CAPÍTULO 14

Estamos otra vez en la habitación ocre y, aunque nos hemos acurrucado los cuatro, nuestros alientos se convierten en vapor por el frío. Invierto unos minutos en explicar a Katie y Alice mi reciente encuentro con Baba. Me escuchan en silencio. Las marcas rojas que les han dejado las mordazas les llegan hasta las orejas, como una especie de pinturas tribales. Matthew les quitó los cables de las muñecas en un descuido de Saskia y también nos trajo algo de pan a escondidas, y lo devoramos en segundos.

—¿Desde cuándo está hecho Thorn semejante cretino? —Katie se frota los dedos uno a uno para estimular el flujo sanguíneo.

—Es como una especie de versión supermalvada de sí mismo —digo—, igual que Saskia. Pero bueno, es que hemos mandado al garete la misión de la bomba cardo.

—Y, de paso, la misión Harper —añade Nate.

Katie parece un poco incómoda.

—¿Soy la única que ha notado cómo me mira? —Su pálida piel no logra ocultar que se ha ruborizado.

—No. —Alice niega con la cabeza—. Está claro que le molas.

—¡Qué asco! —dice Katie, pero se le forma en la boca una sonrisa tímida: al igual que me pasa a mí, después de vivir a la estilizada sombra de Alice durante cosa de un año, ya no está acostumbrada a recibir atención masculina.

Alicia emite un sonido que se parece un poco a un refunfuño.

—Solo le gustas porque se nota a las claras que eres impe.

Katie entorna los ojos, y sus labios rosados se vuelven blancos de tanto apretarlos. Durante una décima de segundo me temo que van a sacar las garras y pelearse, pero Nate habla antes de que empiecen a volar zarpazos.

—Es porque le recuerdas a Ruth —dice, como si nada.

Nos lo quedamos mirando. Él hace un gesto de indiferencia, como si fuera de lo más normal que un chaval de catorce años tenga más conciencia romántica que tres chicas de diecisiete.

—A ver, no hay que ser muy listo —añade—. ¿No os acordáis de los flashbacks de Thorn en la peli? Ruth era pelirroja de ojos verdes.

Me río, alucinada por no haber caído antes en ello.

—Tiene razón.

—Genial —dice Katie, examinando un mechón de su pelo de imitadora—. El tío más bueno al que le he gustado en la vida es un loco psicópata que lo más probable es que me asesine en la primera cita.

—Bien resumido —dice Nate.

—Podrías sacarle mucho partido, pequeña Ringo nuestra —dice Alice—. No pasa nada por coquetear un poco.

Katie levanta una ceja.

—Eso a ti se te da de miedo.

No soporta que Alice la llame Ringo. Por lo general responde con un grito de «Toco el chelo, no la batería». Nunca tengo claro si se le escapa la relación de los Beatles con Liverpool, o es que se hace la tonta.

—Lo digo en serio —continúa Katie—. Podría salvarte la vida. Ese tío da miedo y nos vendría de perlas que lo tuvieras contento.

Katie se aparta el pelo de la cara, como si así pudiera parecerse un poco menos a Ruth.

—No hay forma humana de obligarme a coquetear con ese comemierda. Es el mal personificado.

—Pues te dio pena cuando te contamos lo de Ruth —protesta Alice.

—Bueno, eso fue antes de que le atizase a Violet en la cabeza, nos tratase como cucarachas, amenazase con matarme y nos encerrase a todos en una celda. —Se queda mirando los listones del suelo y las pestañas se le oscurecen por las lágrimas, como si fuera consciente de pronto de la realidad de la situación.

—¿Estás bien? —Le acaricio la mano.

Levanta la vista y se obliga a sonreír.

—Claro, por supuesto. Entonces, ¿qué pasará cuando llegues a la hacienda Harper? —La voz le cambia a un tono más sensato, como si pretendiese ignorar las lágrimas que le humedecen los ojos.

Alice estira ese cuerpo tan largo que tiene y los pies se le salen de la manta raída, pero conserva el aire de serenidad, como si estuviera tumbada en la playa o algo así.

—Pues Violet llega a la hacienda Harper, conoce a Willow, se hace la misteriosa y la sexy y ¡tachán!... a él se le pone dura como una piedra.

