CAPÍTULO 4

Despertar es como salir a rastras de una ciénaga. Cada vez que veo la superficie, o que siento el aire fresco en la piel, un espectro oscuro me arrastra de nuevo al fondo. Resulta tentador dejarse ir, pero el recuerdo de los andamios inmovilizándome y que aprisionan a Nate, Alice, Katie, incluso a Russell y Julia, me empujan a seguir adelante. No sé cómo consigo salir del fango, me fuerzo a abrir los ojos, obligo al cerebro a funcionar.

La luz que entra por la salida de incendios le da a la sala un resplandor fantasmal. Apenas distingo las barras de metal del andamio, que se entrecruzan en el suelo como una extraña escultura postmoderna. Me lloran los ojos a causa del olor a medicamentos y tela quemada, que cada vez es más intenso.

—¿Nate? —Me apoyo sobre los codos para levantarme y un latigazo de dolor me atraviesa el cráneo.

—¿Violet? —Su voz me llega, titubeante y lejana por encima de la melodía amortiguada de la banda sonora y del tintineo de metal contra metal.

Extiendo los dedos como si pudiera atraer su cuerpo hasta el mío.

—Nate, ¿estás bien?

Veo su cara, invadida por el miedo, que me busca en la penumbra.

—Violet, estás sangrando. —Me sujeta por las axilas y tira de mí para incorporarme. Me va a estallar la cabeza.

—¿Alice? ¿Katie? —Me presiono la piel húmeda de la frente.

—Estoy bien, creo —Alice se acerca tambaleándose, con el vestido y las medias manchados de cenizas—. ¿Qué coño ha pasado?

No respondo, tengo que encontrar a Katie. Me pongo a cuatro patas y empiezo a tantear el suelo. Estaba justo a mi lado, no puede estar muy lejos.

—¿Katie? ¿Katie?

Oigo un gruñido a mi derecha y giro la cabeza como un resorte. Siento otro relámpago de dolor detrás de los ojos. Sus medias fluorescentes destacan sobre el fondo negro. Nate llega antes que yo y juntos logran ponerse de rodillas tambaleándose.

—Estoy bien, estoy bien —musita, casi para sí misma.

El extraño olor se hace más intenso y oímos otro chirrido, más alto esta vez.

—La salida de incendios —dice Alice, con la voz alterada por el pánico.

Nos tambaleamos, todos a una, hacia el cartel de salida, pasando por encima de la chatarra y los restos de los equipos. Salimos en tromba, tosiendo y escupiendo y apoyándonos los unos en los otros. La luz del sol me ciega y me siento como si fuera un espectro, reculando y protegiéndose la vista. Me doy cuenta de que de pronto hace mucho frío y se me pone la piel de gallina. Resbalamos sobre el pavimento, con la espalda pegada a las frías paredes de piedra.

—¿Dónde coño estamos? —digo.

Al menos logro articular las palabras, pero lo único que oigo es un ruido ensordecedor, como si estuviera en un túnel por donde pasara un tren a toda velocidad, retumbando, rechinando y levantando polvo. Al principio pienso que tengo un caso grave de tinnitus, que mi cerebro me obliga a no moverme, pero poco a poco los ojos van definiendo formas y colores. Gente. Miles de personas. Todos altos y delgados, vestidos con trajes hechos a medida. Puños agitándose en lo alto, gritos, pies que vibran al patear el suelo y que me recorren la parte de atrás de los muslos.

—Necesitamos ayuda —grita Nate, sacando el teléfono del bolsillo. Se le debe de haber caído el parche porque veo el brillo de las lágrimas en sus ojos—. No hay cobertura.

Asiento con la cabeza y lo lamento al instante: el dolor retumba en mi cráneo como un lodo tóxico.

—Russell y Julia siguen ahí dentro.

Intento añadir «Y los guardias de seguridad y la tipa del portapapeles...», pero mi voz queda ahogada por una fanfarria de trompetas.

—¿Esto es un rollo de cosplay o qué? —grita Alice.

Me limpio la sangre de la cara con la manga y parpadeo muy rápido. Ahora reconozco la escena. Estamos en el Coliseo de El baile del ahorcado, en la planta más baja, justo al fondo. Las gradas, llenas de perfectas caras simétricas, nos rodean por todas partes, y dirigen las miradas hacia arriba, hacia la cima del muro, salpicado de guardias gemas armados. Ante nosotros, una multitud furiosa exaltada, cuerpos perfectos con cabelleras espesas y lustrosas. No los veo, pero sé que delante de nosotros se encuentran el estrado y las horcas, ocultos por el gentío.

—¡Es el mejor juego de rol de la historia! —Alicia se quita los tacones rotos y se pone de pie para ver mejor.

