demás selecciones. Sin duda, jugábamos el mejor fútbol del torneo. Debutamos el 11 de junio en Anfield contra Rusia. Después de la tensión inicial, conseguimos dominar el partido. Casiraghi marcó al principio. Italia demostró que jugaba bien, pero el equipo no tenía la personalidad de la Italia del Mundial. En el minuto veinticinco del primer tiempo, los rusos empataron 1-1 con un gol de Cymbalar.

Italia bajó los brazos. En los vestuarios, comencé a espolear a los jugadores, a explicarles dónde se estaban equivocando. Volvimos a entrar y atacamos a Rusia, que capituló gracias a una combinación en velocidad de Zola con Casiraghi, que marcó un gol fantástico y le dio el triunfo a Italia. Habíamos ganado contra el equipo más difícil, la verdadera incógnita del torneo, que había completado su grupo de clasificación con ocho victorias, dos empates y ninguna derrota.

Cuando ganas el primer partido de un torneo como el Mundial o la Eurocopa, no digo que te relajes, pero sabes que bastan dos empates para pasar a la siguiente fase. Y cometí un error de valoración. Al recordar la desagradable experiencia del Mundial, donde llegamos hechos polvo a la final, en el segundo partido con la República Checa cambié a cinco jugadores. Quería dar descanso a algunos futbolistas, pero lo pagamos caro. Dejé fuera a Zola y Casiraghi, que habían sido decisivos con Rusia. En su lugar, alineé a la pareja Ravanelli-Chiesa.

La República Checa, tras una jugada por la banda derecha, hizo llegar un balón a Nedvĕd, que fusiló a Peruzzi. El siguiente empate de Chiesa no bastó para recuperar el partido porque, a la media hora del primer tiempo, Apolloni fue expulsado. Y aquí cometí otro error de valoración… o quizá de concentración. Nunca hay que desconocer el valor de los adversarios ni nuestras potencialidades, pero aquella vez no tomé de inmediato las contramedidas ante la expulsión y «me dormí de pie», como se dice en el argot. Antes del partido, nuestro médico me había tomado la presión y las palpitaciones. «Estás listo para un paseo», me había dicho. Tenía una presión normal, 120 sobre 70. Estaba relajado, quizá demasiado. No fui tan decidido y voluntarioso como en el Mundial. Además, es posible que tuviéramos a algunos jugadores con menos personalidad respecto a los convocados dos años antes.

En el partido contra Noruega del Mundial, después de la expulsión de Pagliuca, había tardado un segundo en sustituir a Roberto Baggio, el mejor jugador, que había ganado los más importantes premios y reconocimientos del mundo. Contra la República Checa perdí diez minutos antes de tomar medidas tras la expulsión de Apolloni. Falló mi tensión y la del equipo. Me parecía que podían continuar jugando como antes.

Y, en cambio, había que tomar medidas. Así, sufrimos el segundo gol: Bejbl en el minuto treinta y cinco. Debía cambiar, pero ya era demasiado tarde. Mis contramedidas para recuperar el control del resultado quedaron en agua de borrajas. En las situaciones fáciles, el fútbol italiano se encuentra siempre en dificultades: así perdimos 2-1 un partido que, en realidad, dominamos. No hay que olvidar, además, que la República Checa acabó jugando la final del torneo. Realmente, el nuestro era el grupo de la muerte. Pero esto, a toro pasado, no justifica la derrota.

La clasificación quedaba, pues, pendiente del último partido con Alemania. Una confrontación épica, que marcaría otro capítulo del eterno desafío con la gran selección alemana. Un enfrentamiento decisivo para seguir vivos en la competición. Se lo había dicho meses antes a los periodistas: «Sueño con la victoria, pero soñar no quiere decir prometer». Todo el mundo había entendido esas palabras como un ejercicio de precaución tras lo sucedido en el Mundial.

El 19 de junio de 1996 salimos al campo para el tercer partido. Alemania estaba clasificada. Debíamos ganar. No quedaba otro remedio. Dominamos el juego, hasta el punto de que, en el descanso, Bierhoff, que hablaba perfectamente italiano, me dijo: «Ma quanto giocate bene!» (¡Pero qué bien jugáis!).

Íbamos al ataque. Primero un disparo de Fuser desde el borde del área y luego la gran ocasión. Casiraghi presionó a Sammer, último hombre de la defensa, y le robó el balón, para luego volar hacia la portería. Fue derribado en el área. Penalti. A apenas ocho minutos del inicio podíamos adelantarnos. Zola fue al punto de penalti apagado, sin esa determinación que debería haber tenido. Un disparo flojo sobre la izquierda de Köpke: el portero alemán lo intuyó y lo detuvo sin problemas. Esto acostumbra a ocurrir cuando el entrenador no sabe trasmitir la resolución necesaria para ganar.

