Ash se deja caer a mi lado. Mueve el candil para iluminar toda la sala. Veo alguna silueta, el destello de alguna superficie reflectante, y me hago una idea general de las cosas que me rodean.
—No te preocupes, no hay peligro —dice. Creo que se ha dado cuenta de que he dejado de respirar.
Obligo a mis pulmones a volver a funcionar. Me sorprende lo puro que es el aire, casi medicinal. Conozco ese olor. Luego me viene el aroma terroso del café y el frescor del anís estrellado. Y juro que oigo la voz de mi padre. «Ricitos de oro llegó a la cabaña del bosque, llamó a la puerta y, como no contestaba nadie, entró». Giro sobre mí misma, escrutando la oscuridad.
—¿Has oído eso?
—¿Qué?
Silencio. Solo un extraño sonido de burbujas y un suave zumbido de maquinaria.
—Nada, nada. —Debo de estar volviéndome loca con tanto estrés y el cambio de hábitos de sueño.
—¿Segura?
—Sí, es que estoy cansada.
—¿Lista? —pregunta, mientras me rodea los hombros con un brazo protector.
—Supongo.
—Encender luces —dice, levantando la voz.
Las lámparas del techo se encienden con un zumbido. El resplandor azulado me hiere los ojos, acostumbrados a tantear en la oscuridad, después de tanto tiempo, y me obliga a parpadear varias veces. Una mezcla entre la anticipación y el miedo me carcome las entrañas cuando empiezo a inspeccionar la sala poco a poco.
A lo largo de las paredes se alinea una serie de tubos cilíndricos que van del suelo al techo. Cada uno de ellos está lleno de un líquido transparente que, a juzgar por la lentitud con la que se mueven las burbujas, es más viscoso que el agua. Casi parece una lámpara de lava gigante, con el reflejo de la luz fluorescente en los glóbulos de aire que van cambiando de forma. Mi cerebro no acaba de conseguir encontrarle sentido a las formas que veo suspendidas en el líquido: miembros, pelo, caras.
En cada cilindro hay una persona.
Inerte. Desnuda. Con los ojos clavados al frente.
Se me encoge el estómago, se me arquea el velo del paladar y se me retrae la lengua. Creo que voy a vomitar.
—¿Estás bien, Violet? —Ash me sostiene y me frota la espalda.
—¿Están...?
—¿Muertos? —Logro asentir—. No, no están muertos.
Trago una sustancia amarga y me acerco a uno de los cilindros, temblando de arriba abajo. Miro a la persona que flota en su interior. Es Willow. Su cuerpo bronceado está completamente laxo. Tiene tubos metidos por la boca y por la nariz, y el cabello color caramelo le flota alrededor de la cara, largo y desarreglado, entre las burbujas que ascienden poco a poco.
—¿Ash? —no logro decir nada más.
—No es Willow.
Por algún motivo eso me supone un alivio enorme. Mi pseudonovio no es una especie de alien extraño enchufado a unas máquinas. Pero si no es Willow. ¿quién coño es? Como si respondiera a la pregunta, el chico flotante parpadea.
Doy un paso atrás, con un grito atrapado en la garganta.
—No pasa nada, a veces hacen esas cosas.
Me atrae ese rostro, ese rostro impasible, entumecido, y doy un paso al frente para apoyar la punta de la nariz en el cristal. Ash tiene razón; no es Willow; solo se le parece. El chico que flota en el cilindro tiene la nariz un poquito torcida y los labios no son tan gruesos. Recorro su cuerpo con la mirada. Está menos musculado, las piernas son más cortas.
No puedo evitar quedarme mirándole los genitales. No he visto nunca a un hombre desnudo, salvo que cuente los de la revista porno que me dejó Ryan en la taquilla con la palabra «virgen» escrita en la portada; o la vez que Mitchell Smith cruzó el campo de fútbol corriendo en pelotas. Pero de cerca, en la vida real, no había visto nunca un hombre desnudo. Está todo un poco arrugado.
—¿Le estás mirando la polla? —me pregunta Ash.
Miro su reflejo en el cristal. Está sonriendo con los ojos inundados de risa. De pronto me arden las mejillas.
