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Basta, ya no entrenaré…

Cuando dejemos el propio trabajo, ¿cómo nos sentiremos?
Quizá experimentemos un sentimiento de desolación
y soledad porque nada acaba con alegría, pero quizá
también percibamos un sentimiento de liberación.

CLAUDIO BAGLIONI

Hay momentos en la vida en que estás preparado, te sientes fuerte. Y en esos momentos a menudo eres también afortunado, hasta el punto de conseguir tomar las decisiones adecuadas. A mediados de los años ochenta, podía quedarme en Rímini, donde estaba bien pagado. También podía entrenar al Ancona, con un contrato incluso más atractivo. En cambio, decidí ir a Parma.

Se reveló la elección correcta. Lo fue por la dirección deportiva del equipo que entrenaría, por los objetivos técnicos que tenía en mente y por la misma ciudad, en la cual me sentía perfectamente, a mis anchas. Una ciudad en la que expresar mis capacidades. En Parma hay un gran gusto por la vida y un profundo respeto hacia las personas. En Parma no hay indiscreción, se come bien y se viste bien. Estaba impresionado por la educación de todos.

Un día, en el Lungoparma, había aparcado delante de la entrada del hotel Toscanini a la espera del Profesor. Ni siquiera me había percatado de que detrás de mí había quince coches esperando. Ninguno de los conductores me tocó el claxon. Y ni siquiera sabían que quien bloqueaba el tráfico era Sacchi. Una ciudad educada donde estaba magníficamente, donde percibía mucha estima, donde los periódicos hablaban siempre bien de mí.

Otra vez, en misa, en una iglesia cercana a Santa Fiora, llegué a conmoverme: el párroco me citó en la homilía y me señaló entre los fieles: «Esta es una persona que nos ha dado mucho en lo deportivo y en lo humano, y nos ha hecho divertir y le deseamos mucha suerte». Nunca me había ocurrido algo semejante.

En enero de 2001, a invitación de Calisto Tanzi, presidente de la Parmalat y del Parma de fútbol, volvía a la ciudad que me había recibido de aquella manera tan calurosa quince años antes. Cerrado el paréntesis con el Atlético de Madrid, Parma marcaba aún mi destino como hombre y entrenador.

Desde 1999 había trabajado como asesor técnico del Milan. En aquel año comencé mi carrera de periodista deportivo en la Stampa y de comentarista para Mediaset. Me gustaba escribir de fútbol, de problemas ligados al mundo del balón. Podía continuar de una manera nueva mi papel de educador porque, desde mi punto de vista, el fútbol sirve ante todo para formar hombres. Si como entrenador me realizaba en la didáctica, como periodista y colaborador continuaba escribiendo, coherentemente, de fútbol, «enseñando» a leer los partidos, a dar juicios, a analizar las tácticas y la disposición en el campo, con un estudio meticuloso sobre los jóvenes y los futbolistas, sus características y las posibilidades de mejora. Una experiencia que me ha dado y aún hoy me da grandes satisfacciones.

En cierta ocasión, el abogado Agnelli me telefoneó para felicitarme porque habían publicado un artículo mío no en las páginas de deporte, sino en las de cultura. Lo había decidido Gianni Riotta. Eso había levantado algunos celos y ciertas envidias en torno a mí.

Aquel día me encontraba en el bar del Círculo de los Republicanos, en Fusignano. Había una gran confusión, se discutía en voz alta de fútbol, como siempre. Cuando sonó mi móvil, pedí por favor al barman que hiciera señas de que bajaran la voz.

—¿Quién será? —murmuraban.

Entonces salí. Cuando volví, todos se morían de ganas de saber con quién había hablado.

—¡Vete a saber quién era! —me dijeron para tomarme el pelo, como suele hacerse en los bares de pueblo—. ¿Quién era, Berlusconi?

—No, el abogado Agnelli —respondí frente a las caras estupefactas de mis amigos.

Cuando en 2001 fui contratado por el Parma, una mañana, hacia las siete y media, el portero del hotel me llamó a la habitación y me dijo:

—¡Tengo en línea a la casa Agnelli!

Era el Abogado, que me llamaba para felicitarme por mi nuevo cargo de entrenador. Pero el nuevo encargo en el Parma me obligaba a interrumpir, por coherencia, mi colaboración en la Stampa, y se lo dije.

—Lo siento mucho, siga escribiendo para nosotros —respondió.

Pero no podía escribir para el periódico de Turín, entrenar al Parma y colaborar con las televisiones de Mediaset.

A las ocho y media de la misma mañana, me telefoneó Berlusconi.

—Lo he llamado ahora —me dijo—, porque quería ser el primero en felicitarle por la nueva aventura en el banquillo del Parma.

