Había imaginado que cuando me ahorcaran sentiría un dolor universal, que invadiría todos y cada uno de los rincones de mi ser hasta definirme, que se transformaría en mí. Pero en realidad es una sensación bastante precisa. El nudo que me tensa el cuello, el abrasador collar de fuego, el peso de mi cuerpo que tira hacia abajo, mis pulmones que tratan de recibir aire, desesperados, mis pies que giran por voluntad propia buscando la tierra firme. Y oigo los gritos de la multitud, que pasan de la alegría a la rabia, que me recorren de arriba abajo en oleadas. La luz se atenúa y mi visión está acribillada de estrellas que explotan.
Comienzo a sentirme igual que cuando murió Nate: extrañamente dislocada. Salgo del dolor, del collar, de las estrellas, como si no fueran más que un disfraz estrafalario. Planeo sobre mi cuerpo, contemplo la escena como si de verdad formara parte de una película.
Oigo la voz de Alice, fuerte y clara.
—¿Vamos a seguir permitiendo el asesinato de impes inocentes autorizado por este gobierno?
Oigo otra voz, una voz conocida. Mamá.
—Eso es, Violet. Eso es.
«Todavía no, mamá», intento decir.
Me elevo más todavía, subo, me adentro en las nubes, y mucho más abajo veo a Alice y a Katie mirando hacia arriba como si pudieran ver a mi espíritu escapando hacia el sol. El olor a pájaro en descomposición y a polen desaparece de mis fosas nasales, reemplazado por algo más limpio, algo artificial.
—Eso es, cariño. Eso es. Tú puedes.
Veo que la multitud comienza a sublevarse, motivada por las palabras de Alice, enfurecida por mi muerte. Un grito de indignación colectiva. Puños alzados en el aire. Ash sube al escenario y, con el rostro empapado en lágrimas, carga con mi cuerpo y se sumerge entre la multitud.
—¿Quiénes son ahora los animales? —grita Alice a pleno pulmón—. ¿Quiénes son ahora los animales?
Y entonces veo que los impes rebasan las paredes del Coliseo, que se suman a los gemas, unidos por primera vez desde hace siglos gracias a mi muerte.
—Eso es, Violet, tú puedes. Abre los ojos.
El olor estéril a medicamentos, antisépticos y sábanas recién lavadas me inunda la nariz. Oigo una serie de pitidos, el repiqueteo del metal contra el metal.
«Todavía no, mamá. Solo tengo que completar el ciclo».
Bip. Bip. Bip. Continúo observando a la muchedumbre que sepulta el patíbulo, que arranca las vigas que lo sujetan, que levanta los tablones. El escenario se derrumba y el patíbulo se hunde como el mástil de un barco que naufraga. Todo el mundo permanece inmóvil, gemas e impes por igual. Las astillas de madera y las nubes de polvo se proyectan hacia el cielo, se arremolina, bailan y reflejan la luz del sol.
El ciclo está completo.
Bip. Bip. Bip.
Al fin, abro los ojos.