CAPÍTULO 23

Me paso el resto de la mañana buscando a Ash. Registro toda la hacienda mientras el sol enciende el cielo con tonos rosas y naranjas, y en mi pecho va creciendo una sensación abrasadora. Por fin me rindo y vuelvo a la cabaña de los impes con la sesera reducida a papilla.

Empujo la puerta y me sorprende lo mucho que parece pesar. Nate está sentado a la mesa, tomando té con Matthew y jugando a las cartas. Noto una punzada de envidia.

—¿Y bien? —La cara de Nate es una mezcla perfecta de miedo y emoción, como si estuviera viendo una peli de terror sin permiso de nuestra madre.

—Lo he clavado. —Intento parecer contenta, pero pienso en la cara de Ash entre las hojas y me dan ganas de llorar.

Me tiro sobre la litera, dejo que la cortina de algodón me aísle del mundo y suplico que llegue la inconsciencia del sueño... pero la cabellera trigueña de Nate se cuela por debajo de la sábana divisoria. Me habla bajito, para que no nos oiga Matthew, pero en su voz hay una nota dura impropia de él.

—Acabas de ligarte a Willow, ¿por qué tienes cara de que se te ha muerto alguien?

—Es que... —Suelto un fuerte resoplido—. No sé... Ash lo ha visto.

—¿Ha visto qué?

—Me ha visto a mí, ligándome a Willow.

—¿Y qué?

Me tapo los ojos con las manos, con el deseo secreto de que Katie estuviera aquí; incluso aunque fuera Alice. No es lo mismo hablar de cosas de chicas con tu hermano pequeño, pero ahora mismo no tengo alternativa.

—Pues que... ha sido raro.

—Violet, Ash no es más que un pringado que te sigue con cara de perdido y enamorado. Recuérdalo.

—Estás pensando en el Ash del canon. Mi Ash no tiene nada que ver con él.

—¿Desde cuándo es TU Ash?

—Bueno, ya sabes lo que quiero decir. ESTE Ash, el Ash de verdad. —Me acuesto de lado para poder ver mejor a mi hermano. La luz que se filtra por la cortina sucia da la sensación de que estuviéramos en una tienda de campaña, recogidos, seguros en nuestro capullo—. Es muy distinto del Ash del canon: es divertido y ocurrente y no está perdido en absoluto... Trae bebés al mundo en su tiempo libre. —Nate abre la boca para contradecirme, pero no le dejo hablar—. Pero, ¿sabes?, una parte de mí se pregunta si es distinto porque yo soy muy distinta de Rose. A lo mejor conmigo puede ser él mismo, quizás conmigo saca otro lado diferente, un lado mejor. Igual tenemos algo, una conexión.

—¡Ay, Dios! —exclama Nate—. Te has enamorado del tío que no era. SABÍA que iba a pasar esto, con la cara de tonta que se te pone cuando lo ves.

—No, no... es que... —Analizo el final de su frase—. ¿Se me pone cara de tonta cuando lo veo?

—Mira, hermanita, tú eres Cenicienta y Willow es el príncipe encantado. Y Ash es...

—Buttons, el amiguito de Cenicienta, el mayordomo de su padre —termino la frase. La analogía lleva un tiempo rondándome la cabeza, sobre todo después del baile.

—Sí, es el puto Buttons.

—Nate, no digas tacos.

—Cenicienta no acaba con Buttons. Se casa con el príncipe y vive en el castillo y... y... se queda después del «baile del baile» para que podamos irnos todos a casa.

—Vale, vale. —Vuelvo a tumbarme boca arriba para poner fin a la conversación.

—Olvídate de Ash y punto —dice Nate—. Céntrate en lo que importa de verdad y deja de batir las alas, mariposa.

Sé que tiene la razón. Tengo que ceñirme al guion, no puedo arriesgarme. Y además, ¿en qué mierda de cuento de hadas la princesa se enamora del mayordomo? Pero Cenicienta siempre ha sido mi cuento preferido y siempre he tenido debilidad por los perdedores.

