Me despierto en una habitación pequeña y ocre. Bajo mi cuerpo los listones del suelo son duros e inflexibles, tengo las muñecas y los tobillos atados con cables y un trapo que sabe a alcohol metido en la boca. Consigo sentarme mirando a la puerta, con la espalda apoyada en la pared desconchada y me siento un poco menos indefensa. A mi derecha hay una ventana grande, tan pringada de roña que parece que la hayan tapiado, aunque por ella se cuela un ápice de luz crepuscular, lo que indica que nuestra prisión no es subterránea y eso me hace sentir un poco menos mal.
Alice está sentada a mi lado, noto su calor corporal contra el mío. Nate está frente a mí; la mordaza que le han puesto le contorsiona la boca en una sonrisa fija y extraña y su postura parece indicar que le duele el costado izquierdo. Lo miro a los ojos, hinchados e irritados, y parpadeamos despacio, llorosos. Al menos estamos vivos. A continuación, mi mirada encuentra la de Katie: la misma mordaza, la misma sonrisa inquietante. Me guiña un ojo, pero por la mejilla le corre una lágrima que le intensifica las pecas y muere en la mordaza. Seguro que está pensando que ojalá no se hubiera ido a vivir a Londres, que nunca se hubiera fijado en mí, que nunca hubiera oído hablar de El baile del ahorcado. Siento un pinchazo de culpa y, dando un golpe sordo que me resulta tranquilizador, dejo caer la cabeza hacia atrás hasta que descansa contra la pared. Oigo un zumbido constante, como de un enjambre de abejas, y noto en el ojo izquierdo un pegote de una sustancia parecida al alquitrán; es mi propia sangre, supongo.
No sé cuánto tiempo pasamos metidos en aquel cuarto. Miramos a las paredes, nos miramos los pies, de vez en cuando intercambiamos una mirada de conmiseración y, por supuesto, empiezo a darle vueltas a cómo me he metido en este lío. Empezó con el accidente de la Comic-Con. ¿Fue un terremoto, una bomba, un experimento que salió mal? Cierro los párpados con fuerza y los pensamientos se me enredan unos con otros. Me muero por poder hablarlo con los demás, pero no soy capaz de escupir los trapos.
Decido centrar mis pensamientos en el canon. Aunque podemos cambiarlo parece que siempre acabamos cruzándonos con él. Somos como hilos de una trama que discurren paralelos y que luego se entrelazan para volver a separarse. Así que, en este punto del canon, Rose ha entrado en la iglesia y ha hablado con Thorn del lanzamiento de la bomba cardo en el baile del ahorcado. He visto la escena un montón de veces: la nave central de la iglesia está llena de lamparillas, el cielo se va oscureciendo y los demás rebeldes se van marchando. Thorn intenta averiguar si Rose es la impe adecuada para la misión Harper y es mucho más agradable con ella que conmigo: para empezar, no le pega un porrazo en la cabeza ni la encierra. Desde luego que tiene más espinas que un cardo.
Al final me quedo dormida. Lo sé porque tengo un sueño extraño y confuso que transcurre en la ciudad, pero no en mi Londres, sino en el Londres futuro de los impes. Las paredes derrumbadas, los edificios derruidos, un cielo deprimente delineado por los tejados maltrechos. Grito, a punto de caer del borde de un tonel. El controlador pecoso está a mis pies, me señala, se ríe, echa la bota hacia atrás. Ash grita y me abraza las piernas. Me tumba en el suelo como si me fuese a romper y se inclina sobre mí, creo que para besarme la frente. Sus ojos y el cielo que tiene de fondo son de idéntico color y me da la impresión de que tiene dos agujeros en la cara. Pero de pronto ya no es Ash, sino Nate y se le abre en el pecho un negro abismo.
«Esto me lo has hecho tú, Violet», me dice.
Cubro el agujero negro con las manos, pero no puedo contener el flujo: la sangre me corre por los brazos y me salpica la cara. «Lo siento».
Nate posa los labios en mi piel y susurra, y noto su aliento frío como la nieve. «Si me hubieras cuidado mejor no habría pasado nada de todo eso». Se sienta y parpadea.
«No me dejes, Nate», le digo.
Su cuerpo se transforma en una neblina roja, flota un instante como un retal de gasa con forma de niño, y se dispersa en el ambiente como cenizas. Como vilanos de cardo. Intento cogerlo, dando manotazos impotentes al aire, pero no noto más que unas tenues gotitas y el cada vez mayor espacio que las separa.
