Salgo del callejón e intento orientarme. A mi derecha hay una vía principal, un tramo recto hacia el Coliseo, y a mi izquierda hileras y más hileras de casas adosadas. Reconozco el resplandor rosado que emana de una ventana lejana, y sé qué es ese golpeteo distante de tambores. Es igual que en la Carnicería del canon: varias casas adosadas, anodinas, conectadas por dentro e inundadas por una luz color cereza y música futurista.
Con cuidado, en silencio, avanzo de puntillas por la acera mientras los tambores van cobrando fuerza. Intento tragar saliva, pero mi cuerpo ha desviado todo el líquido hacia mis glándulas sudoríparas. La puerta aparece ante mí. Poso un dedo en el plástico desgastado del timbre y mi cerebro repasa a un ritmo frenético toda la información de la que dispongo en busca de un plan. No tengo ni la más remota idea de qué les dijo Saskia a los guardias. El canon mostraba esta escena desde el punto de vista de Rose, que la observaba desde la esquina del callejón a la espera de una oportunidad para huir.
Oigo un chirrido de metal deslizándose sobre metal y el crujido de la madera cuando la puerta se separa del marco. Se me forma un nudo en el estómago. Hay un guardia plantado en el umbral, con los hombros anchos recortados contra la luz. Amartilla un rifle.
—¿Qué quieres?
Intento hablar, pero la visión de su arma me ha secado aún más la boca.
—¿Y bien? —grita.
—Me... me han dicho que podía ganarme unas cuantas monedas gema, y un extra si sonrío.
Pongo mi mejor acento impe y me obligo a mirarlo a la cara. Todo ángulos y simetría, es un típico gema.
—¿Y quién te ha dicho eso?
El clic del seguro me golpea los oídos. La adrenalina me agudiza el pensamiento, una idea toma forma.
—Trabajo en la hacienda Harper. Serví en el baile del ahorcado del señor Harper. Hubo un caballero que me pidió que viniera esta noche.
Entorna los ojos.
—Muy bien, esclava. ¿Qué aspecto tenía ese caballero?
—Alto, con mucho pelo rizado y rubio. Me dijo que estaba emparentado con alguien muy importante. —Intento aparentar modestia más que terror—. Howard no sé qué.
Asiente, con demasiada rapidez para mi gusto.
—Howard Stoneback. Muy bien. Pero crea un solo problema y te meto una bala entre esas tetitas que tienes.
Me clava la punta del cañón en el esternón.
—Ni un solo problema, lo prometo.
Me hace un gesto para que entre. Me escurro a su lado, con el pecho todavía dolorido por la marca del rifle. El olor a incienso y sudor rancio me invade las fosas nasales y me sorprendo añorando el tufo a pájaro podrido. El guardia cierra la puerta y me acompaña por un pasillo. El pulso del tambor crece en intensidad y las bombillas vierten un resplandor fucsia sobre las paredes.
Me mira de arriba abajo.
—Así que Howard Stoneback se quedó prendado de ti. Seguro que crees que has tenido mucha suerte... Pues bien, la última esclava con la que lo dejaron a solas no tenía muy buen aspecto cuando terminó con ella.
Debo de poner cara de susto, porque se echa a reír.
—Ya es demasiado tarde.
Empiezo a pensar que ojalá me hubiera limitado a seguir a pies juntillas los pasos de Rose. Ahora mismo estaría corriendo hacia la libertad, no esperando a que un pervertido genéticamente mejorado abuse de mí.
El guardia abre una puerta que da a una pequeña sala de espera sin ventanas, de paredes carmesíes, con otra bombilla de color cereza cuya luz titila desacompasada con los tambores. Cuatro impes esperan en fila delante de una puerta lisa y blanca. Me coloco detrás de ellos. Se vuelven y me miran durante un instante. Tres chicas y un chico. Pero en todos ellos hay algo que me resulta poco común. Una cicatriz de un rojo encendido parte de cada una de las comisuras de los labios del chico; una sonrisa de Chelsea, creo que lo llamó papá una vez. La espalda de una de las chicas está cubierta por una quemadura enorme, y lleva el pelo oscuro recogido y el vestido cortado para mostrar la piel brillante, tensa. Otra de las chicas tiene un ojo viscoso, vacío, como una raja en el tronco de un árbol. Me recuerda a Baba, y no puedo evitar mirarla fijamente. Se da cuenta y abre la boca en un bostezo gigante que descubre una maraña de cicatrices allá donde debería estar su lengua. Desvío la mirada.
