Alice abre los ojos de golpe. Mira directamente hacia mí. Al principio solo debe de ver en el reflejo de los cristales lo mismo que veo yo: un mundo de luz suave y siluetas bronceadas. Pero me doy cuenta de que su mirada cambia, de que su cara pasa de expresar satisfacción a transmitir sorpresa cuando deja de contemplar su propia imagen y me mira a los ojos. Poco a poco, muestra un semblante de aceptación, como si siempre hubiera sabido que la encontraría aquí.
Experimento un único impulso: el de huir. Vuelvo a arrastrarme en dirección contraria por la rama mientras mis lágrimas caen sobre la madera que tengo debajo e inicio el alocado descenso por el árbol. Me olvido por completo de los consejos de Ash: me precipito, me revuelvo, reboto entre las ramas, una maraña de hojas y palos se me clavan en las manos y la cabeza. Se me resbala el pie en la última rama y el suelo parece elevarse desde la nada, me golpea en la espalda y me deja sin aire en los pulmones. Me quedo allí tumbada, lanzándole una mirada asesina al cabrón del árbol, engullendo bocanadas de aire vacías, con la sensación de estar a punto de asfixiarme y tratando de sacarme de la cabeza la odiosa escena que acabo de presenciar.
La oigo antes de verla. El crujido de sus pisadas sobre la grava, su suave voz gritando frenéticamente mi nombre.
—Violet. Violet.
Se arrodilla junto a mí.
—¿Te has hecho daño?
—Sí —consigo articular.
—¿Te has dado en la cabeza?
Me llevo una mano a la frente.
—No.
Me ayuda a incorporarme hasta quedar sentada. La dulzura picante de su perfume me tranquiliza, pero entonces solo consigo enfurecerme conmigo misma. La observo durante un momento. No lleva maquillaje, las extensiones de pelo rizado le caen libremente sobre los hombros y se ha envuelto el cuerpo en una sábana blanca de satén, seguramente más para ocultar su desnudez que para protegerse del frío. Su aspecto es tan natural que, por un instante, vuelve a ser simplemente Alice.
—¿Qué está pasando?
La vulnerabilidad de mi voz me sorprende a mí tanto como a ella.
—Lo... Lo siento. No sé qué más decir.
—¿No quieres irte a casa?
—Creía que sí. Pero entonces ocurrió esto.
—¿El qué? ¿Willow?
—Supongo... Y más cosas. —Traza un gran círculo con la mano—. El País de las Maravillas.
—Mierda, Alice. No lo estás haciendo por amor, ¿verdad? Solo quieres ser uno de ellos.
Me pongo en pie con dificultad. Todavía me duelen los pulmones, mi cuerpo sigue pidiendo oxígeno a gritos, pero la indignación va cobrando fuerza y consigo erguirme.
—¿Por qué no? —Ella también se levanta, y la sábana se ciñe a su alrededor como si fuera una capa de glaseado esculpido con gran esmero—. Los gemas me tratan bien. Los impes me trataron como a una leprosa, me cortaron el pelo, intentaron ahorcarme, me encerraron en una torre.
—Sí, a mí también trataron de ahorcarme, ¿te acuerdas?
—Entonces lo entenderás.
—Pues no, la verdad es que no lo entiendo. Si hubieras visto lo que yo he visto, cómo tratan los gemas a los impes en realidad, no tardarías en cambiar de opinión.
—Y tal vez, si estuvieras en mi lugar, fueras tú quien cambiaría de opinión.
La frustración me hace apretar los puños.
—Por Dios, Alice. Los gemas solo te tratan así porque creen que eres una de ellos.
—¿Y?
—Pues... ¿qué pasará cuando cojas un resfriado, o cuando empieces a envejecer como una persona normal, o cuando... no sé, cuando participes en un concurso de preguntas y no te sepas todas las respuestas porque tu cociente intelectual no es ridículamente alto?
Está claro que he metido el dedo en la llaga. Da un paso atrás.
—¿Estás diciendo que soy una cabeza hueca?
—Debes de serlo, si quieres quedarte aquí.
La esquivo y me dirijo hacia los árboles pisoteando la hierba con las botas, con el cuerpo rígido y hormigueando de rabia.
Pero echa a correr detrás de mí y me agarra del brazo.
—Violet, por favor, intenta comprenderlo, nunca he encajado en ningún sitio. Este es el primer lugar donde no me he sentido diferente.
—Pobre Alice. Debe de ser difícil ser tan guapa.
Sacudo el brazo para librarme de su presa.
—No me refiero a eso. —Me rodea y se planta delante de mí para impedirme el paso—. Aquí soy feliz.
—¡Ah! Y tú eres lo único que importa, ¿verdad? ¿Se te ha ocurrido pensar un poco en Katie? ¿En lo que le hará Thorn cuando se dé cuenta de que solo estás aquí para desnudarte con Willow?
Algo le oscurece el rostro, una expresión que no soy capaz de interpretar. ¿Culpa? ¿Arrepentimiento? Y es entonces cuando me fijo por primera vez en que ya no lleva su colgante del corazón partido.
La sensación de traición se hace aún más profunda.
—No estás saboteando únicamente nuestras posibilidades de volver a casa. También estás poniendo nuestras vidas en peligro.
—Thorn no le hará daño a Katie, le gusta demasiado... Es evidente que no fue más que una amenaza.
—Si eso es lo que necesitas decirte para acallar tu conciencia... Díselo también a Nate; la próxima vez que un guardia intente cortarle las manos, le dices que es evidente que no era más que una amenaza.