—Buenas noches, Violet —susurra Nate, a pesar de que ya es de día.

—Sí, buenas noches. Que sueñes con los angelitos.

—Y tú también.

Pero cuando por fin me duermo no sueño precisamente con angelitos. Estoy de rodillas, doblada sobre mí misma, en un suelo de piedra, restregando una chimenea embadurnada de pintura roja. Mojo el cepillo de fregar en un cubo, empapo la pintura y restriego, restriego y restriego, pero el rojo no sale.

Entonces escucho una voz que suena como la de mi padre y narra mi cuento de hadas preferido. «La pobre Cenicienta se moría por ir al baile, pero su malvada madrastra no la dejaba ir». Me limpio una lágrima gigante de la mejilla y al hacerlo dejo un rastro carmesí en la piel. El narrador cambia de tono, como si se dirigiese a alguien que no está en el escenario: «Me siento un poco ridículo. ¿Estás segura de que me oye?». Se oye una voz de mujer: «Sí, estoy segura. Sigue».

Huele a medicamentos y detergente, a aftershave y a café. «La pobre Cenicienta se pasaba toda la noche llorando, soñando con valses y deslumbrantes vestidos de baile». Dejo de restregar y levanto la vista: «¡Papá!», grito. «¿Eres tú, papá?». Al ponerme de pie tiro el cubo y su contenido se derrama por el suelo. Pero no es agua, es la puñetera pintura roja. Un sonido atrae mi atención: un gruñido ahogado que se mezcla con un chapoteo como de un líquido que rezuma. Miro hacia arriba y los veo por primera vez, desperdigados por las vigas como en una repugnante película de terror: el ruido es sangre que gotea de una cadeneta de papel de impes muertos.

Me miro las manos. Están llenas de sangre y sujetan una soga.

Me despierto gritando. Ahogada.

Dentro de tres días me ahorcarán.

Me bajo de la litera con cuidado de no despertar a Nate y cruzo la habitación hasta el lavabo. Anochece, y me consuelo pensando que al menos he dormido casi todo el día. Con poco convencimiento, me enjuago la cara con esa agua helada con cosas marrones flotando. Estos sueños parecen tan reales... A veces me pregunto si no será esto un sueño y la auténtica Violet está dormida en la cama. Pero el agua que me corta la piel está demasiado helada, me duele demasiado la espalda por dormir en un tablón, y la charla de los impes diurnos que vuelven a casa al final de la tarde y de los impes nocturnos que llegan suena demasiado temerosa y apagada para ser fruto de mi inconsciente. Es todo demasiado vívido, demasiado coherente, demasiado detallado. «Una pena», pienso.

De pronto me atraviesa la voz de Saskia:

—Nos ha llegado recado del cuartel general.

Me giro hacia ella con la cara todavía goteando agua helada. Está mirando un sobre andrajoso que tiene en la mano, como si no lograse decidirse a dármelo o no. Su conciencia acaba por ganar la batalla y me lo estampa en el pecho con un suspiro.

—Es de tu amiguita la pelirroja.

—¿De Katie?

—Como si tuvieras más amigos... Claro que es de Katie.

—¿Se encuentra bien?

—Tú léete la puta carta.

Me voy corriendo a mi litera y cierro la cortina, de nuevo protegida en el capullo de mi pequeño mundo. «Por favor, que esté bien; por favor, que esté bien». Me falta tiempo para abrir el sobre, pero los dedos parecen ir a cámara lenta, tiemblan y se traban. Saco la carta, intentando no rasgarla a causa de mi desesperación.