Es como si los gemas se hubieran cansado de la insipidez de la perfección y este horrible lugar fuera una especie de tónico pervertido. O tal vez sea incluso más sencillo que eso, puede que la humanidad necesite la imperfección —la anhele—, porque sin defectos, la humanidad deja de existir. Pero, aun así, estos cabrones enfermos podrían conformarse con los cejijuntos.
Miro a la chica que tengo justo delante. Es la única —junto conmigo— que no tiene ningún tipo de cicatriz. Parece más pequeña, puede que no tenga más de quince años, y lleva un vestido beis, hecho a mano con arpillera, con pinzas para que se le ajuste al cuerpo. El pelo rojo le cae sobre un hombro, una cortina de fuego bajo la luz frambuesa. Me recuerda a Katie, y se me revuelve el estómago solo de pensar en lo que le harán los gemas.
Me mira a los ojos y sonríe.
—¿Tu primera vez? —susurra.
Asiento.
—¿Qué está pasando?
La puerta se abre. Una explosión de música. El chico con la sonrisa de Chelsea desaparece en el interior de la habitación. La puerta se cierra de golpe y la fila avanza un puesto.
—Estamos esperando para entrar en la sala de presentación. Ahí es donde los gemas pujan por nosotros. El mejor postor te lleva al piso de arriba. —Le echa un vistazo a mi mono—. Intenta parecer, ya sabes, deseable... Necesitas que te deseen. Que no haya apuestas es muy muy malo.
—¿Qué sucede?
Abre como platos los ojos ambarinos.
—Una bala... si tienes suerte.
—¿Nos matan?
—Pueden hacer lo que quieran, siempre y cuando paguen por ello.
Se abre la puerta. La chica con las quemaduras desaparece.
—¿No podéis contárselo a alguien? —pregunto, pero aún no he acabado de decirlo cuando me doy cuenta de lo ingenua que parezco. Casi puedo oír la voz de Ash. «Sí que sois de otro mundo, ¿eh?»
—¿Y arriesgarnos a que nos maten? Además, nadie podría hacer nada. No somos más que impes. —Baja la mirada, la vergüenza le altera las facciones—. Y algunos dan buenas propinas. No es que pueda volver a trabajar en Los Pastos, precisamente. —Levanta las manos, aunque no son manos, solo piel estirada de manera desigual sobre los muñones de sus muñecas—. Y pagan más por los bichos raros.
La imagen de Nate arrodillado en el mercado me viene a la mente, seguida por la del duplicado flotante, sin piernas. Quiero consolarla, decirle que la ayuda está en camino. Pero cuanta menos gente lo sepa, mejor. Noto el vial apretado contra mi muñeca y cojo aire.
—Lo siento.
Me percato de que la chica sin lengua ha desaparecido.
—Soy la siguiente.
—Todo irá bien.
Trato de cogerle una mano, pero solo encuentro la piel arrugada de sus muñones. Se encoge de hombros.
—Sí. Mientras no vuelva a tocarme ese rubio salido otra vez... Howard no sé qué.
Un escalofrío tremendo me recorre el cuerpo. Howard Stoneback. Pues claro que está aquí. Me siento muy estúpida por no haber pensado mejor mi mentira anterior. El miedo y la angustia debieron de ofuscarme el cerebro. El guardia que me ha dejado entrar esperará que Howard puje por mí, quizá hasta que se dirija a mí directamente. Mi única esperanza es que los rebeldes lleguen antes de que mi mentira quede al descubierto. Y todavía no tengo ni idea de cómo voy a drogar a los gemas.
La puerta se abre de par en par y la chica se aleja de mí; la puerta blanca, lisa, ocupa el lugar de su pelo rojo. Me quedo sola en la habitación carmesí, asombrada de que sea la soledad y no el miedo lo que amenaza con inmovilizarme las piernas temblorosas, arqueadas. Titubeante, pego la oreja a la puerta tratando de captar voces. Gritan números en tonos apagados. «Cinco mil, siete mil, ocho mil». No me doy cuenta de que un joven impe entra en la sala de espera hasta que se aclara la garganta. Me doy la vuelta como si me hubieran pillado con las manos en la masa.
—Lo siento... —empiezo a decir.
Sonríe y avanza hacia la puerta. Y es entonces cuando me doy cuenta de que lleva una botella de champán en las manos. Es un camarero, no un prostituto. Mi primera reacción es de alivio, porque parece muy jovencito. Pero la segunda es trazar un plan al notar la presión del vial contra mi piel, frío e insistente.
