Doy vueltas en la litera. Está saliendo el sol y necesito dormir. Solo espero que mis sueños me permitan rehuir los ojos muertos y vidriosos de los duplicados.
La de hoy es una gran noche. El punto de inflexión, el giro argumental. Willow tiene que declararme su amor y yo tengo que decirle que lo quiero pero que me vuelvo a la ciudad; tengo que dejarlo por piedad, como dijo Alice. Estoy a punto de cerrar los ojos cuando Matthew y Saskia asoman la cabeza por debajo de la cortina roñosa y se apoyan en los pies de la cama, destruyendo mis esperanzas de intimidad y descanso.
—Venga, dormilona, tenemos un trabajo para ti —dice Matthew.
Me siento en la cama, parpadeando.
—¿Qué? —Esto no estaba en el canon. Hoy Rose dormía, estoy segura.
Mi incomodidad hace sonreír a Saskia.
—Mientras tú andabas besuqueándote con el chico gema yo he estado con la antena puesta y se dice que tiene otra cita con la chati esa tan mona del baile.
No le cuento que la chati esa tan mona en cuestión es Alice. Está claro que no se han comunicado con Thorn desde que salimos del cuartel general y me da demasiada vergüenza admitir que mi mejor amiga todavía podría sabotear la misión sin querer o queriendo.
—La va a llevar de compras a la ciudad —me informa Matthew.
Esto, desde luego, no estaba en el canon. Otra vez me invade la ira, como cuando discutí con Alice. Lo está arriesgando todo solo para poder vivir las fantasías de sus fanfics, alejándonos cada vez más de la historia y de casa. Se me revuelve el estómago porque, en el fondo, sé que tengo parte de culpa; no debí ir con Ash al búnker, no debí dejar que la mariposa batiese las puñeteras alas.
Saskia está un poco subidita.
—Si quieres convencer a ese mocoso gema de que te cuente los secretos de su papi, más te vale ser la única chica a la que se quiera... —dice, haciendo un gesto obsceno con las manos. Matthew suelta una carcajada.
—¿Y qué queréis que haga? —pregunto.
—Hoy puedes trabajar en el mercado —responde Saskia—. Y Nate también.
Matthew asiente.
—A los gemas les encanta visitar el mercado; ver a los impes matarse a trabajar los hace sentirse superiores. Tú asegúrate de que le quede claro a quién quiere de verdad.
Cogemos el impebús que lleva al mercado de la ciudad. Este escenario no aparecía en el canon, así que veo las elegantes líneas de la ciudad gema, forjadas en cristal y acero, por primera vez. Son tan limpias y tan pulidas que parecen una versión del futuro recreada por un artista. En los restaurantes empiezan a preparar la comida y nos llegan olores a ajo y a caramelo. A través de los sucios cristales del bus veo gemas paseando, charlando de cualquier cosa, o parándose a mirar escaparates, inclinando la cabeza y mostrando sus perfiles perfectos, como si fueran generados por ordenador.
Sin permiso alguno, mis ojos se lanzan bulevar abajo, buscando a Alice de la mano de Willow, pero lo único que veo son los carteles que cuelgan de todos los escaparates, de todas las puertas de los restaurantes: un simio dibujado detrás de una barra diagonal roja. No se admiten impes. Me recorre tal escalofrío de ira que la lengua se me pega a los dientes. Ellos son los animales, no nosotros. Ellos son los que despiezan a sus hermanos, a sus hijos, en el nombre de la perfección.
Seguimos la curva del bulevar, que nos lleva a la plaza del mercado. Este debe de ser el casco antiguo, a donde no ha llegado todavía el acero y el cristal. Nos rodean las fachadas de piedra de los edificios impe modernizados. Junto a una pared cercana veo una señal grande en la que aparece el dibujo de un simio. Imagino que es una advertencia para los gemas de que entran en una zona mixta. Se me tensan los músculos y me siento como un muñeco en una caja sorpresa a punto de saltar.