Me cuidé mucho de revelarle que media hora antes el abogado Agnelli se le había adelantado.

Con el Parma, volví a coger un equipo en mitad de un campeonato. Después de una serie de resultados poco satisfactorios, habían destituido a Malesani y me habían llamado en su lugar. Una vez más, me pasaba aquello de la tentación de la colilla para el fumador empedernido. Acepté: la pasión y el amor por el fútbol eran más fuertes que cualquier otra consideración. Además, aún no había entendido hasta dónde podía llegar.

En Parma conseguí estar en el banquillo solo tres partidos. El primero en Milán, contra el Inter, donde el equipo empató 1-1, con goles de Di Vaio y empate de Vieri. Volví al Tardini al domingo siguiente para enfrentarme con el Lecce, que empató en el minuto 94 después de un fallo de Buffon. Un gol muy tonto. Cuando estuvimos en los vestuarios, Buffon vino a verme y se excusó por su fallo. La victoria llegó al domingo siguiente, en Verona; allí Gigi fue determinante, parando incluso un penalti que podría habernos privado de la victoria.

En el estadio Bentegodi de Verona comprendí que, realmente, mi etapa como entrenador había llegado a su fin. Arrojé la toalla precisamente mientras el equipo estaba ganando. Ocurrió una cosa muy sencilla: habíamos ganado, pero yo no había experimentado absolutamente nada. Ninguna alegría, ningún sentimiento que pudiera compensarme las noches insomnes, las tensiones y las presiones cotidianas que convertían mi vida en un infierno. Así que decidí abandonar para siempre el banquillo. Ya no entrenaría. Esta vez de verdad.

El Corriere della Sera escribió sobre la reacción del equipo: «Grande ha sido el estupor de los jugadores, comenzando por Thuram (“Una decisión inesperada, pero que merece respeto”) y Fuser (“Ha sido una noticia sorprendente, nos hemos quedado boquiabiertos, también porque el domingo lo habíamos visto tranquilo. Lo siento mucho, con él las cosas estaban yendo bien. Y el equipo tenía ganas de seguirlo. Pero la salud es la salud, es lo más importante. Ahora debemos trabajar con las mismas ganas con Ulivieri”)».

El Parma, que durante diez años nunca había cambiado un entrenador con la temporada en marcha, tenía que contratar ahora a un tercer técnico en un año.

Tanzi no quería que abandonara el club y me pidió que permaneciera al menos como director técnico. Lo pensé: podía ser una solución. Me quedaría en el fútbol, ya no en la trinchera, sino entre bastidores.

Hasta entonces había luchado contra un adversario difícil, desleal y oscuro, que al mismo tiempo había sido la gasolina para hacer bien mi trabajo. Pero, desde hacía tiempo, ya no conseguía transformar el estrés en un motor positivo para mi trabajo. Factores psicológicos, ansiedad, bloqueos emocionales y de concentración son parte integrante del deporte. La ansiedad, por como la he conocido, puede ayudarte si sabes gestionarla. Es indispensable para obtener grandes cosas. El verdadero deportista sabe canalizarla para que se convierta en algo positivo, algo que le haga mejorar. Obviamente, más allá de cierto límite se convierte en un problema, como me sucedió a mí, primero en Madrid y luego en Parma. No aguantaba más, me estaba destruyendo físicamente.

Hay una frontera muy sutil entre la ansiedad positiva y la negativa: la segunda «corta las piernas», la primera da dirección e intensidad a la actividad física e intelectual. Una persona puede quedarse bloqueada por la tensión y el miedo de no conseguir lo que desea. Esta es una ansiedad negativa; otra puede vivirse con la seguridad y la conciencia de poder convivir con ella, manteniendo la motivación, las ganas de hacer y de medirse sin miedo; entonces la ansiedad se convierte en un propulsor vital. Yo siempre me he entregado por completo gracias a la ansiedad, que, sin embargo, me ha vaciado también muy pronto, después de apenas veintisiete años de banquillo.

Tendría que haberlo dejado incluso antes de entrenar, pero el fútbol era mi vida y mi pasión. No podía prescindir de él. Pero luego he superado el límite más allá del cual la ansiedad te devora. Entonces llegué a un compromiso conmigo mismo, con mis fuerzas. Decidí que sería el director técnico del Parma.

La primera de mis preocupaciones, en mi nuevo cargo, fue reorganizar las divisiones juveniles. El trabajo, con sus problemas y dificultades, más en la sombra, oscuro, entre bastidores, que raras veces salía en los periódicos, fue apasionante.

