XXIV

 

 

Dio la espalda a la rectoría y deambuló sin rumbo por Madison Avenue. Era un día caluroso de octubre con color de verano. Al llegar a la calle Cincuenta y nueve, giró y entró en el parque y recorrió el paseo cubierto de hojas caídas, que empezaban a amarillear. En un estado de desconcierto ciego similar había seguido aquellos senderos el día que vio a Chris Fenno y Lilla Gates a la luz del crepúsculo. Eso había sucedido hacía menos de un año, y al mirar atrás se sorprendió de la repercusión que aquel encuentro casual había tenido en ella. Su sufrimiento de ahora apenas parecía mayor que el de entonces. En aquel momento le había parecido insoportable, imposible, que Chris tuviese cabida aunque fuese de una manera tan remota y episódica en su nueva vida, y aquí estaba ahora, instalado en el centro mismo, tras haber tomado completa posesión de ella.

Trató de reflexionar sobre la situación pero, como siempre, su mente convulsa rehuyó hacerlo, igual que en su presencia le había sucedido al doctor Arklow.

Todos aquellos a los que ella había intentado hacer partícipes de su secreto sin delatarse habían sentido la misma repulsión inmediata. «¡No, eso no: no me lo cuentes!», parecían decir con voz espantada mientras apartaban la vista. Resultaba algo demasiado horrible de escuchar.

¿Cómo, entonces, iba a ser capaz de obedecer el consejo del doctor Arklow y contarle el secreto a Anne? Él lo había dicho de una forma tan terminante como si estuviese en el Sinaí entregando la tabla de los mandamientos: «Hay que contárselo a la hija».

Qué fácil era establecer leyes abstractas para guía de los demás. «La hija» no era sino una persona imaginaria: un peón útil en una conversación. Pero la hija de Kate Clephane: ¡su Anne! Cerró los ojos y trató de ver la mirada de los de Anne al enterarse de la verdad.

«¿Tú, madre? ¿Tú? ¿La madre que he llegado a adorar, la madre sin la que no puedo vivir, a pesar de toda la felicidad que siento? ¿Tú?»

Sí, quizá eso sería lo peor, la forma en que Anne la miraría y preguntaría: «¿Tú?». Porque, una vez que la joven conociese la verdad, era posible que su juventud sana sintiese tanta repugnancia ante la bajeza de Chris, ante la doblez de Chris, que el horror del descubrimiento fuese su cura. Pero después de recibir el golpe, después de que Anne viese cómo la vida se desmoronaba a su alrededor y una vez se hubiesen retirado los escombros, ¿qué iba a ser entonces de la madre? Estaba claro, la madre quedaría sepultada bajo las ruinas, su vida habría terminado, pero quedaría de ella una imagen permanente que proyectaría su sombra sobre el futuro de su hija, oscureciéndolo.

«Ese hombre con el que vas a casarte ha sido…»

No, Kate Clephane no podía pasar de ahí. No se podían hacer confesiones así, no eran cosas para contárselas a una hija. Empezó para sí aquella frase una y otra vez, pero era incapaz de terminarla…

Y, después de todo, pensó de repente, el propio doctor Arklow tras haber dado la orden al momento la había matizado, y prácticamente la había anulado. Al declarar que había que impedir una abominación semejante a cualquier coste había hablado con la firmeza de un sacerdote, pero, casi de inmediato, había intervenido el hombre y había ofrecido a la hipotética madre la alternativa de no decir nada si estaba completamente segura de que no iba a traicionarse en el futuro, de sacrificarlo todo en pos de un objetivo más importante que era evitar lo que él denominaba sufrimiento estéril. Aquellas palabras indecisas, medio exculpatorias, borraron ahora las otras de la mente de Kate. Aunque las había pronunciado con tono de autoridad —pero casi en un susurro— sabía que representaban lo que él en realidad sentía. Pero ¿de dónde iba a sacar ella el valor para ponerlas en práctica?

