Veo titilar el candil de Ash, como el rayo de luz de un faro moribundo, y avanzo hacia él hasta que escucho su respiración. Está apoyado en el gallinero y me llama la atención que en la oscuridad parece casi monocromo, con la piel tan blanca destacando contra su pelo tan negro. Percibo una nota de su olor en la brisa por debajo del alquitrán, e inspiro un poco más hondo.
—No estaba seguro de si vendrías —susurra, aunque no haya nadie más por aquí.
—Dijiste que era importante.
—Es importante —dice, iluminándome la cara con el candil—, pero tienes que prometerme que no se lo vas a decir a nadie.
—Por supuesto.
Mueve el candil para iluminarme toda la cara, como si intentase ver el contenido de mi cabeza a través de la piel.
—Porque podría costarnos la vida a los dos. Y lo digo en serio.
—Joder, Ash. Enséñamelo de una vez.
Odio los cambios, odio las sorpresas. Debería estar escondida en la cabaña de los impes, ensayando mis frases con Nate, y, sin embargo, aquí con Ash siento que quiero correr riesgos. Tal vez este universo me esté obligando a soltarme un poco, a habituarme a probar cosas nuevas. O a lo mejor es que cuando estoy con él me siento lo bastante segura para cerrar los ojos y saltar. A lo mejor es que saca una parte distinta de mí, una parte mejor.
Me coge la mano, diría que más por ser práctico que por buscar intimidad, pero yo me derrito por dentro de todas formas. Nos alejamos del gallinero, nos adentramos en la hacienda, y caminamos en silencio durante un kilómetro y medio. Ash mira por encima del hombro todo el tiempo, como si temiera que nos estuvieran siguiendo, lo cual me inquieta un poco, pero la curiosidad es más fuerte que el miedo, y la mano firme y segura que sujeta la mía evita que salga huyendo. Cruzamos prados, saltamos un muro de piedra, pasamos un puente destartalado y, por fin, nos adentramos en un bosque.
La temperatura baja y el intenso aroma de los pinos y la hierba húmeda se me sube a la cabeza. Las hojas bloquean la poca luz natural y la del candil solo nos descubre los troncos cuando estamos a punto de toparnos con ellos. Creo que no he estado nunca en un bosque por la noche, solo en mi mundo, durante el día, de pícnic rodeada de campánulas. Mucho más al estilo de Mary Poppins que al de la bruja de Blair. Pero en la oscuridad todo da mucho más miedo. Sobre todo los sonidos. Graznidos, aullidos, ululares. Me centro en los ruidos que hacemos Ash y yo al caminar encogidos por el sotobosque, aspirando bocanadas del frío aire de la noche. Avanzamos despacio, esquivando troncos, tropezándonos con raíces y matas de malas hierbas.
—Ya casi hemos llegado.
Algo sale de pronto de entre un matorral: un sonido metálico fuerte, y un remolino de plumas, algo suave y cálido me roza la cara. Me tiro al suelo, demasiado aterrorizada para gritar siquiera.
—Solo era un faisán.
Sigue al cuerpo marrón hasta los árboles con la luz. Intento recuperar el aliento, aunque el corazón se me quiere salir del pecho.
—Venga —dice mientras me ayuda a levantarme. Intuyo el reflejo de sus dientes y estoy segura de que está sonriendo con esa inmensa sonrisa suya.
—No te atrevas a reírte, pedazo de cabrón —susurro, antes de echarme a reír yo también.
Se lleva un dedo a los labios para que guarde silencio y me parece que volvemos a estar en el gallinero, que él está a punto de arquear la espalda y empezar a cacarear como una gallina.
—Aquí no hay nadie —le digo.
Se coloca el candil debajo de la barbilla para que le ilumine la cara. Parece un trasgo.
—Eso ya lo veremos.
Unos cuantos troncos más, unas cuantas raíces más, y de pronto me doy cuenta de que veo sin necesidad del candil. Un claro. La luz de la luna, alta en el cielo, se filtra a través de un borrón de nubes.
—¡Tachán! —dice, todavía en voz baja.
—Aquí no hay nada.
No es más que un claro, una explanada de tierra rodeada de bosque espeso y una celosía de malas hierbas. Un reducto de calma.
Ilumina los troncos más cercanos con el candil y luego mete la mano en el hueco de uno de ellos.
—Por aquí hay una palanquita...
—¿Y para eso tanto misterio? ¿Por una palanquita?
