Esta mañana, cuando me he puesto el disfraz, he comprendido de pronto por qué Clark Kent puede volar y cómo Peter Parker logra trepar muros con las palmas pegajosas de las manos. Es la sensación de que puedes ser quien quieras, hacer lo que quieras. De alguna forma me he imaginado que absorbía la fuerza y la belleza de Rose solo por llevar su ropa; esa tela de arpillera se fundía con mi piel y sentía que ya formaba parte de mí.
Este año me he tomado lo del cosplay muy en serio. Túnica marrón, leggings verdes, botas militares, y he dejado que mi pelo se rice y se encrespe. Hasta me he maquillado las mejillas con sombra de ojos verde oliva para darme un aire guerrillero. La única concesión que he hecho a la vanidad ha sido la faja roja que me he atado a la cintura, para resaltar que soy de talle estrecho. Me he sentido guerrillera, lista para la Comic-Con, lista para vérmelas con los gemas.
Pero ahora, meciéndome al ritmo del metro, solo me siento ridícula.
Los túneles van cambiando de hierro fundido a ladrillos a medida que el metro avanza a toda velocidad hacia la estación de Kensington Olympia. Siento en la espalda la presión de sesenta y tantos ojos y mis dedos se agarran un poco más en la fría barra. Pero cuando por fin dejo de escrutar el suelo mugriento del vagón me doy cuenta de que casi todos los pasajeros se han quedado pasmados mirando a Katie (que tiene peor pinta que yo) o a Alice.
Bueno, a Alice la miran siempre, claro, pero hoy, con su minivestido azul eléctrico y apoyada en la barra vertical amarilla como si fuese a ponerse a bailar, atrae incluso más atención de la habitual. El pelo suelto le cae por la espalda y veo, con una explosión de orgullo, que lleva el colgante del corazón partido. Jugueteo con la otra mitad y el borde irregular se me clava en las yemas de los dedos. Alice estudia su reflejo en la ventana y se muerde los labios pintados como si algo no acabase de cuadrarle. Eso es lo que pasa cuando eres guapa, que tienes algo que perder. Le acaricio la mano, un gesto que conservo desde que éramos pequeñas.
—Estás increíble.
—Tú también —me dedica una sonrisa perfecta.
—Parezco una raterilla
—¿No es esa la idea? Rose es una raterilla, como todos los impes —Katie refunfuña mientras contempla su figura algo masculina. Lleva un mono negro ajustado y el torso cruzado en diagonal por un montón de medias multicolores, como extrañas enredaderas abrazadas a un árbol—. Al menos a ti no se te caen las medias todo el rato —protesta, mientras se recoloca una media amarillo fosforescente bajo el brazo e intenta sujetarla con un imperdible.
Nate la mira de reojo.
—Tú sabes cómo es una espiral de ADN, ¿verdad, Katie? Pareces más bien una especie de piruleta humana.
Tiene catorce años pero aparenta doce y a veces habla como Sheldon Cooper, de La teoría del Big Bang. Está ridículo disfrazado de su héroe, Thorn. El parche le tapa la mitad de esa cara tan angulosa que tiene y su cuerpo menudo apenas llena el chaquetón de cuero. No parece tener edad ni para repartir pizzas, ya no hablemos de liderar la emancipación de los impes.
Katie mira fijamente la chaqueta de Nate, y aprieta los labios para no burlarse de él, y se limita a murmurar:
—Ya lo sé, ya. —El tren da un bandazo y se le escapa el imperdible. Se debe de haber pinchado porque gruñe—: ¡Joder! —Se chupa la sangre de la herida y se vuelve hacia Nate—. Es que no quería disfrazarme de impe, como todo el mundo. —Me mira con sus delicados rasgos empañados de culpa—. Perdona, Violet. Y tampoco podía ir de gema, como aquí Alice la amazona... no llego al metro sesenta.
Alice se atusa el pelo, como si quisiera obligar a su cerebro a tener una idea.
—Hay un montón de enanitas atractivas: Campanilla, Pitufina...
—¿A quién le va a gustar una pitufa? —dice Katie.
—A un pitufo —respondo.
El metro deja de dar bandazos un momento y Katie por fin logra cerrar el imperdible.
