VII

 

 

Todo el mundo notó lo bien que funcionaba, la forma, como decía Fred Landers, en que Anne y ella habían congeniado desde la primera mirada que cruzaron en la cubierta del vapor.

Enid Drover casi se emocionó una noche en la que Kate y ella se encontraban a solas en el salón de los Clephane. Fue tras una de las cenas de «juventud» de Anne, y a los otros invitados, junto con la propia Anne, se los habían llevado con gran alboroto a algún tipo de espectáculo de medianoche.

—Es maravilloso cómo lo has hecho, querida. Mi pobre madre no siempre encontraba a Anne fácil de llevar, ¿sabes? Pero está completamente fascinada contigo.

Kate sintió que el orgullo la hacía ruborizar.

—Supongo que en parte se debe a la novedad —continuó la señora Drover con su simplicidad cargante—. Puede que eso, en cierto modo, sea una ventaja. —Pero se detuvo, aparentemente pensando que podría estar ofendiendo sin pretenderlo cuando lo que buscaba era complacer—. Anne admira tu belleza tanto, ¿sabes?, y tu delgadez. —Un suspiro escapó de sus profundidades adiposas—. Creo que haber mantenido la figura le da a una mayor influencia sobre las hijas. Al menos una puede seguir llevando la ropa que a ellas les gusta.

Kate sintió una agradable sensación interior de satisfacción. Apenas la rozó la ironía: el hecho de que la juventud y la elasticidad a la que con tanta desesperación se había aferrado hubiese resultado ser una de sus bazas principales en su nueva empresa. Comenzaba a parecer natural que todo desembocase en Anne.

—El asunto ese de montar un estudio, por ejemplo. Anne está tan feliz de que lo apruebes. Por culpa de eso tuvo una pelea con su abuela, pero a mi pobre madre no había quien la hiciese cambiar de opinión. Ella pensaba que la pintura era algo tan sucio. Y, además, ¿cómo iba a poder subir todas esas escaleras?

—Sí, claro. —¡Qué fácil era ser generosa!—. Esas cosas le parecían horribles a la generación de la señora Clephane. Después de todo, no fue mucho antes de su época cuando el doctor Johnson dijo que era poco delicado que una hembra pintase retratos.

La señora Drover dirigió una mirada desconcertada a su cuñada. Su mente rara vez retenía más de una palabra de cada frase, y su respuesta se basaba en la reacción que esa palabra en particular provocaba.

—Hembra —murmuró—, ¿se utiliza otra vez esa palabra? Nunca me pareció bien que se aplicase a las mujeres, ¿y a ti? Supongo que soy un poco anticuada. A la gente joven de hoy en día no le asusta nada, ni siquiera la Biblia.

Nada podía haberle dado a Kate más confianza en su propio éxito que aquella pequeña charla con Enid Drover. Había ido abriéndose paso con tanta paciencia, casi a hurtadillas, entre las defensas y barreras del carácter de su hija, y ya había logrado ocupar la ciudadela.

La inauguración del estudio de Anne reforzó esa convicción. A la señora Clephane no le habían permitido ver el estudio; Anne, Nollie y Joe Tresselton, durante una semana agotadora, se habían encerrado con clavos y martillos y botes de pintura, haciendo oídos sordos a cualquier pregunta. Por fin, una tarde, las puertas se abrieron y Kate, que venía de la penumbra invernal, se encontró en una gran estancia iluminada a medias, con una única ventana amplia desde la que se divisaba la perspectiva del estuario engalanado y enmarcado por las luces, la silueta fantástica del puente de Brooklyn y, entre ambos, el oscuro bosque de tejados de la ciudad. Todo daba la extraña sensación de ser importante y misterioso en aquella penumbra envolvente, plena de sombras, distancias e invitaciones. Kate se apoyó en la ventana, sorprendida por aquel roce de las alas de la poesía.

Dentro de la habitación, Anne había tenido el buen gusto de permitir que la sensación de espacio se prolongase. Parecía más una gran biblioteca a la espera de los libros que un estudio moderno; como si la joven hubiese medido la distancia entre aquel imponente nocturno y sus propios y tímidos intentos, y hubiese querido que los utensilios de su arte pasasen desapercibidos.

