–¡Violet, Violet!
Oigo que todos gritan mi nombre. Oigo el roce de la madera contra el metal cuando los remos encajan en los escálamos, el chapoteo frenético del agua cuando intentan darle la vuelta a la embarcación y seguirme.
—¡Violet, espera!
Los ignoro y me vuelvo para regresar a la orilla. Los helicópteros están a punto de llegar y acelero el ritmo braceando como una loca. El río reluce como un charco de asfalto, a duras penas alcanzo a distinguir el reflejo de las estrellas, distorsionado y borroso por mis movimientos.
—Por favor, Violet, te matarán.
Unos enormes aros de luz aparecen a mi alrededor. Levanto la cabeza y veo rayos blancos que horadan la oscuridad. Los helicópteros. Hasta que los he visto, no estaba totalmente segura de si vendrían. Puede que Alice también les haya revelado esta ubicación, o tal vez vuelva a ser cosa del canon, que me persigue, que me arrastra hacia el patíbulo.
Solo tengo que conseguir que me arresten. Así, con un poco de suerte, los soldados no se preocuparán por el pequeño bote de madera que flota en el río. Es a mí a quien quieren, gracias a que Howard Stoneback está muerto. Me consuela que los aerodeslizadores no hayan llegado todavía. Jamás olvidaré el momento en que los vi en la película. Discos negros, brillantes, suspendidos en el cielo como piedras y generando un zumbido grave que atravesó el sofá y me recorrió la parte trasera de las piernas. Arrancaron a Rose y a Willow de su botecito con unos tentáculos largos, metálicos... Me cagué de miedo. Pero los aparto de mi mente y me repito las mismas palabras una y otra vez, estrechándolas contra mi cuerpo como si fueran un chaleco salvavidas: «No permitiré que ellos también mueran. No permitiré que ellos también mueran».
Llego a la orilla. Creo que lo he logrado. Pero la alegría de salvar a mis amigos queda completamente eclipsada por el miedo de enfrentarme a los soldados gema. Comienzo a correr por la ribera, agitando los brazos, tratando de atraer la atención de los gemas.
—No disparéis —grito—. Me rindo.
Me quieren viva, al menos por ahora, pero aun así me entran ganas de vomitar cuando veo las pistolas.
Oigo un disparo. No sé quién ha disparado primero, si los soldados gema o mis amigos desde el bote. Da igual. Una vez que las balas comienzan a volar, pierdo el control de la situación. Me vuelvo y veo que una bala alcanza a Matthew. Cae por un costado de la embarcación como si fuera un saco de arena y la vuelca. Todos los ocupantes del bote caen al agua y se ven arrastrados hacia el fondo del río. Me olvido de los soldados: solo sé que tengo que llegar hasta Matthew. Está herido y hundiéndose. Pero entonces me asalta otro pensamiento todavía más aterrador, aún más paralizante. Los impes no saben nadar. Y eso quiere decir que lo más probable es que Ash se esté ahogando en este preciso instante.
Echo a correr hacia el bote volcado y me tiro al agua. Tomo una larga bocanada de aire y cierro los ojos con fuerza justo antes de que un millar de clavos me taladren el cráneo. Puede que el río parezca asfalto, pero no cabe duda de que es agua, helada, infinita. Sacudo las piernas y me obligo a girar las caderas para impulsarme hacia arriba. La superficie se rompe sobre mi cabeza y tomo otra enorme bocanada de agua. Por un momento, me siento desorientada. No veo nada, ni las estrellas, ni las antorchas, ni a los soldados. Pero sí oigo. Disparos amortiguados, el eco de mi propia respiración, el chapoteo del agua. Braceo y mis manos chocan contra algo sólido. Me doy cuenta de que he emergido bajo el bote volcado.
—¿Violet?
Oigo a Katie a mi lado, jadeando y flotando en el agua.
Cuando los ojos se me acostumbran a la oscuridad, atisbo a Saskia, aferrada al asiento invertido y sujetando el bote como si fuera un escudo gigante. Tiene la cabeza sumergida bajo el agua, hasta que Katie vuelve a levantársela pasándole un brazo por debajo de la barbilla.
—Los impes no saben nadar. —Escupo agua—. Quédate con Saskia.
Me zambullo de nuevo en el frío y avanzo entre las tinieblas sin tener muy claro qué es hacia arriba y qué es hacia abajo, nadando mecánicamente en círculos y tendiendo las manos hacia formas imaginarias. Pero no hay rastro de Ash. Ni de Matthew. Solo fantasmas grises, acuosos. Tengo la sensación de que están a punto de estallarme los pulmones y sé que necesito más oxígeno con urgencia, pero el pánico me empuja a seguir adelante dando vueltas, buscando, tanteando en la oscuridad.