—¡Alice! Que está Nate aquí...

—No debería resultarte difícil, Violet —Nate se limita a sonreír—. Te pareces un poco a Rose y sabes todo lo que tienes que decir.

—Así que sin presiones —farfullo.

—Luego Willow le declara su eterno amor a Violet —continúa Alice—, pero a Violet le da un pedazo de ataque de conciencia y se da cuenta de que no puede traicionar al hombre que ama. Así que echa a perder la misión Harper aposta al decirle a Willow que lo quiere, pero que su sitio está en la ciudad. Lo deja por piedad.

—¿Eso se hace? —pregunta Nate.

—Pues parece que sí —responde Alice.

—Pues hay que ver, la tal Piedad —sonríe Nate—, ya podía meterse en lo suyo.

—No me refería a eso, lo sabes perfectamente —dice Alice.

—¿Podrías contar la historia con Rose y no conmigo? —le pido, sin saber qué hacer con las manos—. Es que no me siento todavía... preparada para verme como ella.

—Pues más vale que te vayas sintiendo preparada pronto —replica.

—No pasa nada, Violet —me sonríe Katie—. ¿Verdad que no, Alice?

Alice asiente, decidida a no permitir que Katie sea la amiga buena.

—Claro, por supuesto. Pero bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí, lo de dejarlo por piedad. Es trágico, se te rompe el corazón. Esa noche Rose cruza la frontera y vuelve al cuartel general rebelde para decirle a Thorn que ha fracasado y que no le gusta a Willow. Lo hace para que los rebeldes no vuelvan a ir a por él.

—Ahí es donde la trama llega al punto de inflexión del que hablaba la señorita Thompson.

—Bastante noble de su parte —dice Katie.

—Rose es... perdón, era muy noble —replico, triste.

Alice me ignora.

—Pero Willow no se rindió. Se disfrazó de impe y cruzó la frontera siguiendo a Rose hasta la ciudad y el cuartel general rebelde. ¡Fue tan valiente y heroico! Pero los rebeldes lo pillaron espiando por la cerradura de la iglesia.

Katie suelta una risotada.

—Eso suena más a tonto que a valiente.

—¡No te metas con él! —le riñe Alice.

Nate se queda pensativo un momento.

—Podemos influir directamente en las cosas, eso está claro, pero ¿cómo conseguimos que la gente haga lo que queremos? Por ejemplo, ¿cómo nos aseguramos de que los rebeldes pillen a Willow?

Tras una larga pausa, respondo.

—Baba me dijo que la historia quiere llegar a su final, que el canon nos arrastrará o algo por el estilo.

—Sí —dice Katie, algo desconcertada—, hasta tú misma has comentado que el canon nos persigue. Pero no tiene sentido; nosotros deberíamos ser una especie de mariposa gigantesca que bate las alas y lo desbarata todo.

—¿Pero tú de qué hablas? —le suelta Alice.

—Por Dios, Alice, del efecto mariposa —tercia Nate—. Ya sabes, lo de que una mariposa bate las alas y causa un huracán al otro lado del mundo.

Alice no parece entenderlo del todo.

—Eso es de una peli, ¿verdad? A mi madre le gusta porque sale Ashton Kutcher.

Asiento y sonrío para animarla. Cuesta aceptar que un crío de catorce sepa más que tú.

—Pues nosotros somos la mariposa —dice Nate—: batimos las alas y lo alteramos todo solo con respirar.

—Pero no lo somos —lo corto—, eso es lo que estoy tratando de deciros, que el canon nos arrastra una y otra vez: el canon quiere que la historia llegue al final que le corresponde.

—Sea como sea —añade Nate—, deberíamos ceñirnos al canon todo lo posible para evitar correr riesgos.

Nate y yo asentimos. Asiente incluso Alice.

Pero Katie no está tan convencida.

—No sé, chicos. ¿De verdad pensáis que la cosa será tan fácil? ¿Que si nos atenemos al guion todo encajará por inercia?

—Sí —contestamos los tres al unísono.

—¿Qué otras opciones tenemos? —pregunta Nate.

Atenerme al guion me proporciona un alivio increíble: me gustan los planes, me gustan los cronogramas, me gusta lo previsible. Y en este universo alocado, sucio, demente, tener un guion en la cabeza, una trama perfectamente estructurada, me da seguridad.

