Espero a Willow en el huerto otra vez, al pie del mismo melocotonero. Cae una llovizna finísima, apenas visible en la oscuridad, pero las hojas no ofrecen mucha protección y me va empapando la nariz y las pestañas. Nate y yo hemos decidido que esta vez es mejor que me encuentre con Willow a solas porque en esta escena hay demasiado movimiento y podría descubrir a Nate, pero me ha acompañado hasta allí, me ha recordado las frases y cuándo tengo que decirlas. No puedo evitar sonreír al recordarlo con el cuerpo menudo vuelto hacia los establos y acariciándose la espalda con las manos como si se estuviera besando con alguien.
—¡Ooooh, Willow! —decía con la tonta vocecilla de chica que pone y rogué que no se pareciera en nada a la mía.
Me apoyo en el melocotonero e intento que mi cuerpo parezca esbelto y sexy, pero tengo un hormiguero de nervios en el estómago y lucho por mantener las manos y las piernas quietas. Esta noche es la escena de nuestro primer beso, de un romanticismo y una belleza absolutos. Debería estar emocionada, pero me muero de terror. ¿Y si no me besa? O, lo que es peor, ¿y si me besa y le dan ganas de vomitar? Y no logro sacarme de la cabeza la maldita lengua pepinillo. Todas mis inseguridades flotan en mi visión periférica como si fueran gordos insectos zumbones. Les doy un rápido repaso mental a mis frases, a las que conducen a ese primer beso perfecto.
WILLOW
Nunca había conocido a nadie como tú.
ROSE
¿Te refieres a una impe?
WILLOW
No, a nadie tan libre.
ROSE
No soy libre, soy una esclava. La esclava de tu padre, para ser exactos.
WILLOW
Ya lo sé. Lo siento, no quería que sonara así... Es que, no sé, te sonará estúpido que diga esto, pero me gustaría ser más como tú.
ROSE
(Le cubre las mejillas con las manos.)
Puedes serlo.
Y entonces Willow la besaba.
Un beso apasionado. De los que te dan un vuelco al corazón. Perfecto.
Pero la realidad es que llevo tres días compartiendo un cepillo de dientes mohoso con Nate y me sabe la boca a pies.
Oigo los pasos de Willow antes de verlo, rápidos pero sin prisa. Se me acelera el pulso y la boca me sabe cada vez más a pies. Cruza la pérgola y está más guapo que nunca, con la luna iluminándole los delicados rasgos. Me ve y se ríe entre dientes, acariciándose la barbilla con los pétalos de la rosa. Y entonces, justo en el momento adecuado, dice su frase:
—Rose... Tienes pinta de Rose.
—¿Y qué pinta tiene una Rose?
—Espinosa.
Cruza el resto del huerto y nos sentamos juntos al pie del melocotonero. Me siento sobre las manos para no juguetear con ellas y estudio su perfil, tan perfecto que casi parece el príncipe generado por ordenador de una película para niños. Me muerdo el labio inferior y de pronto me percato de que la piel del pecho se me está enrojeciendo bajo el mono.
Pestañea un poco mientras contempla las estrellas.
—Me encanta la hacienda por la noche.
—Yo solo la veo por las noches.
Se vuelve para mirarme, con la piel ya cubierta de rocío.
—Entonces duermes de día, ¿no?
—La mayor parte.
El desconcierto le cruza el rostro simétrico.
—¿Duermes en la hacienda o vuelves a la ciudad en esa antigualla motorizada?
Me río, dándole unos golpecitos en el hombro, igual que en el canon. Suena a coqueteo y un poco rara, pero digo mi frase de todas formas:
—¿Antigualla motorizada? ¿Te refieres al bus?
—¿Así se llama?
—Qué privilegiado eres...
—Creo que lo que quieres decir es «ignorante».
Nos miramos fijamente y la fuerza de su mirada casi me roba mi siguiente frase.
—Suelo dormir aquí, en la mansión. No tengo familia con la que volver y evito cruzar la frontera si puedo. A veces los guardias son un poco bruscos.
Me pone la mano en el brazo.
—¿Te han hecho daño alguna vez?
Recuerdo la pantalla de metacrilato y los ojos gris acero. Sé que debería ceñirme al guion y contestar solo «Todavía no», como hacía Rose, pero la furia crece en mi interior, oscura y maligna, y no puedo evitar que me suba por la garganta y me obligue a pronunciar mis propias palabras.
