Más tarde vuelvo a encontrarme a Ash en la cabaña, en el momento en que conocía a Rose en el canon, sin conocer en absoluto su auténtica identidad de rebelde, sin conocer en absoluto su relación con Willow. Se ofrecía a enseñarle la hacienda y la llevaba a recoger manzanas. Parecía tan amable, tan ingenuo... Pero este Ash, mi Ash, sospecha de mí, incluso está cabreado. Parece que no solo los gemas desaprueban las relaciones mixtas.
Hago como que no lo veo y me centro en las instrucciones de Saskia. Se sienta a la mesa de pino, frente a Nate y a mí. Nos calentamos las manos con unas tazas de té y ella, sin darse cuenta, nos lanza nubecillas de vapor de su taza al hablar.
—Si queréis integraros, tenéis que poneros a hacer vuestras tareas el resto de la noche. Algunos de los impes nocturnos, los que tienen familia y responsabilidades, vuelven a la ciudad al amanecer, pero nosotros preferimos dormir aquí y minimizar el contacto con los guardias todo lo posible.
La mención de los guardias me causa escalofríos, que Saskia finge no ver.
—Nate, tú puedes ayudar a segar el césped. Violet...
—No me vendría mal una mano para recoger manzanas —la corta Ash.
Me sorprende. A juzgar por su expresión, soy la última persona con la que quiere pasar el tiempo. A lo mejor me espera una bronca.
—Vale, me da igual —dice Saskia, con un gesto de indiferencia—. Pero no la agotes, Ardilla.
Salgo del ambiente húmedo y oscuro de la cabaña de los impes. La luna le da a la hacienda un resplandor lechoso y las estrellas se estiran hasta el infinito. Sigo a Ash por el potrero y alrededor del lago, que parece un ópalo gigante en medio de la noche. El aire está más frío y por fin se ha disipado el olor a humo, vencido por el de la tierra y las hojas húmedas. Resisto la tentación de frotarme los ojos, pero la falta de sueño y el estrés están empezando a afectarme.
En el canon, llegados a este punto, Ash bombardeaba a Rose con preguntas y no perdía detalle de todas sus respuestas mientras estudiaba su cara con ojos de cachorrillo. «¿Y cómo te llamas?» «¿De qué parte de la ciudad eres?». Pero ahora me enfrento a un silencio incómodo. Empiezo a pensar que ojalá pudiéramos seguir el guion de la película, pero con nuestra historia no tendría sentido.
—¿Por qué Saskia te ha llamado Ardilla? —pregunto al fin. Conozco la respuesta, pero no puedo soportar más la tensión.
Sigue caminando, un paso decidido detrás de otro. Su reflejo en el agua se aleja de él como una aguja.
—Solo es un apodo.
—Eso ya lo había deducido, pero ¿por qué te llaman así?
Por fin me mira a los ojos, lo que me causa una pequeña oleada de entusiasmo en el estómago. Luego echa a correr hacia un roble cercano, planta un talón en el tronco y salta con el otro pie. Un brazo rodea el tronco, el otro se agarra a una rama baja y Ash se aúpa hasta apoyar la pelvis en la rama. Balancea las piernas hacia arriba hasta quedar sentado, con la espalda erguida y los brazos cruzados como un elfo. Mira hacia abajo y se echa a reír. Ni siquiera ha sudado una gota.
Yo también me río.
—Vale, vale, lo pillo... Es por los dientes, ¿verdad?
—Al menos no has hecho un chiste sobre mi cola...
Enrosca las piernas en la rama y deja caer el cuerpo hacia atrás hasta quedar colgando boca abajo como un murciélago, lo cual le da un aire muy extraño, con todo el pelo hacia abajo y las mejillas colgando hacia sus ojos. No puedo evitar pensar en el beso invertido de la película de Spiderman. A lo mejor lo de seguir el guion no es tan importante, al fin y al cabo...
—Eso ya es presumir.