—A ver, recordadme el plan al que nos tenemos que ceñir —dice Katie.

Nate se da una palmada en la cabeza.

—Joder, Katie, tienes que ver la película de una vez.

—¿Tú ves por aquí algún cochino DVD? Porque yo no —replica.

Retomo la historia donde la ha dejado Alice. Es lo único que me mantiene cuerda ahora mismo.

—Así que, después de capturar a Willow, los rebeldes asaltan un burdel impe...

—¡Un burdel! —exclama Katie—. Yo pensaba que era un libro para críos.

—Novela juvenil —aclara Alice.

—Los rebeldes asaltan un burdel impe —continúo— y los tortolitos usan esta distracción para escapar.

—¿Entonces Willow perdona así como así a Rose que no le haya contado que era una rebelde? —pregunta Katie.

—Sí, porque sabe que al final había intentado protegerlo.

—¿Y qué pasa después? —pregunta, inclinándose hacia mí, incapaz de ocultar su interés; y durante un instante me parece que estoy otra vez en clase de la señorita Thompson, haciendo aquella exposición. La vida es normal; estoy en casa. Sonrío—. Rose y Willow bajan a las alcantarillas abandonadas, se pierden un poco pero acaban saliendo y encuentran un todoterreno militar antiguo. Conducen hasta el río e intentan cruzar en bote hasta la tierra de nadie.

—¿La tierra de nadie? —me interrumpe Katie.

—Son franjas abandonadas de ciudad y de campiña en la que no hay impes ni gemas. Pero no logran llegar. Las autoridades gema los encuentran en su barquita y se los llevan.

—¿Veis? Os lo dije en la Comic-Con: el gobierno siempre es el malo en las distopías. Es tan predecible...

—Katie, céntrate —la corta Nate.

Voy directa al final, evitando la temida palabra «ahorcamiento».

—Entonces Willow declara su amor por Rose en el baile del ahorcado y se gana a la multitud. Derriban el patíbulo y empieza una revolución.

—¿Cuánto falta para el siguiente baile? —pregunta Katie.

—Una semana justa —responde Nate.

—¿Una semana? —exclama Katie, incrédula—. ¿Todo esto pasa en una sola semana?

Los tres asentimos. Katie tiene razón. Ahora suena tan ridículo que de pronto me siento incapaz. ¿Cómo voy a hacer que ocurra todo eso? Yo no puedo ser como Rose.

Katie menea la cabeza con estupor.

—Hay que ver lo rápido que se enamora la gente en las distopías para chicas...

—Es una historia distópica de amor —protesta Alice.

Nate da su visto bueno asintiendo con entusiasmo.

—¡Es tan romántico! —suspira Alice—. Como cuando Rose le deja una rosa a Willow en el alféizar en lugar de decirle su nombre.

—Y cuando hace de camarera en el baile de presentación en sociedad de Willow —dice Nate—, y esperan hasta que se han marchado todos los invitados y...

—Bailan sin música —terminan la frase juntos.

—¡Por el amor de Dios! Seguís comportándoos los dos como si esto también fuera un libro o una película. Pues ya no hay libro que valga, ahora esta mierda es la realidad.

Se hace el silencio y mis palabras parecen retumbar por el cuarto ocre.

—¿Y después de eso podremos volver a casa? —pregunta Katie al fin, con la voz tan anhelante que me rompe el corazón.

—Siempre y cuando cierre la historia, tal como la escribió King —asiento—, para que se destruya el patíbulo y nazca la revolución.

—¿Y estás segura de que este universo nos liberará cuando te ahorquen? —dice Nate con expresión constreñida—. Porque de lo contrario, te van a ahorcar y punto; eres consciente, ¿no?

—¿Queréis dejar todos de decir «ahorcar»? —Me doy cuenta de que me estoy agarrando el cuello—. A partir de ahora está prohibido decirlo. ¿Vale?

Uno tras otro asienten con la cabeza.

—Entonces arregla el canon. Siempre has querido ser Rose, ¿no? —dice, mordiéndose el labio inferior que, sin una gota de brillo de labios, parece más fino de lo habitual.

