CAPÍTULO 41

Amor. La gente habla del amor como si fuera una enfermedad mental.

Locamente enamorado, adicto, enfermo de amor, obsesionado...

Y puede que tengan razón. Alice lleva dos años enamorada de Willow. Y no me refiero únicamente al actor, Russell Jones, sino también al personaje ficticio, Willow. Eso raya en la locura, ¿no? Y si hay alguien que debería saberlo, esa soy yo, porque he sufrido la misma dolencia.

Vale, Alice ha salido con algún jugador de fútbol que otro, con unos cuantos grupos de música pop (sí, con todos los miembros del grupo). Pero siempre regresa a su teclado, a escribir su fanfic, el único escenario donde podía representar sus fantasías basadas en Willow... Hasta ahora, claro. Pero ¿de verdad haría que mataran a su mejor amiga por amor? Quizá, si ha perdido la cabeza. A fin de cuentas, yo puse el canon en riesgo por Ash. Pero ¿asesinar a alguien?

—La conozco desde primaria.

—La conozco desde que nací —dice Nate.

—Es... buena. —La imagen de aquellas cuatro piernas bronceadas enredadas en satén me invade la mente—. Bueno, al menos no es un monstruo.

Nate asiente.

—Tienes razón. Este sitio me está volviendo paranoico.

—¡Venga, vosotros dos! —grita Ash.

Ya ha apartado la tapa de la alcantarilla hacia un lado y desciende una brisa que me acaricia la cara. Mi corazón comienza a latir de nuevo. Trepamos hasta el exterior del agujero y dejamos un estampado de huellas pastosas sobre el hormigón que lo rodea: manos, pies, rodillas. Aunque la noche es fría y oscura, solo el movimiento del aire, la sensación de espacio, hace que parezca que hemos irrumpido en un día de verano tras escapar de una tumba. Claro que Alice no les dijo a los gemas lo del asalto. Me siento culpable solo de planteármelo.

Miro a mi alrededor. El escondite del canon, que no es más que otro callejón apestoso con una puerta de garaje naranja. Pegamos el cuerpo a la pared. Ash traza círculos en el aire con su arma como si buscara problemas, pero el callejón permanece en silencio, como cabía esperar. Avanzamos hacia la puerta cubierta de pintura desconchada. Tiro del pestillo y se abre.

—Bingo —dice Nate.

A duras penas veo en la oscuridad, pero el aire estancado me dice que hace tiempo que esta puerta no se abre. Nate pasea el haz de la linterna sobre los contenidos de la habitación. Las siluetas se alzan desde el suelo, ocultas bajo hules y sábanas. Un museo olvidado. Más parecido a cómo me lo imaginé cuando leí el libro. En la película, la habitación era más grande, menos claustrofóbica y estaba mejor iluminada. Rápidamente, quitamos la tela que cubre el todoterreno y levantamos polvo y telarañas apelmazadas. Contengo la tos. Ash encuentra una botella de agua en un armario y me la pasa.

Hasta que el líquido fresco me toca la lengua no me doy cuenta de lo seca que tengo la boca, de que tengo el interior de la garganta cubierto por una fina capa de mugre. Solo se me ocurre dejar de beber cuando Nate tose.

—Lo siento.

Me seco la boca con la manga y le paso la botella.

Ash se sube al todoterreno y pasa los dedos por el panel de control.

—No tengo ni idea de conducir.

—Tampoco sabías disparar, pero te las has arreglado bastante bien —digo.

Ash sonríe.

—Fallé. Le estaba apuntando a las pelotas.

Acciona un interruptor y los faros iluminan la pared del callejón; me recuerdan a los reflectores del helicóptero.

Hemos conseguido salir de las cloacas en un tiempo récord gracias a la canción de saltar a la comba; deberíamos tener tiempo más que de sobra para recoger a Katie y asegurarnos de que los demás llegan a salvo a la tierra de nadie. Siempre y cuando el canon permanezca fiel a su costumbre, nos persiga y nos fuerce a seguir por el camino correcto.

Nate inspecciona la parte delantera del vehículo con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sigue sin ser el DeLorean, pero nos servirá.

