Silencio. Nada excepto oscuridad y silencio. Hasta los gemas del patíbulo parecen contener el aliento. A lo lejos, oigo el mar, el rugido distante de las olas, los impactos contra las rocas. El mar se torna más estruendoso, iracundo. Helicópteros.
—¡RETIRADA! —brama Thorn.
Los rebeldes comienzan a gritar, los pies golpean el asfalto, los tambores de las armas ocupan su lugar.
Oigo a Ash:
—Tenemos que largarnos de aquí.
Pero permanezco totalmente quieta, con las piernas clavadas al escenario. En el canon no había ninguna emboscada. Los rebeldes ni siquiera llegaron a entrar en el Coliseo. ¿Cómo saben los gemas que estamos aquí?
Los helicópteros se arremolinan sobre nosotros vertiendo hacia las tinieblas unos rayos de luz blanca que parecen serpentinas gigantes que exploran el suelo. Veo fragmentos de movimiento como capturados por un estroboscopio. Cables que se arquean sobre las paredes del Coliseo. Rebeldes que se baten en retirada, con las armas alzadas. Figuras que trepan por las paredes como arañas. Un helicóptero pasa justo por encima de mí. El pulso de las aspas me recorre la piel. Todo el vello de la cara, incluidas las pestañas, se me comba hacia abajo, empujado por las ráfagas de aire descendentes. La nariz se me llena de polvo, tengo los oídos a punto de estallar y, bajo la cegadora luz blanca, veo las caras pálidas de los gemas que me rodean y las cuerdas que tienen enrolladas bajo la barbilla.
Sigo aferrada a la mano de Thorn. Me atrae hacia él como si fuera una muñeca. Sus ojos habitualmente lavanda han perdido casi todo el color, sus pupilas son dos pozos negros.
—¿Has sido tú?
Abro la boca para contestar, pero, de un salto, baja del escenario y desenfunda su arma. Luego desaparece. El helicóptero se aleja y el mundo regresa a la oscuridad.
Ash tira de mi mono.
—Violet, vámonos.
Comienzan los disparos y veo una lluvia de ascuas a lo lejos. Bajo los reflectores, distingo más arañas que descienden hacia el Coliseo, con cascos que brillan como el caparazón de un escarabajo. Una luz se mueve sobre nosotros. Ash me tira del brazo y bajamos del escenario. La tierra se precipita hacia mí, y veo que mis botas chocan contra el charco oscuro de mi sombra. El foco se aleja.
—¡Nate!
Trato de encontrarlo a ciegas.
—Estoy aquí.
Oigo su voz, agudizada por el terror, por encima de los disparos. Otro destello. Su rostro se precipita hacia mí. Lo alejo del foco y lo arrastro hacia el manto de la oscuridad. Ash me cubre la cabeza y me empuja hacia el suelo para evitar las balas que silban sobre nosotros. Agachados, comenzamos a correr.
Llegamos a la pared exterior del Coliseo y la bordeamos hasta la puerta de madera que hay cerca del Chiquero. Un ruido retumba en el aire y acalla los disparos y los gritos. Un ruido que no se parece al de ningún estallido que haya oído hasta ahora, que atraviesa el cielo rugiendo como un cometa. Me vuelvo justo a tiempo de ver un helicóptero que se estampa justo contra el centro del Coliseo. Su foco se derrama sobre el suelo como un charco de sangre fantasmagórico. Las aspas siguen girando, y eso hace que la cabina se sacuda como si aún se aferrara a la vida. Varias nubes de humo se elevan en el aire y unos chasquidos terroríficos resuenan entre las paredes del Coliseo.
Dos figuras envueltas en llamas salen tambaleándose de entre los cascotes. Los guardias corren hacia el lugar del impacto, pero una explosión los hace volar por los aires como si los hubiera golpeado una mano gigante. La onda expansiva me recorre el cuerpo de arriba abajo. Me vuelvo hacia la pared de piedra y me protejo la cara lo mejor que puedo.
Miro hacia atrás para ver los restos del helicóptero que iluminan el Coliseo como si fuera una hoguera. La atmósfera se carga del tufo a gasolina y humo, y de un olor ligeramente grasiento que no soy capaz de identificar. Huele un poco a cerdo. Los cuerpos rodean el armazón de metal formando un círculo perfecto; algunos están aturdidos, pero otros están negros, rojos y en llamas. Carne. Lo que huelo es el olor a carne humana asada. Nate me agarra del mono y un grito ahogado se me escapa de los labios.
—No os paréis —grita Ash.
