CAPÍTULO 15

Me quedo sorda y la lengua se me pega al paladar. Tengo ante mí al guardia del canon, el que el simpa le dijo a Rose que evitara. Me lleva a un cuarto aparte, una cabina de inspección con las paredes sin pintar y un panel de metacrilato, y me empuja hacia delante, obligándome a pegar las manos al enlucido. Luego me agarra los tobillos por detrás y sube las manos, veloces, por las pantorrillas. Lucho contra el impulso de darle una patada y echar a correr. Sus manos pasan a la parte de delante, se me pegan a los muslos, por los lados y la cara interna. Nunca había tenido un contacto tan íntimo con un hombre, pero no es nada dulce ni cariñoso; es brusco y rápido. Estoy a punto de llorar, así que me muerdo el labio tan fuerte que noto el regusto de la sangre bajo el potente sabor cáustico de la bruma química. Se incorpora de pronto y me desliza las manos por torso, por los costados y por encima de los pechos. Ahogo un grito en la garganta.

—Levanta los brazos —dice.

Levanto los brazos y me pongo a temblar. En cualquier momento verá que el tatuaje es reciente, que todavía está inflamado e irritado por el desinfectante. Pero me vuelve hacia él y me pasa las manos, como serpientes, por detrás.

Le veo los ojos por primera vez y el odio que albergan me deja sin respiración.

Me agarra por los hombros y me empotra contra la pared.

—Tenemos diez minutos. —El aliento le apesta a café rancio.

Me siento como una polilla en una vitrina, clavada con un alfiler bajo el cristal, expuesta por completo e incapaz de moverme.

—No... No sé qué quiere decir...

—No te hagas la inocente, impe. —Me aparta el pelo de la cara—. Te ganarás alguna moneda gema. Y un extra si sonríes.

Me empuja con todos y cada uno de sus músculos. Voy a vomitar.

—Venga, a una impe guapa como tú ya le habrá pasado esto antes. Quítate el mono ya.

—Pero... pero ya me ha registrado. —Se me llenan los ojos de lágrimas.

De un golpe súbito, me lanza contra el panel de metacrilato y me deja sin aire en los pulmones. Más allá de mi reflejo fantasmal hay una vasta penumbra sembrada de movimiento, de figuras imprecisas que forman una fila. Entorno los ojos y me doy cuenta de que las formas son personas, una fila de cuerpos desnudos agarrados de la mano, como si fueran una de esas guirnaldas de muñecas de papel que hacíamos de pequeños.

—Haz lo que te digo o te meteré ahí —me susurra al oído—. Con los rebeldes y los aspirantes a esclavos con sus tatuajes falsos.

Oigo el tableteo inconexo de disparos y gemidos ahogados. La cadena se derrumba y los cuerpos caen al suelo. Creo que llego a decir «Dios mío» porque mi aliento empaña el panel.

—De acuerdo —susurro, y las palabras me queman los labios.

Empiezo a desabrocharme el mono con dedos temblorosos e insensibles. Me siento como si me estuviera quitando la piel.

Se abre la puerta y entra un soldado con los ojos de color aciano. El simpa. Casi lloro de la alegría.

Me echa un vistazo rápido y frunce el ceño.

—Estamos a punto de cargarlos en el bus.

Aliento Apestoso se queda de piedra.

—Pues cargadlos.

—Necesitamos a todos los impes. —Se sostienen las miradas un momento y el simpa añade—: Ya.

Aliento Apestoso responde dando un paso atrás y bajando la cabeza.

Sigo al simpa por el pasillo con las lágrimas corriéndome por las mejillas y los dedos peleándose con la cremallera.

—¿Estás bien? —me pregunta con voz tranquila y suave.

—Sí —consigo responder. Quiero decirle que es mágico y mítico y valiente y maravilloso. Quiero echarle los brazos al cuello y darle las gracias mil veces, pero no me sale más que un débil—, gracias.

Cuando vuelvo a entrar en la sala de espera ya me he secado las lágrimas y he logrado cerrarme la cremallera. Nate se arriesga a mirarme, con el terror pintado en la cara. Hago un movimiento con la cabeza para decirle «No me ha pasado nada».