En la base del cilindro hay una placa con la inscripción «Duplicado n.º 1».
—¿Quién es? —pregunto.
—El hermano de Willow.
—Willow no tiene hermanos.
Con suavidad, Ash me coge por los hombros y me da la vuelta para que vea el siguiente cilindro de la hilera.
—No, tiene tres. Son sus duplicados.
Tres chicos flotantes. Todos parecidísimos a Willow, pero no tan perfectos.
El estómago empieza a revolvérseme otra vez y la boca se me llena de esa sustancia amarga. El duplicado n.º 3 no tiene piernas.
—Le... le faltan las piernas.
No puedo apartar los ojos del punto en el que las piernas deberían unirse al tronco. Las han amputado a la altura de la pelvis, dejando los genitales intactos. Un corte quirúrgico perfecto. No hay sangre, ni restos de tejido suelto; solo dos muñones bien sellados. Oigo una respiración agitada, un jadeo en mi oído, y me doy cuenta de que soy yo. Me empiezo a marear y regresa el olor a medicina. A café y anís estrellado. «Uno estaba muy frío y el otro muy caliente, pero el tercero estaba perfecto».
Vuelvo a girar sobre mí misma.
—¡Ahí está otra vez!
—¿El qué?
—La voz.
—Violet, no se oye ninguna voz. —Dios bendito, me lo estoy imaginando. El shock me hace oír cosas. Justo lo que me faltaba, un problema mental—. No te preocupes, es esta mierda de sitio espeluznante, que te gasta jugarretas.
El suave roce de su piel contra la mía me libera del pánico. Tiene razón, es por culpa de este sitio espeluznante.
Voy mirando los demás cilindros con detenimiento. Dos versiones del padre de Willow, tres versiones de la madre de Willow. Y entre los duplicados n.º 5 y n.º 6, un panel de control que consiste en un monitor polvoriento y una serie de interruptores y botones.
—¿Qué es este sitio? —digo al fin.
—Un almacén —responde Ash—. Los gemas deciden cómo quieren que sean sus bebés: apariencia, capacidades... esas cosas. Los encargan y los crían en úteros artificiales.
Asiento. Eso ya lo sabía del canon. Cruzo la habitación para mirar a una señora Harper casi idéntica a la que conozco. Tiene una fina cicatriz roja que le cruza el pecho y llagas rosadas en la cara interna de los muslos. Al mirar más de cerca me da la impresión de que le hubieran despellejado parte de las piernas.
Ash me sigue. Se mantiene tan cerca que noto su aliento en la nuca.
—Las mejoras genéticas no son tan precisas como se podría pensar —me explica—. Hacen falta varios intentos para conseguir un bebé perfecto, así que crían varios fetos al mismo tiempo. Se deshacen de los que tienen imperfecciones evidentes antes de que nazcan.
—Uno estaba muy frío y el otro muy caliente, pero el tercero estaba perfecto —digo.
—¿Perdona?
—Nada, un cuento que me contaba mi padre de pequeña.
Ash apoya la mano contra el cristal, justo por encima de la cara de la casi señora Harper en un gesto tierno. Suspira.
—Supongo que estos bebés eran demasiado buenos para deshacerse de ellos.
Recorro los rasgos del duplicado con la mirada. No se parece en nada a Willow. Pelo rubio, piel pálida, hombros estrechos... Pero esos ojos inertes y fijos son exactamente del mismo color bronce.
—¿Los conservan para obtener repuestos? —digo por fin.
—Es la única explicación posible.
Me fijo en la cicatriz y me doy cuenta de que la mujer está conectada a una pequeña bomba mediante un tubo espiral color rojo sangre. La señora Harper debe de haber sufrido algún problema de corazón. Parece que los gemas no han erradicado todas las enfermedades, como escribió Sally King; parece que se limitaron a encontrar otras formas de desafiar a la muerte y a la enfermedad. Y a juzgar por la piel que falta, diría que a la cara tersa de la señora Harper también le han echado una manita. Sé por el canon que ronda los sesenta, aunque aparente solo unos treinta.
