La séptima puerta del infierno en Mendoza
La séptima puerta estaba en el parque. Ese era el único dato que tenía luego de que aquel oscuro hombre me sorprendiese en la puerta del restaurante.
Cuando me repuse comencé mí búsqueda por esa zona. El Parque General San Martín de Mendoza es el pulmón de la ciudad. Un predio de más de 300 hectáreas forestadas. Tenía un largo camino de por medio. Procuré hacer mis recorridos de día, a la noche hay pasajes, calles y pequeños bosques que se convierten en escenarios funestos. Mi estado de sugestión y miedo me llevaban a tomar estos recaudos.
El parque… aquel lugar que desde siempre había sido sitial de amoríos furtivos de jóvenes y amantes, zona deportiva por excelencia, recorrido obligado de fanáticos de la velocidad y el alcohol, se había convertido para mí en un gigantesco laberinto. Caminé todas las calles, recorrí senderos, claroscuros boscosos y nada. No había indicios de ningún portal. Tenía presente la sensación aquella que me había dado al ir llegando a una de las puertas, la de la galería Ruffo. Esos dolores de abdomen, esa descompostura, pensaba que quizás al irme arrimando a la séptima puerta estos síntomas iban a volver a aparecer, pero no. Nada, no pasaba nada. La séptima puerta no aparecía.
Estuve dos semanas recorriendo el parque. La investigación se iba diluyendo en mis redes sociales. Las puertas que algunos amigos habían presumido encontrar sin dudas estaban erradas, no eran la séptima, y el desenlace de esta historia me apuraba día a día. No había forma de continuar esta odisea. Hasta que me llegó un email.
Me lo escribía Santiago Fuentes, les transcribo lo que decía:
“Martín, al leer tu hisotria de las siete puertas del infierno en Mendoza me fue inevitable recordar traumáticos sucesos de mi pasado familiar. Se la leí a mi abuelo hace poco y, luego de un silencio que ha durado hasta ayer, me preguntó si había manera de comunicarme con el autor de la misma. Lógicamente él no entiende nada sobre medios digitales, así que heme aquí, escribiéndote para ver si podemos juntarnos. Mi abuelo tiene algo importante que contarte. Sin dudas es sobre la séptima puerta”.
Generalmente no acudo a citas con lectores, pero este email era importante. No contaba con nada así que esta invitación me era imposible de obviar. Les respondí que sí, quedamos una fecha, y fui a la casa de Aldo, el abuelo de Santiago.
Aldo tenía noventa y tres años. La delgadez de su silueta estaba cubierta por profundas señas de haber vivido la vida. Aún conservaba algo de pelo, blanco, frágil, pero su semblante era la de un tipo que en su plenitud debía haber transmitido fuerza y vigor. Aldo era viudo. Vivía solo en un enorme caserón de una Godoy Cruz colonial, de antaño, entre departamentos modernos y pavimento gris. Me recibió con unos mates junto a Santiago, un tipo de mi edad. Luego de una breve presentación y una charla amena sobre actualidad política fuimos al grano. Este fue el relato de Aldo.
“Mi hermano Lucas era seminarista, había iniciado sus estudios eclesiásticos en Córdoba y, algunos años después en la inauguración de la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, logró que le hicieran el traslado a Mendoza, su tierra natal. Los Jesuitas habían construido esa iglesia en 1908. En aquella época corría un intenso rumor sobre el edificio, el cuál contaba que estaba montado sobre un cementerio nativo. La misión, iniciada en el siglo XVII por los Jesuitas, era la de evangelizar a los aborígenes de cuyo, en su gran mayoría Huarpes, y una de las acciones de estas órdenes era la de construir lugares sagrados donde se adoraran a dioses paganos. Lógicamente los cementerios eran el sitio predilecto de construcción.