Una página escrita con la letra de Katie. Me encanta porque es una prolongación de ella misma: pulcra y pequeña, pero con carácter. Estoy acostumbrada a verla garrapateada en una libreta en las clases de lengua inglesa, formando frases como «¿Esta puñetera clase no termina nunca? ¡Me muero de hambre! Lo que yo daría por ir al Foster’s ahora...». Se me hace muy raro que esa misma letra me contemple desde un antiguo pergamino arrugado mientras me escondo tras una sábana sucia. Cuando consigo que las manos me dejen de temblar, empiezo a leer:

Violet:

Thorn me ha dicho que te escriba; cree que te ayudará a centrarte en la misión. Como mínimo me servirá para entretenerme. Me aburro tanto, joder. Sigo en el cuartucho horrible este, aunque Thorn me ha traído un sofá viejo y desvencijado y me ha ayudado a limpiar la ventana para poder ver la puesta de sol, así que ya no es tan horrible.

Ojalá pudiera ayudar de alguna forma. Me siento tan inútil aquí metida día y noche... ¡Ah! He empezado a comer guiso de rata y tenías razón, no está malo. ¿Quién lo iba a decir? Pero a lo que iba, le he dado vueltas a qué podría hacer yo para ayudar, aparte de lo que me ha sugerido Alice, y he decidido que lo único que te puedo ofrecer son unas palabras de sabiduría infinita, aunque, por desgracia, no sean mías.

El mundo todo es un teatro

y los hombres y mujeres, meros actores

con sus entradas y sus mutis,

y, en su tiempo, el mismo hombre representa muchos papeles.

(Como gustéis, de William Shakespeare)

¿Y sabías que fue Shakespeare el primero en usar «capullo» como insulto? (Alice se lo ha tragado durante una semana entera, la muy pedazo de adoquín.)

Buena suerte, mi Viola preciosa. Sé que puedes hacerlo. Saca delantera y sonríe como una auténtica guarrilla.

Te quiero un montón,

K.

P.D.: Por si estás leyendo esto, Thorn: ¡ya te dije que no era analfabeta!

Viola. Nunca me había llamado así. Creo que hace referencia a un personaje de Noche de Reyes, una de sus obras preferidas. No la conozco bien, solo por lo que me ha contado ella, pero creo que Viola es la que se hace pasar por un chico. Entiendo el paralelismo, con esto de que me estoy haciendo pasar por quien no soy. Lo que no recuerdo es cómo terminaba la obra. Espero que Viola no sufriese una muerte espeluznante.

Doblo la carta y me la guardo en el mono con todo el cuidado, sus palabras me abrigan el pecho como una bolsa de agua caliente. Se encuentra bien, al menos por ahora. Y, si no me equivoco, ha decidido aceptar la sugerencia de Alice de coquetear con Thorn. Espero que sepa lo que está haciendo. El Thorn de ahora es muy inestable, incluso más que el del canon. Si se pasa de coqueta él podría ponerse demasiado íntimo, pero ese pensamiento me pone enferma, así que lo aparto.

De pronto aparecen los ojos de Nate, pegajosos de sueño y coronados por su cabellera trigueña.

—¿Qué escena viene esta noche, hermanita?

—En la que Willow enseña a Rose a leer. —Sonrío por la ironía de haber recibido la carta de Katie la misma noche que tengo que hacerme pasar por analfabeta.

—¡Ah, sí! Esa es de las fáciles.

Asiento.

—A Katie le va bien. —Me planteo enseñarle la carta, pero no me apetece compartirla, me siento extrañamente egoísta—. Nos acaban de llegar noticias del cuartel general: parece que se aburre como una ostra, pero está bien.

Nate sonríe.

—¿Ya se ha puesto manos a la obra con Thorn?

Le doy un capirotazo.

—Por Dios, eres peor que Alice.

Cuando cae la tarde me acomodo en la hierba, al lado del arcén, para esperar a Ash en la parada del autobús y el frío aire vespertino se me cuela por las perneras del mono. Tengo la necesidad urgente de hablar con él sobre el beso, pero no tengo ni idea de qué le voy a decir. Cuando por fin llega, viene tosiendo a causa de los humos del escape del impebús.

Me ve y me sonríe.

