I

 

 

Kate Clephane despertó, como de costumbre, cuando un rayo del sol de la costa Azul cayó en diagonal sobre su cama. Eso era lo que más le gustaba de la habitación estrecha y deslucida del hotel de tercera categoría, el hotel de Minorque et de l’Univers: que por la ventana se filtrase el sol de la mañana y que además no lo hiciese demasiado temprano.

Los amaneceres se habían acabado para Kate Clephane. Estaban ligados a demasiados placeres perdidos: al regreso a casa de fiestas en las que había bailado hasta caer rendida, o de cenas en las que se había demorado, contando las ganancias obtenidas (era maravilloso en los viejos tiempos la frecuencia con la que había ganado, o sus amigos lo habían hecho por ella, tras apostar un luis solo por diversión, y había terminado con las manos a rebosar de billetes de mil francos); estaban ligados, asimismo, a aquellas subidas por la pendiente a través de la penumbra gris cada vez más clara del jardín, cuando los asaltaba la fragancia de los arbustos y se enredaban en las insidiosas espinas, hasta llegar a lo alto, a la villa encaramada en la roca recalentada y después en la puerta, a la sombra del Laurustinus con olor a miel, aquel beso inesperado (de verdad que sí, inesperado, porque hacía tiempo que lo acordado era ser «solo amigos») y el intento de zafarse del brazo insistente, y la nueva presión sobre sus labios de otros lo bastante jóvenes para conservar la frescura tras una noche de beber y de jugar y de seguir bebiendo. Nunca había permitido que Chris entrase con ella a esas horas, no, ni una sola vez, aunque en aquel momento no estuviese en la casa nadie más que Julie, la cocinera, y Dios sabía que no era por falta de… Pero siempre había tenido su orgullo: y eso era algo que la gente debería tener presente antes de decir ciertas cosas de ella…

Esos fueron los recuerdos que la luz del sol le trajo a Kate Clephane, tal como suponía que le ocurría a la mayoría de las mujeres de cuarenta y dos años más o menos (¿o de verdad había cumplido los cuarenta y cuatro la semana anterior?). Ahora llevaba cerca de veinte años viviendo casi siempre en compañía de mujeres de su misma clase, y ya no estaba muy convencida de que existiesen otras, es decir, en lo que a mujeres propiamente dichas se refiere. Su universo femenino se dividía en tres categorías: las antiguallas, las hipócritas y las «buenas» como ella. Después de todo, era a esta última a la que prefería pertenecer.

Y no es que no fuese capaz de imaginar otra vida: ojalá hubiese conocido al hombre adecuado en el momento preciso. Recordaba su semana —aquella semana tan corta con sus siete días de hacía solo seis años— cuando ella y Chris fueron juntos a un lugar perdido de Normandía donde no existía ferrocarril en quince kilómetros a la redonda, y había que llegar en el carro del granjero hasta la granja oculta por los manzanos en flor; y Chris y ella salieron todas las mañanas a pasar el día entero fuera, tiempo que él dedicaba a dibujar en las riberas bajo los sauces y al costado de iglesias rurales recubiertas de musgo; y cada día durante siete días ella contempló el despertar de la vida en la granja al pie de sus ventanas, mientras se echaba agua fría a la cara y se peinaba y se retocaba el rostro antes de que él despertase, porque a partir de los treinta la luz del amanecer es inmisericorde. Se acordaba de todo, y de lo segura que se había sentido en aquel momento de que estaba destinada a vivir en una granja y criar gallinas; la misma seguridad que tenía Chris de que estaba destinado a ser pintor y de que ya sería famoso si, después de Harvard, sus padres no lo hubiesen obligado a volver a Baltimore, donde lo metieron a trabajar en el despacho de un agente de bolsa para, en palabras suyas, no tener que pensar más en él.

Sí, aún podía imaginarse ese tipo de vida: conservaba su resplandor en cada fibra del cuerpo. Pero no creía en ella; ahora sabía que «las cosas no sucedían así» durante mucho tiempo, que realidad y duración eran atributos de lo rutinario, lo prosaico y lo aburrido. Y que para escapar de la realidad y lo duradero una se dedicaba a jugar a las cartas, al cotilleo, al coqueteo y a todas las emociones artificiales que la sociedad pone con tanta generosidad al alcance de la gente que quiere olvidar.

Ella y Chris nunca repitieron aquella semana. Él jamás lo propuso e hizo caso omiso de sus insinuaciones o las silenció con una carcajada cada vez que intentaba con alusiones tímidas y vacilantes llevarlo de nuevo a ese terreno; porque hacía tiempo que había descubierto que nunca se le podía preguntar nada abiertamente: lo único que se conseguía, como él mismo reconocía, era irritarlo. Una tenía que maniobrar y esperar, pero, ¿cuándo hizo una mujer otra cosa que no fuese maniobrar y esperar? Desde el momento en que había abandonado a su marido, hacía dieciocho años, ¿qué otra cosa había hecho? A veces, ahora, cuando despertaba sola y sin haber descansado en aquella deprimente habitación de hotel, se estremecía al recordar todo lo que había intrigado, planeado, arrinconado, tolerado y aceptado para, al final, llegar a esto.

