CAPÍTULO 10

Me parecía imposible, pero la ciudad se desintegra cada vez más a medida que nos adentramos en ella. Edificios sin paredes, calles partidas por la mitad, chozas construidas con restos de chapa metálica y plásticos. Es muchísimo peor que en la película, incluso peor de cómo me lo imaginaba al leer el libro. Y la peste no hace más que aumentar. Me tapo la nariz con la manga, a modo de filtro de aire, y veo que Katie y Alice hacen lo mismo.

Ojeo el interior de las chabolas y de vez en cuando atisbo algún movimiento: madres alimentando a sus bebés, padres cortando trozos de madera que han encontrado por ahí. Me asalta la idea de que todos estos impes, igual que Ash, tienen una historia detrás, una vida sobre la que no escribió Sally King. ¿Cómo es posible esto, entonces? ¿Acaso King escribió todos los detalles de cada impe antes de morir o es que este mundo ha brotado directamente de su imaginación?

—¿Me cuentas tu historia, pues? —me pregunta Ash—. ¿Qué hace tu hermano pequeño en el puente roto?

Las palabras «hermano pequeño» desatan la culpa en mi interior; ya se me había olvidado por qué lo dejé en la taberna, por qué no lo elegí a él.

—¿Violet? —la preocupación en la voz de Ash hace que me brillen los ojos.

—Si te lo dijera tendría que matarte.

—Tu historia se está volviendo cada vez más fascinante, ¿no? —ríe—. Viajera en el tiempo, asesina...

Nuestros brazos se rozan al caminar. Ash parece contentarse con no cotillear, feliz de acompañarme, apoyando su brazo en el mío con complicidad.

Los monos reglamentarios se ven cada vez menos. Los impes de paisano parecen muy delgados y desesperados incluso para ser impes. Ojos hundidos, pómulos angulosos, dedos como ramitas. Lo recuerdo del canon: los impes que trabajan en Los Pastos viven más cerca de las puertas de entrada y son los que gobiernan la ciudad. Son los que reciben una pequeña paga y tienen comida y ropa. Pero los impes de cerca del río parece que coqueteen con la muerte y tienen los labios teñidos de azul.

El sol se va deslizando hacia abajo en el cielo. En casa es primavera, el aire es templado y entra fácil en los pulmones. Aquí es casi otoño y el frío empieza a colárseme por debajo de la túnica y a calarme los huesos. Durante un instante me pregunto qué hora será en casa, si mis padres habrán puesto la mesa para cenar, esperando a que Nate y yo volvamos de la Comic-Con. Me imagino sus caras, nerviosas al ver que va pasando el tiempo, y se me hace un nudo en la garganta, como si me hubiera tragado una esquirla de metralla.

Noto un cambio en el aire y se levanta un viento que trae un penetrante olor a pescado y albañal.

—Nos estamos acercando al río —dice Ash—, tengo que volver a las puertas de la ciudad. Si corro aún podré coger el último bus. —Me rodea el codo con la mano y es como si me tocase el sol—. No me gusta ni un pelo dejaros aquí: casi os cuelgan en la parte buena de la ciudad.

—¿Esa era la buena? —dice Alice.

Ash sonríe con esa sonrisa suya de medio lado.

—Seguid caminando hacia el sur y llegaréis al río enseguida. Pero no os acerquéis a los rebeldes, ¿vale? Os traerán problemas. Ya sé que luchan por una causa justa, la emancipación de los impes y tal, pero son una panda de cabrones. Son implacables: matarían a su abuela si pensasen que es una gema. —Señala a Alice con un gesto fugaz—. Y os va a costar Dios y ayuda convencerlos de que aquí a Bigfoot no le han manipulado las hélices.

—Por Dios —suspira Alice—, ¿podéis dejar de hablar todo el rato de lo bien que estoy?

Se da la vuelta para marcharse y me planta un beso en la mejilla. Me brota una sensación extraña en el estómago, como un retortijón de deseo.

—Gracias —le digo.

Ladea la cabeza y me sostiene la mirada un momento con esos increíbles ojos azul escarcha. Luego se da la vuelta y se marcha corriendo.

I need a hero —Katie canta lo bastante alto para que la oiga.

—Que te den —replico.

Alice se sube al carro.

I’m holding out for a hero till the end of the night.

—¡Venga ya, tías, parad!

Katie se lleva las manos al corazón y echa la cabeza atrás:

And he’s gotta be strong, con un buen pirulón...