—Puede ser. —Se agarra a la rama con las manos y deja caer el cuerpo, aterrizando de pie, sin hacer apenas ruido.
Pasamos por debajo de la pérgola de la glicinia y entramos en el huerto. Echo un vistazo nervioso a mi punto de encuentro con Willow y vuelvo a sentir los gusanillos de la culpa revolviéndose en el estómago. Ash se acuclilla y le da un golpe con el canto del puño a un cubo negro. Se enciende una bombilla como si arrancase un proyector de cine antiguo: es un reflector portátil que inunda el huerto de una luz blanca y densa. Ash coge una cesta de mimbre y su brazo proyecta contra los árboles la sombra del aleteo de una gigantesca mariposa.
Empezamos a recoger las manzanas de un árbol cercano. Hacen un ruido sordo al caer al fondo de la cesta, levantan polvo y desprenden un aroma dulce y terroso. El olor se ciñe por completo al canon (Ash y Rose recogen fruta juntos), pero la conversación no se parece en nada.
—Esto es rarísimo, Violet. —Sus palabras se entremezclan con el ritmo de las manzanas al caer—. Te salvo de que te ahorquen y ahora te presentas en mi huerto. ¿Me estás acosando o algo por el estilo?
—Claro que no.
Sonríe con esa sonrisa torcida suya.
—Era broma. Casi estabas babeándole encima al gema ese, al tal Willow —dice, echando hacia delante la cadera y batiendo las pestañas—. «Tiene pinta de Willow... Alto y esbelto» —imposta la voz y le da un buen mordisco a una manzana. Este Ash es mucho más animado que el del canon.
Le tiro una manzana, que se revienta contra un árbol y lanza una fina rociada de zumo, que atrapa la luz del reflector como cuentas de cristal.
—A mí no me eches la culpa, es él, que parece un ángel... un semidiós.
Mete otra manzana en la cesta.
—Está lo más lejos de Dios que pueda estar criatura alguna. Es falso, lo han alterado.
—No he dicho que sea un semidiós, sino que lo parece.
—Pues no somos superficiales ni nada... —La horquilla que forma el tronco me impide verle la expresión de la cara, pero su voz suena baja y un poco hostil.
Meto las manos entre el follaje para buscar la fruta, pero los dedos no encuentran más que ramitas.
—No puedo evitar que me atraiga quien me atrae. Tú mismo lo dijiste, no somos más que animales.
—Sí, ya, pues te van a estrujar ese cuello animal como se enteren de que has estado pelando la pava con el semidiós.
—Solo hemos hablado.
—Te estaba desnudando con los ojos.
Mi mano por fin localiza una manzana y la arranco casi triunfante.
—¿Qué pasa, tienes celos?
—Pues claro que sí, joder —se echa a reír, pero veo un breve destello del cachorrito vulnerable. Me había equivocado: no es que no le gusten las relaciones entre impes y gemas; es que no le gusta que yo esté con nadie... con nadie que no sea él.
Contengo una sonrisita.
—Mira, Ash... —pero no sé qué decir. Estudio un momento sus rasgos apenas asimétricos.
—¿Qué hacíais el crío y tú? —me pregunta de pronto.
—¿Quién dices, mi hermano Nate?
—El crío, sí. Estabais como recitando unas frases, justo antes de que apareciera el semidiós.
—Solo estábamos haciendo el tonto, cosas de hermanos.
Juguetea con una manzana, se la pasa de una mano a otra como si quemase.
—Parecía que ensayabais algo, y entonces el semidiós dijo algunas de las frases del chaval. —Me mira levantando las cejas, expectante.
No puedo decirle la verdad, así que cambio de tema.
—No te he dado nunca las gracias por salvarnos a mis amigas y a mí, el otro día, en la ciudad.
Recoge la cesta y la lleva a otro árbol.
—No pasa nada. No iba a dejar que os ahorcasen, ¿no?
