La leyenda del bosque susurrante de Tunuyán

En Tunuyán hay un bosque extraño... donde pasan cosas”. Éste fue el comentario que disparó mi curiosidad. El bosque estaba cercano a la Ruta Nacional 40. Un fin de semana le pedí a un amigo que me acompañe a conocer el lugar para saber qué pasaba, si realmente eran ciertos los rumores. Recorrimos los casi 100 kilómetros que separan la ciudad del pueblo y nos paramos en un pequeño restaurante para almorzar. Mientras pedía la cuenta le pregunté a la dueña sobre el bosque. Llevábamos la dirección con nosotros. La mujer era anciana, de unos ochenta años, con ojos muy verdes, la piel rojiza y rostro alegre. En el instante que le pregunté, su semblante se tornó taciturno y su mirada errática. Tardó en responder Me dijo que mejor no me metiera en temas del pasado, que disfrute de la ciudad o del río, pero que olvide de recabar en asuntos escabrosos. Esto más que espantarme sedujo aún más mi atención. La seguridad con la que me habló la señora bastó para apurar el almuerzo y dirigirnos al lugar.

Manejamos un largo rato hasta que llegamos al punto señalado, estacionamos el auto al costado de la ruta y sin siquiera titubear supimos cuál era el sendero que nos habían marcado como referencia, un pasaje lúgubre y claroscuro. Nos adentramos caminando callados un kilómetro aproximadamente. Las nubes negras de la siesta que proclamaban una tormenta inminente y el follaje de los árboles habían transformado aquel paisaje en un bosque sombrío y húmedo. El silencio al caminar, la sugestión y el ambiente permitían que solamente escuchemos nuestros corazones latir.

Los árboles se cerraban ante nosotros a cada paso, como una especie de manos que nos quisiesen atrapar. Más caminábamos, más se nublaba, más se obstruía el sendero, más denso se ponía el aire. De pronto llegamos a una pequeña casa abandonada. Estaba completamente destruida, solamente seguían en pie sus paredes devastadas. El techo estaba destrozado, no tenía puerta y algunas de sus ventanas se hallaban tapiadas con maderas. Los muros habían sido víctimas del fuego y los escombros del otrora techo y galería estaban desparramados por todo el lugar. Decidimos acercarnos y fue entonces cuando mi amigo y yo escuchamos algo. Hasta el día de hoy no podemos definir con certeza que fue lo que oímos, pero los dos concordamos con que el sonido fue de un segundo, emitido por varias voces, voces susurrantes, voces suplicantes, entrecortadas, similar a una canción reproducida de atrás hacia adelante, muy nítido. Venía de todas partes, ni de arriba ni de abajo, sino desde todos los costados. Suspiros agitados, lamentos...

En ese momento nos miramos, nuestras caras eran mitad de susto, mitad de incredulidad. Lo primero que hicimos fue quedarnos inmóviles, tratando de concentrar todos nuestros sentidos en lo que oíamos, pero no se escuchó más nada. Preguntamos si había alguien escondido pero lógicamente no recibimos respuestas. De pronto un trueno azotó el cielo e instantáneamente comenzó a llover suave, esto nos sirvió de excusa para irnos. Durante el camino de vuelta sentíamos que alguien nos seguía, como que nos miraban de atrás. Yo iba detrás de mi amigo y podía ver cómo a cada instante giraba, le pasaba igual que a mí. Sinceramente no me animaba a darme vuelta, pero les aseguro que detrás sentía otros pasos quebrar las hojas del suelo al caminar. El bosque se había tornado más oscuro y el camino de regreso mucho más largo. El ruido de follaje contra el viento se mezclaba con nuestra respiración y el agua que caía nos hacía caminar más rápido. Luego otro trueno y otro. El cielo se volvió negro y entonces, después de un relámpago, nuevamente nos envolvieron los susurros. Mi amigo me preguntó si lo había oído, y le bastó mi rostro espantado afirmando para que comenzáramos a correr desesperados hacia el auto, sin saber a qué le temíamos, pero con la mayor sensación de horror que sentimos en nuestras vidas. Un viento nos seguía... algo se levantaba, se aproximaba imparable, la adrenalina del miedo nos hacía correr desenfrenados.