Vuelve a introducirse en el callejón para examinar el vehículo en general, y por la forma en que inciden sobre él las luces del todoterreno —iluminándole la piel, dorándole el pelo— adquiere la apariencia de una especie de espíritu celestial. Algo le llama la atención, algo que hay en el callejón y yo no alcanzo a ver. El miedo le oscurece los ojos. La botella de agua se le cae al suelo.

Oigo sus palabras, teñidas de pánico.

—Están aquí.

Lo primero que veo son las sombras, tres bestias que se acercan por la pared del callejón, una colección de pinchos frenéticos bajo el resplandor amarillo de los faros del vehículo. Me precipito hacia Nate y oculto su cuerpo detrás del mío. Solo ahora veo los ojos de los guardias, ensombrecidos bajo los cascos. Y sus armas nos apuntan a la cabeza. En el canon no había soldados en el escondite. ¿Cómo han sabido dónde encontrarnos? No puede ser una coincidencia.

Sacan a Ash a rastras del todoterreno, le retuercen el brazo detrás de la espalda para arrancarle el revólver de la mano. El arma cae al suelo y se desliza hasta aterrizar sobre un desagüe cercano. Oigo el zumbido de un helicóptero que aterriza en el extremo opuesto del callejón levantando polvo y el vello de mi nuca.

Ash choca contra mí al retorcerse para escapar de las manos de un guardia. Enseguida hago cálculos. Tres guardias blindados, armados hasta los dientes, altos, anchos y entrenados. Tres impes, todos desarmados. El miedo me impide llorar, pero aun así siento que las lágrimas se me acumulan en el párpado inferior.

—Al suelo o disparamos —grita un soldado.

Nos arrodillamos con movimientos torpes, con las luces del todoterreno abrasándonos los ojos.

Un hombre sale corriendo del helicóptero; al principio no es más que una silueta, pero a medida que se acerca gana en color y forma. Tiene un aspecto diferente a los soldados. Se mueve con una postura más erguida, más formal, y debajo de la armadura lleva un traje de raya diplomática. Se aproxima a mí y una mirada maliciosa que me resulta familiar le distorsiona el atractivo rostro. Unos mechones rubios le caen formando tirabuzones por debajo del casco. Howard Stoneback. Definitivamente, esto no es una coincidencia; Howard va a por mí desde el ataque a la Carnicería, y parece que alguien le ha informado de dónde encontrarme.

Se detiene a mi lado.

—Aquí está, la putilla que nos drogó.

—¿Qué hacemos con ellos, señor Stoneback? —pregunta uno de los soldados.

Howard se lo piensa mientras nos mira de arriba abajo, prolongando la tortura. Entonces se agacha y me acaricia la mejilla con un dedo frío, seco. Me siento como si estuviera de nuevo en esa sala de presentación con la cremallera sujeta entre los dedos temblorosos.

Se yergue.

—Quiero ver a esta preciosidad colgando de una cuerda en horario de máxima audiencia. Acabo de hablar con el presidente y le ha reservado un lugar especial en el baile del ahorcado de mañana.

Puede que esto me convenga. Tenía la esperanza de saber que Nate, Ash y Katie estaban a salvo en la tierra de nadie antes de que me capturaran, pero estoy aprendiendo por la vía rápida que las cosas no siempre salen como planeabas.

Desenfunda un revólver. Veo hasta la última arruga de sus manos, hasta el último pelo, bajo el resplandor de los faros, pero sus facciones se convierten en poco más que un revoltijo de sombras. Su arma destella cuando rodea el gatillo con los dedos.

—Pero solo necesito a la puta. —Me mira—. La próxima vez que cabrees a alguien, asegúrate de que no esté emparentado con el presidente.

El agua fría que acabo de beber regresa a la base de mi esófago y amenaza con subir aún más arriba. Me obligo a tragarla y encuentro mi voz.

—Arréstame. Pero, por favor, deja que los otros se vayan.

Se ríe.

—Una impe dando órdenes... qué interesante. —Se agacha de nuevo, siento su aliento contra mi mejilla, caliente y salpicado de saliva—. ¿Te importan estos impes?

Asiento.

—Qué bonito. —Esboza una sonrisa burlona y levanta el cañón del arma—. Una lección de vida trascendental: los impes no importan.