Lo sigo, en parte porque tiene la cesta y en parte porque me siento sola con las sombras. Me quedo a su lado y me fijo en el vello de su antebrazo, oscuro, destacando contra su piel, y erizado por el frío.
—Bueno, pero nos salvaste la vida. Gracias —digo.
Oculta los ojos con las espesas pestañas, que parecen incluso más largas de lo habitual, proyectadas como telarañas sobre el rosa de sus mejillas. De pronto lo veo muy triste.
—Es que no puedo creerme que desees a un gema, con las cosas que nos hacen, con la forma en que nos tratan.
Recuerdo mi cara aplastada contra el metacrilato, el derribo de la cadeneta de papel, y me dan ganas de llorar. Sacudo la cabeza, en un intento de apartar las imágenes de mi mente.
—Pero Willow no es el que hace esas cosas. No le puedes echar las culpas de los pecados de su gente.
Levanta la vista y a la luz del reflector se le ven los iris tan claros que parecen de cristal. Las pupilas son dos puntos intensos.
—¿Y entonces a quién? ¿De quién es la culpa? Nadie puede levantarse y poner fin a la barbarie contra los impes si no lo hacen los gemas.
Ojalá pudiera contárselo todo, pero es demasiado arriesgado. Además, seguro que pensaría que estoy loca. Así que templo la voz.
—Tal vez él lo haga un día, si se enamora de una impe. Tal vez se lo plantee.
—¿Qué quieres decir?
Me doy cuenta de que ya he hablado de más y vuelvo a recoger manzanas, como si esos ojos azules de escarcha no me estuvieran traspasando la piel mientras contemplan mi perfil. En el canon, ahora Rose habría estado inventando una serie de patrañas sobre que había trabajado en Los Pastos antes. Una conversación banal. Respuestas educadas, asentimientos entusiastas, ojitos de cachorrillos... Ojalá pudiéramos volver al guion, esto me cuesta demasiado.
—Nada —respondo—, solo estoy pensando en voz alta.
—Bueno, pero que no te maten, ¿vale? —Trepa al árbol como una exhalación para llegar a la fruta más alta.
Me descoyunto el cuello para mirarlo y me lanza un par de manzanas a los brazos estirados.
—Haré lo que pueda —miento.
—Porque no te he salvado de una soga para que acabes colgando de otra. —Lanza una manzana directa a la cesta y grita—. ¡Diana!
Ash vuelve a casa en el impebús todas las mañanas. Lo veo avanzar en fila arrastrando los pies y subir al bus, adoptando la postura servil de los impes que tan poco le cuadra a la Ardilla con la que he estado hace unas horas.
Me dejo caer en la litera que está encima de la de Nate, que asoma la cabeza para ponerla a la altura de la mía.
—¿Qué tal te ha ido con Ash?
—Como el culo. Creo que me odia un poco.
—No importa si le gustas a Ash o no, no es más que un secundario. Lo esencial es que le gustes a Willow.
Sé que Nate tiene razón, pero a mí sí me importa un poco gustarle a Ash.
—Supongo.
Nate me da unas palmaditas en el brazo.
—Duerme un poco, heroína extraordinaria, tienes que estar muy guapa.
Me hace sonreír que Nate se ponga en plan cuidador conmigo, como si él fuera el hermano mayor.
—Gracias —le digo.
Vuelve a desaparecer y no tardo en oír el ritmo acompasado de su respiración cuando se queda dormido.
Empiezan a llegar los impes diurnos y su ajetreo, junto con la luz que se cuela por las sábanas divisorias, no me dejan dormir. Además, tengo la cabeza hecha un remolino de pensamientos y emociones encontradas: pienso en Katie, en el campanario, a merced de un psicópata con parche un poco colgado de ella; pienso en Alice, esté donde esté; pienso en los ojos invernales de Ash; pienso en cómo le toca la mano mi padre a mi madre cuando le echa la leche en los cereales; y, por último, pienso en mis pies, bailando en el aire, buscando desesperadamente un apoyo y sin encontrar jamás las zapatillas rojas para volver a casa.