Entonces es cuando oigo una voz familiar que se abre paso empujando capas de tiempo y amor y cariño. Mi madre. «No me dejes, Violet». Vuelvo a oler ese aroma limpio y medicinal y un leve rastro de su perfume favorito, de anís estrellado y jazmín. «No me dejes, Violet».
Me despierta el crujido de la puerta. Entran a hurtadillas dos siluetas oscuras que no se definen hasta que encienden la luz del techo. La vista se me adapta enseguida: es Thorn y otro impe, que se me acercan a grandes zancadas.
Thorn se para un momento junto a Katie para observar cómo le tiemblan las pestañas al soñar. Se arrodilla a mi lado y me quita los cables de los tobillos y las muñecas.
—Me han dicho que eres igual que ella.
Espero notar el flujo de sangre en los pies y las manos, pero están muertos por completo, y cuando intento sacarme los trapos de la boca, los dedos chocan torpemente contra mi cara.
—A ver... —dice, Thorn, mientras se inclina hacia mí y me libera de la mordaza. Me sorprende la delicadeza de sus dedos enguantados.
—¿Igual que quién? —logro decir—. ¿A quién me parezco?
—A Rose —responde—. No llegué a conocerla, pero Saskia y Matthew juran que eres como su doble.
Alice farfulla algo bajo la mordaza. Thorn la mira.
—No te preocupes, princesa, que te toca enseguida.
Alice guarda silencio y yo le acaricio un instante la rodilla.
Thorn me tiende una mano. No sé bien qué hacer, así que la cojo. Durante un momento doy gracias de que lleve guantes porque estoy segura de que su carne me abrasaría, como me dio la impresión de que le ocurrió a Katie. Tira de mí para levantarme y me obligo a mirarlo a su único ojo. Me atrapa como un foco reflector.
—Disculpa el trato algo brusco que os hemos dado a tus amigos y a ti. —Vuelve a posar la vista en Katie, que sigue dormida—. Me temo que los años de opresión han logrado embotarnos un poco la humanidad, cosa que esperamos enmendar. Y la muerte de Rose, el fracaso de la misión de la bomba cardo, han afectado a la rebelión: estamos abatidos y confusos. Espero que puedas contestar a nuestras preguntas.
Me mira otra vez. Es aterrador; tan grande, tan poderoso. Pero me niego a dar impresión de debilidad, así que clavo la vista, altiva, en ese penetrante reflector.
—Ven —sonríe—, te enseñaré nuestra humilde morada.
No puedo evitar preguntarme por qué me ha elegido a mí. Supongo que porque me parezco a Rose, o tal vez sea porque el canon me está arrastrando otra vez. Salgo del cuarto detrás de él, echando un vistazo rápido por encima del hombro a Nate, que no mueve la boca, pero parpadea con firmeza, para tranquilizarme, para darme fuerzas.
Bajamos por unas escaleras oscuras. El otro impe va armado con un fusil y me sigue tan de cerca que oigo el estertor de flemas en su pecho. Entramos en la nave principal de la iglesia. Tal como recordaba, la piedra está bañada por el resplandor cálido de cientos de lamparillas; un resplandor que, al no llegar al techo, crea la apariencia de que no hay tejado y solo nos cubre un cielo oscuro y vacío. Casi todos los rebeldes se han retirado a descansar a sus refugios. De pronto siento que soy muy pequeña, salvo por mi corazón, que está tan henchido que parece que me va a partir el pecho en dos.
Thorn se queda mirando una ventana condenada con tablones, e imagino cómo debió de ser en otros tiempos, cuando tenía una vidriera emplomada, cuando era un caleidoscopio de colores. Pero las bombas de los gemas la destruyeron. Bajo la ventana hay una placa con unas palabras grabadas toscamente: «Los simios se convirtieron en impes y los impes en rebeldes: la cumbre de la revolución humana». Lo recuerdo del libro; es un juego de palabras con un antiguo lema de los gemas: «Los simios se convirtieron en impes, los impes en gemas: la cumbre de la evolución humana».
—¿Te gusta nuestro lema? —me pregunta Thorn.
A Rose le hizo la misma pregunta. Las tramas vuelven a entrelazarse.
—Está muy bien pensado —respondo, igual que Rose. Saberme los diálogos me llena de seguridad.
—¿Y nuestra causa? ¿La emancipación de los impes, la igualdad de derechos? —dice, otra vez usando las palabras del canon.