—No mola ser un simio, ¿eh? —suspira Nate.
Se me pasa por la cabeza la idea de hablarle de los duplicados, pero le prometí a Ash que no se lo contaría a nadie y no quiero cargar a Nate con ese peso, así que me limito a decir:
—No mola nada.
Salimos en fila del bus y me uno al gentío. Los impes se mueven con torpeza entre los pilares de piedra que marcan cada uno de los puestos, comprando y vendiendo cosas para sus amos gemas. Hay un aroma maravilloso a fiambres y especias, y brillantes destellos de color de las bobinas de hilo que giran sin parar. Los gemas destacan al instante: altos, esbeltos y seguros de sí mismos. La mayoría son militares, con los fusiles a la vista, pero de vez en cuando pasa un gema civil, con la barbilla bien alta como si se le llenasen las narices de un olor desagradable, como si no fuésemos más que animales. Me retuerzo los dedos como si a través de ellos pudiera escurrir la ira de mi cuerpo.
—Puedes ayudarme en la panadería —dice Saskia mientras se recoge el pelo canoso en una trenza suelta.
Nos acercamos a un puesto de madera en el que se exhiben panes variados. El aroma cálido a levadura me recuerda unas vacaciones que pasé con mi familia en Bretaña. Mi padre siempre nos arrastraba a las panaderías y Nate se reía de él cada vez que intentaba decir boulangerie, porque pronunciaba la G fuerte. El dolor me atraviesa como una lanza al recordar a mi padre con una barba de días llena de migas de baguette.
Saskia nos pasa unos guantes de un blanco inmaculado. Me los pongo con cuidado y empiezo a colocar bien las hogazas, tan frescas que las cortezas se resquebrajan al tacto. Nate coge una barra francesa y sonríe; sospecho que también se está acordando de la G fuerte.
Estoy envolviendo una hogaza en papel encerado cuando veo a Ash tras un carrito de manzanas. Me ve y enarca una ceja. Se acerca con paso elástico y natural y me ofrece una manzana escarlata, que contrasta con el blanco de sus guantes.
—Pírate, Ardilla —le dice Saskia.
—Solo quería hablar con Violet. Te prometo que seré breve.
Hay un guardia deambulando por ahí y está claro que Saskia no quiere montar una escena, así que sigue contando las monedas y masculla:
—Cinco minutos.
Ash me ayuda a envolver otra hogaza, pero no dice nada.
—Pensaba que estarías con Ma —digo al fin.
—Quería asegurarme de que estuvieras bien después de... bueno, ya sabes —baja la voz para que Nate y Saskia no puedan oírlo—. Creo que hice mal en enseñarte esas cosas.
—Tenía que saber la verdad —respondo, también en un susurro.
Nuestros dedos se tocan un instante al ir a coger la misma hogaza y la tela de nuestros guantes se arruga con el contacto. Ash me mira y sonríe.
Una voz corta el aire:
—¿Dónde están tus guantes, impe?
El guardia nos mira directamente a nosotros y el corazón me da un vuelco. Bajo la vista, hacia nuestras manos vestidas de algodón blanco; por fuerza tiene que estar dirigiéndose a Saskia... o a Nate.
Me giro para ver confirmado mi peor miedo: el color melocotón de las manos desnudas de Nate asoma bajo una fina capa de harina. El terror le invade la cara cuando se da cuenta de que el guardia se dirige a él.
—Es que... es que... —se le enganchan las palabras—. Tenía calor en las manos.
—¿Que tenías calor en las manos? —dice el guardia, entrecerrando sus ojos esmeralda.
Creo que el cuerpo de Nate se ha bloqueado: el pecho no se le mueve, los ojos no parpadean, los dedos se le clavan en el borde del mostrador... Siento la necesidad imperiosa de correr hacia él, de sacarlo de allí y protegerlo, pero Ash me susurra: «No». Y el miedo de empeorar las cosas me detiene.
