V

 

 

La tranquilidad, Kate Clephane lo veía claro, iba a marcar la primera etapa de su reembarco por las aguas de la vida. Se dio cuenta de aquella verdad tras la primera velada, al descubrir con sorpresa que la familia se había abstenido de rozar su pasado, no por gazmoñería, ni siquiera por discreción, sino porque ese tipo de reminiscencias eran algo de lo más incómodo, y el camino más fácil era ir hacia delante, no hacia atrás. Estuvo en lo cierto al suponer que sus preguntas acerca de lo que la gente opinaba de su pasado resultaban embarazosas para Landers, pero se había equivocado al interpretar dicho embarazo. Al igual que todo el resto de la gente que la rodeaba, él estaba atrapado en el incontenible fluir de la existencia, que a ella no se le antojaba un río poderoso que se dirige al mar, sino más bien una escalera mecánica que gira sobre sí misma. «Pero todos ellos se creen que es un río…», fue la reflexión que se hizo.

Sin embargo, aquellos pensamientos, apenas cruzaban su mente cansada, desaparecían. Durante aquellos primeros días, tras haberse dado cuenta (sin tratar de encontrarle explicación) de que ya no necesitaba mantenerse en guardia, de que, por lo tanto, no habría nada que mantener alejado, ni que explicar, ni que disimular, su principal sensación fue de un alivio sin límites. El placer que sintió al dejar que aquella sensación la embargase hizo que se diese cuenta por vez primera de lo cansada que estaba. Era como si aquel estado de relajación fuese algo completamente nuevo para ella: tenía que remontarse muy atrás en la memoria para recobrar una época en la que no se hubiese despertado llena de aprensión, y que no se hubiese quedado dormida sin ensayar nuevas precauciones para el día siguiente. Los primeros años de su matrimonio habían estado dominados por el esfuerzo continuo y vano de adaptarse al punto de vista de su marido, a las normas de su suegra, a todo aquel ritual incomprensible que les servía de parapeto ante la difícil tarea de vivir. A continuación había venido la amargura del primer desencanto y la añoranza constante por estar de nuevo con Anne jugando en el suelo del cuarto de los niños; después, a lo largo de todos los años que siguieron, de los muchos años austeros y solitarios y de los pocos consumidos por su última pasión, la necesidad constante de mantener la vigilancia, de una forma u otra, el esfuerzo por agarrarse a algo que en cualquier momento podía escapársele, ya fuese su «respetabilidad» recuperada con tanto esfuerzo o el amante por el cual había renunciado a ella. Sí, al mirar atrás, se veía siempre con los músculos tensos tras una apariencia de tranquilidad, siempre fingiendo que se sentía libre, y sabedora en secreto de que la cárcel de su matrimonio había sido la libertad en comparación con lo que había elegido en su lugar.

Hasta ahí llegaron sus pensamientos en aquellos primeros días. Se dejó llevar junto con los demás por la corriente del bienestar material, por el torrente de comodidades en el que todos navegaban. Había desdeñado el lujo cuando este suponía la escasez de todo lo demás; ahora que era un complemento de su recobrada paz, empezó a disfrutar de él como el resto, y a sentir que aquella perfección diaria de la bandeja del desayuno, la renovación puntual de las flores en su saloncito, el agua caliente inagotable en su baño, el suave movimiento del automóvil de Anne y las atenciones de su cuerpo de criados eran elementos esenciales de aquella nueva vida.

Por fin podía descansar. Hasta la naturaleza de su sueño cambió. Al despertase una mañana —no con sobresalto, sino lenta, voluntariamente, tras una noche tranquila, sin soñar, como si hubiese tomado una pócima milagrosa para dormir, se dio cuenta de que durante años ni su descanso había sido reparador. Recordó la incertidumbre y la aprensión que siempre se entremezclaban con sus sueños, los repentinos despertares en medio de la noche con la sensación atroz de no poder escapar al destino, al futuro, al pasado, y la semiconsciencia superficial y turbia del sueño matinal que, cuando por fin emergía de él, la dejaba sin capacidad de acción, vacía de todo goce y esperanza. En aquella época cualquier sonido que rompiese el silencio de la noche le había resultado irritante, había perforado su sueño como el zumbido insistente de un insecto; ahora los ruidos que la acompañaban al quedarse dormida y al despertar parecían surgir armoniosamente del silencio, y el rumor de la Quinta Avenida a última hora y al amanecer la mecía como si fuese el poderoso y reiterado sonido del mar.