A principios de la década, el Parma tenía unos trescientos centros dispersos por Italia. Un número enorme, de gran club. Pregunté de inmediato cuántos jugadores había producido la cantera y cuántos ahora militaban en primera.

—Ninguno —me respondieron.

—¿Cómo ninguno? ¿En doce años, ningún jugador?

Siempre he sido una persona pragmática. Llamé a Tanzi y le pregunté por qué mantenían una sección juvenil tan grande que no daba ningún fruto.

—¿Lo hacéis por la publicidad de vuestros productos? ¿Por un fin social o por algo deportivo?

Todo era lícito, bastaba con saberlo.

—Deportivo —me respondió Tanzi.

—¿Y no funciona? ¿Es posible que de una cantera tan organizada no haya salido un jugador de talento en doce años?

—Parma es una ciudad acomodada —dijo Tanzi—, en el fútbol uno tiene que esforzarse demasiado, los muchachos no quieren comprometerse.

—No —respondí—, aquí faltan los maestros, este es el problema.

La cantera es uno de los recursos más importantes de un club para renovar la plantilla de jugadores, apostar por los jóvenes, hacerlos crecer y luego venderlos.

—Empecemos de cero, reorganicémoslo —concluí—. Es lo único que se puede hacer.

Así, contratamos a un secretario, Gabriele Zamagna, y llamé a un viejo conocido, un jugador de cuando entrenaba al Cesena, Davide Ballardini, que entre tanto había dejado de jugar y había iniciado una excelente carrera de entrenador pasando por los juveniles del Bologna, el Cesena, el Ravenna y el Milan. Lo traje conmigo al Parma para gestionar toda la cantera del club, de los más pequeños hasta el equipo primavera. Ballardini es muy didáctico; gracias a él, enseñamos a las categorías juveniles como se jugaba el fútbol total. De este trabajo de siembra hemos recogido excelentes frutos. De los juveniles del Parma han salido jugadores del calibre de Arturo Lupoli, que en 2004 fichó por los juveniles del Arsenal, y que tuvo una larga carrera entre Derbi County, Fiorentina, Treviso, Honvéd, Varese, Ascoli y Grosseto. Hoy está en el Frosinone.

Daniele Dessena, durante tres años baluarte de la sub-21, nació en Parma, jugó en el primer equipo y luego en el Cagliari y en la Sampdoria.

Luca Cigarini se formó también en las categorías inferiores del Parma y luego jugó en el Atalanta, el Napoli, el Sevilla y quedó tercero con la sub-21 en el campeonato de Europa de Suecia.

A Giuseppe Rossi nos lo birló por pocos centenares de miles de euros el Manchester United, donde jugó hasta 2006; allí ganó una Copa de la Liga inglesa; luego pasó por el Newcastle, el Parma, el Villarreal y la Fiorentina, militando también, entre tanto, en las distintas selecciones, de la sub-16 hasta la sub-21 y la absoluta.

En pocos años recogimos mucho más de lo que habían sembrado en los doce anteriores, como demostración, una vez más, de que nuestro fútbol necesita canteras organizadas con cuidado, de maestros y de entrenadores que conozcan la didáctica de un juego apuntado al fútbol total, aquel que ya ahora se practica en todo el mundo. Y el hecho de que muchos chicos salidos de nuestra cantera hayan jugado en el extranjero en equipos prestigiosos demuestra que teníamos razón sobre la importancia de cuidar las categorías inferiores. Wenger, gran entrenador del Arsenal, sostiene que el fútbol total ya no es una exigencia, sino una necesidad.

Cuando me convertí en director técnico del Parma, a finales de diciembre de 2001, el equipo estaba en apuros. Recuerdo que, caminando por el centro, cierto día una anciana con el carrito de la compra me detuvo y me preguntó: «Entonces, señor Sacchi, ¿nos salvaremos?».

Para la temporada 2001-02, en el puesto de Ulivieri, destituido después de la décima jornada, el Parma había llamado a Daniel Passarella, a quien había conocido en Florencia y que era uno de los mejores intérpretes del fútbol total. Llegó el 6 de noviembre, pero el club lo destituyó el 18 de diciembre, después de cinco derrotas consecutivas. En su lugar, llamamos a Pietro Carmignani, uno de mis colaboradores de más confianza, un amigo de más de quince años, con el que había compartido momentos extraordinarios de mi carrera de entrenador y que ahora merecía recoger los frutos de su trabajo. Carmignani es un excelente preparador de porteros y un buen entrenador. Sustituyó a Passarella y con él nos salvamos y ganamos la Copa de Italia en una final con la Juventus. Un excelente resultado, otro importante trofeo que cerraba un año de luces y sombras, en el que acabamos décimos en la liga.