Nos echamos a reír, ruidosamente, como si estuviéramos en casa, tiradas en el sofá, viendo telebasura y lanzándole insultos y palomitas a Simon Cowell. Pero nuestras risas suenan tan fuera de lugar en este extraño mundo de hormigón como el canto de un pájaro en una zona de guerra, y se van apagando hasta morir en el silencio.

—Habrá que seguir andando —dice Alice.

Muevo los pies como respuesta, de vuelta a la monotonía del asfalto bajo la suela de mis botas.

—Alice —digo y ella refunfuña—, ¿cuando escribes tus fanfics le das a cada impe una historia de trasfondo?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Es que... —Intento ordenar ideas—. Ash tiene una historia muy completa de la que yo no sabía nada en absoluto, y la mayoría de los impes que he visto no están en la novela ni en la peli... —dejo la frase sin acabar.

—Eso sí que es raro —dice Katie.

—Ya sé lo que quieres decir —asiente Alice—, pero no creo que los fanfics sean la respuesta. Me da en la nariz que Nate tiene razón.

—¿Es un universo alternativo?

Alice se ríe en un susurro.

—Esto es una locura.

—¿Y ahora qué es lo que pasa? —pregunta Katie.

Alice se tira del pelo trasquilado, como si intentara hacerlo crecer.

—Seguro que ahora lamentas no haber estado atenta a la exposición de Violet.

—Sí que estuve atenta —dice Katie, mirándome con la preocupación dibujada en sus limpios rasgos—. De verdad que sí, Violet. Pero es que aquí todo es una ida de olla tan grande que no consigo acordarme de nada. Y antes dijiste no sé qué de que nos perseguía el canon, así que no vendrá mal repasarlo.

—Entonces a ver si tratas de leer algo que no sea Dickens —dice Alice.

—Pues Saskia y Matthew llevan a Rose a conocer a Thorn al cuartel general rebelde —la corto—, que es hacia donde vamos, para buscar a Nate. Luego Thorn lleva a Rose a ver a Baba.

—¿La zombi adivina? —pregunta Katie.

Asiento.

—Baba lee la mente de Rose y le dice a Thorn que será la que salve a los impes.

—Con amor y un sacrificio desinteresado —añade Alice. Es incapaz de resistirse a meter baza, pero yo sigo.

—Así que Thorn le confía a Rose la misión rebelde más importante hasta entonces: la misión Harper.

—¿Y así conoce a Willow? —quiere saber Katie.

Alice asiente y suspira.

—¡Ay, Willow! Y pensar que estamos respirando el mismo aire, que nos cubre el mismo cielo...

Me recorre el mismo escalofrío de emoción que cuando estábamos en la Comic-Con pensando en Russell Jones. Con tanta conmoción y preocupación por Nate me había olvidado de Willow por completo.

La calle se va ensanchando. A ambos lados solo quedan las sombras de los cimientos de los edificios bombardeados. Las malas hierbas brotan entre las grietas del asfalto y durante un instante ese poquito de verde me hace sentir cierto alivio. Entonces los veo. Cardos. Cientos y cientos de cardos que se abren paso entre las baldosas del suelo, acomodados entre los huecos de los ladrillos, asomando por detrás de las pilas de escombros.

—El símbolo de los rebeldes —digo.

—«Córtanos y renaceremos más fuertes» —recita Alice con voz algo soñadora, como si estuviéramos en el cine viendo la película.

—Está claro que hemos llegado —digo, asintiendo.

Rose recorrió este mismo camino con Saskia y Matthew para conocer a Thorn. La emoción que le había producido su primera misión empezaba a desvanecerse y los nervios comenzaban a apoderarse de ella. Recuerdo que, al ver los cardos, dijo: «¿Thorn tiene tantas espinas como su mala hierba preferida?». Saskia la miró sonriendo y respondió: «Tiene más».

Ahora parece ridículo que Rose estuviese nerviosa. No había echado por tierra la misión de la bomba cardo, no había perdido a su hermano pequeño ni había sido transportada a otro universo. La esquirla de metralla reaparece y vuelvo a tener ganas de vomitar.

Alice debe de pensar lo mismo que yo porque me estruja la mano.

—En realidad no tiene tantas espinas; acuérdate de que se enamoró de Ruth.

—¿Quién es Ruth? —pregunta Katie.

Alice me mira:

—Cuéntaselo antes de que la mate.

—Es una parte muy importante de la historia de fondo de Thorn —le digo—. Fue el amor de su vida años atrás, cuando tenía nuestra edad, pero la colgaron en el baile antes de que pudieran escaparse juntos para casarse. Thorn no se recuperó nunca.