Mis palabras la ponen nerviosa, frunce el ceño.
—Mira, Violet, sé que los guardias se pasaron de la raya, pero Willow y su familia son buenas personas. Jamás harían algo así.
La rabia llena hasta el último resquicio de mi cuerpo. Pienso en ese cuerpo que flota en el tanque, partido en dos, y la promesa que le hice a Ash me parece demasiado lejana.
—¿En serio? Entonces ¿por qué no le preguntas a Willow qué guarda en ese búnker que hay en la parte baja de la hacienda?
No parece desconcertada, al contrario de lo que me esperaba. No frunce el cejo, su mirada oscura no titubea; se muestra abochornada, avergonzada.
—Ya lo sabes, ¿verdad?
Mira hacia otro lado, se recoloca la sábana.
—Vi las cicatrices que Willow tiene en las piernas, y cuando le pregunté qué le había pasado, me lo contó.
—¿Lo de sus parientes desmembrados?
He alzado la voz.
—¿Los duplicados? Sí.
La fulmino con la mirada, desafiándola a devolvérmela.
—Llamarlos duplicados no hace que dejen de ser personas. —Me interrumpo, momentáneamente confusa—. Espera. ¿Te lo ha contado Willow? ¿Él también lo sabe?
—Sí, claro que lo sabe. Son sus piernas.
Podría partirle la cara ahora mismo. Junto las manos en un gesto de plegaria desesperada.
—No. Eso es justo a lo que me refiero, Alice. No son sus piernas. —Pronuncio todas y cada una de las siguientes palabras con gran claridad para intentar que lo entienda—: Se. Las. Robó. A. Su. Hermano.
—Lo estás convirtiendo en un melodrama.
—¿De verdad? —He empezado a chillar, pero estoy tan rabiosa, tan enfadada, que he perdido hasta mi último ápice de control sobre el volumen—. Pues puede que a fin de cuentas no tuvieras que haber impedido que le amputaran las manos a Nate. Tus nuevos amiguitos y tú podríais haberos repartido las partes sobrantes en el desayuno.
Da un paso hacia mí, calmada, como si fuera yo la que no está siendo razonable.
—Mira, Violet, no es tan malo como parece. Todos los duplicados están en coma, no es que estén sufriendo, ni siquiera son conscientes de que existen.
—Ah, bueno, entonces no pasa nada, siempre y cuando no puedan mirarte a los ojos cuando les extirpas los órganos vitales, todo va bien.
Hace caso omiso de mi comentario y continúa con su tono tranquilo:
—Y los Harper han construido un escondite especial para sus duplicados, para mantenerlos a salvo.
—Sí, ya lo sé. Lo encontré. Y créeme, están de todo menos a salvo.
—Cálmate, Violet. —Solo Alice podría aparentar tal serenidad, tal equilibrio, mientras comenta el robo de órganos humanos vestida con una sábana de la cama de mi seudonovio—. Cuando oyeron rumores acerca de que en los almacenes los guardias... ya sabes... jugueteaban con los duplicados, les construyeron un escondite especial para mantenerlos a salvo.
—Con juguetear... ¿te refieres a...?
Me trabo con mis propias palabras.
—Dios, qué ingenua eres. A rollos sexuales.
Me tapo las orejas con las manos, incapaz de procesar esa información extra, intentando que el cerebro no se me desintegre.
—Joder, Alice. Esto no hace más que empeorar. —El sonido de mi voz es extraño, como si estuviera dentro de mi cabeza—. No quiero seguir escuchándote. Ya no te conozco. —Bajo la voz hasta convertirla en un gruñido—. Me das asco.
Nunca le había hablado así a Alice, ni siquiera cuando tiró mi camiseta favorita por el retrete porque Alfie Peach me pidió que fuera con él a la fiesta de fin de curso de octavo. Ni siquiera cuando me robó los deberes de álgebra, fingió que eran suyos y a mí me castigaron. Espero que se derrumbe, que rompa a llorar.
Pero se limita a reírse. Se ríe con ganas.
—Estás celosa.
—¿De qué, exactamente?
—De mí. De los gemas... Somos perfectos.
—Bueno, si la perfección significa perder tu humanidad, por mí te la puedes meter por donde te quepa.
Tengo el corazón plateado entre los dedos y de pronto me doy cuenta de lo afilado y frío que es. Agarro la cadena con la mano y tiro de ella con todas mis fuerzas. O el cierre se deforma y se rompe o el eslabón más débil cede, pero el caso es que se desprende de mi cuello con una facilidad decepcionante. La sujeto en alto para que la vea.
Se acaricia el cuello desnudo con una mano.
—Violet... —Se queda callada y ambas nos miramos fijamente durante unos instantes—. Lo siento —dice al fin.
—Ni te molestes. —Señalo la mansión con un dedo furioso—. Será mejor que vuelvas a celebrar la fiesta de la toga con tu donjuán.
Hablo con tal resentimiento que me cuesta reconocerme. Alice da un respingo al oírme.
—Lo estoy haciendo por las dos.
—Mentira.
—No quiero verte...
La palabra se le atasca en la garganta.
—Dilo. —Me noto la cabeza hinchada, a punto de estallar—. Dilo.
—Ahorcada —grita—. No quiero verte ahorcada.
—¡Y una mierda! Es solo que no quieres irte a casa.
Echo a correr hacia los árboles, con la cadena colgando de la mano, y esta vez, Alice no me sigue.