—No puedo ser Rose —murmuro—. Ella es tan... flipante.

Katie me pone una mano en la rodilla.

—¿Qué hay en un nombre? —me susurra.

—¿Eh? —dice Alice.

Katie pestañea, incrédula.

—«Una rosa con cualquier otro nombre...».

—¿De verdad te pones a citar a Shakespeare en un momento como este? —exclama Alice.

—Lo siento mucho, pero One Direction no me pareció lo más adecuado. A lo mejor debería haber citado a Justin Bieber...

—¡Parad las dos! —les grito.

Alice me acaricia el brazo.

—Lo siento, Violet, pero intenta ser positiva. Vas a ser Rose... Vas a... —dice, subiendo y bajando las cejas.

Se me tensan los músculos.

—Creo haber dicho que no mencionaseis la palabra que empieza con A.

Se echa a reír.

—No, tonta del culo, ¡vas a besar a Willow!

Se me escapa el aliento de pronto y me mareo un poco, como la primera vez que monté en tiovivo, con el viento soplándome en la cara, el pelo volando y los nudillos blancos de apretar la barra de metal. Me acuerdo de que le suplicaba a mi madre que lo parara, pero a la misma vez deseaba que el caballito de madera corriese cada vez más. Así me siento ahora: aterrorizada y exultante, incapaz de quitarme de la cara la sonrisa gigantesca que se me ha colgado de oreja a oreja. Me había centrado tanto en la parte de morir que se me habían olvidado por completo los besos.

Alice sonríe:

—Acuérdate de lo cachas que está Ash en este universo. ¡Imagínate lo bueno que estará Willow! Se te van a salir los ojos. Te odio un poquito ahora mismo —se ríe, pero la risa suena vacía, no tengo claro si por las paredes desnudas o porque lo hace sin ganas.

A la mañana siguiente, Matthew nos lleva a Nate y a mí a una pequeña sacristía. Dentro huele a humedad y a cerrado, como si no hubiera entrado nadie en mucho tiempo. Ya sé lo que va a pasar: nos van a hacer tatuajes de esclavos, igual que se lo hacían a Rose. Los hilos de nuestras historias vuelven a entrelazarse y a ser uno, lo cual es algo bueno; cuanto más pase, más posibilidades tendremos de volver a casa.

Saskia se encarama a una chaise longue andrajosa con una aguja en la mano y un bote de tinta en la otra.

—Trae aquí ese cuello. —Ni siquiera se digna en levantar la vista, como si no fuéramos dignos de su mirada. Pienso «Capulla», y sonrío.

Me quito la túnica de un tirón, decidida a parecer valiente. Me quedo en leggings y camiseta de manga corta y se me hielan los brazos por la humedad mientras espero que la aguja me perfore la piel. En la película daba una impresión muy poco higiénica y bastante dolorosa, pero por increíble que parezca no estoy nerviosa. No es nada en comparación con toda la movida del ahorcamiento.

Saskia se echa a reír a carcajadas:

—¿Qué dibujo desea la señora? ¿El dragón o el águila de fuego? —dice, mojando la aguja en la tinta.

Matthew me retira el pelo del cuello con cuidado.

—Ahora no puedes moverte. Si parece falso los guardias te pegarán un tiro.

Saskia me pincha en la nuca una y otra vez, volviendo a mojar la aguja de vez en cuando. Me lloran los ojos y no puedo evitar algún quejido cuando la aguja pasa por algún nódulo de las cervicales.

—Joder, Violet —escupe Saskia—. Vas a hacer que el cinco me salga torcido.

Termina y pone un trozo de gasa húmeda sobre la herida.

—Esto sirve para evitar las infecciones y acelera la curación. Lo robamos de Los Pastos.

También alivia el dolor, cosa que agradezco enormemente.

Le toca a Nate. No mueve ni un pelo, solo lo traicionan los dedos, cuando se los clava en los muslos.

Saskia admira su trabajo.

—Deberíais de engañar a los guardias.

Miro a Nate y se me hace un nudo en el estómago.

—¿Cómo que «deberíamos»? —Saskia recoge sus cosas despreocupadamente.

Rose cruzaba la frontera sin más problema que un mínimo encontronazo con un guardia. Pero ella tuvo suerte y su cinco no estaba torcido. Intento no pensar en ello y centrarme en Los Pastos... en Willow.