Estaban todos sentados —la señora Clephane, Joe Tresselton y su esposa, y una o dos personas más— en torno a unas tazas de té colocadas en un extremo de una larga mesa de roble, cuando se abrió la puerta y apareció Lilla Gates, el pelo leonado, la mirada fija, cubierta de pieles blancas y con unos enormes pendientes colgándole de las orejas. Con ella entró un olor que era una mezcla de cigarrillos y perfume, y al verla allí, recorriendo la habitación con su mirada malhumorada y despectiva, Kate sintió una oleada de irritación.

«¿Por qué tenemos que sentir siempre pena por Lilla?», se preguntó con revulsión al ver cómo los labios de Anne se posaban en la mejilla malva de su prima.

—Qué agradable que hayas venido, Lilla.

—Bueno, me he perdido una fiesta bárbara por tu culpa —dijo Lilla sin inmutarse. Estaba claro que se enorgullecía de estar perpetuamente invitada, perpetuamente abrumada por un montón de compromisos aburridos. Miró de nuevo a su alrededor y, a continuación, se dejó caer en una butaca.

—Vive Dios que habéis despejado el panorama —comentó. ¿Es que no va a haber más muebles que estos?

—Es que los muebles están todos fuera, y los cuadros también —dijo Anne señalando el amplio ventanal.

—¿Qué, el puente de Brooklyn? ¡Señor! Pero ya entiendo: has dejado esto despejado para bailar. ¡Eres un as, Anne! ¿Puedo traer alguna vez a algunos de mis chicos? ¿Es eso una pianola? —añadió casi echándose encima del piano de cola que estaba en un rincón en sombra—. Me gusta este jardín de infancia —declaró.

Nollie Tresselton dijo entre risas:

—Si venís, Anne no os va a permitir bailar. Todos tendréis que posar para ella durante horas y horas.

—Bueno, entonces posaremos entre baile y baile. ¿No me vas a dar una llave, Anne?

Estaba apoyada en el piano, sorbiendo el cóctel que alguien le había pasado, con la cabeza echada hacia atrás, mientras la luz de una lámpara con pantalla iluminaba aquel cuello de columna y se reflejaba en los brillantes pendientes, que a Kate Clephane le recordaban las antenas venenosas de un insecto gigante. Anne estaba próxima a ella, esbelta, erguida, la pequeña cabeza cubierta de trenzas, las manos sueltas a los lados, de un blanco intenso, destacaban sobre los pliegues rectos y oscuros de su vestido. Para Kate Clephane había algo claramente desagradable en aquella proximidad, y se puso en pie y se acercó al piano.

Cuando se sentó ante él, dejando que sus manos iniciasen los primeros acordes de una melodía recordada a medias, vio que Lilla, con aquel aire suyo vagamente indolente, se acercaba más a Anne, que alargaba la mano para coger la copa vacía. Aquel gesto las aproximó tanto que Lilla, inclinando ligeramente la cabeza, dejó caer, sin elevar apenas el tono, aunque para Kate fuese audible:

—Ha vuelto otra vez. Me estuvo dando la lata sin cesar para que lo trajese aquí hoy.

De nuevo Kate vio cómo los párpados de su hija se cerraban de golpe; esta vez el gesto estuvo acompañado de un temblor apenas perceptible de la mano que recibía la copa.

—¡Bobadas, Lilla!

—Bueno, ¿y qué diablos quieres que haga yo? No puedo hacer que lo detenga la policía, ¿verdad?

Anne se rió, con esa risa ligera y solo a medias complacida que indica impaciencia y rechazo.

—Puede que tengas que hacerlo —dijo.

En el intervalo, Nollie Tresselton se había acercado y había entrelazado su brazo con el de Lilla.

—Ven, cariño. Hoy no va a haber baile aquí.

Su rostro moreno de facciones pequeñas mostraba aquella actitud vigilante y un poco cansada que a menudo adoptaba cuando se dedicaba a mimar a Lilla. Pero Lilla tenía los pies plantados con firmeza.

—No me moveré hasta que me traigan otro cóctel.

Uno de los jóvenes se apresuró a atenderla, y Anne dirigió su atención a los otros invitados. Minutos más tarde los Tresselton y Lilla se marcharon y, tras ellos, uno a uno, lo hicieron el resto de los invitados, dejando a madre e hija solas en la recobrada tranquilidad de la estancia vacía.