—Si intentas colarte en Los Pastos los guardias te disparan sin previo aviso, ¿no lo sabías? Te ponen en fila y te matan a tiros como si no fueras nada. —No me puedo creer que haya dicho lo que acabo de decir, que me haya desviado del canon cuando es tanto lo que hay en juego.
Creo que lo he pillado por sorpresa.
—Pero tienen que impedir que los impes malhechores crucen las fronteras.
¿Willow sabe lo del bloque de descontaminación y no hace nada?
«Cíñete al canon, Violet», pienso. Pero la furia sube de nivel, transformándose en ira, y soy incapaz de impedir que las palabras, acaloradas e implorantes, se me escapen de la boca.
—¿Lo sabías? ¿Lo sabías y no has intentado ponerle fin? —Sé que debería volver al guion, sé que debería centrarme en el objetivo final de volver a casa, pero no puedo sacarme de la cabeza la cadeneta de muñecas de papel cayendo al suelo como hojas de periódico arrugadas. Le aparto la mano de mi brazo.
Ahora es él quien se enfada.
—Mira, Rose, hasta que te conocí... la verdad es que no me había parado a pensarlo... las cosas siempre han sido así.
—Siempre no —lo corto.
De pronto se queda planchado. Sus hermosos rasgos se ensombrecen y deja la rosa en el regazo.
—Lo siento. Tienes razón.
Miro sus ojos suaves, llenos de sinceridad y la ira desaparece. Tengo que retomar las riendas de la escena. Inspiro hondo y, fiel al canon, me pongo en pie.
—Vamos, estoy cansada de este puñetero huerto.
Echo a correr entre los árboles, rozando las ramas con las manos al pasar. En la película Rose parecía todo un espíritu libre, pero me da la impresión de que yo lo que parezco es torpe. Una de las ramas me da en toda la cara. Por suerte, a Willow le parece la monda y su risa me anima a seguir.
El huerto se termina y desembocamos en un prado, plateado a la luz de la luna. Willow acelera en dirección a la puerta del fondo de la hacienda. Me centro en seguirle el paso, con la cabeza gacha, los brazos y las piernas palpitando, el pecho agitado. Me siento revivir. El suelo cede y por un momento creo que voy a resbalar, pero recupero el equilibrio y sigo subiendo. Levanto la vista y veo que he acortado distancias, casi veo el pico de cabello de su nuca. Estiro los brazos y me acerco tanto que juraría que llego a sentir el calor de su cuerpo en la punta de los dedos. Pero Willow debe de haber sentido mi proximidad, porque acelera y mis manos solo agarran aire.
Chocamos, riendo y jadeando, contra la puerta. La madera cruje bajo nuestro peso e intenta lanzarnos hacia atrás como un trampolín. Willow luce una sonrisa maravillosa.
—Eres rápido. —Apoyo las manos en las rodillas para recobrar el aliento.
—Todos los gemas lo somos.
Siento el aire frío de la noche en la nuca cuando el pelo me cae hacia delante y el mono se desliza hacia atrás, dejándome las cervicales al descubierto. Igual que en el libro.
Willow va recuperando el aliento mientras recorre con un dedo cada uno de los dígitos tatuados. Una oleada de temblores, como círculos concéntricos en un lago, me recorre la piel.
—¿Qué significa? —pregunta por fin.
Recito mi frase con facilidad.
—El primer número es la ciudad, así que el siete significa que vivo en Londres. Los dos números siguientes indican en qué hacienda trabajo. Todos los impes que trabajamos aquí empezamos por 753.
—¿Y el 811?
—Soy la octingentésimo décimo primera impe que ha trabajado en la mansión —digo, sonriendo—. Saben hacer que una chica se sienta especial.
Me apoya la palma de la mano en la nuca, ocultando los números. Absorbo el calor húmedo y pegajoso de su piel. «Willow me está acariciando el cuello». Siento una descarga de emoción.
—No es más que tinta —dice—, una serie de formas que no tienen más significado que el que le demos.
Nos sonreímos y entonces, siguiendo el guion, le doy un empujoncito suave.
—Basta de haraganear, gema.
Recuerdo que Rose superaba la puerta con un salto ágil, pero como sospecho que yo me iría de morros, opto por escalarla. Intento parecer brava y valiente, pero mis botas chapotean en el barro y me siento como un fraude. Echo a correr otra vez con la esperanza de sacar suficiente ventaja para asegurarme de que acabemos en los establos.