Nos ponemos unos monos reglamentarios. El tejido pica y me roza cuando me muevo, como si protestase por tener que abrigarme a mí, no a Rose. Miro a Nate, que se está rascando los brazos por encima de las mangas, y siento que me oprime la tráquea una responsabilidad enorme, pero también vuelvo al tiovivo, con el viento en la cara y el repiqueteo de la barra de metal entre las manos. Voy a conocer a Willow. No a Russell Jones: a Willow.

Salimos del cuartel general sin ninguna ceremonia. Ni siquiera nos permiten despedirnos de Alice y Katie, cosa que casi es mejor, porque lo más posible es que me echase a llorar. Si esto sale mal, si la cago, Katie morirá. Y luego está Alice, mi mejor amiga. No hago más que dar vueltas en la cabeza a las palabras de Thorn («Tengo un trabajo muy especial para ella»), pero sigo sin sacar nada en claro y no consigo más que frustrarme.

El trayecto a través de la ciudad nos ocupa casi todo el día. Tomamos la ruta más larga y enrevesada para evitar a los controladores que intentaron lincharme ayer. Callejón tras callejón, muro tras muro, hasta que tengo la impresión de que nos hemos perdido en un laberinto gris y apestoso. Me queman los pies, el estómago me aúlla y no para de dolerme la cabeza a causa de todos los golpes que me han dado, y aun así, no puedo evitar la sensación de pérdida por el Londres que conozco y amo. Edificios derrumbados, las placas con los nombres de las calles borrados... Repito mentalmente cada uno una y otra vez, pensando que su sonido ha estado aletargado durante siglos en una ciudad llena de impes analfabetos.

Seguimos caminando hasta que vislumbramos las murallas de la ciudad, como una serpiente que se pierde en la distancia, y parece interminable al fundirse con el cielo gris. A la derecha de las puertas hay un gran edificio sin ventanas, un cubo con una puerta de metal. Da la impresión de que la muralla lo atravesase como un tren que atraviesa un túnel. Lo recuerdo del canon: es el bloque de descontaminación, donde rocían a los impes con un cóctel de sustancias químicas y comprueban que sus tatuajes sean auténticos antes de entrar en Los Pastos. En la realidad tiene menos alma todavía que en la gran pantalla. Menos, incluso, de cómo me lo había imaginado al leer el libro, que no es decir poco.

Recuerdo que en este punto de la historia Rose estaba nerviosa por colarse en Los Pastos, con el tatuaje recién hecho todavía escociéndole, igual que los nuestros. Pero ni las palabras escritas en la página de un libro ni una escena de una película pueden hacerle justicia a esta sensación horrible. Es como si se me hubiera petrificado el cuerpo, pero los pensamientos saltasen y reventasen como palomitas, rebotando y estallando dentro de mi cráneo. «¿Y si nos pillan? ¿Nos matarán? ¿Se puede morir de verdad en una historia? ¿Esto es solo una historia? Parece tan real...». Como si mi cerebro fuese un caos en ebullición, retorcido y vociferante, pero mi cuerpo fuera pesado e incapaz de actuar.

Observo a Nate y veo que tiene los tendones del cuello tensos.

—¿Te acuerdas de lo que le pasa a Rose en el bloque de descontaminación? —le susurro.

—Claro que sí —asiente—. Lo del guardia con los ojos color aciano.

—El unicornio —respondo, con la esperanza de transmitirle algo de fuerza.

Nate asiente, pero su cuello sigue igual de rígido. Con una mirada asesina, Saskia me ordena que guarde silencio.

Quiero recordarle que no todos los gemas son malos, que dentro del bloque de descontaminación hay al menos un simpa; un gema que simpatiza con la causa impe en secreto. Un guardia con unos ojos azul claro increíbles se encargaba de registrar a Rose y se daba cuenta de que el tatuaje era reciente, pero en lugar de detenerla por intentar cruzar ilegalmente, la avisaba de que evitase al guardia del bigote y los ojos gris acero. Rose le daba las gracias y le decía que siempre había pensado que los simpas eran cosa de magia y leyenda, como los unicornios.