Le bloqueo el paso.
—Espera, tienes una mancha... —Le señalo la mejilla—. Justo aquí.
Manipulo el vial para quitarle el tapón. El chico frunce la nariz respingona y masculla algo indescifrable en voz muy baja.
—Trae.
Le quito la botella de entre las manos.
—Gracias.
Se escupe en la chaqueta y se frota la cara con energía. No me ve verter el contenido del vial por el cuello humeante de la botella.
—¿Mejor?
Tiene la mejilla roja e irritada.
—Mucho mejor.
La puerta se abre de nuevo. Me planto una sonrisa tímida en la cara y ordeno a mis piernas que me hagan avanzar. Tengo la piel empapada de sudor. Entro en una sala de estar bastante grande, de hecho son varias salas más pequeñas convertidas en una sola. Las paredes son las típicas de los impes —agrietadas, hundidas y a punto de derrumbarse—, pero el mobiliario parece gema, pues hay varios sillones y elegantes sofás de cuero distribuidos junto a las paredes. Hay varios clientes, que beben champán y fuman puros, y unos cuantos guardias apostados junto a las puertas. Todos tienen una copa en la mano.
Clavo la mirada en Howard Stoneback. Lo recuerdo de cuando lo vi en el baile del ahorcado. Tiene los mismos rizos rubios, flexibles, un traje de raya diplomática y una mirada lasciva en la cara. Intento tragar, pero la mentira anterior me bloquea la garganta como un trozo de cartílago a medio masticar. Al menos el guardia de la puerta no está aquí para desenmascararme.
Un gema se inclina hacia delante.
—Venga, simia. Veamos si estás cubierta de pelo bajo esa ropa.
Me tambaleo hasta el centro de la sala entre el estruendo de las carcajadas. Sus miradas recorren mi mono de arriba abajo, observan mis rasgos, la forma de mis pechos. Se me revuelve el estómago. Pero, por encima de los tambores, oigo las burbujas del champán fresco repiqueteando en las copas.
Una gema me lanza un puro. Me rebota en la clavícula y una lluvia de chispas aterriza sobre mis pies. Se vuelve hacia un guardia.
—Si quisiera una esclava corriente y moliente me habría quedado en casa.
El chico impe llena la última copa y abandona la sala en silencio. Solo tengo que ganar un poco más de tiempo. Me llevo una mano al pecho y agarro la cremallera del mono con los dedos sudorosos y temblorosos. Aunque estoy totalmente vestida, nunca me había sentido tan desnuda. Tengo la sensación de haber regresado al bloque de descontaminación, de ser una polilla atrapada tras el cristal.
—Venga, enséñanos la mercancía —grita un guardia.
—Pégale un tiro —vocifera otra mujer con la preciosa boca deformada en una mueca horrible.
Un guardia me apunta con el rifle y la sala parece desplazarse un par de palmos hacia la derecha.
—Espera —interviene Howard—. Conozco a esta simia. Viene de la hacienda Harper. Esto es maravilloso... ¡Me encanta jugar con los juguetes de Jeremy!
Bebe champán y me hace un gesto para que continúe.
Despacio, decidida, me bajo la cremallera y poco a poco aparto la tela de mis hombros. Mi piel parece casi azul recortada contra el rosa de las paredes, y cobro dolorosa conciencia de todos y cada uno de los moratones y arañazos que he acumulado desde que llegué a este mundo; mi chaleco está tan salpicado de mugre y manchas de sudor que parezco un poni moteado. Las mejillas me arden en espera de las lágrimas.
—Esto es una vergüenza —protesta Mueca Horrible.
Howard se echa a reír.
—Es la monda, querida. Veamos si no somos capaces de hacerla llorar.
Me vuelvo despacio, enfadada con mis lágrimas por haberme traicionado, enfadada conmigo misma por tardar mucho más que Saskia y, sobre todo, enfadada con los cabrones que me están humillando. Pero el champán casi ha desaparecido, así que me limito a apretar los dientes y a seguir girando.
Un hombre con las manos musculosas se inclina hacia mí.
—¿Tienes una pierna de madera escondida ahí debajo?
Intenta agarrarme el muslo. Ahogo un grito y me lo quito de encima.
Howard suelta una risita.
—Nada de toquetear la carne sin pujar. Ya conoces las reglas.
Hace ademán de dejar su copa vacía sobre la mesa, pero se le resbala de la mano y se estampa contra la mesa.