—Hola.

—Hola —respondo. Bueno, no ha ido tan mal.

Nos seguimos el paso y caminamos lado a lado hacia la cabaña de los impes. Va rozando los aligustres del seto con la mano al pasar, agitando las hojas. Él parece estar bien y yo empiezo a relajarme.

—¿A qué debo el honor? —pregunta, y yo enarco una ceja, desconcertada. Ash se echa a reír—. Mi comité unipersonal de bienvenida.

—¡Ah, eso! Solo quería, yo qué sé, ver si... —lucho con las palabras—. Que estuvieras... Bueno, que todo va bien.

«Lo has clavado, Violet».

—Claro, ¿por qué no iba a ir bien?

—Por nada.

Negación. Me vale. Vamos a hacer como que lo mío con el gema, con el enemigo, no ha pasado. Como que no tengo sangre en las manos. Además, en el canon Ash no se enteraba de nada, así que ¿para qué lo íbamos a hablar ahora? Solo me estoy encargando de que los dos hilos sigan entrelazados. Sé que esta idea debería hacerme sentir mejor, pero no. Me doy cuenta de que esperaba que estuviera enfadado... celoso. Pero ¿qué me pasa?

—¿Entonces anoche lo pasaste bien en el baile? —pregunta, en un tono demasiado despreocupado, como si se estuviese esforzando muchísimo en que parezca que le da igual.

—No estuvo mal.

—La verdad es que parecía que lo estabas pasando de miedo.

—Supongo.

Se para y me sujeta por los brazos. Noto el calor de su piel fundiéndose con la mía.

—Mira, Violet, Hortensia o Margarita, como sea que te llames hoy... perdona por lo de anoche. No te estaba espiando ni nada, solo estaba preocupado por ti porque todos los demás impes que habían servido en el baile habían vuelto ya y pensé que igual te habías perdido o hecho daño o algo por el estilo.

Creo que voy a implosionar de la culpa. ¡Es él quien se está disculpando!

—No seas tonto, no he pensado que me estuvieses espiando.

—Me pareció que te quedabas flipada al verme.

—Y así fue.

Mira al suelo y juguetea con la tela del mono.

—Entonces... ¿te gusta mucho el gema ese?

Me encojo de hombros.

—Yo qué sé.

—Es que... —Me coge las manos entre las suyas—. Es que, por tu propio bien, creo que deberías saber en lo que te estás metiendo.

—Si me pillan me ahorcarán, ya lo sé. —El verbo «ahorcar» sigue haciendo que se me encoja el estómago.

Me mira a los ojos y se me vuelve a encoger el estómago, pero por un motivo muy distinto.

—No me refiero a eso —dice, negando con la cabeza—. Me refiero al tipo de gente con la que te estás mezclando.

—Willow es legal. Ya sé que es un gema, pero es buena gente.

Escruta mi rostro como si estuviera buscando una respuesta oculta. Incluso a la luz crepuscular soy capaz de distinguir el azul de sus iris, del color de un huevo de mirlo.

—Tengo que enseñarte una cosa —dice—, pero necesitamos el abrigo de la oscuridad total.

Intento no parecer demasiado interesada, pero me pica la curiosidad.

—Pero he quedado...

Se echa a reír.

—Has quedado con Willow.

—Sí.

—Muy bien, pues cuando termines con Willow te espero junto al gallinero. Prométeme que vendrás, pero no se lo cuentes a nadie, ¿vale? Es muy importante que quede entre nosotros.

Pienso en la cabrona de la mariposa, sembrando desastres naturales como quien no quiere la cosa. Pienso en el canon y en casa, y la carta de Katie me abrasa como si me fuera a agujerear la piel. Unas cuantas conversaciones fuera de guion, algún paseíllo inocente... Vale, eso se puede justificar, ¿pero una revelación secreta a medianoche? Para eso ya podría darle un batacazo a la mariposa y que comience el caos.