Tiene razón, hasta han cuidado los olores. El Coliseo se encuentra en la frontera entre la ciudad de los impes y Los Pastos y se huele el dulce aroma de Los Pastos en lucha contra la inmundicia de la ciudad. Un choque de polen y hierba recién segada con carne muerta y vinagre.

—¡Que le den al rol! —grita Katie—, tenemos que buscar a alguien de seguridad. —Abandona el amparo de la salida de incendios y echa a correr hacia la multitud.

—¡Que le den a los de seguridad! —dice Alice—, tenemos que asegurarnos de que Russell publique la foto.

Nate me ayuda a ponerme de pie y aunque tengo la cabeza a punto de estallar, pensar en Russell y Julia atrapados y heridos me obliga a moverme. Agarro un hombro ancho y alto, y al extender los dedos ante mis ojos reparo un instante en que están manchados de sangre. Un hombre se gira para mirarme. La simetría de sus rasgos hace que se me atoren las palabras en la garganta.

—Necesitamos ayuda —la voz me sale distorsionada y áspera como una vieja grabación analógica.

Me mira un momento, confuso.

—Piérdete, impe, o llamo a los guardias.

—Mira, ya sé que estás metido en el papel —le dice Nate—, pero ha habido un accidente. La sangre es de verdad.

—He dicho que te pierdas, impe —arroja a Nate al suelo sin dificultad.

—Dios, Nate, ¿te has hecho daño? —Me lanzo a su lado y le sacudo la tierra de las manos.

—Y yo pensaba que era un fanático de El baile —dice—; este fandom es muy heavy.

Me pongo en pie de un salto y paro a otra persona. Esta vez es una mujer de unos cuarenta años, tal vez algo más, me cuesta calcularle la edad. Es guapa: la piel se extiende sobre su cara como un velo, el pelo color caoba se le curva hacia un lado. Los ojos almendrados se le entrecierran de repulsión al mirarme.

—¡No me toques, impe! ¡Simia asquerosa! ¡Guardias! —se pone a gritar—. ¡Guardias! —Pero la muchedumbre y las fanfarrias y la estampida de pasos ahogan los gritos.

—Déjala —dice Nate, tirándome del brazo.

Escudriñamos la multitud, intentando encontrar a alguien, a cualquiera que tenga la más mínima pinta de autoridad. Parece que Katie tampoco tiene suerte, a juzgar por cómo aprieta la boca de pura confusión cuando una mujer rubia y esbelta se pone a gritarle en la cara. Sin embargo, un grupo de gemas con cara de preocupación se reúne alrededor de Alice, le curan un corte que tiene en el antebrazo y le apartan el cabello dorado de la cara. De hecho, Alice parece una más. Deben de haber contactado con todas las agencias de modelos de Londres... de Inglaterra, para lograr que esto pareciera real.

Con Nate a mi lado, subo unos cuantos escalones que llevan al graderío del fondo del Coliseo. Apenas logramos ver por encima de la multitud. Como es de esperar, en la parte delantera está el estrado. Una precaria construcción de madera coronada con una viga gruesa de la que cuelgan nueve sogas con sus nudos corredizos rodean los cuellos de los impes condenados. A su espalda, en una pantalla gigante, aparecen sus caras unos segundos. Se perciben todas sus imperfecciones: unos rasgos algo torcidos, un extraño bigote cano, unos dientes amarillentos... Pero su imperfección salta a la vista incluso desde lejos. No tienen un buen físico; están demasiado flacos, algo encorvados, anchos donde no deberían. La verdad es que siento cierto alivio al verme reflejada en su humanidad.

—Es la primera escena —dice Nate, emocionado—. Dios, no han escatimado detalles. Hasta los impes condenados son iguales que los actores de la película.

Tiene razón. Conozco cada una de las pecas, cada una de las líneas de esos nueve rostros. La mujer de los ojos enrojecidos que se toca una oreja todo el rato, como si ese gesto le proporcionase algún consuelo. El hombre con cardenales en los antebrazos que cierra los ojos durante casi todo el proceso. Y una chica, que no tiene más de dieciséis años, que aprieta los dientes con tanta fuerza que parece que se le vayan a fusionar las mandíbulas. Puedo describir todos los detalles de cada uno de los impes: he visto la película cuarenta y seis veces.

Trago saliva. Fuerte.

—Nate, céntrate. Tenemos que buscar ayuda.

La cara del presidente Stoneback, el presidente gema, llena la pantalla gigante que está detrás del estrado. Tiene una pinta poco natural, parece un tambor, con esa piel tan tersa sobre los rasgos perfectos, como sujetada con chinchetas invisibles. Y vistos a ese tamaño, sus ojos parecen inmensas esferas de cristal, vacías e incapaces de albergar la menor ternura o bondad. Se dirige al público con su tono atiplado, igual que en la película.