Una luz intensa se abre camino hasta el último rincón de las tinieblas, como si los ángeles hubieran agujereado las nubes para permitir que los cielos las atravesaran. El mundo sumergido ya no está oculto. Veo todas y cada una de las ramas hundidas, de las piedras limosas, de las algas que ha arrastrado la corriente, me veo las manos, pálidas y desesperadas ante mí.
Al primero que diviso es a Matthew. Está inmóvil. Su piel caoba ya forma parte del lecho del río, sus ojos inertes parecen dos perlas de agua dulce. Una nube oscura brota del agujero que tiene en el pecho. Y a pesar de que esto no es lo que quería, de que es lo último que deseaba, me siento agradecida. Porque solo tengo un par de brazos y ahora ya no tengo que elegir a quién salvar.
A continuación veo a Ash, suspendido en el agua, agitándose, luchando contra un monstruo marino invisible. Sus manos provocan espirales de burbujas y el pelo negro se le extiende como un halo alrededor de la cara pálida y magullada. Nunca lo había visto tan asustado, y durante una milésima de segundo siento que el amor me inunda por completo. Unos instantes después, llego hasta él, le coloco las manos debajo de las axilas y emprendo el regreso hacia la superficie.
Emergemos bajo la luz celestial, tosiendo y escupiendo. Le doy la vuelta para que mire hacia el cielo, le pongo un brazo debajo de la barbilla y empiezo a nadar en dirección al bote. Percibo un ruido extraño, un siseo grave, insistente, que se combina con los accesos de tos de Ash. La superficie del río comienza a ondularse hasta donde me alcanza la vista, el agua prácticamente vibra, las gotas se despegan de ella y se elevan como si estuviera lloviendo al revés.
—Violet —consigue decir Ash.
Creo que está intentando advertirme porque él ya ha visto lo que yo no alcanzo a distinguir.
La luz no tiene nada que ver con los ángeles.
Tiene que ver con las cuatro piedras relucientes que se ciernen sobre nosotros.
Después llegan los tentáculos, que me asustaron cuando leí el libro, me dieron miedo cuando los vi en la tele y me aterran en la vida real. Un brazo motorizado serpentea por el aire con movimientos firmes, sinuosos. Intentar escapar no tiene el menor sentido, pues se mueve demasiado rápido. Una enorme manilla de metal se ciñe en torno a la cintura de Ash y lo arranca del agua con tal brusquedad y velocidad que ni siquiera puedo mirarlo a la cara por última vez. Ahora flota en las alturas, una versión diminuta de sí mismo, y desaparece en el interior del vientre del aerodeslizador.
Me mezo durante un instante, completamente sola, solo hay agua, pánico y luces cegadoras. El segundo brazo sale de la nada, llega zigzagueando por el río como una víbora de agua mecánica. Un subidón de adrenalina, una oleada de terror. Se cierra a mi alrededor como un cepo y me deja sin aire en los pulmones; me levanta con tal rapidez que me cruje el cuello. El viento se cuela a través de mi ropa mojada, y veo que, más abajo, el bote se encoge hasta alcanzar el tamaño de un juguete. Saskia y Katie continúan escondidas. Al menos de momento están a salvo.
El brazo me introduce en el aerodeslizador y me tira al suelo. Antes de que me dé tiempo a recuperar el aliento, un equipo de guardias se lanza sobre mí, me pone los brazos a la espalda y me esposa tanto las muñecas como los tobillos. No me molesto en forcejear. Me limito a buscar a Ash, desesperada. Lo localizo: es un guiñapo que chorrea río sobre el suelo.
La escena es idéntica a la del canon, solo que los que escupen fango sobre la cubierta de metal no son Rose y Willow, somos Ash y yo. Oigo el zumbido de un walkie-talkie. «La tenemos, señor. A ella y a otro mono de las alcantarillas, por si fuera poco».
Lo he conseguido. El canon vuelve a estar encauzado. Mañana, me ahorcarán. Pero no experimento alivio, ni sensación de logro. Porque justo antes de notar el pinchazo de una aguja hipodérmica en el cuello, justo antes de perder la conciencia, oigo que el walkie-talkie escupe su respuesta. «Buen trabajo. Un número doble para el baile del ahorcado».
Mañana no seré la única que penda de la cuerda.
«Ash no —intento decir—. Ash no». Pero mi lengua no es más que un pedazo de carne inmóvil que me llena la boca.