Pero acababa también un ciclo, con el último trofeo importante ganado por el equipo gialloblu.

Después de Carmignani contratamos a Cesare Prandelli, un buen entrenador que jugaba un fútbol total, pero que carecía de la fuerza necesaria. Hizo un buen trabajo y se quedó en el Parma hasta 2004, luchando siempre en la cima del campeonato. Nos jugamos de inmediato contra la Juventus la Supercopa de Italia en Libia. Perdimos por 2-1, con un doblete de Del Piero y un gol de Di Vaio, que después de la final fue vendido a la Juve. Ya habíamos vendido también a Cannavaro al Inter, del que cogimos en copropiedad, con posibilidad de retroventa, a un jovencísimo Adriano, un fenómeno. Apostamos por jóvenes jugadores como Bonera, Gilardino, Barone y Mutu. Rejuvenecimos la plantilla, italianizándola también.

Este trabajo, aunque me apasionaba, duró poco. El reclamo de mi tierra y las ganas de estar en casa, de vivir en familia, de ir a comer una pizza con mis hijas, de estar con mi mujer, eran más fuertes. En 2003, dimití como director técnico.

—Hágalo desde casa —me sugirió Tanzi—, existen las videoconferencias, se puede trabajar así.

Pero aquello no me parecía correcto: no trabajaría como se debía. Me negué de nuevo. Expliqué mis carencias, la necesidad de estar en familia, tranquilo, con mis seres queridos. Era la única manera de poderme recuperar de las secuelas de la ansiedad y el estrés. Un largo periodo de reposo entre los muros de casa, viviendo una vida anónima, como aquella de tantas familias italianas.

—Si quiere, puedo trabajar como asesor —propuse.

Y así fue.

El nuevo director deportivo quería vender a Alberto Gilardino al Lecce a cambio del uruguayo Ernesto Javier Chevantón; además, nuestro equipo debía desembolsar de once a doce millones de euros.

Le dije al presidente:

—Nos ha costado mucho bajar los costes, esta es una operación que no comparto, porque Gilardino es mejor que Chevantón, y además no podemos gastar todo ese dinero.

—Nosotros hacemos lo que usted diga —respondió Tanzi—. Es verdad, ya no podemos tener a este director deportivo, pero hasta que encontremos a otro debe hacerlo usted.

Lo hice temporalmente, solo con el sueldo de asesor.

El campeonato había comenzado bien: el equipo luchó desde el principio por la zona Champions. Adriano marcaba, aunque una lesión detuvo su progresión. Su puesto lo ocupó Gilardino, que comenzó a marcar grandes goles.

Luego, pasó lo que pasó…

Entre noviembre y diciembre de 2003, Tanzi fue arrestado inculpado por la quiebra de Parmalat. En aquellos días me encontraba en Brasil para observar a un jugador. Me contaron que todos trataban de escabullirse evitando quedar bajo los escombros de aquello que se estaba convirtiendo en una de las más colosales quiebras financieras del mundo.

Entonces llamé a Berlusconi.

—Arrigo, no es un agujero, sino un cráter, manténgase lo más lejos posible —me aconsejó.

En aquellos días me llamó también el secretario del Parma. La situación era bastante complicada, por no decir otra cosa.

—Venga, échanos una mano —me rogó.

No podía dejar al club a la deriva. Sin presidente, sin una guía y, sobre todo, sin dinero, el Parma corría el riesgo de desaparecer para siempre.

Así que me encontré de nuevo haciendo de director deportivo con un contrato de asesor.

A finales de noviembre no habían pagado los sueldos y estábamos en el límite de los cuatro meses, término más allá del cual los jugadores pueden pedir la moratoria. Entre tanto había llegado Enrico Bondi, que había cogido las riendas del club para sanearlo y sacarlo de la vorágine de deudas. En la vigilia de Navidad fue nombrado comisario extraordinario. Dijo que no daría un euro por el Parma, que debíamos apañárnoslas como buenamente pudiéramos. Por tanto, para encontrar el dinero y pagar los sueldos, tendríamos que vender todo lo posible en el mercado de enero y hacer caja. Me pidieron que me quedara al menos hasta febrero: «Encárgate tú de las negociaciones. Nadie conoce como tú el ambiente, los contratos, el mercado y a los jugadores».

El gran golpe lo dimos con el Inter de Moratti por Adriano.

De Adriano habíamos comprado la mitad de la ficha por trece millones de euros. Pedí a Moratti treinta y dos por cederle la copropiedad. Después de un año y medio, su valor casi se había triplicado. Incluso Galliani estaba incrédulo, pero Adriano había jugado bien, había crecido y había marcado muchos goles. «Increíble, era del Inter, y ahora para recuperarlo deben pagar diecinueve millones más», me dijo.