En fin…

—¡Aline!

Después de todo, tenía el sol en la ventana, entre los tejados el retazo de mar azul alborotado por el viento, un nuevo día que comenzaba, y el chocolate caliente que llegaba, y un sombrero nuevo que probarse en la sombrerería, y…

—¡Aline!

Había venido a este hotel barato con el único fin de conservar a su doncella. Una no podía permitírselo todo, especialmente desde la guerra, y prefería cenar ternera todas las noches a tener que repasar la ropa o arreglarse el pelo ella misma: aquel pelo abundante y rebelde que asombrosamente había sobrevivido a su juventud y que, a veces, en los momentos más alegres, le hacía sentir que, después de todo, a los ojos de sus amistades, también había sobrevivido otro de sus atributos. Y, además, quedaba mejor que una mujer sola que, después de haber tenido treinta y nueve años durante largo tiempo, de repente había cumplido los cuarenta y cuatro, tuviese tras de sí una criada de aspecto respetable, por ejemplo, para, al llegar a un lugar nuevo, poder decirle al arrogante recepcionista del hotel: «Mi doncella viene detrás con el equipaje».

—¡Aline!

Aline, fea, aseada y enigmática, apareció con la bandeja del desayuno. La precedía un aroma delicioso.

La señora Clephane se apoyó sobre un codo sonrosado, se sacudió el pelo sobre los hombros y preguntó sorprendida:

—¿Violetas?

Aline se permitió una de sus sonrisas secas.

—De parte de un caballero.

El rubor se extendió por el rostro de su señora. ¿Acaso no había tenido el presentimiento de que esa mañana iba a sucederle algo bueno? ¿Acaso no lo había percibido en cada una de las caricias del sol cuando le había hecho abrir los párpados con una leve presión de sus dedos dorados que a continuación se enredaron en su pelo? Pensó que era una supersticiosa. Se rió llena de esperanza.

—¿De un caballero?

—El chico cojo de los periódicos con el que madame fue tan amable —continuó la doncella, colocando la bandeja con aquellos ademanes sobrios y mecánicos que le eran propios.

—¡Pobre muchacho!

La voz de la señora Clephane tenía un temblor que fingió que era ocasionado por el chico cojo, aunque sabía lo imposible que era engañar a Aline. Por supuesto, Aline estaba al corriente de todo, sí, claro, esa era la otra cara de la moneda. Con frecuencia le decía a su señora: «Madame está demasiado sola, madame debería hacer nuevas amistades», y, ¿qué otra cosa podían significar esas palabras sino que Aline sabía que había perdido las antiguas?

Pero como era característico en Kate, un momento después, el temblor de su voz se desvió instintivamente hacia el chico cojo que vendía periódicos; y por eso cuando los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a llorar lo hizo pensando en la imagen llena de patetismo de aquel muchacho, y no en la suya propia. Tenía tendencia a encariñarse excesivamente con la gente a la que había tratado con amabilidad y a emocionarse hasta la exageración ante la más mínima señal de su agradecimiento. Era signo de debilidad, ¿o de fortaleza?, se preguntaba.

—Pobre, pobre muchachito. Pero si su madre se entera, le pegará. Aline, tienes que encontrarlo hoy sin falta y devolverle todo el dinero que debe de haber pagado por las flores.

Cogió las violetas y las apretó contra el rostro. Al hacerlo vio el telegrama que había debajo.

Un telegrama, ¿para ella? Ya no era algo muy frecuente. Pero, después de todo no había razón alguna para no volver a recibirlos, al menos una vez más. No había razón para que hoy, precisamente hoy que el sol la había despertado con tantas promesas, no llegase al fin un mensaje, el mensaje que llevaba dos, no, tres años esperando; sí, exactamente tres años y un mes, con una única frase de él que dijese: «Déjame volver».

Cogió con avidez el telegrama y a continuación volvió el rostro hacia la pared para que así Aline no pudiese ver su expresión mientras lo leía. La doncella, para la que esas insinuaciones nunca pasaban inadvertidas, trasladó de inmediato su atención al tocador, desplegando con habilidad en aquel campo de batalla las relucientes armas con las que cada día se reemprendía la lucha.

A salvo de la mirada de Aline, su ama rasgó el sobre azul y leyó: «Fallecimiento señora Clephane…».

Un escalofrío la recorrió de arriba abajo. ¿Fallecimiento señora Clephane? ¡Imposible según las noticias de la señora Clephane! Nunca se había sentido más viva que hoy, con el sol dorándole el cabello, el aroma de las violetas rodeándola y aquel viento juguetón del noroeste encrespando el Mediterráneo. ¿Qué significaba aquella broma siniestra?

Tras el susto inicial, siguió leyendo con más calma y lo entendió. La fallecida era la otra señora Clephane: la que en tiempos fuera su suegra. Lo primero que pensó fue: «Y qué, se lo tenía bien ganado», ya que si era tan deseable estar viva en una mañana como aquella, lógicamente debía de ser de lo más ingrato estar muerta, y podía alcanzarse la reconfortante conclusión de que por fin la otra señora Clephane había recibido su merecido, y de qué manera.