Llegamos al auto, arrancamos y manejé de vuelta al restaurante. Ya era casi la hora de la cena. La señora de ojos claros nos miró con sorpresa, debió haber percibido por nuestras caras lo acontecido. “¿Vienen del bosque?” preguntó sin titubear. Nos sentamos y le pedimos por favor que nos cuente la historia, que algo sabíamos, pero que queríamos cotejar si lo que nos había contado era cierto. Se arrimó a la puerta del local, puso una traba y se sentó en nuestra mesa. Miró por la ventana que ya comenzaba a oscurecerse por completo, respiró hondo y comenzó a contarnos...

A principios del siglo pasado llegó a Tunuyán un extranjero con tres hijos pequeños, su esposa murió en el viaje de una extraña enfermedad que la consumió en menos de cuarenta días. Compraron las tierras donde ahora estaba “el bosque susurrante”, como lo llamaban los lugareños, y cultivaron la tierra. Rara vez se veía a los muchachos en el pueblo sino era más que para hacer algunas compras, y muchas menos veces a su padre, aunque los testimonios de la época coinciden en que los tres jóvenes tenían algo extraño en la vista, como perdida, como muerta.

A finales de los años 20’ hubo un pequeño brote de cólera en la zona. Algunos casos fueron asentados en el hospital del pueblo, aunque no fue relevante, salvo por el fallecimiento de los tres hijos del extranjero. En toda la zona culpaban al cólera, pero los médicos que atendieron a los muchachos dijeron que jamás habían visto un desenlace tan horroroso, que no era cólera ni nada conocido y que en menos de cuarenta días los tres se fueron consumiendo de una manera brutal. El rumor fue creciendo rápidamente debido a que los cuerpos jamás aparecieron. Ni se velaron, ni se enterraron. Cuando la situación se hizo insostenible la policía interrogó al padre de los muchachos sin encontrar nada. Entonces decidieron buscar a los médicos que habían realizado la autopsia. Jamás dieron con ellos ni nadie supo el paradero, aunque todos juraban haberlos visto en la posada del pueblo un domingo contando sobre la cruel enfermedad.

No había respuestas, las hipótesis comenzaron a fluir. Se dijo que el propio Hermes, padre de los muchachos, enterró en el medio de sus cultivos a sus tres hijos y luego arrojó un puñado de semillas de álamo en cada una de sus tumbas, con el fin de que nadie profanase sus restos. Cuentan que el hombre pensaba que el crecimiento de esos árboles prolongaría la vida de sus hijos ante él. Al poco tiempo todos los cultivos se perdieron y solo quedaron tres álamos que crecían a una velocidad sorprendente alrededor de la casa de la familia.

La historia hasta ahí sería triste… e incluso hermosa, pero con el tiempo cobró un matiz macabro. Mucha gente del pueblo contaba que en realidad Hermes era nigromante y había practicado magia negra con su familia. Sus conjuros asesinaron a su esposa en el pasado y eso mismo había provocado la muerte de sus tres hijos. Plantó los álamos sobre ellos para que jamás pudiesen conocer lo que había hecho con sus cuerpos. Esta versión del mito le llamó mucho la atención a los jóvenes del pueblo de Tunuyán. Y fue entonces cuando comenzaron las desapariciones.

Primero fueron dos primos de apellido López. Luego un grupo de cinco amigos. La policía rastrillaba toda la zona y los vecinos temían que hubiese un asesino serial en el pueblo. Lo que nadie se daba cuenta era que ya no había tres álamos, sino diez.

El temor sumió a Tunuyán en la desesperación. La gente se encerró en sus casas y no dejaban deambular a sus hijos por las calles. Los rastros del último de los desaparecidos llegaban hasta el bosque de Hermes, este fue el detonante para que todo el yugo de la ley cayera sobre él. El pueblo pedía justicia, culpaban a Hermes y solicitaban su encarcelamiento. Este fue el chivo expiatorio perfecto para la deficiente policía zonal. Luego de un breve juicio, Hermes fue confinado a una cárcel al sur del país, aunque jamás llegó ya que se suicidó en la seccional un día antes de su traslado.

La leyenda llegó a la ciudad de Mendoza y despertó la duda en varias personas. Se cree que hay más de catorce casos de desapariciones de personas que tenían como destino Tunuyán y jamás volvieron, aunque a mediados de los ochenta el pueblo hablaba de cientos... como cientos de álamos han crecido en el bosque de Hermes, el bosque susurrante de Tunuyán.