Había salido del parque sin rumbo, a ciegas, y caminaba hacia el este por una calle a medio construir, más allá de la calle Noventa. La idea de volver a casa —de volver a entrar en aquella casa en la que el vestido blanco todavía estaba colocado sobre la cama— era insoportable. Continuó andando sin detenerse… De pronto vio ante ella la fea fachada de una iglesia de piedra arenisca con una cruz sobre la puerta. Las puertas batientes forradas de cuero eran un abrir y cerrar constante, con mujeres que entraban y salían. Kate Clephane empujó una de las hojas y miró hacia el interior. El día declinaba y en el interior sombrío las luces aleteaban como mariposas sobre las flores artificiales del altar. No estaban en misa, pero había figuras diseminadas aquí y allá, entregadas a la oración. Junto a las paredes de color marrón de los laterales vio una fila de confesionarios de madera barnizada, como cajas de cigarros colocadas de canto, delante de un par de ellos había unas mujeres de rodillas, expectantes. La señora Clephane se preguntó qué pecados tendrían que confesar.

Apoyada en uno de los pilares de la nave, se figuró todas aquellas confesiones imaginarias y pensó en lo triviales e infantiles que parecerían en comparación con lo que ella guardaba en su interior… Qué reconfortante debía de ser tener a alguien que le dijese a una con firmeza, de forma tajante lo que tenía que hacer: ¡poder al fin dejar a un lado el sufrimiento moral como si de un fardo pesado se tratase! El doctor Arklow no tenía la autoridad que proporciona el uso del confesionario. Solo había sido capaz de mostrarse vagamente compasivo y de expresar su condena, y había intentado esconder el horror lejos del alcance de la vista tan pronto como, de forma involuntaria, lo tuvo ante sí fugazmente. Pero estos otros hombres, cuya labor consistía en atar y desatar —que hablaban únicamente como portavoces de un Árbitro todopoderoso, sin permitir que ni la repugnancia moral ni la falsa delicadeza se interpusiesen en la tarea sagrada de aliviar y purificar— ¡qué distintos debían de ser! Se le llenaron los ojos de lágrimas al pensar en depositar su carga en aquellas manos.

¿Y por qué no? ¿Por qué no confiar su secreto anónimo a uno de aquellos anónimos oídos? Al hablar con el doctor Arklow había notado que a ambos los paralizaba la relación personal existente entre ellos, y todo el embarazo y las complicaciones que de ella se derivaban. Cuando le habló de su amiga angustiada, y él le respondió utilizando aquella misma triquiñuela, ambos eran conscientes de la estratagema y del obstáculo que representaba. Y así había sido desde el principio: no había un oído en el que se atreviese a verter su sufrimiento. ¿Qué pasaría si, ahora, de inmediato, se uniese a aquellas penitentes desconocidas? Sabía que era posible, no tenía más que dar un paso…

No lo dio. La inquietud que la dominaba la empujó de nuevo a la calle sobre la que ya caía la oscuridad, la empujó en dirección a su casa con pasos vacilantes, sentía la vana ilusión propia de aquellos que, tras no haber sido capaces de ejercer su voluntad, esperan inútilmente que suceda lo inesperado. Después de todo, ¿cómo podía una estar segura? Chris, a su modo, debía de estar sufriendo igual que ella. ¿Por qué no continuar con aquel plan primitivo de esperar, de no desfallecer, de soportarlo todo, con la esperanza de vencerlo con esa táctica de desgaste? Llegó a la puerta de su casa, apretó los dientes y entró. Arriba, recordó con un escalofrío, esperaba el traje blanco, con todo lo que implicaba…

El salón estaba vacío y subió a su habitación. Allí, como de costumbre, ardía acogedor el fuego de la chimenea y había flores frescas que se abrían a la luz de la lámpara. Todo era cálido, tranquilo, íntimo. Al sentarse junto al fuego le pareció ver la figura corpulenta de Fred Landers en la butaca de enfrente, acercando al calor las puntas cuadradas de sus sólidas botas. Recordó que un día, al verlo allí sentado, se había dicho a sí misma que sería agradable verlo siempre allí. Ahora, en su extrema soledad, aquel pensamiento le volvió a la mente. Desde entonces, él le había confesado sus propias esperanzas, con timidez, de forma indirecta, como disculpándose, pero tras aquellas palabras balbuceantes había adivinado el eco de un deseo antiguo. Sabía que siempre había estado enamorado de ella, ¿no había revelado Anne que había sido su tutor quien la había convencido para que llamase a su desconocida madre? Entonces, Kate Clephane se lo debía todo: ¡toda su pena y toda su felicidad! Él sabía todo, o casi todo, de su vida. ¿A quién si no podía ella acudir con la tranquilidad especial que aquella certeza proporcionaba? Sentía haber recibido su vacilante proposición con tanta frialdad, haberse mostrado tan poco expresiva. Después de todo, aún podía ser su refugio, su escapatoria. Cerró los ojos y trató de imaginar cómo sería la vida —durante años y años— al lado de Fred Landers. Sentir cerca aquel cariño paciente y tosco, ¿no aliviaría su sufrimiento, no lograría que las imágenes y los pensamientos que la torturaban fuesen menos perceptibles, menos agudos, menos reales?