En las largas negociaciones se inmiscuyó el Chelsea. Pero yo convencí al agente de Adriano, un amigo, para que se quedara en Italia, porque, dado su carácter y el coste de la vida en Inglaterra, eso sería lo mejor para él. «Sí, pero el Chelsea nos ha ofrecido cuatro millones y medio al año», objetó el agente. En Parma cobraba un millón cien mil euros. Hablé con el Inter, fui a ver a Adriano a Malpensa y lo llevé a la sede de la Juve. «¿Podéis darle cuatro y medio?» La cosa acabó con un desembolso por parte del Inter de veintinueve millones, más medio año de sueldo que ellos mismos pagaron; además nos darían un jugador en préstamo. Por desgracia, el dinero, aquella vez, resultó decisivo.

A dos partidos de finalizar el campeonato, el Parma estaba en la zona Champions de la clasificación, con dos puntos de ventaja, precisamente, sobre el Inter. Ambos equipos se enfrentaron en la penúltima jornada. Por desgracia, en el minuto dieciséis del segundo tiempo, Adriano, precisamente Adriano, marcó un gol. Ellos fueron a la Liga de Campeones, el Parma, no.

En este punto debo dar un paso atrás. Cuando estalló el escándalo de la Parmalat, Prandelli me dijo: «Ahora debemos cambiar de estrategia, apostemos por los jóvenes». Pero ya lo estábamos haciendo: Adriano y Gilardino tenían veintiún años; Barone, veinticinco; Bonera, veintidós; Ferrari, veinticuatro. Todos ellos eran buenos muchachos y profesionales serios.

—¿Y cómo hacemos para seguir adelante y encontrar jugadores para la primera si no tenemos dinero? —preguntó Prandelli.

—Apostemos por los jóvenes. Si podemos comprarlos con el dinero que tenemos, los cogemos de la primera; de otro modo, los compraremos en la segunda o la tercera —respondí.

Como me había dicho mi amigo y maestro Alfredo Belletti, el bibliotecario de Fusignano: «¿No tienes un líbero? Pues constrúyelo tú». Los conceptos deportivos son los mismos, entrenes al Fusignano o al Parma en primera.

Así acabó 2004. El Parma estaba quinto en la clasificación. Prandelli me confesó: «Me quiere la Roma».

Bondi me llamó.

—Haga usted de entrenador del Parma.

—¡No, no me siento con fuerzas!

—Quédese como director deportivo.

Y así fue.

Entre tanto, en abril de 2004 se había declarado la quiebra de la Parmalat. Presenté la solicitud para el cobro de mi deuda, pero mi abogada se equivocó y lo hizo por el neto, sin incluir los impuestos.

Hablé con el presidente, un hombre de confianza de Bondi.

—Ha habido un error. Me habéis pedido muchos favores, y os los he hecho, os he ayudado de todas las maneras. Ahora os pido poder cambiar la cifra y añadir los impuestos —le dije.

En enero de 2004, había llegado Luca Baraldi, que me había pedido ayuda; yo, siempre con el sueldo de asesor, había trabajado todo el año como director. Habíamos reducido los costes laborales de noventa y tres a treinta y cinco millones, y luego de treinta y cinco a veintidós. Habíamos vendido a Adriano, casi triplicando el valor de su ficha, junto a muchos jóvenes. Habíamos lanzado a talentos como Mutu. En resumen, habíamos salvado al equipo de la tempestad de la quiebra de la Parmalat: corría el riesgo de desaparecer y, en cambio, lo habíamos mantenido en pie.

Al final el «no» de Bondi, porque la ley no lo admitía, me pagaba todos estos favores y la ayuda que había dado con toda la pasión y el amor que siempre he puesto en mi trabajo y por el Parma.

Después de mi paso por el Parma, reanudé mi aventura en España.

Madrid es una ciudad fantástica. Para los españoles, el fútbol es un espectáculo deportivo, por lo cual una victoria sin un juego bonito no es una verdadera victoria. España, después de muchos años, ha sabido construir un programa y una política basada en el juego, dejando una marca que permanecerá en la historia del fútbol. Al contrario, a nosotros, los italianos, nos interesa la victoria a toda costa; la historia y el espectáculo deportivo nos importan un pimiento. De este modo, nuestras victorias se olvidan pronto y difícilmente permanecen en la memoria. En mi Milan, el mérito ha amplificado las victorias, las ha hecho épicas, borrando incluso las derrotas.

Les decía siempre a los jugadores españoles: «De los italianos debéis aprender la competitividad, el furor, a veces feroz, pero prescindid de aquellas malas derivas como la violencia, el engaño y las primicias».

