Yo maté a dos personas

Esta carta la recibí tal cuál como está. No hay hechos paranormales en ella, pero cada palabra trasmite un puñado de sentimientos encontrados, oscuros, agresivos, violentos y tensos que ameritan quedar plasmados en este libro...

Esto que escribo lo hago porque necesito desahogarme y contar mi caso. No me arrepiento de nada de lo que hice, si volviese a pasar lo volvería a hacer, una y mil veces. Hoy se cumple exactamente 10 años del hecho, y me prometí publicar el caso pasado este tiempo si no tenía problemas. Podrán leer que no pasó nada. Hasta hoy solo lo saben las víctimas y yo, ni siquiera mis hijos. Todo lo que les voy a contar es real y me pasó en Mendoza. Por una cuestión lógica voy a omitir detalles.

Los cambios de temperatura de enero, entre el calor agobiante de la calle y el frío polar de las oficinas me destruyen la salud. En verano suelo caer en cama dos o tres veces, con gripe, anginas o dolores de cabeza. Aquella noche tenía los tres juntos. No daba más. Aún así mi novia, actual esposa, me insistió con que fuésemos a ver a mis abuelos. Los viejos estaban mal de salud, mi abuelo estaba en silla de ruedas y mi abuela muy viejita ya. Toda la vida fui muy apegado a ellos, incluso más que a mis padres. Con casi 40 de fiebre fuimos a cenar a lo de los viejos. Ellos vivían en el centro, cerca del parque. La rutina al llegar era siempre igual. La noche se ponía algo insegura, ya me habían abierto el auto varias veces, así que llegaba a la casa, tocaba tres bocinazos y se abría el portón automático. Entraba al garaje, esperaba que se cerrar y si todo estaba bien tocaba bocina nuevamente y ahí aparecía mi abuela, abriendo la puerta que daba acceso a la casa con una sonrisa de par en par.

Esa noche todo iba normal para los demás, menos para mí. Estaba que ardía de fiebre. Apenas pude cenar y beber algo de agua, la cabeza se me partía. Mi abuela estaba muy preocupada. Estaba mareado y descompuesto. Mi novia no sabía manejar, mi abuelo estaba en silla de ruedas, yo así no podía manejar hasta mi casa, así que decidí quedarme en lo de mis abuelos. Llamé un taxi que buscó a mi novia a la media noche y yo me fui al segundo piso a dormir, a la habitación que había sido de mi viejo. Mis abuelos ya no subían arriba así que ascender era volver a los ochenta. Cerré la puerta luego de escuchar el sermón de mi abuela que me aconsejaba desde abajo sobre los horarios y los remedios que me había dado, y traté de recostarme un poco. Al instante quedé profundamente dormido.

De pronto sentí un ruido fuerte. Vidrios rotos. Miré el reloj, eran las dos de la mañana. Me arrimé a la puerta pensando que se le había caído algo a mi abuela y apenas abrí me di cuenta de que no estaban solos. Se escuchaban voces de otras personas, gritando, amenazando. Percibí al instante de que nos estaban entrado a robar. Arriba no teníamos teléfono, mi celular se quedó en el auto. Hice memoria, en los cuartos no existía nada “contundente” como para bajar y hacerle frente a los delincuentes, pero en la despensa del patio mi abuelo tenía varias herramientas de jardín. No supe si gritar, salir corriendo, bajar o qué hacer, así que decidí descolgarme por la ventana hacia el patio. La adrenalina me curó de todos los dolores.

Por el balcón, como tantas veces hice de chico, bajé hasta el patio y ahí pude ver la espantosa escena. Habían entrado por la puerta de atrás, aún entreabierta y rota. Mi abuela estaba tirada en el piso, con su blanca cabellera llena de sangre, no se movía. En la silla de ruedas estaba mi abuelo maniatado, con la cara destrozada de los golpes, agonizando ante cada puñetazo que le propiciaban dos tipos de contextura media.

No podía cruzarme hacia la casa de los vecinos porque las medianeras miden más de tres metros. Entonces fui en cuclillas hasta la despensa. Agarré un hacha de mano. No sabía si había más tipos o no, pero tenía que actuar rápido sino iban a matar a mis abuelos. Me escondí al lado de la puerta por la que habían entrado, ahí estaban los malvivientes golpeando a los viejos. Agarré una baldosa y la tiré hacia la habitación de la que acababa de bajar, entró por la ventana y estalló dentro contra algo. Pude ver cómo ambos tipos se miraron, y uno le hizo seña al otro que subiera. Por esas casualidades el otro ladrón se quedó abajo, mirando al compañero, totalmente de espaldas a mí. No sabía si eran dos o más, pero era el momento.