El guardia aferra el fusil.
—¿Has estado toqueteando nuestra comida gema con esas manos mugrientas de impe?
Nate intenta negar con la cabeza, pero solo consigue mover los ojos de un lado a otro.
El guardia frunce el ceño y toda la cara, como si acabase de tirar del cordón de un cierre que uniese todos sus rasgos.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, además de los guantes?
Saskia da un paso al frente: tiene la mirada baja y las manos levantadas, como si se estuviera rindiendo.
—Lo siento, agente. Me encargaré de que reciba el castigo que le corresponde. Yo misma lo azotaré con una caña cuando regresemos a nuestra hacienda.
Nunca la he visto tan complaciente, supongo que intenta salvarlo de un destino peor que los azotes. Tengo la nuca empapada en sudor y me empiezan a temblar las piernas.
El guardia la acalla con un gesto de la mano.
—¡Calla, esclava! A menos que tú también quieras perder las manos.
—¡NO! —el grito me explota en la boca sin permiso.
El guardia gira en redondo.
—¿Quién ha dicho eso?
Abro la boca para responder, pero durante un segundo el mundo se difumina y me olvido de dónde estoy.
—Yo —responde Ash.
—Menuda voz más femenina que tienes, impe —dice, riéndose—. Me da la impresión de que aquí lo que vendría bien es una buena amputación para meteros a todos en vereda.
Saca a Nate a rastras de detrás del puesto.
La realidad de la situación me golpea de lleno y es como si mi cuerpo se hubiera zambullido en un tanque de lava: estoy ardiendo y desbordante de furia.
—¡NO! —vuelvo a gritar.
Me lanzo hacia delante, pero Ash y Saskia me sujetan. Doy patadas y puñetazos e intento liberarme, pero son demasiado fuertes y reboto del uno a la otra como una bola de pinball. Llegan varios guardias que empiezan a señalarme y a reírse de mi arrebato.
—Le van a cortar las manos —grito, intentando captar el sentido de las palabras. En mi conciencia se forma la imagen de aquel duplicado, medio formado, medio muerto. No le pueden hacer eso a Nate. ¡A Nate no!
—Violet —Ash me tapa la boca—, como sigas así lo van a matar.
Pero soy incapaz de dejar de forcejear, con la esperanza de que, si logro llegar hasta Nate, me permitirán recibir a mí su castigo.
Se llevan a Nate, empequeñecido por sus cuerpos gigantes, a una esquina de la plaza donde se congrega una nutrida concurrencia. Desde la distancia, observando entre los espectadores, me imagino que veo la piel suave de adolescente de cada uno de sus dedos extendiéndose hasta el blanco de las uñas; el blanco de las palmas; el mapa de venas que se despliega bajo la superficie de las estrechas muñecas. Me sube el vómito por la garganta y empiezo a toser.
Lo tiran de rodillas y le colocan un torniquete plástico en el antebrazo. «Esto no puede estar pasando», pienso. De pronto siento una extraña desconexión de mi cuerpo; ni siquiera sé si continúo forcejeando o he caído muerta como una muñeca. Veo su cabeza trigueña humillada y las lágrimas que caen a sus pies. Me acuerdo de cuando nos dábamos las manos ya antes de que cumpliese un añito; y cuando chocábamos las palmas al grito de «¡Choca esos cinco!» cuando solo tenía dos. Recuerdo su primera clase de piano y que sus deditos apenas lograban abarcar una quinta. Noto algo húmedo y caliente que me resbala por las mejillas hasta la lengua y que sabe a salmuera.
El público guarda silencio y el guardia levanta sobre la cabeza un gran machete curvado que permanece un momento en el aire como una luna creciente centelleante al sol del mediodía.
—¡GUARDIAS!
Una gema se abre paso entre la multitud, hermosa pero claramente colérica, seguida de cerca por otro gema igual de hermoso. Los reconozco incluso a través del velo de lágrimas y horror: son Alice y Willow.