Dominamos el partido con una serie de ataques increíbles, con disparos y algunas ocasiones, pero el resultado al final no se movió: 0-0. Köpke hizo un partidazo.

Me acusaron de una gestión desatinada del equipo, como si hubiera llevado al matadero a los jugadores, cuando, en cambio, perdimos solo un partido de tres, dominando a los adversarios, con un equipo que jugaba el mejor fútbol del torneo. Por desgracia, una parte de la prensa solo valora el resultado final. Me llovieron las críticas, pero no presenté la dimisión. «¿Por qué? Esto no es un fracaso, hemos jugado bien», afirmé en la conferencia de prensa.

La rápida eliminación de la Eurocopa desató una serie de violentas críticas contra toda la directiva de la federación, entre otros, contra Matarrese. Eso me disgustó muchísimo: había sido un gran presidente, que había tomado las riendas de la situación, en un ambiente donde nadie decidía nunca nada.

Aquel partido con Alemania fue uno de los mejores de los cincuenta y tres que dirigí a la selección. Jugábamos un fútbol fluido, rápido y agresivo. Asediamos la portería rival. Pero el hincha italiano no perdona. Para nosotros el fútbol no es ni un deporte ni un espectáculo deportivo. El deporte tiene reglas férreas, como ocurre en los países del norte, de Irlanda a Alemania, de Inglaterra a Holanda; para nosotros, en cambio, solo es importante ganar, todo lo demás no cuenta. En Italia se puede incluso hacer trampa para ganar o para convertir este deporte, con las apuestas clandestinas, en un modo de enriquecerse rápida y fácilmente.

Una parte de la prensa se ha avenido, por pereza, por moda y también por ignorancia, a este modo de pensar. La polémica agresiva, el ataque a toda costa, hace pasar a segundo plano el espectáculo deportivo. La mayor parte comenta siempre el resultado, nunca el modo en que ganas o pierdes. Si ganas ha sido, como mínimo, épico o heroico; si pierdes, eres un capullo. Italia, es bueno recordarlo, ha dado lo mejor de sí históricamente después de escándalos ciclópeos. Ganamos el Mundial del 82 en España después de la tormenta de las apuestas del fútbol, y el de 2006 con las polémicas y los ataques a Lippi, Cannavaro y Buffon, a los que la prensa catalogó como indignos de representar a nuestra selección después de los escándalos.

En la Eurocopa no había equipos que jugaran mejor que nosotros. Cuando fuimos eliminados del torneo, dos jugadores alemanes importantes, grandes campeones como Möller y Klinsmann, en la conferencia de prensa afirmaron, con gran capacidad de autocrítica y mucha inteligencia, que habían recibido una lección de fútbol de Italia, y que, si querían ganar el campeonato de Europa, debían tomar nota de nuestro juego.

Aquellos jugadores alemanes dieron una lección de fútbol a toda Italia. Habían empatado, habían pasado de ronda, nosotros estábamos fuera, pero, aun así, reconocían nuestra capacidad técnica. Un acto más que deportivo.

En resumen, después de la salida de la Eurocopa, en el ambiente de la selección el clima era pesado. También desde el exterior los ataques eran continuos. Era el fin de un ciclo.

En aquella época, después de los grandes éxitos de Capello, el Milan no estaba atravesando por un gran momento, por lo que fui contactado por Galliani y por Berlusconi para que volviera a entrenar a los rossoneri. También esto prueba que siempre he vuelto a donde he trabajado, borrando las insinuaciones, si es que han existido, de que Berlusconi había querido echarme. En realidad, se llevó un buen disgusto cuando me marché, hasta el punto de que me volvió a proponer que regresara al Milan.

Mi último partido con la selección italiana fue el del 6 de noviembre en Sarajevo. Era un amistoso. Perdimos 2-1. El testigo pasó a manos de Cesare Maldini. Cuando supieron que había presentado la dimisión para poder regresar a entrenar al Milan, se produjo otra gran sacudida en el ambiente futbolístico.

Después de cinco años de trabajo como seleccionador, mi balance era positivo. Había llevado a Italia a una final del Mundial y a disputar una Eurocopa. Entre rondas de clasificación, fases finales y amistosos había disputado con la selección un total de cincuenta y tres partidos, con treinta y cuatro victorias, once empates y ocho derrotas. Había convocado a noventa y tres jugadores; había alineado a setenta y siete; cincuenta y cinco de ellos debutaron conmigo.

Se cerraba un capítulo de mi vida. Volvía al Milan, con el campeonato ya en marcha. Eso era algo nuevo para mí.

Fue un error.