—Bueno, pero yo no soy una puñetera pitufa, ¿no? Soy una hélice y bien orgullosa que estoy.
—Pues deberías sentirte halagada —dice Nate y añade, señalando a Alice—: ¿Quién va a querer parecerse a la Barbie humana esta?
—¡Oooh! Gracias, Nate. —A Alice se le suben los colores a las mejillas.
Él se levanta el parche del ojo y la fulmina con una larga mirada.
—No era un piropo, repugnante engendro gema.
—¡Cómo mola! «Repugnante engendro gema». ¿Y eso no está en el original? ¿No es canon? —Siempre se refiere a El baile del ahorcado como «el canon», para recordarnos su condición de escritora de fanfic. Incluso ha empezado a llamar a su trabajo «el ahora», como si la novela original estuviese desfasada. No tiene ni idea de lo arrogante que suena. Saca el iPhone de su bolso de Michael Kors y empieza a escribir el insulto repicando la pantalla con las uñas azul celeste—. Repugnante engendro gema... Pienso usarlo en mi próxima obra.
Nate resopla, molesto.
—Escribe tu propio material.
El metro reduce la marcha y las puertas metálicas se abren. Entra en tropel la pandilla de Scooby-Doo, que destaca con su colorido como las fichas del parchís contra el gris telón de fondo del metro. Ya casi hemos llegado a la ComicCon. Inspiro hondo, temblorosa. Dentro de unas horas conoceré a Russell Jones, a Willow, y voy vestida del objeto de su deseo; Rose. La Julieta de su Romeo, la Escarlata O’Hara de su Rhett Butler. Me dan ganas de marcarme un bailecito feliz con mis botazas de impe.
—Tú te das cuenta de que hoy conocerá a cientos de Roses, ¿verdad, hermanita?
Odio que Nate siempre sepa lo que pienso.
El Olympia, simétrico y ajado, desentona por completo con el cielo luminoso de mayo y la cola de figuras dignas de una serie de dibujos animados que serpentea hacia la entrada. Nos colocamos al final.
—Creo que voy demasiado vestida —digo, incapaz de apartar los ojos de mis hectáreas de carne al descubierto. La princesa Leia, Wonder Woman, Daenerys Targaryen... todas muslos y escote y con moreno de solárium. Estudio mis pálidos antebrazos y ahogo un suspiro—. Y con demasiado vestida me refiero a poco desnuda.
—Y esas son las palabras que ningún hermano pequeño debería tener que oír jamás —dice Nate.
—¡Ay, pobre Violet! —ríe Katie—. ¿Y qué te crees que siento yo?
—Que tendrías que haber venido de Lara Croft —dice Alice—. En serio, chicas (y chico), ¿cómo es que soy la única que lleva un sujetador con relleno? —Hincha su impresionante pecho y guiña un ojo.
—Yo llevo un sujetador. Uno rojo de Sophie Wainright. —Mi hermano debe de haber visto mi cara de horror porque enseguida añade—: No es nada raro, ¿eh? Se lo robé de su lavadora por una apuesta. —Se aparta el pelo color arena de la frente. Parece más un elfo que un chico.
La cola avanza despacio. El tiempo avanza despacio. Examino todas las puntadas de los chalecos de Indiana Jones, todos los brochazos carmesí del peto de Iron Man. Me imagino la cara de Russell Jones: el arco de su labio superior, su mano rozando la mía cuando posemos juntos para la cámara. Cuando llego a la puerta, el tique casi se ha disuelto por el sudor de mis manos.
Estuve en el Olympia con Katie y Alice hace unos meses, en una excursión del colegio. Llevábamos ropa algo más normal y estábamos algo menos emocionadas. Todavía recuerdo los rayos del sol que entraban en diagonal a través de la pared de cristal, las motitas de polvo bailando en el aire hasta el techo abovedado, el entramado blanco de las vigas de metal. Era precioso, como un salón de baile inmenso y olvidado. Hoy, apretujada entre el colorido y algo desconcertante mar de cosplayers, me siento como si entrase en un plató o a un mundo diferente.
—¡Qué pasada! —exclama Katie. Es la primera vez que la veo emocionada por algo relacionado con El baile del ahorcado.