Nos acercamos a la puerta y los disparos parecen disminuir. Uno por uno, los focos del Coliseo vuelven a cobrar vida. Se me acelera el corazón. Ahora puedo ver los destrozos con claridad. Retales de fuego mezclados con manchas negras que creo que podrían ser cuerpos, volutas de humo que se alzan hacia el cielo, el helicóptero todavía ardiendo como una atracción gigantesca. Hace tiempo que los gemas a los que habíamos capturado se han esfumado, y a la mayor parte de los rebeldes los están conduciendo hacia el exterior del Coliseo. Los gemas podrían haber matado a todos los rebeldes si hubieran querido. Una cortina de explosivos, unas cuantas bombonas de gas. Deben de querer interrogarlos, o utilizarlos como una nueva remesa de carne fresca para el baile del ahorcado. Empiezo a temblar descontroladamente, el estómago me da vuelcos sin parar.
—¡Daos prisa! —exclama Ash.
Ya veo la puerta de madera, estamos muy cerca.
Oigo que los guardias se aproximan. Pero no miro. Casi puedo saborear el aire que hay al otro lado de la puerta, libre del olor a carne quemada. El golpeteo de las botas sobre el hormigón se oye cada vez con mayor claridad.
—¡Tirad las armas! ¡Manos arriba!
Agarro el pomo de la puerta, pero una hilera de dedos como tenazas me rodea el brazo y una pistola se me clava en la espalda. Todas mis esperanzas de escapar se desvanecen. Miro hacia el otro lado del Coliseo y veo a Howard corriendo hacia nosotros.
—Ella... ¡Sí, ella! —grita. Todavía le sale sangre del oído que le golpeó Thorn, y la mordaza, empapada de saliva, le cuelga alrededor del cuello—. Esa es la sucia putilla que está detrás de todo esto. Nos drogó para que los bárbaros de sus amigos pudieran secuestrarnos. —Pega su cara a la mía, huelo la sangre y el champán en su aliento—. Mañana te veré bailar en el patíbulo, simia.
Es el canon que vuelve a arrastrarme, que fuerza a que los hilos se entretejan. Pero mi muerte será inútil si Willow no da un paso al frente y me declara su amor eterno. Y es imposible que eso ocurra ahora que tiene a Alice. Una nueva oleada de pánico me recorre por completo.
Los guardias nos conducen hacia las enormes puertas eléctricas del extremo contrario del Coliseo, a la salida que lleva a Los Pastos. Cuando pasamos junto a los restos del helicóptero, noto la cara ardiente y dolorida. Oigo a Nate gimotear detrás de mí. Quiero darme la vuelta, decirle que todo irá bien —aunque sé que no es así—, pero sé que los guardias me están vigilando, que sus armas me apuntan a la nuca.
Más allá de la salida, veo que nos espera un ejército de gemas. Las siluetas de los rostros de los rebeldes nos contemplan desde helicópteros, aerodeslizadores y camiones por igual. Me resulta increíble que alguna vez pensara en ellos como extras de mi película favorita, como el ruido de fondo de una historia de amor épica. Su lucha por la libertad, su búsqueda de justicia, ahora me parece mucho más importante que las necesidades de dos adolescentes locamente enamorados.
Continuamos alejándonos del Coliseo y el mero hecho de saber que he regresado a Los Pastos me provoca una sensación extraña, inquietante, en el estómago. Vuelta al mundo de algodón de azúcar de los gemas.
Se acerca un sargento. Me agarra del brazo con brusquedad.
—Estos tres se vienen conmigo.
Los guardias lo saludan. Nos guía entre un grupo de vehículos. Veo pelotones de soldados, algunos quitándose las armaduras, otros bebiendo tazas de un líquido caliente que desprende vapor. Nos aproximamos a un aerodeslizador anclado en tierra, ligeramente apartado del resto del escuadrón. Está posado sobre el suelo como un disco de peltre gigante. Se abre una escotilla que descubre varios escalones metálicos.
—Esperad aquí —les gruñe el sargento a Ash y Nate.
Aunque pueda parecer extraño, me siento aliviada. Si se ha corrido la voz de que yo soy la cabecilla, puede que sean más blandos con los demás. El guardia me empuja escalones arriba sin dejar de clavarme la pistola en la parte baja de la espalda. Entro en el vehículo agachándome un poco y veo toda una fila de guardias, con sus perfectas caras de gema mirándome fijamente.
Y ocupando el asiento del piloto, apoyado sobre el panel de control con el mismo aire despreocupado que un gallo en el gallinero, está Willow.