El tiki-taka, la posesión de la pelota de los equipos españoles, nace en una cultura futbolística que se basa en la técnica individual. España ha tenido una evolución distinta de la nuestra: nosotros hemos desarrollado la competitividad; ellos, la técnica. Al principio, ambas eran incompletas. Cuando los españoles dieron el salto cualitativo, cuando el fútbol se convirtió en un deporte de equipo y comenzaron a desarrollar una técnica no solo individual, sino colectiva, emocionante al máximo, incluso en exceso, nació el tiki-taka. El peligro era que se volvieran pleonásticos (y muchas veces lo eran, porque el límite es muy sutil) teniendo la pelota y haciéndola girar hasta la obsesión, impidiendo que los otros jugaran; eso les podía hacer perder velocidad, concreción, y acabar por ofrecer un espectáculo aburrido. El tiki-taka tiene un sentido si no se convierte en un fin en sí mismo; debe ser el inicio de una acción que lleva hacia la portería adversaria: tengo la pelota para encontrar un espacio, no para impedir que los demás jueguen.

El fútbol ha nacido como un espectáculo deportivo. El juego no debe convertirse en manierismo. El Barcelona ha sido el epílogo más interesante de este tipo de juego, al cual unía un colectivo espléndido que se movía como un bloque compacto de 20-25 metros que, apenas cogía la pelota, te atacaba con una presión letal. Habían salido de un concepto de fútbol individual para transformarse en un verdadero equipo que interpretaba de manera magistral posesión, cambios de velocidad, triangulaciones rápidas, regates, desenganche de los laterales y de los atacantes, con unos jugadores que siempre estaban en disposición de ayudar a sus propios compañeros. Una orquesta perfecta, un verdadero espectáculo que exaltaba las cualidades de todos los componentes. Messi, Iniesta, Xavi, pero también jugadores que habían jugado el año anterior en tercera, como Pedro y Busquets. Y, también en la fase de no posesión, no defendían casi nunca de forma individual, sino colectivamente. Al estar siempre bien colocados y posicionados, les resultaba sencillo hacer presión ultraofensiva, con marcajes entre dos, diagonales, fueras de juego…

En el Real Madrid me quedé poco, del 21 de diciembre de 2004 al 31 de diciembre de 2005, cuando dimití. Fueron dos los motivos que me impulsaron a tomar esta decisión: la nostalgia, una vez más, de mi familia, de mi tierra, y las dificultades para ejecutar bien mi papel.

El presidente Florentino Pérez tiende a no delegar. Después de cinco o seis meses ya quería dimitir, pero él insistió para que me quedara hasta fin de año. Para contentarme compró a Sergio Ramos. Era un jugador que quería a toda costa.

Me quedé en Madrid otros tres-cuatro meses, pero no había posibilidad alguna de intervenir en la estrategia del equipo. Al final le dije: «Presidente, yo lo estimo mucho, también le estoy muy agradecido por haberme llamado, pero aquí me parece que estoy robando el dinero. Lo hace todo usted. En ello va también mi dignidad».

El Real era un equipo que tenía muchos jugadores de altísimo nivel, grandes campeones, pero tenía un problema: faltaba espíritu de equipo. Había profesionales serios; otros, mediocres; algunos tenían un gran amor por su trabajo y una gran dignidad; otros no tanto. Era un grupo formado por buenos jugadores, pero no se había convertido en un equipo porque no había interacción humana y psicológica entre ellos. En la plantilla de 2004-2005 estaban Ronaldo, Michael Owen, Luis Figo, Zinédine Zidane, Raúl, el capitán, y David Beckham, Roberto Carlos, Iker Casillas, solo por citar algunos.

Recuerdo un episodio significativo que permite entender cómo estaban las cosas en el Real Madrid. Alfredo Di Stéfano, un gran campeón del fútbol español entre los años cincuenta y sesenta, presidente honorario del club, que había entrenado durante más de veinte años a equipos prestigiosos, estaba sentado cerca de mí en la tribuna. Nunca había visto un partido completo de aquel Real Madrid. Se levantó diciendo: «¡Me voy, otro espectáculo feo y tedioso!». Se marchó aburrido y disgustado porque no había juego, no había espectáculo. Era un fútbol desagradable y pesado. Había grandes jugadores sobre el terreno de juego, pero nada más. Es un concepto, este, que aún tiene dificultades para penetrar en los pequeños, pero, por desgracia, también en los grandes clubes, llenos de campeones, pero que no funcionan como equipo.