Había un lugar en al patio donde la hierba no crecía plantasen lo que plantasen. Era un círculo de alrededor de un metro y medio de diámetro de tierra negra, con olor putrefacto y una temperatura distinta al resto del terreno, tierra caliente. Se rumoreaba que ese era un pasaje al infierno, abierto por antiguas tribus. Por las noches, a las tres de la mañana en punto, los seminaristas juraban ver salir y entrar sombras, susurrando confusos sonidos, mezcla de risas y lamentos. Mandaron a construir un corazón de cemento sobre el círculo, en alusión al “sagrado corazón”, uno de los símbolos de la orden de los Jesuitas y emblema de la Iglesia, pero nada detenía los sucesos y los rumores se estaban esparciendo peligrosamente por los alrededores. En una época de fervor religioso, este tipo de asuntos era nocivo para la salud de la iglesia católica. Entonces decidieron construir una sacristía ahí mismo, tapando el aquelarre con una construcción sagrada. Hicieron una puerta hacia el exterior, como para calmar las ansias de la gente que creía en el rumor, así podrían entrar y ver que no había nada. Fue la peor decisión, ya que las nefastas sombras, a las tres de la mañana, comenzaron a dispersarse por la ciudad.
Una noche de invierno, un sacerdote fue poseído de una manera brutal, ningún cura de la provincia lograba exorcizarlo. Pasaron cuatro meses para que llegara de España un exorcista, pero fue demasiado tarde. El sacerdote murió horrorosamente. Su visita no fue en vano, ya que les contó a los Jesuitas sobre un estudio que estaba haciendo acerca de las “siete puertas del infierno” que había estado observando en distintas ciudades del mundo. También contó que había estado investigando una manera de cerrar estos portales pero que era extremadamente cruel. El rito constaba en hacer ingresar a un joven puro a la hora maldita y que él mismo cerrase desde adentro la puerta. Ese joven no solamente jamás regresaría al mundo terrenal, sino que padecería eternamente los tormentos del infierno. Y esto no era lo peor, sino que lo peor era que mientras más puertas se cerrasen, más se iba a intensificar el flujo y la virulencia demoníaca de las restantes. Cerrar seis puertas implicaban la presencia del mismísimo Diablo en la última, defendiendo sus huestes.
Las semanas pasaron y el rumor hizo eco en otras localidades, hasta se supo de un contingente de seminaristas rosarinos que prefirieron posponer su visita a la Iglesia debido al asunto de la puerta infernal. Entonces los Jesuitas decidieron abordar el problema con valentía y rigor. El temerario joven puro fue mi hermano Lucas. Luego de un ritual a puertas cerradas del que nadie jamás se enteró, él ingreso a las 3 de la mañana por aquella puerta sellándola para siempre”.
Yo me quedé perplejo. El relato de Aldo me había dejado mudo, estaba sorprendido. Ahora me cerraba porqué en aquella puerta de la iglesia no sentí absolutamente nada. Aldo continuó.
“Lograron preparar dos seminaristas más para cerrar otras puertas que habían aparecido en la ciudad, pero fueron poseídos mortalmente, motivo por el cual el miedo hizo sucumbir la misión. Decidieron construir sobre las puertas que habían aparecido y santificar las construcciones existentes. Esto no detuvo a los demonios y mi hermano quedó eternamente dentro”.
Las palabras de Aldo sonaban cansadas y su mirada reflejaba nostalgia y tristeza. La historia era impactante, pero hasta el momento no me ayudaba en nada para el hallazgo de la séptima puerta.
—Don Aldo, yo encontré seis de las puertas, todo con el fin de documentar esto que sucedía en la ciudad de Mendoza. Pero llevo semanas buscando la última. Debería estar en el parque.
“La puerta del parque, la séptima, es la peor de todas. No terminé de contarte la historia” —me dijo Aldo y volvió a mirar hacia el horizonte—. “Yo no soy un hombre de fe, pero siempre mantuve un vínculo especial con mi hermano. Solíamos soñar las mismas cosas y, como si fuésemos gemelos, ambos sentíamos el dolor del otro. Era algo casi místico, pero nunca le dimos mayor trascendencia. A partir del momento que mi hermano desapareció para siempre, ingresando en la puerta, yo comencé a tener pesadillas terribles, y en algunas se aparecía él, luchando, padeciendo, sufriendo y alcanzaba a darme algunos datos sobre otras puertas. Fue así cómo les informé a los Jesuitas de la locación de las siete”.
