Alice se ciñe la chaqueta de piel sintética al cuerpo.
—Aquí afuera hace un frío de narices.
Tiene razón. Es ese tipo de frío que parece emerger del suelo, atravesarte la suela de las botas, extenderse por tus pies y trepar por tu cuerpo hasta provocarte la sensación de que incluso tus dientes están en carne viva y desprotegidos. Yo me calo un poco más el gorro de lana e intento encogerme, como si así pudiera esquivar el frío.
—Para de lloriquear, sureña flojucha —le espeta Katie—. Estamos a solo cinco minutos.
Alice frunce el ceño.
—En cinco minutos se me habrán caído las tetas.
La fachada de piedra del hospital parece aumentar de tamaño a cada paso que damos; deja de ser una única pieza de Duplo para convertirse en una imponente torre de ladrillos y ventanas, resplandeciente de cristal y hielo. Siempre me pregunto si se verá nuestra ventana, la ventana de la habitación en la que me desperté hace unos seis meses, rodeándome el cuello con las manos, boqueando en busca de aire, agitando las piernas, con un remolino de sábanas blancas y enfermeras a mi alrededor. Y siempre me pregunto si mis amigas estarán pensando exactamente lo mismo que yo, si estarán intentando encontrar alguna pista: un jarrón conocido en un alféizar, tal vez.
Alice y Katie salieron del coma pocos minutos después que yo. Los Cuatro de la Comic-Con, ese fue el apodo que nos puso la prensa: un grupo de chicos que perdieron el conocimiento en la Comic-Con de Londres y entraron en coma tras un temblor de tierra poco grave. Ni una sola herida detectable en ninguno de los cuatro. Misterios médicos. Y cuando tres de nosotros recuperamos la conciencia justo una semana después, nos convertimos en pequeñas celebridades durante al menos un día, hasta que una de las hermanas Kardashian se puso otro implante en el culo.
Cruzamos la carretera y el viento levanta la nieve de la acera, de los capós de los coches, de las hendiduras del enladrillado de las fachadas de las tiendas; la hace girar, crear espirales, bailar en el aire. Eso me despierta una imagen familiar en el cerebro. Vilano de cardo. Cientos de semillas nos envuelven en nuestro propio globo de nieve. O puede que sean plumas, blancas y marrones, que estallan a mi alrededor y caen al suelo planeando, acompañadas de risas y los gritos de los pájaros.
Esas imágenes me asaltan a menudo. A veces explotan en mi conciencia, otras veces se abren camino poco a poco, revelándose por fases. Fragmentos de paisajes, olores, ruidos. Al principio eran borrosos, oníricos; ahora todos mis sentidos perciben detalles más nítidos. Pero continúan siendo retales de una colcha de patchwork sin terminar. Da igual cuánto me esfuerce, no soy capaz de coserlos y formar un todo significativo. Al menos de momento. Una anciana extraña con los ojos del color de las manzanas verdes me visita en sueños. Intenta ayudarme, susurrándome cosas sobre un viaje y una tierra muy lejana.
—¿Estás bien, Violet? —me pregunta Katie.
—Sí —contesto... una mentira obvia.
Mis amigas me cogen cada una de un brazo y su calor corporal me envuelve. Avanzamos por el aparcamiento, medio caminando medio patinando, en dirección a la entrada del hospital. No puedo evitar fijarme en el cielo invernal. Es de un asombroso tono azul pálido. Es casi como una lámina de cristal suspendida sobre nuestras cabezas, pues refleja los colores suaves, apagados, de una Londres cubierta de escarcha. Durante un brevísimo instante, me recuerda con claridad a algo, o mejor dicho a alguien. Pero no consigo saber a quién.
Subimos los escalones a la carrera, agradecidas por el golpe de aire caliente que nos espera en el vestíbulo del hospital, y me pregunto si ese olor —a medicina, artificial— inquieta también a mis amigas. Nos soltamos para quitarnos los gorros y arreglarnos el pelo. Nuestra vanidad colectiva me hace sonreír: estamos rodeadas de enfermeras con cofias y pacientes con ásperos camisones de hospital.
