CAPÍTULO 47

Estoy tumbada en la cama de mi celda mirando fijamente la puerta, consciente de que la próxima vez que se abra será para que me lleven al baile del ahorcado. Me duele el cerebro de intentar procesar toda la información que he recibido. Creo que quizá Stoneback tenga razón: tengo el cerebro de un simio. Las lágrimas me resbalan por la cara, se desbordan por el puente de la nariz y se derraman sobre la almohada. A pesar de todo lo que he hecho, de todo lo que he perdido, no puedo ganar esta guerra. Los gemas ganan. Baba gana.

Me llevo la mano al bolsillo y encuentro mi colgante del corazón partido. Debí de guardármelo ahí tras nuestra discusión, demasiado sensiblera para tirarlo al suelo. Se me enreda entre los dedos como una delicada hebra de peltre, y cuando abro la mano, el corazón partido se balancea ante mis ojos.

Mi mejor amiga. Cautivada por los gemas. Al menos su traición no ha llegado más allá del revolcón con Willow; al menos no ha sido la responsable de la muerte de Nate. Pero será quien acabe con los impes, a fin de cuentas, y yo la ayudaré de manera involuntaria al completar el canon. Me siento destrozada, como si me hubiera caído de un tejado y ni todo el olor a sardinas del mundo pudiera resucitarme. Vuelvo a embutirme la cadena en el bolsillo.

—Sacrificio y amor.

Susurro esas palabras a las paredes. Pero me parecen estúpidas. Y por alguna razón, en mi cabeza aparece una imagen de la señorita Thompson, apoyada sobre su escritorio de formica, hablándonos del momento negro en la literatura, ese momento en que parece haberse perdido toda la esperanza. Esbozo una sonrisa torcida: ahora mismo, las cosas no podrían tener un aspecto mucho más negro.

La puerta se abre. Espero ver otro uniforme caqui, pero en realidad me encuentro con Baba. Avanza, suspendida en el aire, con los pies totalmente quietos. Al principio pienso que es un fantasma, pero después me fijo en las palancas que sujeta con las manos marchitas y me doy cuenta de que se sirve de algún extraño tipo de silla aerodeslizadora. Escudriño su rostro viejo y sellado, sereno e inmóvil, y la imagen de Nate sangrando sobre mi regazo regresa a mi mente. Ella fue quien les habló a los gemas del escondite. La ira me recorre todo el cuerpo, me hincha las venas, me contrae los músculos hasta que parecen un montón de payasos agazapados en sus cajas y preparados para saltar con sus muelles en cualquier momento. Creo que podría matarla. Lo único que me frena es su fragilidad.

La silla se detiene junto a mi cama. No se me ocurriría mirarla, pero huelo los lirios, oigo su voz, cálida y mesurada.

—Siento tu rabia —dice.

Me pongo en pie de un salto, con los puños apretados y temblando.

—¿Cómo has podido traicionarnos así?

Los ojos se le mueven a toda velocidad bajo los párpados.

—Te estás olvidando de que soy una gema.

—¡Pero los impes te han mantenido a salvo durante cientos de años!

Presiona una palanca pequeña y la silla levita hasta que su rostro queda a la altura del mío. Distingo el vello suave y plateado de su piel, un atisbo de verde bajo sus párpados, los minúsculos brotes de diente que le presionan las encías al hablar.

—Y por eso nunca los traicionaría. Ni a ti.

—Pero el presidente...

—Es un badulaque. No, espera. Es un Pajastein; sí, ese es mi favorito. —Vuelve a colocar la palanca en su posición inicial y la silla desciende de nuevo hasta el suelo—. Ven, arrodíllate conmigo, niña.

La miro con suspicacia, sin tener muy claro si me está diciendo la verdad, si debería volver a abrirle mi mente. Se echa a reír.

—¿Qué puedes perder?

Poco a poco, voy abriendo los puños. Curiosidad, desesperación, no sé qué es, pero hay algo que me empuja hacia el suelo. Me pone las manos sobre las sienes y siento ese dolor que florece en el estómago, se abre camino por el cuerpo y se concentra entre los ojos. Ahuyenta la imagen de Nate, desata el nudo de aflicción que tengo en la garganta. Casi me da pena que desaparezca, porque es lo único que me queda de él. Y cuando abro los ojos, estoy en mi sala de estar.

—No hay lugar como el hogar —dice Baba.

Tiene un aspecto tan normal, tan beis... Doy una vuelta lenta, absorbiéndolo todo. El sofá de cuero canela con la mancha de café en el brazo derecho; las fotos de Nate y de mí ligeramente torcidas en las paredes beis; la desvencijada mesita de café que papá mangó de nuestra anterior casa de alquiler. Siento la alfombra de pelo largo bajo los pies, huelo el guiso que hay en el horno, oigo el zumbido familiar de la televisión a mi espalda. Mis padres están sentados en el sofá, uno al lado de otro, mamá con el mando a distancia sobre el regazo. Reconozco la música de El baile del ahorcado. Sonrío: mi padre siempre se refería a ella como «esa tontería distópica». Estudio sus rostros, todas las líneas y curvas de sus rasgos, y el corazón se me hincha en el pecho.