Permaneció allí largo rato, absorta en sus pensamientos. De vez en cuando, unos pasos ante su puerta o el sonido de unas voces en el descansillo le indicaban que Anne, probablemente, se encontraba recibiendo la visita de algunas de sus amistades en sus aposentos del otro extremo del pasillo. Los regalos de boda ya empezaban a llegar. Anne, dando muestras de un placer infantil que no tenía nada que ver con la actitud distante que normalmente exhibía hacia las cosas materiales, los había colocado en una larga mesa en su salita de estar. La madre imaginó el entusiasmo del grupo mientras los examinaban y admiraban, la conversación sobre planes futuros, los comentarios sobre cada uno de los detalles de la boda. La fecha se iba a fijar pronto, ese había sido, en apariencia, el objeto de aquella visita suya al doctor Arklow. Pero en el último momento las fuerzas le habían fallado y, cuando se iba, le había dicho de forma vaga que ya se la haría saber.

Mientras estaba allí sentada, vio el rostro pálido y radiante de su hija como si lo tuviese ante ella. La felicidad de Anne irradiaba a través de ella, y tornaba luminosas y transparentes sus facciones opacas y reservadas; y la madre, por experiencia propia, era capaz de calibrar la cantidad de calor y energía que alimentaba aquella incandescencia. Siempre había tenido una manera terrible de ser feliz, y esa era también la de Anne.

Se sentía sencillamente incapaz de imaginar en su fuero interno la transformación del rostro de Anne, cómo pasaría del éxtasis a la angustia. Había visto aquel cambio en una ocasión y la imagen le había quemado las pupilas. Destruir la felicidad de Anne parecía un acto de crueldad asesina. ¿Qué importancia tenían —con las pocas oportunidades que brindaba la vida— los elementos que componían aquella felicidad? ¿Acaso ella, Kate Clephane, se había acobardado alguna vez ante su propia dicha por los riesgos ocultos que entrañaba? Había jugado fuerte, lo había arriesgado todo, y había perdido. ¿Podía culpar a su hija si optaba por correr los mismos riesgos? No. En toda gran felicidad, o en esa ilusión momentánea que se hacía pasar por ella, existía una cualidad tan pura, tan sobrenatural, que ningún sufrimiento que hubiese que pagar por conseguirla parecía, en ese momento, un precio demasiado alto, y a unos corazones tan ardorosos como el suyo y el de Anne nunca les parecería así.

Su propio corazón había empezado a temblar y a dilatarse con su nueva resolución, la resolución de aceptar la idea del matrimonio de Anne, de poner fin a su lucha interna contra él, y de tratar de ser en realidad lo que ya fingía ser: la madre aquiescente, tolerante… después de todo, ¿por qué no? Desde el punto de vista legal, técnico, en aquel caso no había nada incorrecto, nada que lo hiciese merecedor de la repulsa social. ¿Y qué había en aquel nivel más elevado, más íntimo en el que ella quería situarse y desde el que quería emitir su fallo? Chris Fenno era un hombre joven; Kate era lo bastante mayor para ser, si no su madre, por lo menos su suegra. ¿Qué había deseado o qué había esperado ser para él más que una aventura pasajera, un recuerdo placentero? Desde el principio había asentado su relación sobre aquella base, había insistido en la diferencia de edad entre ellos, en su propio convencimiento de la inevitable fugacidad de aquel vínculo, en el hecho de que si no fuese así, no lo aceptaría. Cualquier cosa antes de ser una mujer mayor que se aferra a una prolongación imposible de su dicha, cualquier cosa antes de quedar en el recuerdo como una carga en lugar de como un placer que uno lamenta haber perdido. ¿No le había dicho con frecuencia que quería permanecer en él como el recuerdo de una rama cubierta de flores con la que se tropieza en la oscuridad? «No sabes a ciencia cierta si se trataba de lilas, de laburno, o de ambas cosas, lo único que sabes es que era algo fragante y pasajero.» Algo fragante y pasajero: eso es lo que Kate había querido ser. Y había sido fiel a su decisión hasta que llegó el golpe…