Los guardias nos conducen afuera, donde nos espera una explanada de cemento dividida con marcas amarillas. La rodean barricadas de piedra, coronadas con alambre de espino. El cielo está gris, pero es inmenso, ilimitado, y el mismo que en casa. El aire fresco de Los Pastos me llena los pulmones, cargado de aroma a rosas y a madera, y me trasporta a las vacaciones en el Distrito de los Lagos. La sensación de alivio es inmensa e instantánea.

Hay una fila de impebuses, con las ventanas desiguales centelleando a la luz del crepúsculo, que se pierde en la distancia. Seguimos a Saskia hasta la dársena marcada con el número 753 y nos acercamos a un autobús oxidado. El olor a lejía me pone el corazón a mil por hora.

—Este bus va directo a la mansión —me susurra Saskia mientras subimos.

No cabe duda de que el conductor es un impe, pero en los asientos delanteros van sentados dos guardias gema con sendas pistolas en sus cartucheras. Vuelve a invadirme el pánico y cada músculo de mi cuerpo se encoge como una serpiente a punto de atacar, pero los guardias no me hacen ni caso. Me dirijo al fondo del bus y me dejo caer en un asiento vacío, al lado de Nate. Está duro y apesta de tal forma que me lloran los ojos, pero la certeza de que estamos a punto de alejarnos del bloque de descontaminación y del guardia con los ojos gris acero me da ganas de hacer pucheros como una niña pequeña.

Nate me examina la cara.

—Joder, Violet, ¿qué te han hecho?

—Nada —noto el aliento ácido en la boca al contestar—. ¿Sabes el guardia de los ojos azul aciano? Pues digamos que me salvó.

Nate deja escapar una exclamación de asombro.

—¡Es lo que dijo Baba! La historia nos arrastra con ella.

—Ahora esto es mucho más que una historia, ¿no? —susurro—. Los pobres impes... ya sé que hemos leído sobre ellos y los hemos visto en la tele, pero ahora es la realidad —se me forma un nudo en la garganta y me cuesta hablar—. Creo que podría ser aun peor.

Esperamos una media hora hasta que el bus se llena de impes. El motor arranca y atravesamos un enorme portón metálico hacia Los Pastos, el mundo de los gemas.

Se produce la misma inyección de color que cuando entras en Disneylandia. Juraría que el sol brilla más y los pájaros cantan más fuerte del lado gema del muro. A nuestro alrededor se extiende el verde en todas direcciones: césped, árboles y setos salpicados de tréboles y milenrama. Crecí en las afueras; estoy acostumbrada al verde y lo echaba de menos, aunque hayan pasado solo dos días.

El impebús avanza por las carreteras, pesado y más ruidoso que ningún otro vehículo en el que haya viajado jamás. Los impes van dando cabezadas, Nate incluido, con la cabeza apoyada en mi hombro. Estudio su cara. Por lo general se parece a papá, tan vivaracho y lleno de vida, con esa cara afilada y entusiasta y el pelo trigueño siempre de punta como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Pero ahora que está completamente relajado se parece más a mamá, tiene sus mismos rasgos delicados alrededor de la boca. Se me encoge el estómago y el nudo de la garganta crece un poco más. Echo muchísimo de menos a mis padres. Sentirme segura, arropada, saber que ellos lo van a solucionar todo.

Con el ritmo del bus y el calor de los cuerpos dormidos acabo por adormecerme. Me doy cuenta porque empiezo a soñar: el asiento se convierte en algo blando, tal vez un colchón, y al parpadear veo las paredes de una habitación en penumbra enfocándose y desenfocándose. Veo la silueta de un hombre, siento el calor de una mano que envuelve la mía. Me llega ese olorcillo a hospital que me recuerda al dentista, mezclado con notas de café y tabaco rancio... el olor de mi padre cuando está estresado. Me aprieta la mano. «Despierta, Violet. Por favor, cariño. Abre los ojos y despierta». Pero la silueta pierde su forma, se desdibuja en los bordes y se oscurece por segundos.

Y de pronto veo a Rose, de pie en el cadalso, con la soga alrededor del cuello. Una voz se eleva sobre la multitud. «Te quiero». Se aparta el pelo de la cara y veo que ya no es Rose. Soy yo. El verdugo acciona la palanca y se oye el crujido de la trampilla al abrirse. Veo el brusco tirón de mi cuerpo al tirar de la cuerda y las piruetas de mis pies en su búsqueda frenética de un apoyo sólido. Oigo la voz de Baba: «Una historia es un círculo vital, Violet. Sabes que solo quedarás libre cuando concluya la historia. Del nacimiento a la muerte».

