“Amanda, ¿puedes pasear al perro?”, preguntó su mamá.

“Ahorita no. Lo haré más tarde”, respondió Amanda.

“¿Cuándo me ayudarás a decorar la tarjeta de cumpleaños de papá?”, preguntó su hermanita, corriendo en el cuarto de Amanda. “He esperado todo el día”.

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“¡Aún falta una semana!”, replicó Amanda y, suspirando, ni siquiera volteó a verla. “Podemos hacerlo mañana”.

Más tarde, también apareció su hermanito. “Amanda, ¿puedes leerme un libro?”, preguntó. “Me encanta cuando lo haces. En especial si es una historia de piratas”.

“Ahora no me provoca. Quizás otro día”, dijo Amanda.

Las horas se convirtieron en días y Amanda no cumplía sus deberes. Cuando su padre cumplió años y ella no hubo preparado la tarjeta, pensó, no importa. Le haré una el próximo año.

Amanda no encontraba el tiempo para hacer nada. Siempre estaba ocupada incluso para jugar ajedrez —un juego que le apasionaba.

Y así hubiera seguido, hasta que un día ocurrió algo extraño...

Sonó la alarma a las siete, como de costumbre.

Amanda abrió sus ojos y la ventana, pero fuera estaba oscuro. El reloj debe estar descompuesto, pensó, y se acostó de nuevo.

Despertó otra hora más tarde, pero aún era de noche. Algo extraño ocurría y ella no sabía cómo explicarlo.

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Amanda se levantó de la cama, sintiendo que había dormido más de lo habitual.

Caminó hacia el cuarto de sus padres y lo encontró vacío. También revisó el de su hermana y no la encontró, y lo mismo pasó al buscar en el cuarto de su hermanito, en la cocina, la sala de estar y en el baño. No había un alma en casa.

Amanda corrió a su cuarto y abrió la ventana hacia el cielo nocturno.

¿Dónde está mi familia?, pensó, y las lágrimas brotaron.

De repente, escuchó una voz desconocida. “Sé qué te ocurrió”, dijo.

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Amanda se estremeció y observó a su alrededor, pero no había nada. “¿Qué? ¿Quién eres?”, preguntó.

“Mira arriba en el cielo. Aquí estoy”, dijo la voz.

Amanda observó el cielo desde su ventana y vio a la luna sonriéndole. ¿La luna me habla?, pensó confundida.

“¿Qué me pasó?”, preguntó Amanda.

“Estás en un mundo donde solo existe la oscuridad”, replicó la luna. “Aquí llegaste después de malgastar tu tiempo”.

“No entiendo”, susurró Amanda.

“El tiempo perdido es recolectado en botellas de cristal para ser llevado al Árbol del Tiempo”, explicó la luna. “Se ubica en el bosque mágico, donde el sol siempre brilla. Hay botellas de distintos tamaños en el árbol, porque algunos desperdician mucho tiempo y otros, un poco.

“¿Eso significa que no volveré a ver a mi familia y amigos?, respingó Amanda. “¿Qué debo hacer?”.

“Solo puedes hacer una cosa para recuperar tu tiempo”, dijo la luna. “Necesitas llegar al Árbol del Tiempo y encontrar la botella que contiene tu nombre. Entonces, ábrela y viértelo”.

Amanda estuvo a punto de responder “lo haré mañana...” cuando la luna continuó, “debes partir ya. Si no destapas la botella en las próximas cinco horas, el tiempo permanecerá por siempre en el árbol y quedarás atrapada en este mundo”.

“¡Estoy lista!”, gritó Amanda. “Per, ¿cómo llego al bosque?”.

“Te mostraré el camino”, replicó la luna. “Lleva tu reloj y sígueme”.

Amanda ajustó la correa del reloj a su muñeca, agarró su mochila y dejó la casa para encontrar su tiempo perdido.

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Las calles estaban oscuras y vacías, solo alumbraba la luz de la luna su camino.

Mientras Amanda caminaba calle abajo, encontró algo bajo un banco. Parecía una caja envuelta en papel marrón. Lo tomó y descubrió un libro con una nota adherida en la que se leía: Para Amanda.

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“¿Para mí?”, se preguntó. Amanda se sentó en el banco y empezó a leer.

Se trataba de una historia sobre piratas que zarpaban al océano en busca de tesoros —el mismo libro que su hermanito le había pedido que leyera. Cuando terminó de leer, empezó a llorar. Se dio cuenta de lo mucho que se había perdido al no leer junto a él.

“Amanda, debemos seguir”, la llamó la luna. Amanda cerró el libro rápidamente, lo guardó en la mochila y continuó.

Después de caminar un poco más, llegaron a un laguito. Ella se dio cuenta de que había una gran canasta cerca del agua, con una notita en la que se leía: Para Amanda.

Vio dentro de la canasta y encontró brillantes papeles de colores, marcadores llamativos y hermosas calcomanías.

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“¡Es para la tarjeta de papá!”, exclamó Amanda, y empezó a trabajar de inmediato.

Cortó el papel y lo coloreó, lo dobló y siguió coloreando. Mientras trabajaba, Amanda recordó todo el tiempo que solía pasar en familia y lo divertido que era.