«Esto es paz… esto debe de ser la paz», se repetía a sí misma, como un botánico que se detiene ante una flor desconocida y, al momento, adivina que se trata del raro espécimen que lleva media vida buscando.

Por supuesto que no habría sentido ninguna de aquellas cosas si Anne no hubiese sido como era. Era de la presencia de Anne, de su sonrisa, de su voz, incluso del misterio de sus ojos, de donde fluía aquel bálsamo. Si quedaba en Kate algo de aprensión, era aquel asombro que —casi— sentía al ver lo completa que era Anne. ¿Era posible, humanamente posible, que alguien renunciase a su mejor tesoro y volviese tras casi veinte años para encontrárselo allí, no solo tan extraordinario como lo recordaba, sino maduro y enriquecido, como solo las cosas bellas maduran y se enriquecen con el tiempo? Era como si alguien hubiese colocado una planta delicada bajo su ventana, para poder vigilarla constantemente, y después se hubiese marchado dejándola sin nadie que la vigilase, que la podase, que la regase. ¿Cómo podía alguien esperar otra cosa que no fuese una rama seca, cubierta de polvo, a su vuelta? Pero Anne era real, no se trataba de un espejismo ni de una farsa; al pasar los días e irse acostumbrando madre e hija la una a la otra, Kate sintió que eran dos piezas de un instrumento delicado que encajaban a la perfección, como si nunca las hubiesen separado, como si Anne fuese la otra mitad de su vida, aquella mitad con la que había soñado y que nunca había vivido. Ver cómo Anne la vivía sería casi igual que si lo hiciese ella misma; sería casi mejor, ya que Kate estaría allí con su experiencia y su ternura para tender la mano a su hija y guiarla, para ayudarle a dar forma a la perfección que ella había buscado y no había logrado.

Estos pensamientos le volvieron con particular fuerza a la mente la noche de la reaparición de Anne en la ópera. Durante las semanas transcurridas desde la muerte de la anciana señora Clephane, el palco de la familia había permanecido vacío como muestra de austeridad. Incluso cuando se había alquilado el Teatro de la Ópera para algún acto benéfico, Anne había enviado un cheque pero había declinado ceder el palco. Era de lo más «arcaico», como dijo Nollie Tresselton, pero de algún modo encajaba con Anne, era tan de su «estilo» como aquellas trenzas prietas que le ceñían las sienes. «Después de todo, no es tan fácil tener aspecto escultural, y a mí me gusta ese aire monumental de Anne», concluyó Nollie.

Aquella noche terminaba el período de luto oficial por la anciana señora Clephane, y Anne iba a ir a la ópera con su madre. Había invitado a Joe Tresselton y a su esposa y a su tutor para que antes de ir compartiesen una cena ligera con ellas. Kate Clephane había subido a vestirse mucho antes de la hora acostumbrada. Era su primera aparición pública también y —como en todas las demás ocasiones de su nueva vida en las que se encontraba con alguna reliquia inesperada de su juventud: un rostro, una voz, una opinión, una estancia en la que los muebles no habían cambiado— se sentía desconcertada, y curiosamente nerviosa, por salir de la misma casa hacia el mismo palco de la ópera. La única diferencia estaba en el medio de transporte: recordó el landó parisino, tirado por caballos zainos de dieciséis palmos de altura y adornados con brillantes arneses plateados, que había esperado a la puerta en los primeros tiempos de su matrimonio. A continuación, le vino una imagen de su forma de arreglarse, de lo complicada que resultaba: la predecesora de Aline le dividía y trenzaba con dedos expertos los generosos mechones de su cabellera y formaba pilas de rizos en las sienes y en la nuca; luego salía corriendo con la bata puesta hacia el cuarto de Anne para darle el último beso, y después volvía rápidamente para vestirse de espléndidos brocados y ponerse la diadema de diamantes, el broche de rubíes con forma de sol, el collar de perlas de tres vueltas. John Clephane era aficionado a las joyas y estaba especialmente orgulloso de las de su mujer, en primer lugar porque las había elegido él y, en segundo lugar, porque era él quien se las había regalado. Kate pensaba a menudo que solo despertaba la admiración de su marido cuando llevaba puestas todas las joyas y, con ironía, recordaba frecuentemente el episodio de la Biblia en el que Esther, con astucia de esposa, se adorna con sus galas regias antes de ir a importunar a Asuero. No había duda de que aumentaba la importancia de Kate Clephane a ojos de su esposo el hecho de que este supiese que cuando ella entraba en el palco no había perlas que aguantasen la comparación con las suyas, aparte de las de la señora Beaufort y de las de la anciana señora Goldmere.