—¡ALTO! —Alice se lanza sobre Nate, de modo que el guardia habría tenido que cortarla a ella primero, y Willow se queda atrás con la incertidumbre pintada en la cara—. Exijo que esto cese de inmediato —grita Alice. La brisa le agita el vestido carmesí.
—¿Esa no es...? —exclama Saskia.
El guardia cambia de postura, pero mantiene el cuchillo en alto.
—¿Qué significa esto?
Alice vuelve la cabeza, pero no se mueve.
—Conozco a este impe, trabaja para mi padre. Si pierde las manos, mi padre se pondrá furioso.
Entra en escena otro guardia.
—Con todos mis respetos, señorita, hay un montón de impes por ahí sueltos, solo tiene que buscar otro.
—¡Ah, no! —sonríe Alice—. Este es irremplazable.
—Esto no es nada ortodoxo, señorita... —El guardia del cuchillo, que claramente sospecha algo, espera un apellido.
—Alice —tercia por fin Willow—, se llama Alice. Y, por si no lo ha notado, está conmigo.
Los guardias reparan de pronto en su presencia y la arrogancia desaparece de sus facciones.
—Disculpe, señor Harper. —Lo saludan tocándose las gorras.
La sangre me vuelve a circular por el cuerpo otra vez y el mundo vuelve a encajar. Siento que Ash afloja las manos.
Willow se aclara la garganta:
—Si la señorita Alice dice que este impe debe ser perdonado —dice, aunque algo azorado— la apoyo sin fisuras.
Los guardias hacen una pequeña reverencia y dicen al unísono:
—Sí, por supuesto, señor Harper.
Alice se pone en pie y los guardias se apresuran a liberar el torniquete. Algo explota en mi cabeza como un pistoletazo de salida y cruzo corriendo la plaza del mercado, seguida del golpeteo de los pies de Ash algo desincronizado con el de los míos. Estrecho a Nate entre mis brazos y entierro la cabeza en la dulce curva que forman su hombro y su cuello. Nate se desploma, como un peso muerto. Reprimo las lágrimas y le aparto el pelo de la cara:
—Jonathan, Jonathan —susurro mientras lo llevo de vuelta al puesto. Uso su nombre de pila, el que usan mamá y papá porque soy lo más parecido a una figura parental que tiene ahora mismo. Le tiembla todo el cuerpo y tiene las manos de un extraño color azul.
—¿Estás bien? —pregunta Ash, rodeándonos con un brazo como para protegernos.
—Iban a hacerlo —solloza Nate—. Me iban a cortar las manos porque me había quitado los guantes.
—Son monstruos. —Ash me lanza una mirada cargada de significado.
El gentío se dispersa y los guardias vuelven a sus puestos. Si no fuera por el martilleo que siento en la cabeza y la palidez de la cara de Nate, hasta se diría que no ha pasado nada, que para los gemas es completamente normal cercenarle las manos a un chaval de catorce años.
Willow me ve por fin, abrazada a Nate y llorando. El estupor y la culpa perturban sus rasgos perfectos. Lo miro fijamente, sin vergüenza, sin apartar la mirada. Ambos sabemos que él no habría dicho nada, que no habría detenido la mutilación si Alice no hubiera estado allí, y recuerdo las palabras que pronunció en el huerto la otra noche: «Las cosas siempre han sido así». Pienso en las nueve sogas, en la cadeneta de papel arrugado, en las señales de «Simios no», en el chico flotante amputado, y siento que la ira inflama todo mi cuerpo, que me hace crecer hasta los cinco, hasta los diez, hasta los quince metros de altura. No quiero decirle que estoy enamorada de él, quiero estrangularlo. Y a juzgar por su cara, es consciente de ello.
Alice le da unos suaves tironcitos del brazo y, justo antes de marcharse, vuelve la vista atrás.
—Gracias —articulo sin pronunciar la palabra.
Alice me devuelve su preciosa sonrisa y un guiño.