Recuerdo, además, un partido que jugamos contra un equipo modesto, el Alavés: dos jugadores del Real en el campo costaban más que todos ellos juntos. Amancio, directivo del Real Madrid, junto a Butragueño, vicepresidente, estaban pálidos: «Una vergüenza total», dijeron. Un equipo de muchachos dominaba el juego y no dejaba pasar de la mitad del campo al Real Madrid de los campeones. Tiraron a portería, disparos a los palos, Casillas se lució varias veces con paradas increíbles, fue el mejor en el campo. A diez minutos de la conclusión, Roberto Carlos pasó a Ronaldo con un lanzamiento de cuarenta-cincuenta metros. El delantero brasileño, que hasta aquel momento había sido «un palo en medio del campo», como dijeron desde las tribunas, superó al adversario en velocidad y marcó un gol. En los últimos minutos, el equipo del Alavés se volcó aún más al ataque, y el Real replicó de nuevo del mismo modo: pase largo para salvar el centro del campo, pelota de nuevo para Ronaldo, que marcó otra vez al contragolpe. Tocó dos balones y marcó dos goles. Di Stéfano (que cuando jugaba decían que tenía el don de la ubicuidad, pues estaba en todas partes del campo), al día siguiente, en una reunión de la directiva del club, dijo en tono polémico dirigiéndose a Butragueño: «Los atacantes modernos… Tú, Emilio, cuando jugaste contra el Milan, quedaste en fuera de juego veintiséis veces, Ronaldo toca dos balones y marca dos goles».

Cuando no hay espíritu de equipo, no hay humildad, no hay atención, entusiasmo, amor por lo que haces, entonces no puedes construir un juego, aunque seas el mejor entrenador del mundo.

Una vez fuimos a Sevilla. Fuera del estadio había casi cuatro mil chavalas que gritaban, pedían fotos y autógrafos.

—Mira el entusiasmo que creamos —me dijo Florentino Pérez, sonriendo.

—No cuenta el hoy, sino el mañana: debemos crear entusiasmo jugando el partido, no porque los jugadores se hayan convertido en personajes famosos. Esto no es una película, es un equipo de fútbol.

Hoy la situación en España es muy distinta. Han pasado casi diez años. Gracias a Florentino, el Real Madrid se ha vuelto a convertir en una institución. Él es un dirigente extraordinario, un excelente organizador, con la visión que solo tienen los grandes. Sería perfecto si confiara más en los propios técnicos. De todos modos, es tan bueno que se le pueden perdonar sus injerencias. No nos olvidemos que había heredado un Real que había perdido prestigio e identidad y lo ha transformado en el club más rico e importante del mundo.

Fui a ver a Carlo Ancelotti, que, cuando escribo estas líneas, entrena al Real Madrid. Hacía mucho que me lo pedía. Él es un amigo de toda la vida, una de las piezas más importantes de aquel fabuloso Milan con el que lo ganamos todo, y me había acompañado también como segundo en la selección durante el Mundial.

En el Real Madrid ha hecho cosas magníficas. Me hizo visitar de inmediato la Ciudad Deportiva. El presidente Florentino Pérez la hizo construir en 2005 y la remodela prácticamente cada año. Entonces trabajaban simultáneamente en ella incluso mil obreros. Ahora es el más funcional y moderno centro deportivo del mundo. Hay dos hoteles de cinco estrellas para el primer equipo y la cantera, restaurantes, gimnasios, piscinas, todo lo mejor para los cuidados fisioterapéuticos y para entrenarse. Los campos son perfectos gracias a un jardinero inglés que los mantiene de manera admirable. Hay tres de hierba natural para el primer equipo, otros cuatro de hierba natural y cuatro más en hierba sintética para la cantera, más un estadio de siete-ocho mil localidades dedicado al gran Di Stéfano. Florentino piensa a lo grande. Tiene pensado dedicar cuatrocientos millones para hacer aún más hermoso y moderno el estadio Bernabéu. La sala presidencial parece el despacho oval de la Casa Blanca.

Después de siete años, pregunté al presidente cuánto dinero se había gastado, y él respondió: «Ningún presidente pone dinero. El club se autofinancia. Solo he gastado tres millones en mi campaña electoral».

Este es el Real Madrid: una institución española que representa a España en el deporte y que cuenta con cerca de doscientos millones de aficionados en el mundo. Un modelo que imitar, incluso en pequeño.