Veo que aprieta el gatillo con el dedo. El ruido me atraviesa la cabeza y rebota contra las paredes del callejón como si fuera un grito del mismísimo Dios. Durante un instante, creo que me ha pegado un tiro. Me preparo para el dolor, bajo la mirada esperando que una mancha escarlata comience a extenderse sobre mi vientre.

Pero no noto dolor, no veo nada escarlata.

Solo veo a Nate gimiendo, farfullando, sujetándose el abdomen con las manos.

Un borrón rojo se expande sobre su mono.

Tiendo las manos hacia él, pero tan solo consigo rozar el aire, porque mi hermano se desmorona. Los soldados me tiran al suelo de un empujón y veo que la sangre de Nate colorea el pavimento, avanzando hacia mí como agua negra y espesa.

Me zumban los oídos. Solo alcanzo a distinguir los alaridos de Ash, que atraviesan la fina capa de mi estado de shock.

—¡Cabrones! ¡Os mataré, cabrones!

Veo su cara, deformada por los gritos, salpicada por la sangre de Nate. Los guardias lo derriban sobre el asfalto sirviéndose de sus porras de acero. Veo las varas de acero que se curvan en el aire, casi doradas bajo las luces amarillas del todoterreno. Desvío la mirada hacia el cuerpo de Nate, desplomado y sangrante. Y algo se solidifica en mi interior. Una única muñeca rusa formada de rabia y superioridad moral, una muñeca que tan solo pertenece a los impes. Su exterior lacado se torna duro y fuerte y me reviste de determinación.

Atisbo mi oportunidad. La furia me hincha los músculos, se tensan, se contraen, a punto de explotar. Salto hacia Howard Stoneback, impacto contra su hombro y lo pillo desprevenido. Cae al suelo mientras dispara varios tiros inútiles hacia el cielo. Le golpeo con los puños en el pecho, en la cara, en cualquier parte de su cuerpo que quede a mi alcance; la rabia me recorre de arriba abajo y me arranca gritos y sollozos. Pero los gemas son fuertes, y Howard no tarda en zafarse de mí. Me deslizo sobre el asfalto, con los puños todavía zumbando delante de mí, como si no supieran parar.

Todavía oigo la voz de Ash, balbuceante y débil.

—Violet, no.

Howard me apunta con su arma, con la incredulidad reflejada en su ceño perfecto. Sé que voy a morir. Cierro los ojos y espero a que las balas me agujereen el vientre, los brazos, el cuello.

Cuatro disparos en rápida sucesión. Cuatro ruidos sordos.

Abro los ojos y veo a Howard y a los guardias ensuciando el suelo como pedazos de papel. Los tirabuzones rubios están teñidos de rojo, y la mirada perversa por fin ha desaparecido. Unas manos fuertes me agarran de los brazos, tiran de mí para levantarme y me abrazan contra un pecho musculoso. Matthew.

—¿Estás herida? —pregunta.

No contesto. Apenas puedo respirar, así que mucho menos hablar.

Matthew se echa a Nate sobre los hombros y lo traslada al todoterreno. Saskia se acerca a mí a toda velocidad.

—Violet, lo siento muchísimo, Nate se nos escapó en la Carnicería.

De nuevo, no contesto.

—Tenemos que largarnos de aquí. —Saskia ayuda a Ash a levantarse—. Hemos venido a por el todoterreno solo porque los gemas han destrozado nuestros vehículos. Habéis tenido mucha suerte.

Matthew deposita a Nate sobre mis brazos. El peso de su cuerpo me saca de mi estupor. Le sujeto la cabeza rubia con la sangradura del codo para protegerlo como si acabara de nacer y me subo a la parte trasera del coche. Me fijo en el ligero movimiento de su pecho, en la sangre que le burbujea en las comisuras de los labios cuando intenta respirar.

Saskia y Matthew se suben a la parte delantera del todoterreno. Ella se vuelve hacia él.

—Está claro que hay un topo entre nuestras filas. Tenemos que prenderle fuego a la iglesia antes de que los gemas la encuentren. —Se asoma por detrás del reposacabezas. Durante un instante, creo que la sangre de Nate le ha salpicado la frente, pero después recuerdo que se trata de su mancha de nacimiento—. Thorn está desaparecido. Muerto o capturado. Así que ahora todo depende de nosotros —dice.