—Vuestra causa es la mía. —Sé que peco de optimista, pero no puedo evitar esperar que si sigo usando las palabras de Rose todo irá bien, que me llevará a conocer a Baba y yo diré que sí, igual que hizo Rose, y luego podré pedirle a Baba que nos explique cómo volver a casa.
Thorn sigue con la vista fija en la ventana condenada. Poco a poco, saca mi móvil del bolsillo de su blazer.
—¿Qué es esto?
Mierda. Las tramas acaban de separarse a lo grande.
—Mi teléfono —respondo, aturdida.
—Saskia cree que es tecnología gema pero no lo es, ¿verdad que no?
—No.
—Es tecnología antigua. Muy antigua. Diría que es impe.
Asiento en silencio.
—¿Podrías aclararme cómo es que tus amiguitos y tú estáis en posesión de tecnología impe antigua?
Trago saliva.
—No me creerías si te lo dijera.
—Eso está por ver.
—Somos impes de la antigüedad. —Suena de lo más ridículo, pero no se me ocurre qué más decir.
Thorn frunce el ceño y se da unos golpecitos en la barbilla con el móvil.
—Tenemos una bromista, ¿eh? —Se mete el teléfono en el bolsillo del blazer—. ¿Y por qué matar a Rose?
El súbito cambio en la conversación me descoloca y tengo que repetirme las palabras en la cabeza para lograr extraerles el significado. Me empiezan a temblar las manos y me clavo las uñas en las palmas.
—No hemos matado a Rose —replico.
—No directamente, es cierto, pero murió porque vosotros estabais allí. Saskia me ha contado que tu preciosa amiga pelirroja alertó a los guardias.
—Lo sé y lo lamento... No pretendíamos que pasase eso.
—¿Y qué hacíais en el Coliseo?
Me quedo mirándolo, paralizada por aquel ojo. En el canon era gris, como una esquirla de pizarra, como la propia ciudad que lo reconcome por dentro. Pero el ojo del Thorn de ahora es azul lavanda... y está lleno de odio.
—¿Y bien? —insiste.
Intento pensar una respuesta ingeniosa, algo que lo ponga de nuestro lado o al menos no haga que nos mate, pero es como si los trapos que me pusieron en la boca se hubieran llevado con ellos todas las palabras.
—No lo sé.
Se me acerca. Un candelabro proyecta una sombra angulosa que le cruza la cara y lo hace incluso más aterrador. Me sujeta la cara entre las manos enguantadas. Siento en la piel el frío del cuero.
—Saskia jura que podrías ser hermana de Rose. ¿Lo eres?
—No —susurro.
—¿Te han enviado los gemas para ocupar su lugar e infiltrarte en la rebelión? —se le endurece la voz.
—¡No, por Dios! Si yo estaba en la Comic-Con...
Deja caer las manos y es como si me hubiera sacado los trapos de la boca otra vez porque las palabras empiezan a salir descontroladas.
—Soy del pasado. Bueno, del pasado no; de una realidad diferente que es vuestro pasado. Por eso tenemos los teléfonos, la tecnología impe. En mi mundo Rose es un personaje de un libro del que hicieron una película. Es una heroína increíble: es valiente, fuerte y hermosa y todo lo que yo no soy. Por eso me puse sus ropas, para fingir que soy como ella, aunque fuese un día nada más.
Se echa a reír.
—¿Crees que no eres guapa?
Digo que no con la cabeza y bajo la vista a sus botas.
Mi vulnerabilidad debe de haberlo irritado porque me agarra por los hombros y me atrae hacia él con un movimiento brusco que apaga varias lamparillas. Unas delgadas líneas de humo se escurren hacia el techo y quisiera ser una de ellas.
—¡Basta de jugar al despiste! —grita—. ¡Dime la verdad o traeré a tus amiguitos y les rajaré la garganta uno por uno y te obligaré a verlo.
—¡No! —Una punzada de dolor me atraviesa la cabeza, una película de sudor me recubre la piel y la carne de rata se me revuelve en el estómago como si todavía tuviera garras y dientes y mala uva. Debo de tener cara de enferma, porque Thorn me sostiene, sujetándome por debajo de los codos.
—Darren —grita por encima del hombro—, trae al crío.
Lo oigo como si estuviera a una distancia inmensa y de pronto siento una extraña desconexión, como si fuese a ver la escena de una película.
—No, Nate no —consigo decir. Pero Thorn ni siquiera me mira.
—Ya me has oído, Darren, trae al chaval.