La recepcionista me ve y me saluda. Conozco a todo el personal de administración no por sus nombres, sino por extractos de las descripciones que tengo en la cabeza; tal vez sea un síntoma de que me estoy convirtiendo en una verdadera escritora. Así que esta es «La mujer de los ojos que siempre parecen cansados y el pelo que nunca duerme». Le devuelvo el saludo y me sonríe, pero parece un gesto un tanto forzado, como si pudiera ver el peso aplastante, invisible que cargo sobre los hombros pero no tuviera ni idea de cómo reconocer su presencia o quitármelo. O tal vez sepa que debería ser yo, y no Nate, quien ocupa esa cama de hospital, con tubos serpenteándome hacia la garganta. A lo mejor ve el aura negra de culpa que me rodea, que me sepulta... el sentimiento incapacitante que me provoca saber que Nate también se habría despertado si yo hubiera sido más lista, más fuerte, más rápida... mejor. No tiene sentido, lo sé.
Enfilo el pasillo principal y mis suelas de goma chirrían sobre el suelo de vinilo. Alice, Katie y yo siempre recorremos este tramo lo más deprisa que podemos, es un acuerdo tácito. A ellas tampoco les gusta ver al personal médico; no es por nada, es solo que resulta más sencillo evitar el contacto visual con alguien que podría haberte cambiado el catéter.
—¿Qué le has traído hoy? —pregunta Katie cuando por fin llegamos al ascensor—. ¿La habitual colección de cuentos de hadas?
—Hoy no. —Presiono el botón y una luz jade me cubre el dedo—. Hoy le hemos traído algo un poco más personal.
Observamos los números que se iluminan secuencialmente por encima de nuestras cabezas, el ascensor que desciende hacia nosotras por su tubo de hormigón.
—Ah, qué curioso —dice Katie.
Alice sonríe.
—Algo un poco más futurista, un poco más distópico...
—¡Madre mía! —chilla Katie—. No me digáis que la habéis terminado...
Llega el ascensor y entramos en la pequeña caja metálica. Comienza a subir y me doy cuenta de que ya no pienso en el mecanismo que zumba sobre nosotras, que nos eleva cada vez más, que nos aleja de la seguridad del suelo. Antes del coma, me habría puesto a cantar algo de Abba en la cabeza para mantener el pánico a raya. Pero el coma me ha cambiado. Dejando la culpa a un lado, me ha transformado en una persona con más aplomo, más segura de sí misma. Cualquiera pensaría que, tras haberme llevado a las puertas del olvido, las consecuencias habrían sido precisamente las opuestas. No pretendo entenderlo, pero está bien eso de no cagarme encima cada vez que tengo que hacer una presentación.
Alice saca su Kindle del bolso.
—Bueno, hemos terminado el primer borrador, ¿no, Violet?
Asiento.
—Sí, pero estoy segura de que nuestro editor querrá hacer cambios.
—Uy, sí, querida, nuestro editor.
Katie transforma su voz en un graznido engolado que hace que se parezca más a la reina que a una chica de Liverpool.
—Vete a la mierda —le suelta Alice entre risas.
—No, en serio, es genial —dice Katie—. Me alegro mucho por las dos. Un contrato editorial como es debido... Y no para cualquier libro, ¡para la secuela de El baile del ahorcado!
La expresión de Alice se torna coqueta durante un instante.
—Bueno, hemos tenido un poco de ayuda.
Se refiere a Russell Jones. Después de que él publicara aquella foto en mayo, la popularidad de Alice como escritora de fanfic creció como la espuma. Conseguir un contrato editorial, con su desconocida mejor amiga como coautora, fue bastante sencillo. Pero la idea de escribir la secuela fue mía, no de Alice. Me la dio la anciana de los ojos verde manzana poco después de que recuperara la conciencia, aunque recuerdo ese sueño como si lo hubiera tenido ayer mismo.
Estaba en un huerto lleno de trinos de pájaro, rayos de sol y aromas frutales.
Entonces apareció la anciana y me puso algo en la mano. Separó los labios casi invisibles y me habló con una voz que me resultó conocida:
—Que vinieras a nuestro mundo con Alice no fue ninguna casualidad. Yo te traje. El presidente tenía su plan, yo tenía el mío.
No supe muy bien a qué se refería, pero pensé que debía preguntárselo de todas formas:
—¿Cuál era tu plan?
—La salvación de los impes no termina con la caída del patíbulo, hija mía.
—¿Cómo termina?
Sonrió.
—No hay lugar como el hogar, Florecilla.
Y cuando abrí la mano vi que una violeta diminuta descansaba entre las líneas de mi piel.
Esa mañana me desperté con una necesidad acuciante de escribir una secuela con Alice. Me parecía un asunto de vida o muerte, como si el futuro de los impes dependiera realmente de ello. Tardé una jarra de zumo de naranja y varias rondas de tostadas en recordarme que los impes no son más que los personajes de mi novela favorita.