Pero no había tranquilidad en el interior de Kate. Aquel intercambio medio en susurros entre Lilla y Anne había removido en ella todas las viejas aprensiones y había dado origen a otras nuevas. La idea de que su hija fuese una de las confidentes de Lilla despertaba en ella una inquietud difícil de expresar. Pero, cuanto más lo pensaba, menos sabía cómo hacer partícipe a su hija de aquella ansiedad.

«Si supiese exactamente qué grado de intimidad hay entre ellas. Qué es lo que piensa realmente de Lilla.»

Por vez primera comprendió qué desconocidos eran los cimientos en los que su camaradería con Anne se sustentaba. ¿Eran sólidos? ¿Resistirían? ¿Lo que Anne sentía por ella era algo más que un repentino entusiasmo juvenil por una mujer agradable de más edad, ese tipo de simpatía que se basa en cosas que una es capaz de enumerar, y sobre las que puede cambiar de opinión, y no en el cariño ciego de la costumbre?

Se levantó, absorta en sus pensamientos, mientras Anne iba de un lado a otro del estudio, recogiendo partituras, enderezando un cuadro aquí y allá.

—Y aquí es donde vas a trabajar…

Anne asintió con alegría.

—Por lo que parece, Lilla espera que lo conviertas en un salón de baile en su beneficio.

—¡Pobre Lilla! No es capaz de ver una habitación nueva sin querer ponerse a bailar el fox-trot en ella. La vida, para ella, allí donde se encuentre, consiste en irse a cualquier otra parte para hacer exactamente lo mismo.

Kate se sintió aliviada: en medio de la lástima había un tono medio despreciativo inconfundible.

—Pues entonces no le des llave —dijo entre risas mientras cogía sus pieles.

Anne se hizo eco de su risa.

—Solo va a haber dos llaves: la tuya y la mía —dijo; y madre e hija bajaron alegremente la empinada escalera.

 

 

Después de aquello, los días transcurrieron con esa tranquilidad indefinible que es producto de la costumbre. Kate Clephane empezaba a sentirse parte de una rutina largamente establecida. Había tratado de organizar su vida de tal forma que encajase con la de Anne sin que hubiese interferencias incómodas. Anne, últimamente, tras su temprano paseo a caballo, iba a diario al estudio y pintaba hasta la hora de comer; a veces, al hacerse los días más largos, volvía a trabajar un par de horas más por la tarde. Cuando no tenía tiempo para salir a montar por la mañana, normalmente iba caminando hasta el estudio, y Kate a veces la acompañaba, o atravesaba el parque para encontrarse con ella a la vuelta. Cuando pintaba por la tarde, Kate en ocasiones pasaba a tomar el té, y al atardecer solían volver juntas a casa a pie. Pero la señora Clephane ponía un cuidado exquisito en no interrumpir las horas de trabajo de su hija; se contenía y no por hacer una exhibición convencional de discreción, sino para demostrar que su propia independencia le importaba demasiado para no respetar la de Anne.

A veces, ahora que se había acostumbrado a esta nueva forma de vida, era consciente en su fuero interno de sentirse un poco sola; había horas en las que la sensación de no ser más que una invitada, en aquella casa en la que debería haber transcurrido su vida, le producía el mismo sentimiento de desarraigo que había sido la maldición de su existencia anterior. No era culpa de Anne; ni era que, en esta nueva vida, cada momento no fuese interesante e incluso lleno de sentido, puesto que podía brindarle la oportunidad de serle útil a Anne, de agradar a Anne, de ir acercándose, de una forma u otra, a Anne. Pero ese mismo sentimiento adquiría una intensidad morbosa ante el hecho de no tener recuerdos en común ni asociaciones compartidas en las que sustentarse. A veces a Kate le asustaba la similitud con aquella otra emoción aislada y devoradora que había sido su amor por Chris. Las cosas podrían haber sido distintas, pensó, si ella hubiese tenido más ocupaciones, o más amigos propios a los que dedicarse. Pero el entorno de Anne, que había sido el de su abuela, todavía funcionaba sin problemas, llevado por su propio impulso, y aunque la joven insistía en que su madre era ahora la señora de la casa, sus funciones consistían en poco más que decidir la cena y hablar de la ropa blanca y las cortinas con el ama de llaves de la anciana señora Clephane.

