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Después de todo, no iba a ser capaz de interrogar a Anne sobre Lilla. Cuando, al día siguiente se enfrentó a la situación —se enfrentó al nuevo Chris que había aparecido en su camino—, Kate Clephane vio la imposibilidad de utilizarlo como llave que le diera acceso a la confianza de su hija. Ahora había una cosa más cercana a ella de lo que podría estarlo cualquier acto imaginable de Chris, y era su relación con Anne. Simplemente, no podía hablar de Chris con Anne, aún no. No era que considerase aquel episodio de su vida como algo de lo que avergonzarse por sí mismo. No iba, ni siquiera ahora, a negarlo o a renegar de aquello; solo quería negar a Chris y renegar de él. Era hasta concebible que le dijese a su hija: «Sí, estuve una vez enamorada, y el hombre al que quise no era tu padre». Pero ¡cómo decírselo de Chris! Cómo contemplar la lenta mirada de asombro en las inescrutables profundidades de los ojos de Anne: no una mirada que dijese «te culpo», ni siquiera «desapruebo tu conducta», sino algo mucho más mordaz, un simple: «¿Tú, madre, con Chris?».

Sí, eso era. Era necesario para su orgullo y su dignidad, casi para su salvaguarda moral, que lo que la gente como Enid Drover denominaría su «pasado» quedase sin identificar, sin personalizar, o por lo menos sin personalizarlo en Chris Fenno. ¡Pero saberlo! ¡El simple hecho de saberlo…!

Existían, por supuesto, otras formas de enterarse; si había algo en aquella teoría suya de una aventura amorosa entre Lilla y Chris, lo más probable es que la familia no lo ignorara. Kate tenía la impresión de que nunca perdían a Lilla de vista durante mucho rato. Pero una cosa era hacer planes para hablar con ellos, y otra muy distinta saber cómo empezar. Antes de intentar descubrir lo que pasaba con Lilla, tendría que averiguar lo que pasaba con ellos. ¿Qué sabía de ninguno de ellos? Únicamente, ahora lo veía con claridad, conocía aquellas superficies lustrosas e impenetrables.

Todavía era una invitada entre ellos; era incluso una invitada en casa de su hija. Era el papel que ella misma había elegido; dado su temor a reclamar derechos a los que había renunciado, a imponer su presencia en un lugar que había abandonado, quizá se había ido al otro extremo, se había retraído demasiado, se había contentado muy fácilmente con el cómodo papel de visitante de fin de semana.

Bueno, todo provenía de la otra elección que había hecho hacía tantos años cuando había dicho: «Tus dioses no serán mis dioses». Y ahora solo vislumbraba vagamente quiénes eran esos dioses. En aquel momento, cuando su vida misma dependía de conocer sus contraseñas, de encontrar la salida de su laberinto, se encontraba fuera de aquel círculo misterioso y tanteaba en vano tratando de encontrar la entrada.

Nollie Tresselton, por supuesto, podía haberle entregado la clave; pero hablar con Nollie era demasiado parecido a hablar con Anne. No es que Nollie fuese a traicionar una confidencia; pero que adivinase sus intenciones y la juzgase sería una experiencia casi tan dolorosa como si lo hiciese la propia Anne. Y por eso Kate continuó allí sentada, entre ambas, abrazando su nuevo ser con brazos ansiosos, volviendo hacia ellas un rostro sin fisuras, y controlando de forma furtiva los gestos y sonidos evasivos que salían de los labios de su otro yo.

Pero ahora se habían acabado la largas noches de dormir sin soñar; y el corazón se le paraba cada vez que introducía la llave en la cerradura del estudio.

 

 

—Madre, el tío Fred quiere llevarnos a Baltimore la semana que viene a ver la biblioteca Maclew, a ti, a Lilla y a mí.

Anne se lo dijo por encima del hombro cuando se encontraba frente al caballete, rodeada de un halo de luz que entraba por la ventana, con el ceño fruncido y los labios apretados ante la dificultad de pintar una rama de Pyrus japonica roja en un jarrón de latón.

Kate, a sus espaldas, estaba recostada en actitud indolente en una profunda butaca de mimbre. Dio un respingo y repitió con voz carente de expresión:

—¿La semana que viene?

—Sí, es que, ¿sabes?, he prometido pasar unos días en Washington con Madge Glenver, que ha alquilado una casa en Rock Creek para la temporada de primavera. Este es el momento ideal para ver las magnolias, y pensé que podía parar en Baltimore de camino hacia allí, y desde allí el tío Fred podría traeros a ti y a Lilla de vuelta.

Sonaba perfectamente simple y razonable; Anne lo dijo con su habitual tono práctico. Su madre intentó utilizar la misma entonación al responder con un ligero tono de sorpresa:

—¿Viene Lilla también?

Anne se giró por completo y sonrió.

—¡Lilla la primera! No digas nada todavía, por favor, ni siquiera a la tía Enid, pero existe la posibilidad… la posibilidad de que Lilla se case.