Hacía años que Kate no pensaba en aquellas joyas. El recuerdo la hizo sonreír y también el contraste entre el discreto vestido que Aline le acababa de preparar y aquellos esplendores de antaño. Las joyas, imaginaba, pertenecían ahora a Anne y, puesto que las jóvenes modernas se vestían con igual lujo que sus mayores, sin duda Anne las habría hecho montar de nuevo para su uso personal. La señora Clephane cerró los ojos con una sonrisa de placer al imaginarse a Anne (como todavía no la había visto) con los brazos y los hombros desnudos, y el brillo de las perlas confundiéndose con el de su joven piel. Era una suerte que su hija fuese lo bastante alta para lucir bien las joyas. De ahí la fantasía de la madre se trasladó a la impresión que Anne tenía que producir en la imaginación de los demás, sobre todo en la de los jóvenes. ¿Estaba ya, como solía decirse, «interesada» en alguien? Entre los jóvenes que la señora Clephane había visto, bien de visita en la casa, o en el transcurso de cenas informales celebradas en las casas de los Tresselton, de los Drover y de otros primos o parientes políticos, no había descubierto ninguno que despertase la atención de su hija. Pero hasta el momento había habido pocas oportunidades: aquel luto, aunque atenuado por la anciana señora Clephane, las aislaba de la sociedad en general, y cuando una joven tan distante como Anne se sintiese atraída, la ley de contrarios podría llevarla a fijarse en alguien desconocido y a quien la proximidad no hubiese restado brillo.

«¿O, tal vez, en un hombre de más edad?», se planteó Kate. Pensó en la forma, en parte filial y en parte femenina, en que trataba a su antiguo tutor, y rechazó la posibilidad de que el viejo e imperturbable Fred resultase atractivo sentimentalmente. Sin embargo, los jóvenes de la generación de Anne, al menos los que su madre había conocido hasta ese momento, parecían curiosamente uniformes e inmaduros, como si hubiesen estado recluidos durante demasiado tiempo en un colegio de ideas puras y etéreas, preparándose eternamente para un mundo en el que sus padres y profesores nunca se decidían a permitirles la entrada… La señora Clephane pensó que Chris, en la época que lo conoció, debía de haber tenido la edad de aquellos atletas hermosos e inexpresivos… y Dios sabe cuántas vidas había agotado ya. Como él mismo decía, cada mañana despertaba como si hubiese heredado una fortuna nueva que, de alguna forma, tenía que «dilapidar» antes de que llegase la noche.

Kate Clephane se enderezó en la silla y se pasó la mano por los ojos. Era la primera vez que había sentido la presencia de Chris de aquella forma inmediata e insistente desde su regreso a Nueva York. Había pensado en él, claro que sí. ¿Cómo podía dirigir tan siquiera una ojeada a su pasado sin verlo a él allí, formando parte de la propia trama? Pero parecía haberse desvanecido en el fondo de aquel pasado: su nueva vida la había liberado de la tortura continuada de su presencia… Se apretó los ojos con las manos como si quisiese deshacer y dispersar aquella imagen que se formaba a traición en su cerebro; a continuación se levantó y entró en la habitación donde, un momento antes, había oído a Aline preparándole el vestido.

La doncella había terminado y se había ido; el dormitorio estaba vacío. Aquel cambio de escena, el mero hecho de pasar de una estancia a otra, la visión del vestido y la capa sobre la cama, y de Beatrice Cenci contemplándolos desde la altura, a través de su eterno lagrimeo, bastaron para hacer que Kate regresase al presente. Se volvió hacia el tocador y descubrió un estuche que habían colocado frente al espejo. Era de madera de ébano y limoncillo, tenía incrustaciones de ágatas y cornalinas, un pesado cierre de plata labrada y, coronando la tapa, un cupido de plata que dirigía su flecha hacia ella.