Al principio me angustiaba proponerle a Alice que escribiéramos una secuela juntas, porque siempre ha mostrado una actitud algo protectora hacia sus escritos. Bueno, lo diré con claridad, algo posesiva. Pero creo que es posible que ella también haya cambiado después del coma. Sigue siendo Alice, pero parece un poco más... suave. Sale de casa sin maquillar, se sonroja cuando la halagas y el otro día hasta vino conmigo a uno de los recitales de chelo de Katie a pesar de que el pianista que la acompañaba ni siquiera estaba bueno. En cualquier caso, me abrazó y dijo:
—Es la mejor idea del mundo.
El proceso no fue del todo sencillo, pero como Alice se iba suavizando y yo iba ganando confianza, más o menos conseguimos encontrar el punto intermedio. Tuvimos unas cuantas discusiones. Por ejemplo: ella sigue con ese estúpido cuelgue de fangirl por Willow y quería que él fuera el protagonista absoluto de la novela, mientras que yo prefería dejarlo totalmente fuera de la trama. No sé por qué, pero ahora su personaje me saca de mis casillas; me parece demasiado débil y egoísta... Supongo que mis experiencias recientes me han hecho madurar y dar prioridad a la personalidad sobre los abdominales. Al final llegamos al acuerdo de que el protagonista sería otro personaje de El baile del ahorcado. Alguien que tuviera potencial para crecer de verdad. Enseguida supe que tenía que ser el cachorrillo, Ash. Porque un cachorro no puede sino crecer.
Pero hubo un personaje con el que nos pusimos de acuerdo al cien por cien desde el principio.
Las puertas del ascensor se abren y el olor a medicamento se intensifica y el corazón me da un vuelco. Recorremos el pasillo leyendo los carteles indicadores, a pesar de que ya los hemos leído mil veces, y aceleramos el paso a medida que nos acercamos al pabellón.
Llegamos a las puertas blancas y me detengo para echarme gel desinfectante en las manos. Echo un vistazo a través del ojo de buey. Nate está postrado en una cama, estirado, con la cabeza levantada, así que en un primer momento podría parecer que está viendo la tele o escuchando música en su iPod. Esta es mi parte favorita de las visitas al hospital, verlo desde el otro lado de un cristal enmarcado por un trozo de madera circular. Es como si mi hermano estuviera en un mundo completamente distinto, atrapado en una foto o en una pantalla de televisión. Flotando en una burbuja. Hay algo en ese surrealismo, en esa distancia, que hace que parezca que podría suceder cualquier cosa... como que se despertara en cualquier momento.
—¿Estás lista? —me pregunta Katie.
Contesto empujando las puertas que dan paso al pabellón. Los ruiditos del hospital me llenan la cabeza —los pitidos de los monitores, los resuellos de los ventiladores, el olor a antiséptico y a orina— y esa sensación casi mágica, mística, se desvanece por completo. La realidad se impone. Nate está en coma. Lleva seis meses sin despertarse. Y con cada día, cada hora, cada minuto que pasa, las probabilidades de que lo haga alguna vez disminuyen. Las lágrimas me nublan la vista y mi aura negra de culpa parece proyectar su sombra por el pabellón.
Alice se sienta en la silla que hay a su lado y le coge la mano.
—Eh, mequetrefe —lo saluda.
Me lo imagino abriendo los ojos y mandándola a la mierda. Tiene catorce años. Entonces me acuerdo de que cumplió quince hace unas semanas —le puse su tarta de chocolate favorita debajo de la nariz para que pudiera olerla—, y las lágrimas comienzan a resbalarme por las mejillas.
Katie acerca otra silla para que pueda sentarme junto a Nate, en el lado opuesto de la cama al de Alice.
—Puñeteros muebles de hospital —masculla mientras forcejea con ella para colocarla.
Sonrío para mis adentros: Katie sigue siendo la misma buenaza de siempre, a ella no hay coma que la cambie.
Antes de sentarme, me agacho y le beso la frente. Huele un poco a sudor y a toallitas de bebé, y juro que sus pestañas doradas tiemblan ligeramente bajo la corriente de mi aliento.
Todavía recuerdo la primera vez que lo vi así. No hacía mucho que yo me había despertado, y aunque los médicos me aseguraban que estaba vivo, que de hecho estaba tumbado en la cama contigua a la mía, yo solo alcanzaba a ver las puntas arenosas de su pelo y me negaba a creer que fuera él. Estaba tan convencida de que estaba muerto que era como si lo hubiera visto marcharse con mis propios ojos.