Dentro de cinco días me ahorcarán.
Me acurruco en posición fetal y me imagino todos esos pensamientos embalsándose en un lado de mi cabeza, filtrándose a la almohada. Acabo cayendo en un sueño inquieto, salpicado de sombras retorcidas y gritos, y con la sensación de querer moverme y no poder, como si todos mis miembros estuvieran atados con cuerdas. El sueño cambia y de pronto puedo volver a moverme. Siento una libertad sorprendente, como si me hubieran quitado del pecho todo el peso que cargaba. Es verano, huele a la flor del altramuz y a hierba recién cortada, y se oyen voces de niños jugando mezcladas con cantos de pájaros.
Tengo siete años y estoy en el jardín de mis padres con Alice y Nate. Alice parece tan pequeña... no lleva los pies embutidos en tacones y todavía le da igual que el pelo se le ensortije alrededor de la cara. Nate, con solo cuatro años, todavía tiene en las piernas rechonchas ese pliegue en el tobillo y las rodillas, y los pantalones cortos que lleva casi engullen su minúscula figura. Estoy haciendo pompas de jabón, contemplando cómo surgen del palito y flotan en el aire las esferas perfectas que brillan al sol. Alice y Nate corretean de un lado a otro, intentando atraparlas, dando grititos cuando les estallan en el hueco de la mano. «Más», chilla Nate, «más pompas, Violet, más pompas, porfa».
Levanto el palito y giro sobre mí misma. Las burbujas se elevan en el cielo fuera de nuestro alcance, transportadas por la brisa, y se enganchan en las copas de las budelias. «No tan alto», grita Alice, «no tan alto, Violet». Pero yo no dejo de dar vueltas y vueltas, y de hacer pompas, animada por sus risas y la sensación de libertad. De pronto Nate grita: «¡Mira, Violet, mira!». Alice y yo paramos al instante y seguimos la línea invisible que señala su dedo. Una única burbuja ha sobrevivido a las budelias y se eleva cada vez más, flota por encima de la cerca del jardín, por encima de los cables de teléfono, cada vez más arriba, por encima de las copas de los sicomoros.
Nos quedamos mirándola hasta que ya no es más que un puntito diminuto que flota hacia el horizonte. Nate se gira hacia mí, con una sonrisa tan ancha que le veo todos los dientes de leche, como perlas húmedas. «¿Aterrizará en las estrellas?» Alice y yo nos reímos. «Sí, Nate, aterrizará en las estrellas». Y entonces es cuando oigo el pitido rítmico de una máquina de hospital, como las que se oyen en Anatomía de Grey. Bip. Bip. Bip. El olor a desinfectante y detergente borra los perfumes del verano.
Alice se gira hacia mí. «¿Qué es ese ruido?» Miramos por todo el jardín, bajo las flores, detrás del banco de madera, pero no encontramos la máquina. Bip. Bip. Bip. Nate restriega la cabeza en mi barriga. «No me gusta, Violet, haz que pare». Me subo a las piedras para asomarme al jardín de los vecinos, miro por las ventanas de nuestra casa, pero la máquina no aparece. La sensación de libertad deja paso al temor. Bip. Bip. Bip.
El pitido empieza a mutar, transformándose en el martilleo sordo de unos nudillos contra la madera. Me despierto para ver la cara severa de Saskia, que golpetea con el puño en el borde de la litera.
—Arriba, Violet. Te toca usar tus encantos con el inútil ese del cachas gema.
Estoy empapada en sudor y el pulso me resuena, machacón, en los oídos.
—Willow —digo, con la voz todavía adormecida.
—Ya sé cómo se llama.
Parpadeo para quitarme las telarañas de los ojos y me digo a mí misma que aquellos pitidos no eran más que el sonido del golpeteo impaciente de Saskia o el propio flujo de la sangre por el cuerpo. No hay más explicaciones posibles.