Vio el reloj y se dio cuenta de que solo le restaban tres horas antes de quedar atrapada en ese mundo. “Okey, Luna, ¡sigamos!”, dijo Amanda, y guardó la tarjeta en su mochila.

Ahora, Amanda avanzaba rápidamente. Durante el camino, pensó en cuánto podría cambiar cuando recuperara su vida.

“Practicaré más el ajedrez y jugaré con mis hermanitos. También quiero leer muchos libros y...” Perdida en sus pensamientos, no se dio cuenta que había pasado dos horas desde que llegaron al bosque.

“Debo despedirme”, dijo la luna. “No puedo entrar en el bosque, así que, desde este punto, continúa sola.”

“¡Gracias por la ayuda!”, dijo Amanda. Respiró profundo y se adentró en el bosque.

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Mientras más se adentraba, lo oscuridad se disipaba y el sol comenzaba a brillar. Amanda estaba tan emocionada que empezó a correr hasta que divisó la forma de un gran árbol en la distancia.

De repente, notó a un anciano con una tabla de ajedrez sobre una roca, a un lado del camino. Él no le prestó atención a Amanda cuando se acercó, seguía viendo su tabla.

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“Hola”, le dijo Amanda.

“Hola, hola”, respondió el hombre sin voltar a mirarla. “¿Quieres jugar conmigo?”

“Estoy apurada, disculpe”, dijo Amanda. “Quizá más tarde.”

“Sí, claro, más tarde”, dijo el anciano. “Eso solía decir yo. Siempre procrastiné hasta que un día me di cuenta de que mi vida había pasado sin mí. Solo ahora entiendo de qué me perdí. Deseo recuperar el tiempo y dedicarme a hacer las cosas que me encantan”.

“¿Sabes jugar ajedrez?”, agregó el anciano.

“¡Sí”, exclamó Amanda emocionada. “Me encanta jugar ajedrez. Incluso gané un campeonato en la escuela”.

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“¡Bien por ti! Entonces, debes practicar todos los días”, dijo el anciano, sonriéndole.

Amanda vio el suelo. “No”, dijo. “Casi siempre estoy ocupada”.

“Juguemos una partida rápida”, dijo el anciano.

Amanda se sentó en la roca y empezó a jugar. Mientras jugaba, recordó cuánto extrañaba jugar al ajedrez.

Al final, el anciano le dio un apretón de manos a Amanda. “Gracias por el juego, eres muy buena”, dijo. “Pero, ahora, debes apresurarte. El tiempo es lo más preciado que tenemos, no querrás perderlo. ¡Corre! ¡Corre aprisa!”

Amanda corrió lo más rápido que pudo. Finalmente, alcanzó el gran árbol en el que estaban apiladas millones de botellas.

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Cuanto gente ha malgastado el tiempo, pensó Amanda con tristeza. ¿Cómo podré encontrar mi botella? Corrió alrededor del árbol, intentando encontrar su nombre. Había muchos, pero ninguno era el suyo.

Amanda revisó la hora. ¡Solo le quedaban quince minutos! Corrió de nuevo alrededor del árbol. Su corazón empezó a palpitar rápidamente y sus pies le dolieron, pero continuó buscando.

Unos minutos más tarde, Amanda se sintió mareada de tanto correr y cayó al suelo. Lloraba al pie del árbol.

“¡Esto es todo!” lloró desconsolada. “¡No podré encontrarla!” Lamento tanto haber desperdiciado mi tiempo.

Pensó en su viaje hasta el árbol: el libro que leyó, la carta que decoró y el anciano con quien jugó ajedrez. Recordó las últimas palabras del hombre: “El tiempo es lo más preciado que tenemos”.

“Aprovecha cada minute”, se dijo a sí misma. “¡No me rendiré! ¡Aún tengo algunos minutos!”

Se levantó y buscó alrededor del árbol de nuevo. De repente, la luz solar iluminó una de las botellas y su reflejo deslumbró a Amanda. Ella cerró los ojos por un momento y se alejó de la luz. Luego los abrió y volvió a ver la botella.

Era una botella verde con el nombre ‘Amanda’ escrito en ella.

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Estaba tan feliz que casi no podía respirar. Estiró su brazo y la tomó del árbol.

“Nunca olvidaré esto”, susurró Amanda, y abrió la botella...

Sonó la alarma del reloj a las siete. Amanda abrió los ojos, giró sobre su espalda y miró hacia la ventana. El sol brillaba.

¡Qué sueño tan extraño!, pensó Amanda.

Saltó de la cama y corrió a la cocina. Su madre preparaba el desayuno y su papá volvía de pasear al perro. Sus hermanos aún dormían.

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“¡Mamá, papa, tuve el sueño más extraño!”, gritó Amanda, corriendo hacia ellos. Luego se detuvo a preguntarse, “¿o no fue un sueño?”

Desde ese día, Amanda más nunca despilfarró su tiempo y aprendió a usarlo sabiamente.

¿Y ustedes, niños?

¿Qué pueden hacer ahora en vez de dejarlo para mañana?