Darren desaparece escaleras abajo a toda velocidad. Al verlo marchar me sube por la garganta una emoción horrible, informe.
—¡No! ¡No, por favor, haré lo que sea!
Thorn me coge las manos y las aprieta contra mi pecho, como si me obligase a rezar.
—Dime la verdad.
La emoción informe se materializa: es miedo.
—Te digo la verdad, lo juro. No sé qué más decirte. En mi mundo eres un personaje de un libro ambientado en el futuro, una figura distópica... un antihéroe.
Echa la cabeza hacia atrás y se ríe tanto que le veo los surcos del paladar.
—¿Un antihéroe?
Soy consciente de que farfullo, pero creo que la adrenalina me ha reblandecido el cerebro y me ha sobreestimulado las cuerdas vocales.
—Sí, un antihéroe: eres valiente y fuerte, pero también cruel y te ciega la venganza.
Oigo a mi hermano antes de poder verlo: un grito apagado seguido de una serie de golpes sordos cuando Darren lo sube por las escaleras. Nate parece tan joven, tan indefenso, con los ojos desorbitados como un animal atrapado por un cazador. Darren lo empuja, Nate tropieza con sus propios pies y cae hacia delante, incapaz de frenar la caída con las manos atadas a la espalda. Me lanzo hacia él para cogerlo, pero me detiene en seco la boca del fusil que Darren me entierra entre los omóplatos.
—No pasa nada, Nate, te prometo que lo voy a arreglar. —Noto que me caen lágrimas, frías contra la piel.
Thorn se coloca detrás de Nate y le aplasta el torso con un antebrazo musculoso. Con la mano libre se saca una navaja automática del cinturón y la pone en la garganta de Nate.
—¡No, por favor! —apenas reconozco como propio ese lamento agudo de mi voz.
—¡La verdad! —dice Thorn.
Miro el punto donde la navaja se apoya en el cuello de Nate. Veo que su piel, la única barrera que la separa de los blandos tejidos que hay debajo, cede a la presión como un melocotón justo antes de que lo pelen. Estoy a punto de vomitar.
—No le hagas daño, por favor, te contaré lo que sea.
Nate no aparta los ojos de mí y me invade una extraña corriente de tristeza. «Thorn era tu héroe y ahora vas a morir por su mano». Pero Nate en realidad no parece triste, parece decidido, con la mente despejada, como si sus ojos color almendra quisieran decirme algo. «Tengo que pensar como Nate. Tengo que usar la inteligencia».
—¿Qué quieres decir? —grita Thorn—. Dímelo o lo rajaré como a un cerdo.
De pronto algo encaja en su sitio y ya no tengo miedo, porque soy una fanática de El baile y no es que sepa cosas sobre Thorn, es que sé todo lo que le afecta, lo que lo hace reaccionar. Si alguien puede decir algo que nos saque de esta, esa soy yo.
—Ruth... quieres venganza por lo que le hicieron a Ruth, la impe de la que te enamoraste de joven. Los gemas la ahorcaron en el baile por tener una relación con un gema... contigo. —Thorn sujeta a Nate algo menos fuerte y afloja un poco la presión de la navaja, pero yo sigo hablando—. Ya ves que sé cosas que no debería, ¿verdad? Porque las he leído y las he visto. Eres un gema. Y también sé que debajo del parche tienes un ojo sano, que solo lo llevas para disimular la simetría de tus rasgos porque te avergüenzas de ser uno de ellos. Y que cada vez que le das un puñetazo a un gema, o le arrancas el cuero cabelludo o lo matas, en realidad estás intentando acabar con esa parte de ti mismo que odias: la parte gema. Porque en tu interior te culpas por su muerte, porque si no la hubieras amado, seguiría viva.
Mis palabras resuenan en la enorme cámara de piedra, negándose a desvanecerse.
—La hostia —dice Darren, y la presión del fusil en mi espalda cede un poco.
Thorn emite un sonido gutural, como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago. Se me queda mirando, con la expresión congelada entre la incredulidad y el dolor. De su ojo descubierto brotan lágrimas, que también le calan el parche. Levanta la mano en la que centellea la hoja de la navaja a la luz de las velas y, durante un instante en el que se me para el corazón, pienso que va a apuñalar a Nate en la cabeza, pero solo le quita la mordaza.
—¡Baba! —grita Nate. La palabra sale de su interior como el corcho de una botella—. Tenemos que ver a Baba.
Thorn asiente.
—Me parece que sí.