—¡Qué trágico! —exclama Katie—. Pobre Thorn.

—Sí. Y ver al amor de su vida ahorcado a manos de los gemas le vino de vicio para lo de sus problemas de control de la ira. Es un psicópata brutal.

Alice suelta una risotada.

—Es «b-RUT-al», ¿lo pillas?

Katie esboza media sonrisa.

—Tendría gracia si solo hablásemos del libro.

Yo no puedo ni forzar media sonrisa al pensar que mi hermano podría estar en el cuartel general con Thorn.

—Es verdad, perdón —masculla Alice.

Seguimos avanzando hacia el sur, con el sol poniente siempre a la derecha. Cada vez se ven más cardos, el hedor de pescado podrido se hace abrumador y, por fin, vemos la iglesia. Se levanta entre la devastación, maltrecha y deslucida, pero casi intacta; una prueba de la intervención divina, según el libro.

—Nate. —Echo a correr hacia la iglesia.

El asfalto se comba y está erosionado en el abrupto final de la calle. Freno en seco. La expresión «puente roto» se queda en nada: el puente no está roto, es que no está. Los bombardeos lo han reducido a nada. Verlo en la realidad y no en la pantalla de la televisión desde la comodidad de mi casa me deja sin aliento. Miro hacia el río y no veo un solo puente; el agua divide la ciudad en dos. El horizonte no está iluminado por edificios de proporciones armónicas, ni hay luces reflejadas en el agua como farolillos en un lago; solo quedan las ruinas abruptas de lo que un día fue. No puedo evitar sentir la pérdida de la ciudad que conozco y quiero.

Katie y Alice me alcanzan.

—Dios bendito —susurra Katie.

Tengo la necesidad urgente de caer de rodillas y echarme a llorar, pero pienso en Nate, en que es posible que esté con Thorn en este momento, y recobro las fuerzas. Trago una bocanada de aire con olor a pescado y sigo corriendo hacia la iglesia.

—¡Frena, Violet! —me grita Alice.

Pero no me paro. Salto por encima de piedras y grietas y cardos y la cada vez más intensa peste a alcantarilla y pescado me llena los pulmones.

Me adentro en las sombras de la iglesia y la temperatura del aire cae un grado o dos. Aquí estoy: en el cuartel general rebelde. Sin el redoble de los tambores ni el estrépito de los violines en los oídos parece un lugar bastante apacible. Está inspirada en la iglesia de San Magno Mártir, una iglesia real que visité con Alice después de ver la película. Han sustituido las ventanas circulares como ojos de buey por trapos y plásticos y falta parte del tejado, pero sin el fondo de las torres que la rodeaban ni el destello azul de cristal de The Shard, la iglesia parece más grande, más imponente.

Ante mí tengo las puertas de madera, sólidas y cerradas. Empujo el picaporte de metal, pero está cerrado por dentro. La emprendo a puñetazos con la madera al grito de «¡Nate!».

Alice me agarra las manos e intenta hacer que me calle.

—¡Violet! ¿Estás loca? No puedes aporrear la puerta de los rebeldes. ¡Te van a matar!

Aporreo más fuerte.

—¡Nate! ¿Estás ahí?

Katie y Alice intentan llevárseme a rastras, pero la adrenalina me llena de fuerza.

—¡Para ya, loca! —dice Alice—. ¿Pero tú te acuerdas de cómo es Thorn? ¿Te acuerdas de que le arrancó el cuero cabelludo a un gema por insultar a su novia muerta?

—Sí, mejor no cabrear al psicópata ese —añade Katie.

Vuelvo a ser presa del pánico, me oprime el pecho como una serpiente, me aplasta el corazón.

—¿Y si el psicópata tiene a mi hermano?

Apoyo las manos en la madera, cierro los ojos e intento sentir a Nate. De pronto es como si mi cuerpo se rindiera: se me cierra la garganta, se me congelan los pulmones, la mente se queda en blanco, y al final los brazos se me desploman y pego la mejilla a la puerta. Está fría y áspera y es real. Deseo poder fundirme con ella pero la puerta tiene otras ideas. Se abre una rendija y me aparto. Por el resquicio veo asomarse la cara de una mujer, una cara con una mancha inconfundible en la frente: es Saskia.

—Nos habéis encontrado —susurra.

Sin que me dé tiempo a meter el pie por el hueco sale como una flecha y cierra tras de sí. Intento esquivarla, pero me inmoviliza con un extraño abrazo. Me quedo tan sorprendida, tan desesperada, que dejo los brazos muertos.

—Estábamos preocupados por vosotros —dice.