Baba se coloca a mi lado con sigilo, la silla aerodeslizadora ha desaparecido.

—Parecen felices.

Asiento, pero el corazón se me deshincha enseguida.

—Todavía no deben de haberse enterado de lo de Nate...

—Estas personas no son tus padres de verdad, Violet. Son tus proyecciones. —Me pone una mano pastosa sobre el hombro—. Y son la razón por la que te has esforzado tanto en completar el canon. El Santo Grial, la luz al final del túnel, ¿no crees?

—Sí.

Les miro los dedos, delicadamente entrelazados; miro sus zapatillas de estar por casa, que chocan entre sí con suavidad.

—Cuando salvaste a la chica sin manos, cuando fuiste al Coliseo para impedir que Thorn ahorcase a esos gemas, cuando empujaste el bote hacia el río y regresaste a la orilla, cuando te zambulliste en la corriente para salvar a tus amigos... ¿lo hiciste para poder volver a casa?

—No... No lo entiendo.

No dejo de mirar a mis padres en ningún momento, me da pánico que puedan desaparecer sin más.

—Después de todo lo que has visto, de todo en lo que te has convertido, ¿de verdad vas a dejar que te cuelguen en el baile del ahorcado solo para poder irte a casa?

Niego con la cabeza.

Me gira para que mire la televisión. Están viendo la escena final de la película: Rose está de pie sobre el escenario, con el nudo en torno al cuello. Automáticamente, me llevo las manos a la garganta.

Baba mueve la mano y me la pone sobre el corazón.

—¿Por qué, Violet? ¿Por qué hiciste esas cosas?

Contesto sin titubear:

—Para ayudar a los impes.

—¡Sí! —grita—. Te has convertido en algo mayor que Rose. Te preocupa una causa, la justicia. Por eso te he traicionado, por eso le he dicho al presidente dónde podría encontrarte. Necesitabas ver las atrocidades, experimentar la barbarie de los gemas de primera mano, para convertirte en una impe auténtica, una impe que se pondría en pie y lucharía por su gente. Porque solo un acto de amor y sacrificio verdadero puede completar el canon. Esta siempre ha sido una historia de amor, Violet. Pero para ti es sobre un amor más grande que el que se da entre dos personas.

Aparto la mirada de la pantalla para clavarla en ella. La manzana de sus iris es aún más verde en contraste con el beis de mi sala de estar.

—¿Nate murió para que yo pudiera convertirme en una verdadera impe?

Una lágrima le resbala por la mejilla, canalizada a través de un entramado de arrugas.

—Lo siento mucho. A veces mis poderes carecen de precisión... hay cosas que no alcanzo a ver.

Una oleada de solidaridad inesperada me recorre de arriba abajo. Al fin y al cabo, conozco bien la sensación del fracaso. Desvío la conversación de Nate, por el bien de ambas:

—Pero cuando me ahorquen, Alice regresará a nuestro mundo y escribirá una secuela progema. Los impes perderán, pase lo que pase.

—Quizá.

—¿Puedo detenerla? ¿Hay alguna forma de hacerlo?

—Cuando Alice regrese a vuestro mundo, no recordará lo ocurrido durante la última semana. Ninguna lo recordaréis. Tal vez algún eco esporádico, un fragmento aquí o allá, algo parecido a un sueño. Pero vuestras experiencias sí permanecerán con vosotras. Las experiencias de Alice determinarán la secuela que escriba.

—¿No puedo hacer nada?

—No todo está perdido, Violet. Todavía queda tiempo para que las dos encontréis vuestro camino. Puede que no seas la única capaz de sacrificarte y de amar.

—¿Qué quiere decir eso?

Se queda pensativa durante un instante.

—Sacrificio. Amor. Estoy segura de que para Alice tendrán un significado diferente. Pero ambas cosas son el meollo de toda gran historia, incluso el de la suya.

Tengo muchas preguntas, incertidumbres que me dan vueltas en la cabeza, pero Baba cierra los ojos y empieza a cantar:

—Cuento los cardos, uno, dos, tres, algún día libre seré.

La canción impe de saltar a la comba. Abro la boca para preguntarle qué importancia tiene, pero los colores de la sala de estar comienzan a mezclarse y el suelo parece desaparecer bajo mis pies.

—Cuento los cardos, cuatro, cinco, seis, todos los impes, mejor que os arméis.

Me coge las manos entre las suyas. El sonido de la tele se convierte en interferencias. El olor del guisado se transforma en antisépticos y detergente.

—La hoja del fresno ya enrojeció. Adiós primavera, el verano murió.

—¡Espera! —grito intentando ver a mis padres por última vez.

Pero ya se han desvanecido. Solo distingo oscuridad y no oigo nada más que los últimos versos.

—Cuento los minutos, las horas solo humillan, porque la esperanza brota como una florecilla.