Kate soltó una ligera carcajada. ¡Qué bien recordaba aquel estuche! No tenía que levantar la tapa para ver las bandejas acolchadas y el forro almohadillado de satén azul cielo. Era el estuche de joyas de la anciana señora Clephane, que, cuando Kate contrajo matrimonio, aquella señora viuda había entregado a la nuera con todo lo que contenía.

«Me pregunto dónde lo habrá encontrado Anne», pensó Kate divertida al tener ante sí una reliquia más de aquel museo del pasado en que se había convertido la casa de John Clephane. Una pequeña llave colgaba de una de las asas, la introdujo en la cerradura y vio ante sí todas sus joyas. En un trozo de papel Anne había escrito: «Cariño, estas joyas te pertenecen. Por favor, ponte alguna esta noche…».

 

 

Al entrar en el palco de la ópera a Kate Clephane le dio la impresión de que las luces de la gran araña central proyectaban su fulgor sobre ella, igual que si estuviese atrapada y encerrada en aquel círculo de luz devoradora. Pero solo duró un momento, después le pareció lo más natural del mundo estar sentada allí al lado de su hija y Nollie Tresselton y el habitual grupo de chalecos blancos detrás de ellas. Después de todo, en esta nueva existencia era Anne la que importaba, no la madre de Anne; al instante, tras la primera impresión, la señora Clephane sintió que desaparecía en el bendito anonimato de la maternidad. Nunca antes había entendido qué expuesta e indefensa había estado su pobre personalidad desprotegida durante todos aquellos años de soledad. Posó los ojos en Anne con ternura renovada, su mirada se cruzó con la de Nollie Tresselton, y las dos se regocijaron con su admiración compartida. «Es que no hay nadie como Anne», se dijeron aquellos cuatro ojos.

Anne se dio la vuelta e interrumpió el silencioso intercambio. Sus ojos también sonreían, y con placer infantil contempló las perlas que colgaban sobre el vestido negro de su madre.

—¿No está preciosa, Nollie?

La joven señora Tresselton se rió.

—Vosotras dos estáis hechas la una para la otra —dijo.

La señora Clephane entornó los párpados un instante, quería bajar un telón entre ella y el movimiento y el resplandor, y conservar en sus ojos la mirada de los de Anne al detenerse en las perlas. El episodio de las joyas había conmovido a la madre de forma extraña. La había acercado a Anne más que un ciento de confidencias o de palabras cariñosas. Mientras Kate estaba allí, sentada en la oscuridad, vio proyectarse sobre la negra pantalla de sus párpados cerrados la imagen de una chiquilla que andaba a traspiés, con pasos vacilantes por una playa azotada por el viento, una curiosa criatura de mejillas encendidas, con arena en el pelo y en los pliegues de las gordezuelas piernecitas, que estrechaba contra el pecho algo que llevaba a su madre. «Es para mamá», dijo, abriendo las rosadas palmas y mostrando una estrella de mar muerta. Kate vio de nuevo la mirada extasiada de la niña y sintió los latidos del corazón al cogerla en brazos, con estrella y todo, y devorar a besos aquel cuerpecillo rosado y aquel pelo alborotado.

En sí mismas las joyas no eran nada. Si Anne le hubiese entregado un trozo de carbón —u otra estrella de mar muerta— con aquella mirada y aquella intención, el regalo le habría parecido igual de inestimable. Lo más probable es que hubiese resultado imposible transmitirle a Anne lo indiferente que su madre se había vuelto con respecto a las joyas de los Clephane. En su otra vida —en aquella existencia confusa e intermedia que ahora parecía mucho más remota que el día que la niñita le había regalado la estrella de mar—, imaginaba que las joyas debían de haberle agradado como lo había hecho la ropa bonita, o las flores, o cualquier cosa con que alegrarse la vista. Sin embargo, no recordaba haber lamentado nunca la pérdida de las joyas de John Clephane, y ahora le habrían producido repugnancia, casi aversión, si en el entretanto no hubiesen pasado a pertenecer a Anne… Era la joven la que las dotaba de belleza y las hacía exquisitas ante los ojos y el tacto de su madre, como si fuesen parte de la belleza de la hija y expresión de algo que esta no podía transmitir.