—Por fin lo pilla —digo, asintiendo con la cabeza.
Tiemblo de la emoción al intentar absorber todo esto. Ríos de fans, vestidos como sus personajes favoritos o con ropa de calle, bajan desde el anfiteatro y abarrotan la planta baja mientras hablan y se ríen y se sacan fotos. Toda esa cantidad de personas me hace sentir insignificante. Del techo caen estandartes como grandes velas de colores, en los que se ven lemas y caras retocadas con Photoshop. Juego de tronos, Star Wars, El baile del ahorcado. El aire es casi húmedo, cargado de olor a perritos calientes, a perfume y a sudor. Me rodean los flashes de las cámaras y me siento como si estuviera dentro de una inmensa bola de discoteca.
—¡Allí está Willow! —Alice me coge el brazo y sus dedos se me clavan en la carne como espolones.
Durante un segundo pienso que está viendo de verdad a Russell Jones y el corazón me da un vuelco, pero entonces me doy cuenta de que señala uno de los estandartes que cuelgan del techo: su cara nos mira desde lo alto como un ángel gigante de tez bronceada.
—Venga, vamos al estand de El baile. —Alice echa a andar delante de nosotros y, como siempre, la multitud se aparta a su paso.
Nate desliza su brazo bajo el mío como si tuviera miedo de perderse y de pronto siento el peso abrumador de la responsabilidad maternal mientras resuenan en mi cabeza las palabras de mi madre: «Cuida de tu hermano, Violet». Lo cojo de ganchete y me abro paso tras Alice, repartiendo codazos en las costillas a varios Spocks y saltando por encima de los pies de un Capitán América. Esquivo a otra Rose, que me pone mala cara, y me choco con Boba Fett. Lleva el casco bajo el brazo y el pelo oscuro pegado a la frente con fijador. Me guiña un ojo, es un guiño de verdad, como si no pareciese un gigantesco crustáceo plateado. Siento un secreto deleite porque me lo haya guiñado a mí y no a Alice. A lo mejor sí que puedo ser quien quiera, hacer lo que sea. Los labios se me ensanchan en una sonrisa.
—¿Quieres parar de pensar en Russell? —dice Katie mientras estudia mi expresión.
—Ya queda menos de una hora —digo, mirando el reloj.
—Habrá cola, claro —continúa—. Willow es el tío más bueno que ha existido jamás en un futuro distópico.
—Es evidente que será utópico, si Willow está ahí —replico.
Alice suelta una risita por la nariz.
—Gale, Cuatro... Para mí todas son utopías.
—Pero los nombres son ridículos —apostilla Nate, esquivando a Spider-Man—. Es una de las reglas no escritas de las novelas distópicas: los intereses románticos deben tener nombres ridículos.
Katie se ríe.
—Y todo tiene que empezar por mayúscula, aunque sea una cosa normal, solo para que dé miedo.
—Gran verdad —dice Nate.
—Y los malos siempre son los del gobierno —añade Katie—. No falla. Es tan predecible. Por eso no he leído El baile del ahorcado; estoy segura de que es igual que las demás.
—¡Cuánta ignorancia! —salta Alice.
—Pues Willow no es un nombre ridículo —digo, un poco dolida por el comentario—; es natural, sencillo. Suena a hojas, a hierbas azotadas por el viento, chocando unas con otras, arrastradas por una corriente.
—¡Así se habla! —me apoya Alice.
Nate me aprieta el brazo contra sus delgadas costillas.
—¡Dios, qué pena dais!
Me burlo de él, pero tiene algo de razón. En lo referente a Willow doy bastante pena, aunque sepa que es un personaje, producto de la imaginación de una autora ya muerta. Y también sé que Russell Jones es un actor engreído y borrachuzo que solo se dedica a tirarse modelos y meterse coca... pero en ausencia de Willow, posaré con su avatar.
Y hablando del rey de Roma, un avatar hace su entrada. Alto, ancho de hombros, con rasgos simétricos. Se diría que debajo de todo ese azul hay un tío muy atractivo.
—¡Madre de mi vida! —gime Katie—. ¡Un pitufo sexy!