—Esto está tan lejos que nunca viene nadie, pero ya sabes cómo soy yo; me gusta explorar. —Trastea con algo dentro del hueco, supongo que es la palanquita. Me mira con los ojos muy abiertos—: ¿No te parece que este sitio es un poco raro?
Miro al claro, pero no se ve más que un montón de árboles.
—¿En qué sentido?
—Esa parte del claro es idéntica a esta —dice, señalando con la cabeza—. Es un reflejo. Todos los nudos y las ramas y los huecos... todo.
Escudriño el otro lado de la franja de tierra. Vislumbro apenas el hueco del árbol y, a su lado, dos borrones de color claro. Pero no son borrones, son caras. Está a punto de darme otro ataque de pánico cuando reparo en que me resultan familiares.
—¿Somos nosotros?
Ash se echa a reír.
—He tardado un rato en descubrirlo, pero es un dispositivo de ocultación, un juguetito de imitación muy ingenioso. Durante el día filtra las formas humanas, pero por la noche no sé qué pasa, pero no nos detecta.
Oigo un fuerte clic y Ash saca la mano del tronco.
El aire del claro parece vibrar un instante y, sin darme ni cuenta, cojo a Ash de la mano. Se materializa un gran cubo; un búnker. Supongo que siempre ha estado allí, pero parece que acabe de caer del cielo. Es una estructura sencilla, de hormigón, más baja que los árboles, pero con altura más que suficiente para estar de pie dentro.
—¿Qué es eso?
Ash me aprieta la mano.
—Lo que importa es lo que hay dentro.
Rodeamos juntos el cubo. No es más grande que mi dormitorio en casa de mis padres, sin ventanas ni puerta.
—No hay forma de entrar.
—Para una ardilla sí.
Forma un estribo con las manos y me impulsa para que alcance la parte superior del búnker. Me aferro a la cornisa de la azotea, que está húmeda por el musgo y el verdín. Creo que se supone que debería auparme por mis propios medios, pero me vuelve a pasar lo mismo que con el maldito árbol y me quedo allí colgada. No soporto sentirme tan incapaz a veces. Ash da un salto y se agarra al techo y trepa apoyando los pies en la pared. En cuestión de segundos me mira desde arriba, con el pelo cayéndole sobre la frente.
—Chulito —mascullo.
Cuando me iza, los huesos de las muñecas me estallan a causa de mi peso. Desde aquí arriba el bosque se ve extraño, las hojas son más gruesas y los troncos se van estrechando al subir hacia el cielo. Nos arrastramos hacia el centro del tejado hasta llegar a algo que parece una tapa de alcantarilla.
—Es la única entrada —dice Ash mientras se saca un alfiler del mono y comienza a hurgar en la cerradura. Se oye un cloc tranquilizador y Ash me mira sonriente, con esos ojos cristalinos casi incoloros a la luz de las estrellas.
—¿Qué eres, una especie de genio criminal secreto?
Niega con la cabeza.
—Solo una rata callejera con espíritu emprendedor.
Lo ayudo a apartar la tapa. Un débil círculo de luz ilumina el suelo de hormigón del fondo, pero aparte de eso, lo único que se ve es oscuridad.
Ash me apoya una mano en el brazo.
—Ya sé que te he dicho que tenías que verlo —de pronto le ha cambiado la voz, que suena cargada de preocupación—, pero ahora que estamos aquí...
—No pasa nada, quiero verlo.
—¿Estás segura? Porque cuando lo hayas visto tu opinión sobre los gemas cambiará para siempre.
Se refiere a Willow. Sé que debería bajar de esta azotea y volver corriendo a la cabaña de los impes. Sé que debería ceñirme al canon, a lo seguro, a lo predecible, a mi casa... Pero al ver la cara suave y tenue de Ash rodeada de la oscuridad de la noche me doy cuenta de que esto no va de arriesgarse, sino de saber la verdad. Estoy harta de tanto secreto, de tantas mentiras, de este puñetero disfraz. La carta de Katie vuelve a parecer de fuego, pero me da lo mismo. Quiero decirle a Ash quién soy en realidad. Es como si existiera un muro invisible entre nosotros, construido con mentiras piadosas y omisiones y todos los engaños conocidos por el ser humano. Miro al débil círculo de luz que tengo a mis pies y decido que un secreto menos solo puede ser algo bueno.
—Adelante —digo.
Él asiente y, con todo el cuidado, me baja hasta el búnker.