No puedo evitar pensar en el monstruo de Frankenstein, un engendro montado a partir de diversas partes de diferentes cuerpos sujetas con toscas puntadas. Recuerdo ahora que Nate llamó a Alice «repugnante engendro gema» cuando íbamos de camino a la Comic-Con. Qué coincidencia tan extraña, es como si Nate hubiera predicho esto de alguna forma. A menos que no sea una coincidencia y, de alguna manera, Nate hubiese hecho que esto se convirtiera en una realidad al decirlo. O tal vez aquella frase se alojó en algún lugar de mi conciencia y he sido yo la que lo ha hecho realidad. Lo cual me recuerda a la faja que llevaba en la ComicCon... ¿Tuvo algo que ver en la creación del cinturón de sangre de Rose?
Desecho la idea de inmediato. En parte porque es ridícula y en parte porque no tengo espacio mental para procesarla.
—¿Lo llevas bien? —pregunta Ash.
Niego con la cabeza. El shock y el asco dan paso a una emoción más limpia: la ira. ¿Cómo pueden hacer esto? ¿Cómo pueden mutilar a sus propios hermanos? Miro hacia el hermano mutilado de Willow. Ahora recuerdo la historia de fondo del canon: Willow sufría un accidente terrible montando a caballo cuando tenía doce años y se pasaba meses en el hospital tras una cirugía regenerativa, pero King no mencionaba nada de desmembrar a un hermano inconsciente.
Pienso en Nate, en su sonrisa de elfo y su pelo pincho y en que siempre sabe cosas insospechadas sobre cualquier tema, y la ira aumenta.
—¿Le hacen eso a los de su propia sangre? ¿A sus hermanos, a sus hijos?
Los dedos de Ash se entrelazan con los míos.
—El peligro de jugar a ser Dios, supongo.
Me vuelvo para mirarlo; está pálido incluso para ser él.
—O sea, ¿que los impes no saben nada de esto?
Ash niega con la cabeza.
—Existen rumores de grandes almacenes llenos de duplicados en lugares secretos de Los Pastos, pero nunca he sabido de nadie que los tuviera en su casa. Por lo que yo sé, nadie ha visto ninguno jamás, o al menos no lo ha admitido nadie.
Se me cierra la garganta, pero consigo sacar una palabra.
—¿Willow?
—Puede que lo sepa.
—¿Podría preguntarle?
—¡No! —Se asusta de pronto—. ¿Por qué te crees que he guardado el secreto? Te pondría en grave peligro. Es evidente que el gobierno no quiere que esto salga a la luz. Y, si hacemos caso a los rumores, la mayoría de los gemas ni siquiera lo saben. Es probable que solo los más ricos y poderosos puedan permitirse tener repuestos.
—¡No son repuestos, son personas! —Me froto la cara, presa otra vez de la ira—. Deberías habérselo contado a alguien, a alguien que pueda hacer algo.
—Violet, a veces parece que de verdad hayas venido de otro mundo. Si hablo sobre esto con alguien te garantizo que acabaré muerto en un callejón o bailando en una horca. ¿Y entonces quién ayudaría a Ma? ¿Quién llevaría a casa monedas gema para comprar comida? Tengo que pensar en mi familia antes que nada.
—¿Y entonces por qué me lo has enseñado a mí?
—Es que... —Durante un instante parece triste, culpable—. Quería que supieras cómo son los gemas de verdad, hasta dónde son capaces de llegar en su búsqueda de la perfección.
Sin previo aviso, me rodea el cuello con los brazos y me acerca muchísimo a su cuerpo, hasta que apoyo la cara en su hombro. Su olor a jabón y sudor me sosiega el pulso y vuelvo a sentirme bien aunque sea un momento complicado. Cuando habla siento su aliento en la oreja, pero no me hace cosquillas, como el de Willow; simplemente es una sensación maravillosa.
—Y tenía que contárselo a alguien, me pesaba el secreto. Eres la primera persona en la que he confiado de verdad en mi vida.
Empiezo a llorar otra vez, y no solo por esos duplicados flotantes de ojos muertos, ni tampoco por el espacio vacío que deberían llenar las piernas del casi Willow, ni por el corazón que falta bajo esa fina cicatriz roja, sino porque a la única Violet que Ash conocerá es a la casi Violet, a la duplicada, a la actriz.
Nunca conocerá mi yo real.