—Hermanos y hermanas gemas, nos hemos reunido aquí hoy para ser testigos de la muerte de estos impes, culpables de robo, violación y asesinato. —La multitud irrumpe en vítores—. Porque para mantener la perfección en el mundo es necesario eliminar a estos seres imperfectos... a estas alimañas.

Los redobles aumentan en intensidad. El verdugo, una figura vestida de negro, avanza hacia la palanca. Sé que solo es un espectáculo, pero me sobrecoge una sensación de incomodidad, de que algo no anda bien. Estoy a punto de apartar a Nate de los escalones cuando llega Katie corriendo hacia nosotros, agitando las manos sobre la cabeza y articulando la palabra «Jules». Levantamos la vista y vemos a Julia Starling, de pie sobre la alta cima del muro exterior, con las manos en las caderas y el pelo oscuro agitándose al viento. Impresiona verla así, recortada contra el cielo gris. Da terror. La sensación de incomodidad empieza a transformarse en pánico y el corazón me palpita en el pecho como si fuese un animal acorralado. Algo va muy mal, seguro. Julia ha salido indemne, y, no sé cómo, se las ha ingeniado para disfrazarse de Rose, lleva su túnica, sus leggings y sus botas militares. Veo cómo se besa el puño. Murmura algo y luego lanza el brazo por encima de la cabeza, y después hacia abajo, en un elegante arco.

Sé lo que es antes de verla: una granada. Pero no es de las que siembran muerte y destrucción. No: es una bomba cardo, diseñada para liberar el símbolo de esperanza de los rebeldes y, por supuesto, una distracción muy práctica. Vuela sobre el público, suspendida un instante como un ave de presa negra antes de hacer estallar el Coliseo y sembrar el aire con cientos de semillas de cardo que se elevan flotando en todas direcciones como restos de plumón. Oigo alguna exclamación, la gente señala, siguiendo el recorrido de las semillas por el cielo.

—¡Qué alucine, una bomba cardo! —grita Nate por encima de los tambores—. Es canon total.

—Un poco demasiado alucinante —replico.

El olor, los actores, la grandeza del escenario. Todo es demasiado real. Estoy empezando a marearme y el redoble de los tambores me retumba en la cabeza.

De pronto los tambores dejan de sonar. Hay paz. El público sigue cautivado, como estatuas, con sus perfectas barbillas apuntando al cielo. Este es el momento de la película en que aparecen los rebeldes impes lanzando bombas de humo y asaltando el estrado para liberar a los impes del patíbulo. Y Rose se escabulle sin que la vean, fundiéndose con el gris de la ciudad de los impes tras demostrar su valía como rebelde.

Contengo la respiración, esperando el grito de batalla de los rebeldes, pero lo que oigo es a Katie, chillando a pleno pulmón:

—¡Julia! ¡Julia! ¿Estás bien?

Lo último que nos falta es atraer la atención hacia nosotros.

—¡Katie, no! —grito.

—¡Cuidado, Julia, te puedes caer! —corre hacia las gradas, agitando los brazos por encima de la cabeza.

—¡Katie, para! —vuelvo a gritar.

Pero es demasiado tarde. En sus plataformas, los guardas se dan la vuelta, alertados por la presencia de Julia, con las armas amartilladas y dispuestas. Julia se gira y una extraña expresión, mezcla de aceptación y determinación, se apodera de su rostro. El sonido de los disparos me parte el cráneo en dos mientras varios puntos rojos se le extienden por la túnica, fundiéndose en una gran mancha como un cinturón de sangre que recuerda un poco a la faja roja que llevo. Se mira el abdomen con una sonrisa perpleja en su boca de clavel y se despeña. Las largas manos se agitan ante ella, buscando un hombre invisible, pero cae entre las gradas como una muñeca, con la capa negra de su melena flotando a la espalda. Al golpearse contra el pavimento ya es inhumana, inerte. Como un saco de arena. La vida se le escapa y dos alas de mariposa color rubí se despliegan por el hormigón.

«Esto no puede ser verdad».

Estoy a punto de saltar de las gradas, a punto de echar a correr hacia ella, cuando otro sonido capta mi atención. El sonido de nueve trampillas al abrirse. Nate me aprieta la mano tan fuerte que me hace daño. Y sé lo que estoy a punto de ver, sé que debería apartar la vista. Pero no puedo. No puedo. Nueve cuerpos caen, nueve sogas restallan al tensarse y nueve pares de piernas patean y se sacuden. El hombre del antebrazo magullado, la mujer de los ojos enrojecidos, la chica de las mandíbulas fusionadas... todos bailan su último baile.

Busco a Katie con la mirada por instinto. Está congelada, los nudillos blancos de rabia, apretados contra la cara. Luego veo a Alice, con los labios pintados abiertos de par en par y los ojos llenos de lágrimas. Nate me estruja la mano y tira de la tela de mi túnica como si tuviera cinco años.

Y sé que los cuatro compartimos un único pensamiento común: «Esto no es un cosplay».