Apenas Aldo terminó de hablar su mirada volvió hacia mí y luego buscó desesperado los ojos de su nieto. El viejo comenzó a toser, cada vez más fuerte, a agarrarse el abdomen y a quejarse dolorido. Se paró de pronto. Santiago y yo nos paramos asustados. Aldo tosía y se ahogaba, síntomas que se me hacían familiares. Sus ojos se perdieron en la nada, estaba viendo sombras, negro. Trataba de espantarlas con las manos, al tiempo que se apretaba el cuello intentando librarse de algo que no le permitía respirar. Estaba siendo acosado por sombras infernales. Aquellas que vi en el restaurante. Santiago se abalanzó hacia él.
—¡Abuelo! ¡Abuelo respirá hondo, tranquilizate! —gritó desesperado— ¡Llamá a una ambulancia! —me ordenó mientras sostenía al viejo.
Marqué desesperado el número y pedí que nos ayuden. Con Santiago no sabíamos qué hacer, el viejo se ahogaba. —Siempre le pasan estas cosas cuando habla del tema —dijo Santiago mientras lo apantallaba y sostenía en el piso, completamente desorientado. Aldo convulsionaba, respiraba entrecortado, tosía aparatosamente y tenía la mirada fija en la nada, horrorizado. Así debía haber estado yo en la puerta del restaurante. Estaba padeciendo los mismos síntomas. Me miraba intentando decir algo, pero las palabras no le salían. La situación era desesperante, parecía que iba a morir. Emitía gritos aterradores y sonidos con una voz extraña.
Unos minutos después llegó la ambulancia junto a los padres de Santiago, entraron todos al mismo tiempo. La madre de Santiago le arrimó un crucifijo y comenzó a decir palabras en latín, ante mi mirada atónita. Los enfermeros pusieron oxígeno y cargaron a Aldo en la camilla. Una bocanada de aire profundo menguó el ataque del viejo, que alcanzó a mirarme entre la confusión y el miedo.
—Esta en el lago… la séptima puerta está alrededor del lago… ahí… a la vista de todos. —terminó de decir al tiempo que los padres de Santiago me miraban confundidos y ayudaban a cargar al viejo a la ambulancia.
Salieron todos al hospital, Santiago me dijo que no era necesario que fuese, que esto le solía pasar a Aldo cada vez que hablaba sobre su hermano, que fuese a buscar la séptima puerta y terminase con este tema.
Esperé al otro día y fui a buscar la puerta. Aldo estaba bien, lo supe porque me comuniqué con Santiago. Coloqué azufre en las plantas de mis pies y a la tarde fui a recorrer el perímetro del lago. Comencé por el club Regatas, en dirección sur, llegue al museo en el extremo del lago sin apreciar nada. Temía que quizás la puerta estuviese bajo la superficie del lago. Di la vuelta y seguí hacia el norte, en dirección al rosedal. Nada extraño. Ni siquiera un vestigio de puerta.
Recordaba haber caminado cientos de veces por la zona, sin jamás percatarme de nada. ¿Cómo podía haber una puerta al rededor del lago que mil veces había recorrido? Llegue a pensar que las palabras de Aldo eran un acertijo, ya me quedaba solo un cuarto de recorrido. Atravesé el rosedal y llegué al principio de la vereda que circunda el lago. Subí al asfalto, pasé el acantilado, bajé por el restaurante que está en el otro extremo y volví hacia el sur, en dirección a Regatas, mi punto de partida. Entonces un dolor de estómago me sorprendió…
Comencé a sentir mareo al tiempo que caminaba, la respiración se me empezó a dificultar. Algo estaba pasando, el miedo me afectó, era la tarde, no me podía ir sin terminar mi recorrido. Caminaba errante, mirando hacia todos lados, a medida que continuaba más se agudizaban los dolores. Hasta que se suscitaron los lamentos, las risas, los quejidos, los sonidos del infierno en mi cabeza. Entonces vi algo, un árbol extraño, macabro, horrible a lo lejos. Al lado del lago, casi al ras del agua. La garganta se me empezó a cerrar. Como pude saque mi celular y comencé a filmar mi camino hasta que la encontré.
Frente al lago, detrás de aquel árbol siniestro, se asomaba una destrozada puerta de lata, de no más de un metro y medio de altura, con una arcada de ladrillos como dintel. Estaba frente a la séptima puerta del infierno. Empecé a ver cómo la oscuridad se abalanzaba sobre mí. Iba decidido a tomar fotos de este lugar, en todo su esplendor, ahí, a la orilla del lago, a la vista de todos, sin ningún sentido.