Manos Musculosas se recuesta en su asiento.
—No hay ni una puta norma, de eso se trata...
Se le apaga la voz y se le ponen los ojos en blanco.
—¿Albert? ¿Estás bien? —pregunta Howard, pero a él también le tiembla la voz.
Agarra el respaldo de una silla y la arrastra por el suelo.
Uno de los guardias intenta levantar su arma, pero se derrumba contra la pared cuando el rifle apenas ha conseguido alcanzar la altura del muslo. Echo un vistazo a la sala: todos y cada uno de mis torturadores han desfallecido, la lengua les cuelga de la boca.
Me subo la cremallera.
—Pandilla de pervertidos.
Se abre la puerta. Espero ver la cara de Thorn, pero en realidad me topo con el guardia de la puerta principal. Claro, él no se ha bebido el champán envenenado. Me entran ganas de abofetearme por haber cometido lo que podría ser un error fatal.
—¿Qué coño pasa aquí?
Me apunta con su arma por segunda vez en una noche.
—Por favor, no lo sé...
Pego el cuerpo contra la pared, deseando ser capaz, de algún modo, de fundirme con los ladrillos, de convertirme en el cemento.
Sin bajar el arma, coge una copa que tiene cerca y la olisquea. Me mira, la luz de la lámpara de techo le marca los pómulos prominentes.
—Zorra tramposa.
Quiero pegarle un manotazo al interruptor de la luz para hacerle una señal a Saskia, pero me quedo paralizada. El guardia sonríe a cámara lenta y me apunta directamente al pecho. Oigo el chasquido de un hueso que se rompe y el guardia se desploma contra el suelo y suelta el dedo del gatillo. Esquirlas de yeso me rocían la cara cuando la bala penetra en la pared a unos tres centímetros de mi cabeza.
Thorn franquea la puerta, con el bate a punto para asestar otro golpe.
—¿Estás bien?
Asiento. Él inspecciona la sala y sonríe.
—¡Esta es mi chica!
Experimento una inesperada oleada de orgullo, pero no tarda en desvanecerse bajo el ritmo entrecortado de una ráfaga de disparos y el crujido de la madera al hacerse pedazos. Los rebeldes llegan cargados con armas y cuerda, gritando instrucciones.
Thorn cruza la habitación corriendo hasta llegar a la puerta que lleva al piso de arriba, con los rebeldes pisándole los talones.
—Los del piso de arriba no están drogados —grito a su espalda.
Se ríe.
—Me encantan los objetivos en movimiento.
Desaparecen con la misma rapidez con la que han llegado. Esta es mi oportunidad de darme la vuelta. De salir corriendo sin parar hacia la noche, sin siquiera mirar atrás. La necesidad de sentirme a salvo pugna con la necesidad de ayudar a los impes. Me siento como una muñeca rusa: capas de Violets diferentes que van disminuyendo de tamaño, cada una de ellas construida a partir de un conjunto de recuerdos y emociones distintas. Violet la niña, haciendo pompas de jabón en el jardín de la casa familiar. Violet la adolescente, prendada de Russell Jones. Violet haciendo de Rose, desesperada por marcharse a casa. Violet la impe, oprimida, acosada y llena de ira. Ya no estoy segura de quién soy.
Como para recordármelo, alguien grita mi nombre:
—¡Violet!
Al darme la vuelta, me encuentro con Ash. Sujeta un pequeño revólver con cierta torpeza, pero la sonrisa que le ilumina el rostro es tan enorme como siempre. Se abalanza sobre mí y nos abrazamos. La calidez de su cuello junto a mi mejilla, el olor de su pelo —a humo de leña y heno—, hacen que la humillación anterior se evapore.
—¿Y Nate? —pregunto.
—Está bien, Saskia y Matthew lo están vigilando. Venga, salgamos de aquí.
Pero algo muy arraigado me impulsa a seguir hacia delante. Esa muñeca rusa furiosa que todavía siente la presión de las miradas de los gemas por todo su cuerpo.
—Espera, tengo que ayudar a una chica.
—¿No hablarás en serio? Podemos esperar afuera, allí estaremos a salvo.
La pregunta de Baba vuelve a retumbarme en la cabeza: «Si te quedaras atrapada aquí, en nuestro mundo, ¿cómo vivirías tu vida? ¿En qué tipo de impe te transformarías?».
Cojo a Ash de la mano y lo miro a los preciosos ojos.
—Tengo que hacerlo.