Carlo Ancelotti, además de haber sido un gran jugador y un campeón, es un técnico buenísimo que posee y da serenidad; es feliz por cómo están yendo las cosas y por la estima de que disfruta de todo el entorno, empezando por la del presidente. Gracias a Pérez, el club tiene la facturación más importante del mundo (quinientos cincuenta millones de euros) y se prevé llegar en 2015 a los seiscientos cincuenta. Cuando llegó Florentino, en 2000-2001, la facturación era de ciento dieciocho millones, inferior a la del Milan. La facturación del márketing en el mismo periodo ha pasado de treinta a ciento setenta y seis millones. El presidente posee capacidades empresariales y organizativas de altísimo nivel. Pero es también muy exigente y crítico con sus técnicos. Carlo está habituado a trabajar con presidentes que no lo dejan tranquilo. Pero, si para la mayor parte de los técnicos esto constituiría un problema, para él es un estímulo. Además, Ancelotti debe gestionar una presión mediática inusual en los demás clubes españoles, pero él, con flema e inteligencia, la convierte en algo positivo. Tácticamente juega con un 4-3-3, que se transforma en 4-4-2 en la fase defensiva. Le han comprado para el centro del campo muchos mediapuntas: Modrič, James Rodríguez, Kroos e Isco. Además tiene tres atacantes buenísimos: el fuera de serie Cristiano Ronaldo, que ha ganado el Balón de Oro por tercera vez en 2014, Benzema y Bale, que participan sobre todo en la fase ofensiva. Con paciencia, habilidad y claridad ha conseguido hacer del Madrid un equipo moderno: su posesión y los contragolpes son extraordinarios.

El entrenamiento al que asistí fue breve, acababan de jugar, pero se emplearon a fondo. Las jugadas fueron rápidas y el partidillo a dos toques. Al final de la sesión hablamos con Sergio Ramos, buen amigo. Me pidió una opinión respecto del contrato: «Quiero renovar, pero Florentino me quiere dar menos. ¿Qué piensa?». Respondí: «Debes quedarte, piensa en Kaká y en Ševčenko, que estaban bien en el Milan y se marcharon por dinero. Su carrera acabó antes de hora. Tú aquí estás cómodo y debes quedarte». Le recordé, además, que para convencer a Pérez de que lo comprara le había garantizado que sería el nuevo Maldini.

Carlo es un jefe excepcional: nunca tiene que elevar el tono, posee la calma de los fuertes, igual que su hijo. El sábado por la mañana fui a la Ciudad Deportiva, donde debía celebrar una reunión con los técnicos y con los jugadores. De inmediato me mostró las filmaciones del Celta y me leyó los informes de sus asistentes. Fuimos a la sala con los jugadores para visionar el vídeo de la fase de ataque, de defensa y del juego parado del Celta. Carlo explicó qué sería necesario para poner en apuros al adversario. Todo esto en perfecto castellano, aunque cada tanto se le escapaba alguna palabra en italiano. Y su pronunciación es más de reggiano que de español. Pero, dados los resultados, evidentemente le entienden bien.

A las 18.30 subimos al autocar para ir al Bernabéu, donde miles de personas esperaban al equipo. Tengo que admitir que me emocioné. Le pregunté a Carlo cómo se sentía. «Estoy muy tenso, pasa el tiempo, pero lo estoy cada vez más.» Sería un gran jugador de póker: nunca lo dejó entrever. También los jugadores parecían tranquilos.

Media hora antes de que comenzara el encuentro, los saludé a todos y les deseé buena suerte, abracé a Carlo y me reuní con el presidente. Me dijo: «Carlo está trabajando bien». Cuando le respondí que pasaría a la historia, como el mítico Bernabéu, se burló. Había oído rumores de que no estaba convencido del trabajo de Carlo, en cambio él me dijo lo contrario, y también que desearía que los mejores jugaran los sesenta partidos de la temporada. Cuando lo contrató me dijo: «Explícale bien que la afición quiere un equipo que domine el campo y el balón, con pocos pases en largo».

En el descanso vi a Butragueño y a Ramón Martínez. Le pregunté al Buitre qué pensaba del Real y de Carlo, y él me respondió: «Está haciendo un gran trabajo con paciencia y maestría. Chapeau».

Al final del partido bajé al vestuario. Hablamos con Carlo y con el presidente de la victoria recién conseguida. Estoy convencido de una cosa: nadie como él sabe formar un grupo y encontrar las soluciones más adecuadas. Por eso lo quieren tanto los jugadores.

En mi opinión, Florentino es uno de los más grandes presidentes de fútbol mundial. Fiándose de Ancelotti y teniendo con él una relación basada en el diálogo, ha hecho grande al Real.

Cuando en 2005 le dije que quería dimitir también del Real Madrid, Florentino Pérez me respondió, serio: «Nadie dimite del Real Madrid».

Al final ganaron mi dignidad y la nostalgia de casa. Me quedé hasta diciembre de aquel año.

No obstante, antes de marcharme le dije: «Si renazco español, tendrá que echarme a patadas en el trasero».

Y él se echó a reír.