Bueno, ¿y era Chris tan culpable de ese golpe? Ella había sido testigo de cómo se había resistido, de los esfuerzos sinceros que había hecho por escapar. La vehemencia de la pasión que Anne sentía había desbaratado sus planes, los había desconcertado a ambos. Si él la quería con igual pasión que Anne lo quería a él, ¿no estaba justificado que aceptase aquella felicidad que le imponían? ¿Y cómo podría rechazarla sin destruir la vida de la joven?

«Si alguien tiene que ser destruido, ¡Dios mío, no permitas que sea Anne!», imploró la madre. Parecía que, al fin, había alcanzado una altura desde la que todo se veía más claro, donde el aire era más respirable. Renuncia, renuncia. Si era capaz de renunciar, ¿qué obstáculo real habría para la felicidad de su hija?

«Si sería capaz de vender mi alma por ella, ¿por qué no iba a hacerlo con mis recuerdos?», pensó.

El rumor de pasos y voces allá fuera había cesado. Desde el descansillo le había llegado un «¡Adiós, cariño!», en la voz de Nollie Tresselton. Sin duda, había sido la última visita en marcharse y ahora Anne estaba sola, puede que a solas con su prometido. Bueno, Kate Clephane tenía que acostumbrarse a la idea, al fin y a la postre siempre iban a estar a solas aquellos dos, en el sentido de estar más próximos el uno al otro que a nadie más. La madre también era capaz de soportar eso. No perder a Anne, conservar a cualquier precio su cariño y su confianza: eso era lo único que importaba. Iría a buscar a Anne. Le pediría ella misma a la joven que fijase la fecha de la boda.

Se levantó y recorrió la gruesa alfombra que cubría el pasillo. La puerta de la salita de estar de Anne estaba entreabierta, pero no se oía nada en el interior. Entonces, se habían ido todos, incluso Chris Fenno. Con un suspiro de alivio la madre abrió la puerta del todo. La habitación se encontraba vacía. Uno de los grandes jarrones estaba a rebosar de ramas de crisantemos y bayas otoñales. En un rincón había una mesa baja cubierta de tazas y platos. El airedale dormitaba junto al hogar. Al encontrarse allí, Kate vio a aquella Anne niña que solía sentarse frente a la misma chimenea y trataba de atraer a los pájaros rojos a través del guardafuegos. La imagen acabó con el último vestigio de resistencia que quedaba en su corazón. La puerta del dormitorio de Anne también estaba entreabierta, pero tampoco de allí llegaba ningún sonido. Quizá la joven había salido con las últimas visitas a dar un paseo rápido por Riverside Drive, bajo las estrellas, antes de la cena. Esas escapadas repentinas a las horas más extrañas eran propias de la gente joven.

La madre permaneció un rato más a la escucha, después apoyó la mano y empujó la puerta del dormitorio. Ante ella, justo enfrente de sus ojos, estaba la estrecha cama de Anne. Sobre la cama se encontraba todavía el traje de novia, en medio de un blanco resplandor, y entre la señora Clephane y la cama, contemplando también aquel traje, estaban Anne y Chris Fenno. No la habían oído cruzar la salita ni abrir la puerta del dormitorio, tampoco ahora la oyeron. Cada uno de ellos tenía todas sus facultades volcadas en el otro. Los brazos del joven rodeaban a la muchacha, Anne apoyaba la mejilla en la de él. Una de las manos de Chris estaba junto al hombro de ella y le apresaba la barbilla para acercarle más el rostro. Miraban el traje, pero las curvas de sus labios, casi pegados, recordaban los bordes de una fruta a la que su propia madurez ha hecho reventar.