De pronto la señora Clephane exclamó para sí: «¡He sido recompensada!». Era una idea extraña, casi blasfema, pero así se le ocurrió. Había sido recompensada por renunciar a su hija; si no lo hubiese hecho, ¿habría conocido un momento como este? En su juventud había sido demasiado inconsciente e impetuosa para ser merecedora de formar y guiar a aquella criatura tan singular, y cuando parecía encaminarse a ciegas hacia la destrucción, la Providencia había salvado lo mejor que en ella había al salvar a Anne. Toda esta gente tan escrupulosa y correcta —Enid y Hendrik Drover, Fred Landers, incluso su peor enemigo, la anciana señora Clephane— se había hecho cargo de la tarea que Kate Clephane había abandonado, y la había llevado a cabo de una forma que ella nunca habría sido capaz. Y Kate siguió el rumbo alocado que el destino le había marcado, y había salido de él sana y salva, para encontrárselos a todos esperando a devolverle a su hija. Era increíble, pero así era. Inclinó la cabeza con humildad.

La puerta del palco se abría y cerraba con suavidad, sobre el escenario las voces y los instrumentos se elevaban y enmudecían. No sabía el tiempo que llevaba allí absorta en el recuerdo, pero, de repente, salió del ensimismamiento al oír una voz desconocida junto a ella. Entreabrió los ojos y descubrió a un recién llegado sentado al lado de Anne. Era uno de aquellos jóvenes que frecuentaban la casa: su rostro fresco y poco refinado era tan inexpresivo como un balón; podría haber sido la creación de un fabricante de artículos deportivos.

—… estaba en el palco de allí, pero se ha ido, ha huido. Dijo que era demasiado tímido para acercarse y hablar contigo. Te doy mi palabra: lo tienes loco por tus huesos, no conseguíamos que hablase de otra cosa.

—¿Tímido? —murmuró Anne con ironía.

—Eso es lo que dijo. Dijo que nunca antes se había pirrado por nadie. De todos modos, se ha largado a casa. Dice que no sabe cuándo volverá a Nueva York.

Kate Clephane, que observaba a su hija con los ojos semicerrados, percibió un sutil cambio en su rostro. Anne no se ruborizó: aquella piel de textura uniforme que tenía rara vez mostraba el fluir de la sangre. El perfil delicado se mantuvo inmóvil, inalterable; simplemente cerró los párpados como para impedir que se le escapara una imagen. Era el mismo gesto de su madre, y Kate lo reconoció con sobresalto. Entonces estaba en lo cierto: había alguien efectivamente, alguien a quien Anne solo podía ver si cerraba los ojos. Pero ¿quién era? ¿Por qué había sido demasiado tímido para acercarse al palco? ¿De dónde procedía y adónde había huido?

Kate miró a Nollie Tresselton, preguntándose si ella habría oído el diálogo, pero Nollie estaba en el extremo del palco, inclinada hacia delante, embebida en la música. Joe Tresselton había desaparecido, Landers dormitaba en la parte de atrás. Con un ligero temblor de satisfacción, Kate comprendió que solo ella conocía el secreto de su hija: aunque no tenía nadie que se lo aclarase, al menos no había nadie que lo compartiese con ella, y eso la alegraba. Por primera vez se sintió un poco más cercana a Anne que todos los demás.

«Es extraño —pensó—, siempre he sabido que sería alguien que vendría de lejos.» Pero hoy en día en realidad no hay distancias, y con una sonrisa íntima pensó que el fugitivo no tardaría en reaparecer y que su curiosidad se vería satisfecha.

Aquella noche, cuando Anne la siguió hasta su habitación, la señora Clephane abrió el armario donde había dejado el joyero.

—Toma, cariño, escoge algo que quieras que me ponga. Pero quiero que te lleves el resto.

El rostro de la joven se empañó.

—¿Entonces, no quieres quedártelas? ¡Pero si son todas tuyas!

—Aunque lo fuesen, ya no las querría. Pero no lo son, tan solo las tenía bajo mi custodia —hizo una pausa, sonriendo a medias para añadir—: hasta el día de tu boda.

Trató de pronunciar la palabra con ligereza, pero reverberó en el silencio como el sonido de una campanilla de plata.

—¡Cómo que hasta mi boda! Si yo no voy a casarme nunca —dijo Anne, riéndose alegremente y estrechando a su madre entre los brazos.

Era la primera vez que hacía un movimiento tan impulsivo. Kate Clephane, temblando un poco, la estrechó contra sí.

Oír aquel desmentido tan viejo y conocido en boca de su hija hizo que la joven resultase más cercana, menos reservada. «Un día no muy lejano —pensó la madre— me dirá de quién se trata.»