Se detuvo un rato en aquellos agradables pensamientos y después empezó a pensar en las principales consecuencias de lo sucedido. «Pero entonces… pero entonces… pero mi pequeña Anne…»

Al murmurar el nombre los ojos se le llenaron de nuevo de lágrimas. Hacía muchos años que había levantado una barricada para proteger el corazón de la presencia de su hija; y, de repente, aquí la tenía de nuevo, adueñándose por completo de él, desplazando todo lo demás, sí, borrando incluso a Chris, como si solo de un fantasma etéreo se tratase y el telegrama en sus manos fuese el anuncio del amanecer. «Pero tal vez ahora ellos me permitan verla», pensó la madre.

Ni siquiera sabía «quiénes» eran ellos, ahora que el temible caudillo, su suegra, había muerto. Imaginaba que serían abogados, jueces, albaceas, tutores: todos los enemigos naturales de la mujer. Frunció el ceño tratando de recordar a quién más habían nombrado tutor de la niña a la muerte del padre: la anciana señora Clephane asumió el poder con tanta contundencia que había anulado por completo a su asociado, y Kate tardó unos minutos en rescatarlo del lejano pasado.

«¡Claro, al pobre Fred Landers, por supuesto!» Y sonrió con el recuerdo. «Si solo dependiese de él, no creo que me impidiese ver a la niña. Además, ¿no es casi mayor de edad? Claro, creo que debe de serlo.»

El telegrama se le cayó de las manos al emplear ahora los dedos en hacer un complicado cálculo de los años que la pequeña Anne debía de tener. Si Chris tenía treinta y tres, como sin duda era el caso, no, treinta y uno, era imposible que tuviese más de treinta y uno, ya que ella, Kate, tenía solo cuarenta y dos… sí, cuarenta y dos… y siempre había reconocido en su fuero interno que había nueve años de diferencia entre ellos, no, once, si ella de verdad tuviese cuarenta y dos; sí, pero ¿los tenía? Dios mío, ¿era cierto que ya tenía cuarenta y cinco? Bueno, entonces, si ella tenía cuarenta y cinco —imaginémoslo por un minuto— y se había casado con John Clephane a los veintiuno, como bien sabía, y la pequeña Anne había nacido dos veranos después, entonces la pequeña Anne debía de tener casi veinte… Claro, casi veinte, ¿a que sí? Pero entonces, ¿cuántos años tenía Chris, según eso? Pues nada, tenía que ser mayor de lo que aparentaba; además, a ella siempre le había dado esa impresión. Aquel aire juvenil, en más de una ocasión lo había pensado, era algo calculado para hacerle imaginar que la diferencia de edad entre ambos era mayor de lo que en realidad era, recurso este que Chris era capaz de utilizar con fines ocultos. Y, por supuesto, ella nunca había sido de esa horrible clase de mujeres conocidas como «asaltacunas»… Pero si Chris tenía treinta y uno, y ella cuarenta y cinco, ¿cuántos años tenía entonces Anne?

Con dedos impacientes empezó la cuenta de nuevo desde el principio.

La voz de la doncella, que parecía llegar desde muy lejos, le recordó respetuosamente que el chocolate se estaba enfriando. La señora Clephane se incorporó, miró por toda la habitación y dijo: «El espejo, por favor». Quería poner fin al problema de las edades. La doncella fue a buscarlo y regresó luciendo en los labios aquella sonrisa suya, ligera y misteriosa.

—Otro telegrama.

¿Otro? Esta vez la señora Clephane se incorporó de golpe. ¿Qué otra cosa podía ser esta vez sino noticias de él, un mensaje al fin? No, se avergonzaba de sí misma por pensar tal cosa en un momento así. Era aquella soledad suya la que le había restado fuerza moral. Y además su hija estaba tan lejos, era tan invisible, tan desconocida, mientras que Chris, de repente, se había vuelto tan próximo y tan real otra vez, a pesar de que ya habían pasado tres largos años y un mes desde que la había dejado. Y a la edad que ella tenía… Abrió el segundo mensaje temblando. Desde el día del Armisticio el corazón no le había vuelto a latir con tanta intensidad.

«Nueva York. Queridísima madre —decía—: quiero que vuelvas a casa inmediatamente. Quiero que vengas y vivas conmigo. Tu hija Anne.»

—Me había pedido el espejo, madame le recordó Aline pacientemente.

La señora Clephane cogió el espejo que le ofrecían, se miró en él sin que al principio sus ojos distinguiesen nada, pero después, poco a poco, fue reconociendo el reflejo de su mata de pelo radiante e indomable, la sonrisa desconocida que aparecía en sus labios, el primer mechón de canas en las sienes, y las primeras lágrimas —ya no recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez— que se deslizaban por su rostro transfigurado.

—Aline —la doncella la miraba con suma atención—. El colorete, por favor.

De repente, dejó caer el espejo y la borla, hundió el rostro entre las manos y estalló en sollozos.