Se me ocurre pensar que esta noticia entristecería a Nate, pero a mí no me afecta mucho pensar que puede que Thorn esté muerto. Al menos ya no podrá hacerle daño a Katie. Noto que el todoterreno comienza a moverse cuando Ash se las ingenia para sentarse a mi lado. Me ayuda a aplicar presión en el costado de Nate. La sangre caliente me rezuma entre los dedos.

—Necesito algo para contener la hemorragia —digo con voz entrecortada.

—Le han dado en el estómago —asegura Saskia.

No me dice que Nate se está muriendo, pero lo oigo con claridad en cada una de sus palabras.

Examino el rostro de mi hermano, tan pálido que casi desaparece bajo la luz de las estrellas. Las pestañas doradas le tiemblan, la respiración se le atasca en la garganta. Y es entonces cuando los noto por primera vez, débiles y distantes, los pitidos rítmicos de mi sueño.

Salimos del garaje a toda velocidad, con un chirrido de neumáticos. Matthew apaga las luces, así que no tengo claro cómo sabe en qué dirección debe conducir, pero de todas formas él continúa avanzando por el callejón. «Bip... bip... bip». Acaricio el semblante de Nate con un dedo. El dolor lo avejenta por los menos veinte años, le cava trincheras profundas en la piel. Me pregunto si su cara me estará ofreciendo una ventana al futuro que nunca tendrá: Nate convertido en un hombre, quizá con hijos propios, mis sobrinas y sobrinos. Las lágrimas me resbalan por las mejillas y se estampan contra su frente.

Todo esto es culpa mía. Alice ha debido de contarles a los gemas lo del escondite. ¿Cómo he podido ser tan idiota? Mi incapacidad para dudar de ella ha conducido a los soldados justo hasta nosotros... justo hasta mi hermano pequeño. La culpa parece un agujero negro que absorbe todo lo que tengo. La esperanza, la alegría, el amor: todo arrastrado hacia un pozo de vacío.

«Bip... bip... bip».

—Violet —susurra Nate. La sangre continúa goteándole por la comisura de la boca, escarlata sobre el fondo blanco de su mejilla—. Diles a papá y a mamá que los quiero.

—Díselo tú mismo.

Se le desenfoca la vista y le tiemblan los párpados. Me doy cuenta de que los pitidos comienzan a ralentizarse, como un reloj que se queda sin cuerda.

—¿Tienes miedo? —me pregunta.

—¿De qué?

—De que te ahorquen.

Se me escapa un sollozo estridente y mis lágrimas le empapan la cara.

—No —miento—. Claro que no. No es más que una historia. No podemos morir de verdad en una historia... me lo dijo Baba. Cuando te despiertes, estarás en casa con papá y mamá.

—Y comida de verdad, y fútbol, y una almohada calentita y blanda.

—Sí.

Se me forma un vacío en el estómago que amenaza con partirme en dos.

«Bip... bip... bip».

Comienzo a sentirme extrañamente distante. Salgo de mi cuerpo y veo que las facciones de Nate van serenándose poco a poco. Tomo cada vez mayor conciencia del espacio que se extiende sobre mí: un cielo infinito, negro, pesado y cargado de estrellas. Y más abajo, me veo a mí. La cara contraída, la espalda encorvada, los dedos entretejidos con mechones de pelo dorado. Casi distingo mi amor, un campo de fuerza titilante que rodea nuestros cuerpos, que nos une en una burbuja gigante. Podría estirar la mano y tocarlo, si quisiera, pero me da miedo que desaparezca.

«Bip... bip...».

Espero el pitido final. Sé lo que son, lo que significan, claro que lo sé. Minúsculos, huecos y aterradores, resonando en una habitación de hospital. Me enjugo los ojos y contemplo nuestros cuerpos, que se mueven como uno, que se balancean cuando el todoterreno gira entre las infinitas calles secundarias. Ahora el rostro de Nate parece completamente relajado... «...bip». Y por fin su pecho deja de moverse.

El pitido monótono de la ausencia de constantes llega a mis oídos.

Y sé que mi hermano ya no está.