Así que, en cuanto el personal médico y mis padres salieron del pabellón para mantener una charla privada «de adultos», me arranqué los tubos restantes y me dirigí tambaleándome a su cama. Alice y Katie no paraban de presionar sus timbres para intentar que las enfermeras vinieran a ayudar y me suplicaban con voces ásperas que volviera a la cama antes de que me cayera. Pero, aun así, llegué junto a mi hermano.
Parecía que estaba hecho de cera, que todos aquellos cables, tubos y trozos de cinta lo mantenían unido. Pero aquel monitor pequeño no paraba de pitar, y por fin pude ver con mis propios ojos lo que mi corazón era incapaz de creerse.
Los médicos tenían razón.
Nate estaba vivo.
Antes de que la culpa, la pena y la rabia hicieran su aparición (y, ostras, entraron por la puerta grande), solo sentí alivio. Quise besarlo, abrazarlo y reírme, todo a la vez, pero en verdad hice algo un poco más extraño. Lo destapé y le levanté la camiseta del pijama. Y allí estaba, no más grande que una moneda de cinco céntimos: una cicatriz circular, roja, en el abdomen. Una herida de bala curada. ¿Y lo más raro? No me sorprendió ni lo más mínimo. Miré a Alice y luego a Katie, y me di cuenta de que ellas tampoco parecían sorprendidas. Enseguida supe que las tres estábamos pensando lo mismo: era responsabilidad mía llegar hasta él, despertarlo, traerlo a casa.
Más tarde, mamá me contó que Nate había muerto el día anterior a que yo me despertara, que había pasado tres minutos sin constantes vitales antes de que consiguieran reanimarlo. Tres minutos enteros. Yo ni siquiera soy capaz de contener la respiración durante dos. Recuerdo la cara de mi madre, que empalideció por completo mientras me susurraba estas palabras: «Jamás olvidaré el pitido continuo del monitor, Violet». Y recuerdo haber pensado: «Yo tampoco».
Alice me pasa el Kindle y por fin me dejo caer sobre la silla situada junto a mi hermano. Le poso una mano en el brazo, que tiene un tacto sorprendentemente cálido, y con la otra cargo la primera página de nuestro manuscrito. La secuela de El baile del ahorcado: La canción del patíbulo.
Alice mira la pantalla por encima de la cama.
—¡No! —exclama—. Vete directa a la parte buena; ya sabes, a la parte que le va a encantar.
—Sí, no lo obligues a escuchar la ambientación —dice Katie mientras se sienta a los pies de la cama—. El pobre ya debe de estar más aburrido que una ostra sin necesidad de más rollos.
Mis amigas y yo nunca hablamos de ello... De por qué entramos en coma, de por qué nos despertamos con pocos minutos de diferencia, de la misteriosa herida de bala de Nate... Pero a veces me pregunto si ellas también tienen sueños extraños desde que volvieron, si están intentando coser los retales de sus propios recuerdos inconexos. Porque es como si supieran que Nate puede oírnos, como si supieran que los Cuatro de la Comic-Con tienen algo un poco distinto, un poco especial.
Aprieto varias veces el botón de pasar página y salto por las palabras electrónicas hasta encontrar el fragmento indicado. La entrada del chico. El único personaje sobre el que Alice y yo nos pusimos de acuerdo al cien por cien desde el principio.
Entonces aprieto con suavidad la carne cálida de Nate y empiezo a leer.
«Thorn rodeó al chico mirándolo de arriba abajo.
»—¿Y tú por qué dices que crees que puedes ayudarnos?
»El chico sonrió y su rostro se llenó de ángulos y picardía; después, se apartó el pelo del color de la arena de la frente.
»—Porque puede que parezca un chaval impe un poco tonto, pero soy tan listo como un gema medio. Eso me convierte en el espía perfecto, ¿no crees?
»—Muy bien, si tan listo crees que eres, demuéstralo.
»—Tú eres gema —dice el chico.
»Thorn frunce el ceño.
»—Eso no es tan difícil de adivinar. Soy alto y tengo rasgos simétricos.
»—No ha sido por eso. Los impes también pueden ser altos y atractivos. Te ha delatado el acento: te esfuerzas demasiado en suavizar las vocales.
»Thorn se ajustó el parche del ojo fingiendo no haberse puesto nervioso.
»—Bueno, lo que sí está claro es que eres más valiente que un gema medio, eso tengo que reconocértelo. ¿Cómo te llamas, impe?
»El chico esbozó su sonrisa de elfo.
»—Nate».