Abrí la puerta y entré como un animal salvaje, sin pensarlo le asesté un golpe con el hacha… dio de lleno en su cabeza. Fue una reacción inconsciente, no estaba en mis planes matarlo, pero el golpe fue tan seco y brutal que el filo quedó enterrado en su cráneo y no la pude sacar. Sentí la sensación de estar partiendo una sandía, exactamente igual. La sangre y los sesos del tipo explotaron al rededor, manchando todo. Calló seco al piso y al instante un enorme charco de sangre lo cubrió. El de arriba parece que no había escuchado. Me dirigí a mi abuelo y le pregunté por su arma. Yo sabía que el algún lado estaba guardada. No podía hablar, tenía toda la boca lastimada, llena de dientes y sangre. Le solté las manos y me señaló su cuarto. Caminé rápido hacia allá. El otro tipo bajó sin darme tiempo a volver con el arma. Sentí los gritos. Abrí la puerta de la habitación, estaba descolocado, gritaba, miraba el hacha enterrada en la cabeza de su compañero al tiempo que apuntaba a mi abuelo. Cuando abrí, él giró. Me apuntó sin vacilar. Entonces mi abuelo sacó fuerzas de donde no existían y se empujó con las manos hacia el delincuente, agarrándolo de la cintura y cayendo con él hacia el suelo. En ese momento el tipo alcanzó a disparar, la bala paso lejos mío. En el forcejeo rápidamente se sacó de encima al pobre y lastimado viejo de un golpe que lo dejó tirado contra el piso, pero me dio tiempo de correr hacia él. No pude dispararle desde la habitación, no supe cómo hacerlo, pero con la culata del revolver alcancé a darle de lleno en la cara. Esto lo mareó, pero nunca soltó el revolver y yo lo sabía. Entonces intenté tomarlo por el cuello y forcejeamos unos segundos que me parecieron eternos, logré tirarme al piso y tomarlo con el antebrazo por el cuello. Con todas mis fuerzas empecé a apretar, al tiempo que él pataleaba nervioso e intentaba estirar la mano para agarrar algo, una silla, algo, algo que nunca logró agarrar. Estaba ciego de ira y terror, de miedo. Sus quejidos de pronto se apagaron, le estaba aplicando una presión atroz a su garganta, me daba cuenta por lo tenso que tenía el brazo. Al soltarlo vi la muerte en su rostro, aún hoy tengo pesadillas con esa cara explotada, esos ojos salidos y rojos y esa lengua oscura.

Levanté a mi abuelo y lo senté en la silla. Mi abuela estaba desmayada. Traje agua y comencé a apantallarla, tenía moretones en toda la cara. Se sobrepuso. No entendía nada, cuando se levantó y vio la escena se volvió a desmayar. La deje tendida en el sillón. Mi abuelo estaba desconcertado también. Me dijo que llamásemos a la policía. Entonces comencé a pensar: policía, noticiero, medios, todo el barrio conociendo lo sucedido… Mis abuelos vivían ahí hacía años. Todos saben qué pasa en estos casos, los familiares de las ladrones tomar represalias contra las víctimas. Ya me imaginaba teniendo que vender la casa de los viejos y llevándomelos a otro lado, o yo teniendo que irme de la provincia. En esa época jugaba al rugby, tenía mi trabajo seguro, estaba construyéndo mi casa y planificando mi casamiento. Se me cruzaron mil cosas por la cabeza. Mi abuelo entendió mi cara con la sabiduría de los viejos y sin siquiera preguntar me dijo “tenemos que hacerlos desaparecer, envolvelos en una colcha y cargalos en el baúl del auto”. Manejamos un par de horas, la oscuridad de la noche aún nos cobijaba. Era día de semana, así que no había nadie en la calle y casi nadie en la ruta. Llegamos a la casa de fin de semana de mi abuelo, en un dique. Bajé los cuerpos del baúl, pesaban una tonelada. El viejo me mandó a traer unas lonas que tenía en la despensa de la casa. Los envolvimos con varias piedras, luego los atamos y así los subimos a la balsa. El peso era tanto que tuve que hacer dos viajes. Remé bastante, hasta el medio del lugar, sin ninguna luz y haciendo el menor ruido posible arrojé los cuerpos ahí, mirando cómo se hundían en la negrura del agua.

Cuando volvimos estaba amaneciendo. Mi abuela aún dormía en el sillón. Con el viejo nos encargamos de limpiar absolutamente todo. Lo que más costó fue sacar el la sangre viscosa del piso y limpiar las paredes tapiadas de restos cerebrales. Las semanas siguientes fueron una tortura. Compraba el diario todos los días con terror de encontrar en policiales el macabro hallazgo. Pensaba todo el tiempo en los errores que podría haber cometido, en que si había quedado algún rastro, algo. Al cabo de un par de meses todo comenzó a relajarse. No había denuncias, ni reclamos, ni nada que nos enterásemos. Acordamos con los viejos de no contarle absolutamente a nadie lo ocurrido, jamás. Yo juré que si todo salía bien en diez años lo haría público, y hoy se cumplen exactamente diez años de aquella noche de pesadilla.

Mis abuelos murieron de viejos, yo me casé y tengo hijos, pero para siempre voy a cargar con la cruz de saber que soy un asesino y de que yo… yo maté a dos personas.