—¡Eso no vale! —grita Willow a mi espalda—. Yo no conozco la hacienda tan bien como tú.
—El superhumano eres tú —grito, por encima del hombro.
Veo los establos y experimento una inmensa sensación de alivio, seguida por la certeza de que ha llegado el momento: está a punto de besarme. Me obligo a conservar la concentración; estoy tan cerca de conseguirlo... Me cuelo por un lateral de los establos, los tobillos se me enredan en la maleza, me tropiezo y me estampo contra la madera. Willow entra a trompicones detrás de mí y los dos nos echamos a reír y despertamos a los caballos.
Avanzo hasta el fondo de la construcción y me apoyo en los tablones, agradeciendo el descanso. Mi pecho sube y baja rápidamente por el esfuerzo. El olor del pienso y del pelo de los caballos se mezcla con el de nuestro sudor. Willow se me acerca, todavía riéndose, con restos de maleza enganchados en el tobillo. Siento las fibras de los músculos de su antebrazo a través del mono. Solo un instante me separa de nuestro primer beso. De pronto siento la boca como si la tuviera llena de cartón; cartón de cajas de zapatos, a juzgar por el sabor. Dios, mataría por un caramelo de menta.
Se vuelve hacia mí y me aparta el pelo de la cara, que se me queda medio enganchado en el labio y lo estira hacia un lado.
—¡Au! —mascullo.
Pero Willow se ríe.
—Nunca había conocido a nadie como tú.
Me tomo un instante para observar sus rasgos. Una colección de formas. A esta distancia veo hasta el entramado de los poros y el vello minúsculo que le cubre la piel.
Me desengancho el pelo de la boca.
—¿Te refieres a una impe?
—No, a nadie tan libre.
Juega con el lóbulo de mi oreja y no puedo evitar buscar su mano con la cara; es tan grande y tan firme... «Willow me está acariciando la oreja». Me centro en el arco perfecto de su labio superior.
—No soy libre, soy una esclava. La esclava de tu padre, para ser exactos.
Deja caer la mano a un lado, cargada de culpa.
—Ya lo sé. Lo siento, no quería que sonara así... Es que, no sé, te sonará estúpido que diga esto, pero me gustaría ser más como tú.
Este es el momento. Está a punto de besarme. Cojo su cara perfecta entre mis manos y lo obligo a mirarme a los ojos. Creo que se me ha parado el corazón, convertido en gravilla en el pecho. Pero digo mi frase con seguridad.
—Puedes serlo.
Me mira fijamente un instante. Ya casi siento su próximo movimiento, el sabor de sus labios en los míos. Mi tráquea se estremece inesperadamente; tengo la sensación de que acabo de meterme en una tormenta de nieve y tengo la piel helada y ardiendo al mismo tiempo. Dejo que se me cierren los párpados. Es el momento.
Pero Willow no se mueve y el beso no llega.
En lugar de eso, dice:
—Mañana es mi baile de presentación en sociedad.
Ha continuado con su siguiente frase, se ha saltado la parte del beso. El corazón me da un vuelco y el cerebro vuelve a llenarse de inseguridades: «¿Es porque me huele el aliento? ¿Estoy muy despeinada? ¿Habrá sido por salirme del guion y hablar del proceso de descontaminación? Tal vez es que no estoy a la altura».
Pero me ciño a mis frases.
—¿Sí?
«Tal vez debería besarlo yo. Pero ¿y si no quiere que lo bese? Es tan alto que a lo mejor no llego y acabo besándolo en la barbilla». Una palabra de cinco letras, angulares y alargadas, me llena la cabeza: «Joder».
Pero Willow sonríe, ajeno a mi tormento interno.
—¿Vas a hacer de camarera?
—Sí.
—Seguramente tendré que bailar con todas las chicas de la alta sociedad gema de la región, pero te guardaré el último baile.
—Me encantaría —respondo, con la voz externa en piloto automático y la interna todavía ocupada en gritar blasfemias.
—Será mejor que vuelva —dice.
Me doy cuenta de que sigo sujetándole la cara. Intento soltarlo con desinterés, para que no se dé ni cuenta, pero las palmas de las manos se me quedan medio pegadas a su barbilla.
—De acuerdo, entonces.
—¿Te veré en el baile mañana? ¿Sí? —me dedica una sonrisa preciosa.
—Me pondré los zapatos de baile.
Me da un beso en la mejilla. En la mejilla. Y se va.