El corazón de Kate dio un gran vuelco motivado por el alivio o por el resentimiento. Pero ¿por cuál? Por el alivio, claro, se dijo a sí misma al instante. Entonces, ella estaba en lo cierto: ¡ahí estaba la clave del misterio! ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, ¿a ella qué le importaba? ¿Acaso se había imaginado alguna vez que las aventuras amorosas de Chris cesarían cuando ella desapareciese de su vida? ¿No era lo más probable que la hubiese abandonado por un nuevo amor? De cualquier forma, creer eso había sido, a pesar de la tortura que aquella idea provocaba, más soportable que pensar que se había ido porque se había cansado de ella. Durante años, ahora se daba cuenta, la había sostenido aquella creencia en la existencia de «otra mujer»; pero, resultaba increíblemente humillante que tomase cuerpo en Lilla.

Anne continuó mirando a su madre con una suave sonrisa; en la sonrisa había algo velado y tierno, tan difuso como la luz del sol al reflejarse en el agua: un resplandor que surgía de aquellas profundidades misteriosas a las que Kate todavía nunca había llegado.

—Si eso sucediese, deberíamos alegrarnos todos —continuó la joven.

Y Kate se dijo a sí misma: «En lo que en realidad está pensando cuando sonríe así es en su propia boda…». Recordó aquella alusión críptica del joven de rostro de balón en la ópera, y la forma en que los vigilantes párpados de Anne se habían cerrado para preservar su visión.

—¡Claro que sí, pobre Lilla! —asintió la señora Clephane, con aire ausente. En su interior se estaba diciendo que le iba a ser imposible ir a Baltimore con aquella misión en particular. Chris y Lilla. ¡Chris y Lilla! Aquellos dos nombres asociados empezaron a resonar de forma exasperante en su cabeza. Se puso en pie y se acercó a la ventana. ¡No, no podía hacerlo!

—¿La semana que viene, cariño? No importa, pero creo que tendréis que ir sin mí —hablaba desde la ventana, sin girar la cabeza hacia su hija, que había vuelto al caballete.

—¡Oh! —La desilusión era evidente en la voz de Anne.

—El caso es que tengo dos o tres compromisos para cenar; no creo que esté muy bien romperlos, ¿verdad? La gente ha sido tan increíblemente amable… todas mis antiguas amistades —balbuceó Kate mientras aquel «imposible, imposible» continuaba resonando en sus oídos—. Además —añadió—, ¿por qué no lleváis a Nollie en mi lugar? Un grupo de jóvenes le resultará más entretenido al señor Maclew.

Anne se rió.

—No creo que nos preste atención a Nollie y a mí —dijo alegremente, con toda intención, pero de inmediato añadió—: Por supuesto que tienes que hacer exactamente lo que a ti te plazca. Esa es la base de nuestro acuerdo, ¿o no?

—¿De nuestro acuerdo?

—El de ser las mejores amigas que jamás existieron.

La señora Clephane, movida por un impulso, se acercó a su hija.

—Y lo somos, ¿no es cierto, Anne?

Los párpados de Anne se cerraron; hizo un gesto de asentimiento, apretó los labios y abrió sus otros ojos —sus ojos de pintora— y los fijó en la rama de Pyrus recubierta de flores rojas como corales.

—Desde el primer momento —confirmó.

 

 

La joven expedición partió, atendida por un sonriente Fred Landers. La familia opinó que era una lástima que la señora Clephane se perdiese aquella oportunidad, ya que Horace Maclew era reacio a mostrar sus libros. Pero aquellas expresiones de lástima tenían un tono mecánico y distraído; Kate vio que la atención de la familia estaba centrada por completo en Lilla. Y se sintió cada vez más convencida de que, dadas las circunstancias, lo mejor había sido que ella se quitase de en medio. Porque, en el último minuto, el grupo había recibido una invitación para pasar la noche en casa de Horace Maclew; y tener que asistir, casi en capacidad oficial, al compromiso de Chris y Lilla, con toda la solemnidad y el champán que con toda probabilidad habría en una situación así, era más de lo que sus nervios recién curados podrían soportar. Era más fácil quedarse en casa a esperar, y tratar de prepararse para aquella situación nueva e increíble. ¡Chris y Lilla!

Tres días después, Aline, al traer la bandeja del desayuno con un ramo de violetas (una atención diaria de parte de Anne desde que estaba ausente), trajo también un telegrama, como en aquella mañana lejana, de hacía cuatro meses, cuando había llegado el mensaje de la joven a su madre acompañado de las mismas flores.

Kate sostuvo el sobre un momento antes de abrirlo, igual que había hecho en aquella otra ocasión, pero no porque quisiese prolongar la ilusión. Esta vez no había ilusión en el delgado sobre que sostenía entre sus dedos; podía sentir a través de él el duro filo de la realidad. Si aplazaba el momento, era por cobardía. Chris y Lilla.

Rasgó el sobre y leyó: «Prometida a Horace Maclew loca de alegría Lilla».

El telegrama flotó hasta el suelo, y Kate Clephane se recostó en las almohadas, sintiéndose ligeramente mareada.

—¿Es que madame no se encuentra bien? —preguntó Aline con brusquedad.

—¡Estoy perfectamente, perfectamente bien! —repitió Kate con alegría. Pero continuó recostada, mirando hacia delante con expresión ausente, hasta que Aline le advirtió, como había hecho al llegar el otro mensaje, de que el chocolate se estaba enfriando.

Un respiro… un respiro. Sí, por lo menos, podía tomarse un respiro.