Pero no me libera. Siento que me falta el aire en los pulmones y que el contorno del Coliseo se disuelve y el sonido de la multitud se apaga. Y aun así no me libera.

—¡Violet, despierta! —Es Nate.

Me despierto tomando bocanadas de aire, como si tuviera a alguien sentado sobre el pecho, comprimiéndome los pulmones hasta reducirlos al tamaño de un bolsillo. Noto la piel como en carne viva; no sé ni describir la sensación. Es como si estuviera en llamas o atrapada bajo la superficie helada de un lago, o cubierta por cientos de minúsculas contusiones. Sé que estoy llorando porque oigo los sollozos y noto la humedad de las lágrimas en las mejillas.

—Ya ha pasado —dice Nate—. Mira, hemos llegado a la hacienda Harper.

—¿Qué pasa ahí atrás? —grita uno de los guardias.

Guardo silencio y me muerdo la lengua en un intento por quedarme callada.

Entramos en la hacienda Harper por la entrada trasera. No vemos ninguna vista de la mansión, orgullosa y vigilante, rodeada de hectáreas de praderas, solo hay un montón de setos de aligustre y la silueta de un huerto de frutales recortada contra el cielo crepuscular. No puedo evitar una pequeña decepción. El bus se detiene y salimos en fila.

Saskia nos guía por un sendero.

—Vamos a la cabaña de los impes.

—No te preocupes, solo estaremos unos días —el susurro de Nate apenas se oye por encima del crujido de la gravilla.

—Eso es lo que me preocupa.

—¿El qué? ¿Volver a la ciudad?

Suspiro. La inseguridad me carcome por dentro.

—No, hacer que Willow se enamore de mí en seis días.

—Rose lo consiguió.

—Pero Katie tiene razón: nadie se enamora así de rápido.

Nate se para en seco. Sigo la dirección de su mirada y ambos nos quedamos contemplando la cabaña de los impes.

—Es tétrica —susurra.

Lo recuerdo con mucho cariño del canon. Un oasis donde Rose, Saskia y Matthew se sentaban en las literas a jugar a las cartas y hacer planes. Parecía una casita de pan de jengibre rodeada de verdor y protegida por unos robles. Pero en la realidad es una choza torcida hecha de chapa ondulada y vigas podridas. Y dentro la cosa es peor. Huele a perro mojado y excrementos humanos, y la fina capa de paja que cubre el suelo apenas llega a ocultar el barro. En lugar de los muebles estrafalarios y las cortinas bohemias de la película hay unos cuantos cajones colocados del revés y una mesa de pino podrido.

—¿Dónde está el baño? —pregunto con un hilo de voz.

—Ahí fuera hay un par de cobertizos con letrinas y una ducha comunitaria.

—El agua está congelada —dice Matthew—. Es preferible oler mal.

—Elegid litera —dice Saskia.

Las literas son más bien estanterías cubiertas de paja. Están alineadas al fondo de la choza, separadas por sábanas lisas y raídas que no proporcionan apenas intimidad. Cojo a Nate de la mano y nos acercamos a ellas, un poco aturdidos.

Los demás esclavos pululan a nuestro alrededor, se preparan tazas de té, recogen sus herramientas o salen a tomar el fresco. Da la impresión de que han montado turnos para gruñirnos, y me voy haciendo a la idea de que aquí no jugaremos a las cartas. Me doy cuenta de que estoy buscando a Ash, a los ojos del azul más claro que existe. Pero no lo veo por ninguna parte. Debe de llegar en el próximo bus. No puedo evitar cierta decepción.

Saskia se tumba en una de las literas-estantería.

—Dormiremos aquí en vez de volver a la ciudad a pasar el día. Es mejor hacerlo así durante un tiempo y evitar los registros en la frontera.

Nate bosteza.

—Me hace mucha falta dormir.

—Suerte tendrías —dice Saskia—. Ahora eres un impe nocturno, no puedes dormir hasta la mañana. —Se gira hacia mí con una sonrisa maliciosa—. Y tú vas a darte una ducha helada esta noche, niñita. No quiero que apestes al bloque de descontaminación.

—¿Por qué no? —pregunto. Todavía tengo la mente aturdida por todo lo que ha pasado.

Me mira alucinada como si yo fuera idiota.

—Porque cuando se ponga el sol conocerás a Willow Harper.