—¿Está bien Nate? —trato de rodearla, pero no se mueve.

—Claro que está bien.

Me siento como si me hubieran lanzado al aire, muy alto, como si flotara en el punto donde ya no se puede subir más, en el cenit de mi arco, con la cama elástica debajo, esperando a que la gravedad haga efecto. Suspendida, ingrávida. Libre.

—¿De verdad? —susurro.

—Sí, está bien. Está conociendo a los rebeldes. Entrad, os enseñaré el cuartel.

—Esto no me gusta ni un pelo —dice Alice—. ¿Cuándo has sido tú tan amable con nosotras?

Saskia la fulmina con la mirada.

—Cállate, princesa.

—Alice tiene razón —dice Katie—. Aquí pasa algo raro.

Me enjugo las lágrimas con la manga y me echo a reír. Es una especie de gorjeo extraño y tembloroso impropio de mí.

Saskia se aparta y hace un gesto hacia la puerta.

—No tenéis más que entrar —dice, sonriendo.

Me siento extraña, como si ya no tocara el suelo con los pies, pero le ordeno al cuerpo que se mueva. Katie se coloca a mi lado, estrechándome la mano, y no me doy cuenta de que Alice se queda atrás, suplicándonos con voz temblorosa que no entremos.

La iglesia es un espacio amplio y abierto. Unas elegantes columnas se alzan hacia el techo pálido y festoneado y el sol del atardecer se derrama a través de los ojos de buey y se cuela por los agujeros de los trapos, tamizado y suavizado por los plásticos. No se ven bancos, solo filas y filas de escritorios. Se parece mucho a la versión cinematográfica, pero algunos detalles lo hacen extraño y nuevo: el olor de la piedra embebida de incienso; el polvo en suspensión, como motitas de oro; las losas de piedra que piso. La piel se me perla de sudor.

—¡Violet! —es la voz de Nate, que llega corriendo con los brazos estirados y casi me tira al suelo con la fuerza de su abrazo.

No deja de repetir mi nombre, pero no parece contento, sino aterrorizado.

Es entonces cuando veo a los demás impes. Ocultos en las sombras, sonriendo y con las armas en ristre, como si llevasen regalos. Pero no llevan regalos, llevan armas de fuego y todos los destellos de metal que veo me apuntan a la cabeza.

De entre los rebeldes surge una torre humana: Thorn. Lleva su parche característico y, tal vez por lo intenso, por lo inquisitivo, el otro ojo parece hacer el trabajo de los dos. Nos muestra una sonrisa perfecta, como una cuadrícula, cuya belleza me coge con la guardia baja. Impresiona incluso más que el actor de la película, es aun más formidable. Tiene la piel del color del azúcar moreno y el pelo tan negro que casi parece azul. Viste distinto: en vez de los pantalones de cuero y el guardapolvos lleva un blazer gris raído y unos vaqueros negros. Así parece mucho menos estereotípico.

Katie me aprieta la mano.

—Ese tiene que ser Thorn.

Asiento. Se acerca a nosotras con un paso tan perezoso como su sonrisa.

—Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? Dos supuestas espías más. Tenéis que explicarnos muchas cosas.

Me observa, y cuando mira a Katie algo le cruza la mirada, algo tierno y vulnerable y que lo asusta al mismo tiempo. Levanta la mano y durante un instante tengo la sensación de que le va a pegar, pero en vez de eso le acaricia la mejilla con el dorso. Katie se aparta de él, sobresaltada, como si la piel de Thorn la hubiera marcado al rojo.

Nate me tira de la faja como si quisiera decir algo, pero lo silencian los gritos de Alice. Un impe la obliga a cruzar el umbral de la puerta.

Thorn recupera su sonrisa perezosa.

—Y aquí la tenemos: la gema que dice ser una espía impe.

Alice intenta decir algo, mi nombre, creo, pero los impes apagan sus palabras al rodearla, le inmovilizan los largos brazos detrás de la espalda y la obligan a arrodillarse.

—¡Alice! —Intento con todas mis fuerzas llegar hasta ella, pero los impes me arrojan al suelo.

—¡Basta, basta! —grita Katie, tirándoles de las camisas, intentando quitármelos de encima.

Pero Thorn la rodea con sus brazos de gigante y allí me quedo, aplastada contra la piedra, con los ojos clavados en Alice. Me retuerzo y forcejeo y grito como si estuviera poseída, pero no sirve de nada. Y justo antes de que un impe me golpee en la cabeza y todo se vuelva negro, oigo la voz de Saskia:

—Te dije que valía la pena esperarlas.