Por otra parte, en lo que a relaciones sociales se refería, ¿estaba demasiado entregada a su hija para hacer amigos? ¿O era que su vida había sido tan radicalmente distinta de la de sus bulliciosos coetáneos de mediana edad, absortos como estaban en cuestiones locales y domésticas en las que ella no tenía parte? ¿O había pasado de forma demasiado súbita de ser una mujer centrada en sí misma, con un apetito insaciable por los placeres personales, a ser una madre cuyo centro de gravedad estaba en una existencia distinta de la suya?

No lo sabía; únicamente sentía que no tenía tiempo para otra cosa que no fuese la maternidad, y que debía contentarse con superar de la mejor manera posible los intervalos que quedaban libres. Y, después de todo, tales intervalos no abundaban. Su hija nunca aparecía sin llenar al instante cada resquicio del presente, hasta rebasarlo e inundar el pasado y el futuro, de tal forma que, hasta en los raros momentos en los que la madre se dejaba vencer por el abatimiento, la vida sin Anne, al igual que la vida antes de Anne, se había vuelto algo inconcebible.

Iba dándole vueltas a todo esto por enésima vez una tarde mientras entraba en Central Park para ir al encuentro de Anne y acompañarla de regreso a casa. Los días eran ya mucho más largos; la diferencia de luz, y esa languidez prematura del aire que llega, en Estados Unidos, antes de que la tierra aletargada parezca esperarlo, hicieron que la señora Clephane sintiese que el año había cambiado, que una nueva estación se iniciaba en su nueva vida. Siguió andando con esa vaga sensación de confianza en el futuro que proporcionan los primeros compases de la primavera. Lo peor del camino quedaba atrás; ¡qué fácil y qué suave había sido! Allá donde lo más probable era que hubiese habido fracasos y malentendidos, estaba cada vez más segura de haber acertado y haber salido airosa. Y Anne y ella ya estaban haciendo planes maravillosos para la primavera…

Delante de ella, en un sendero transversal, tuvo la desagradable sorpresa de ver a Lilla Gates. Era imposible confundir aquella figura alta de aire perezoso, aunque se iba alejando lentamente de ella. ¿Lilla en el parque a aquellas horas? Resultaba curioso e improbable. Pero era Lilla; y de inmediato la señora Clephane llegó a una conclusión. «¿A quién espera?»

Quienquiera que fuese no había venido; en el camino que se veía detrás de ella no había nadie. Pasados unos minutos, Lilla aceleró el paso y desapareció tras unos arbustos de siemprevivas en el cruce de los senderos. Kate no esperó a que reapareciese. Era un incidente demasiado insignificante para prestarle atención; después de todo, ¿qué otra cosa podía esperarse de Lilla más que encontrársela merodeando por los lugares más insólitos, en busca de gente reprobable?

No había nada nuevo en aquello, y Kate ni siquiera lamentó no haber tenido la oportunidad de vislumbrar a aquella persona reprobable. Al ir en aumento su confianza en Anne, los asuntos de Lilla habían perdido el poco interés que en su momento habían podido despertar.

Continuó su camino, pero su estado de ánimo había cambiado. La imagen de Lilla vagando por aquel sendero solitario había despertado viejos recuerdos. Le vinieron a la mente encuentros del mismo estilo, pero ¿era su propia figura la que veía alejándose por aquellas perspectivas lejanas? Bueno, si lo era, ¡adiós! No tenía nada en común con aquel espíritu infeliz. Serena, de mediana edad, respetable y respetada, se alejó de aquel pasado evanescente y siguió su camino por el presente cálido y tangible. Ahora, de un momento a otro, se encontraría con Anne.

Había girado por un amplio paseo que llevaba a una de las entradas al parque desde la Quinta Avenida. Se podía ver un largo trecho por delante; había gente que iba y venía. Pasaron dos mujeres con unos ruidosos niños que iban haciendo carreras delante de ellas, el chico de una sombrerería, silbando, con las cajas colgadas del hombro, un paralítico en su silla de ruedas; a continuación, en dirección a ella, desde la Quinta Avenida, apareció un hombre que hizo ademán de parar, la reconoció, y la saludó quitándose el sombrero.