Siempre ha sido una de mis frases preferidas del libro y tengo la secreta esperanza de poder decirla.

Los impes marchan en procesión hacia el edificio como si formaran parte de un cortejo fúnebre. Hay muchísimos. Esto también lo recuerdo del canon: los impes realizan casi todo el trabajo manual bajo el manto de la oscuridad para no ofender a los gemas con sus cuerpos humanos imperfectos y normales, lo que significa que hay muchos más impes nocturnos que diurnos. Y aunque los impes nocturnos no pueden disfrutar de la calidez y los colores del día, gozan de más libertad y pueden moverse en paz por Los Pastos. Y empiezo a entender que para ellos la libertad es como la luz del sol.

Nos colocamos al final de la cola. Me afano en encorvarme y en agachar la cabeza, en un intento desesperado de encajar, pero el escozor del tatuaje es un recordatorio constante de la tinta húmeda y el cinco torcido. Nos acercamos a las puertas de hierro y me centro en el sucio suelo para evitar el brillo de las pistolas de los guardias. Al fin, entramos en el bloque y nos sumergimos en un ambiente tan cargado de olor a lejía que el aire parece coagulado.

Avanzamos en fila por un pasillo sin ventanas. Las bombillas desnudas que oscilan sobre nuestras cabezas hacen destacar el relieve de los ladrillos de hormigón de las paredes. Miro el cogote de Nate, con el tatuaje apenas oculto por el cuello del mono, que va cambiando del blanco al negro. Me crece en el pecho un dolor que me aplasta, una sensación de desamparo.

Se oye un zumbido cada vez más fuerte y no tardo en atisbar una nube de vapor que crece y luego se disipa, más o menos cada medio minuto. A medida que nos vamos acercando comienzo a entrever un artilugio parecido al de un lavado automático de coches, pero más pequeño; tamaño impe. La fila atraviesa la máquina, que va soltando nubes de vapor que envuelven a los impes, esterilizándolos y dejándolos listos para Los Pastos antes de que sigan adelante. Nate me mira por encima del hombro, nervioso, y yo desearía poder ir delante, pero cambiarle el sitio ahora no serviría más que para llamar la atención de los guardias. El vapor se traga a Matthew y luego a Saskia. Nate es el siguiente.

Entra en el artilugio y lo veo desaparecer entre la bruma. De cerca tiene un tono verdoso y huele a lejía y a algo acre que no logro identificar. Oigo una tos ahogada y me da un vuelco el corazón, pero el destello de la pistola de un guardia me recuerda, por el rabillo del ojo, que no ose moverme. Al despejarse la bruma reaparece la silueta de Nate, que me sonríe por encima del hombro como si lo estuviera pasando bien.

Inspiro hondo e imito su ejemplo. Dentro del cilindro de metal hay tubos y boquillas y otras piezas mecánicas extrañas. Un burbujeo constante acompaña la salida a chorro del gas verdoso que me rodea y me invade la imperiosa necesidad de escapar. El gas agrede mis fosas nasales y se me mete por dentro del mono, hace que me pique la piel y que el tatuaje abrase como si me hubieran marcado a fuego. Intento con todas mis fuerzas no boquear, ni tener una arcada, ni las dos cosas a la vez. El burbujeo para, el aire se despeja y salgo, intentando tragarme la acidez.

Recuperamos la marcha y recorremos un pasillo largo. Al final nos espera una gran sala estéril en cuyo interior guardan cola unos treinta impes. Nos colocamos al final de la fila y la puerta se cierra de golpe. Bajo la cabeza y entrelazo las manos por miedo a que me traicione lo mucho que me tiemblan.

Varios guardias empiezan a cachear de arriba abajo a los impes, buscando bultos donde no debería haberlos, armas que pretendan pasar de contrabando a Los Pastos. Avanzan por la cola hacia Nate y hacia mí y cada centímetro de mi cuerpo se queda congelado, como si fuese a atraer su atención con una respiración o un parpadeo. Clavo la vista en mis pies hasta que me pican los ojos, sin dejar de escuchar cómo se aproximan los golpes sordos de las botas.

Los pasos se detienen.

—Tú —dice un guardia—, ven conmigo.

Levanto la cabeza y veo que me señala con un dedo. Tiene bigote y los ojos gris acero.