Kate Clephane se detuvo tras ellos como un fantasma. Ser tan invisible y tan inaudible le hizo sentirse como un fantasma. Entonces una llamarada furiosa de vida la recorrió: sintió aquel mismo abrazo en cada célula de su cuerpo, sintió la misma suavidad de la mejilla de su amante sobre la suya, la quemó el calor de aquella mano al agarrar la mejilla de Anne para acercarla más.

«¡No, por favor, eso no! ¡Eso no! ¡Eso no!» La señora Clephane tuvo la impresión de que les había gritado aquellas palabras, y apretó las manos contra la boca para ahogar el grito, después se dio cuenta de que no había sido más que un murmullo sordo en su interior. Durante un rato que parecía no tener fin permaneció allí, invisible, inaudible, y ellos siguieron abrazados, inmóviles y mudos. Después Kate Clephane se dio la vuelta y se marchó. No la oyeron.

Un fermento oscuro hervía en su mente, cada uno de sus pensamientos, cada una de sus sensaciones estaba obstruida por una espesa maraña de recuerdos… ¿Celosa? ¿Es que estaba celosa de su hija? ¿Tenía celos físicos? ¿Era ese el verdadero secreto de la repugnancia que sentía, de aquella repulsión instintiva? ¿Era esa la razón de que desde el principio hubiese tenido la sensación de que era como si entre ellas se interpusiese el horror del incesto?

No lo sabía, le resultaba imposible analizar aquella angustia. Lo único que sabía es que tenía que huir de ella, huir lo más lejos posible del escenario de aquellas últimas sensaciones imborrables. ¿Cómo se le había pasado tan siquiera por la cabeza que iba a poder conservar su lugar al lado de Anne, que iba a ser capaz de derrotar a Chris o de continuar viviendo con ellos bajo el mismo techo? Ahora, ambos proyectos le resultaban igual de nebulosos e imposibles. Tenía que poner distancia entre ellos, ni el mundo entero con todo su tamaño sería suficiente. Ni en la misma tumba habría suficiente oscuridad para dejar de ver aquella escena.

Se encontró, no sabía cómo había llegado hasta allí, al pie de las escaleras, en el vestíbulo. Aquel descenso precipitado le recordó una mañana de invierno temprano en la que, con igual prisa, casi de la misma forma inconsciente, había descendido por aquellas mismas escaleras, huyendo de la casa de su marido. Nada había cambiado en el vestíbulo: sus ojos, de nuevo intensamente receptivos a los detalles, vieron los mismos cerrojos en la puerta con los que sus dedos habían tenido que luchar aquel día. Ahora, igual que entonces, había un sombrero masculino y un bastón sobre la mesa del vestíbulo; en aquella ocasión habían pertenecido a John Clephane, ahora eran de Chris Fenno. Esa era la única diferencia.

Permaneció allí, mirando en torno suyo, preguntándose por qué no abría los cerrojos y salía corriendo a la noche, así como estaba: sin abrigo ni sombrero. ¿Qué se podía hacer más que ir directa al río o a los raíles del tranvía y ver cómo sus luces mortales se van acercando? El abrigo y el sombrero no eran necesarios cuando lo que se buscaba era la aniquilación…

Mientras estaba allí sonó el timbre de la puerta y oyó los pasos de una criada que venía a abrirla. Se metió deprisa en el salón, y un momento después apareció Enid Drover, andando entre el frufrú de la ropa, con las mejillas sonrosadas por el barniz del frío, el abrigo de piel cubierto del frescor del otoño. Aquellos ojos suyos tan pequeños rebosaban entusiasmo.

—¡Mi querida Kate! He venido a toda prisa a traerte buenas noticias: voy a llegar tarde a cenar y Hendrik se pondrá furioso. Pero no importa, tenía que contártelo. ¡La casa de al lado sí que está en venta! ¿No es del todo perfecto? El agente cree que se podría conseguir por un precio bastante razonable. Pero Hendrik dice que la pueden comprar en cualquier momento y que Anne tendría que decidirse inmediatamente. De esta manera tú podrías continuar aquí con toda comodidad, y tú, Chris y ella estaríais siempre juntos, como Anne quiere que estéis… No, no mandes a buscarla, no puedo esperar. Y además quiero que tengas tú el placer de contárselo —ya en el umbral la señora Drover se volvió para añadir—: recuerda que Hendrik dice que tiene que tomar una decisión.

Y se la tragó su limusina.