Pero cuando Ash arrastra los dedos por el dorso de mis brazos, dejando dos rastros paralelos de luz, las palabras salen sin que pueda evitarlo:

—Te lo prometo.

Esa misma noche me encuentro con Willow. Es la escena del canon en la que enseña a leer a Rose. Una escena dulce y tierna en la que se muestra cómo su relación, recién salida del cascarón, empieza a extender las alas y a volar. Willow cogió a escondidas un libro antiguo de la mansión. Lo robó de un museo cuando no era más que un niño y lo escondió debajo de la cama. Era un poemario impe, uno de los pocos que había sobrevivido a la quema de libros impe que hicieron los gemas mucho tiempo atrás.

Acurrucados en la buhardilla del pajar, los tortolitos recorrían las páginas con los dedos a la luz de una lámpara de parafina. Apretada contra el pecho de Willow, sigo el guion pero me cuesta concentrarme, y no solo porque ya sé leer, sino porque no puedo dejar de pensar en lo que me ha dicho Ash.

—Entonces, la letra que es como una curva es la C. —Willow me susurra al oído y me hace muchas cosquillas.

Asiento, pero no paro de darle vueltas a la cabeza. ¿Qué es eso que Ash considera tan importante? En el canon no hay nada que me pueda dar una pista. Debería dejarlo estar, ceñirme al canon y centrarme en mi objetivo final, que es volver a casa.

—¿Rose?

—Sí, perdona, la C, de casa y de coche.

—Exacto. —Pasa la página con las cejas levantadas, incapaz de ocultar la sorpresa por lo rápido que aprendo.

Vuelvo a perder el hilo. ¿Por qué esa revelación iba a hacerme pensar mal de Willow? Obviamente, solo puede ser algo malo. Vale que no hace falta que me caiga bien para terminar la historia, pero desde luego es de ayuda. No, definitivamente no debería ir al gallinero esta noche.

—Rose, ¿tienes algún interés en esto? —pregunta Willow.

Mierda, nos hemos salido del guion. Le doy un beso en la mejilla para distraerlo.

—Perdona. Continúa: ¿esta letra de aquí que parece un cero cuál es? —Los impes conocen los números a causa de los tatuajes de esclavo.

—Es una O, de oso.

Volvemos a retomar nuestras frases, pero tengo la mente en otra parte y casi ni me doy cuenta cuando Willow empieza a besarme. Se me había olvidado la escena de los morreos. Parecía muy romántica, con Rose y Willow acurrucados en la paja a la débil luz de la lámpara de parafina. Pero en la realidad la paja me pica en la cara, la lámpara supone un riesgo de incendio constante y encima me siento culpable por estar besando a Willow mientras pienso en Ash. De pronto preferiría estar de verdad viendo una peli para poder pasarla rápido o leyendo un libro para saltarme unas páginas a velocidad récord.

—¿Nos vemos mañana, entonces? —pregunta Willow.

—Me encantaría.

Willow me ayuda a bajar por la escalera de madera, con el libro metido bajo el brazo. Siento un inmenso alivio por estar llegando al final de la escena. No me puedo creer lo poco que la he disfrutado. Pero ¿qué me pasa? ¡Es Willow, por el amor de Dios! ¡Es mi ídolo desde los quince años!

Creo que este sitio me está causando un efecto extraño.

Nos damos un último beso, un pelín torpe, y lo observo recorrer el camino serpenteante que lleva a la mansión hasta que su silueta se funde en la oscuridad. Creo que he dicho bien mis frases y él parecía bastante contento. Más que contento, creo que de verdad siente algo por mí. Creo que no está siguiendo un guion, sino que para él esto es real.

Y también me parece que me acabo de dar cuenta de qué me pasa: que el amor no se puede recetar ni te lo pueden imponer. El amor no sigue un guion. Enamorarse es dejarse llevar por lo impredecible, es arriesgarse.

Y con ese pensamiento echo a correr hacia el gallinero.