Un hombre aparta a empujones a la multitud y corre hacia el cuerpo retorcido de Julia. Lleva el mono gris reglamentario de los esclavos impe, de los impes que trabajan en Los Pastos para los gemas. Veo lo incómodos que se ven en la vida real, con esa tela basta y mal cosida. Cae de rodillas en el charco de sangre y la aprieta contra su ancho pecho casi sin esfuerzo. Una de las manos de Julia cuelga sin vida y se estremece, como si descansara en un sueño. Vuelve a estremecerse y empiezo a preguntarme si seguirá viva, pero entonces me doy cuenta de que su cuerpo menudo se agita con las sacudidas de dolor del impe que la abraza. De pronto siento que debería apartar la vista, que les estoy robando la intimidad.
A su alrededor el suelo estalla con los disparos de los guardias. Quiero gritarle que corra, que huya, pero mis labios no se mueven. Levanta la vista y, no sé por qué, sus ojos se encuentran con los míos. Nos miramos fijamente y estudio su cara. Hasta el último recoveco de su piel caoba está sucio de tierra, y su nariz ha parado demasiados puños. Lo reconozco de la película: es Matthew; uno de los rebeldes leales a Thorn y responsable, al menos en parte, del reclutamiento de Rose. Los tendones del cuello se le tensan como varillas. Él también cree que les estoy robando la intimidad.
Los disparos hacen que algunos de los gemas vuelvan la vista hacia allí. Sus bellos rostros pasan de la alegría al horror y se cubren las mejillas con las manos. Cunde el pánico en la multitud. Unos cuantos gemas se lanzan hacia las puertas metálicas laterales del Coliseo, las que conducen a Los Pastos.
Los guardias dejan de disparar por miedo a atravesar una tripa que no deberían el tiempo justo para que una mujer, también vestida con el mono gris, caiga sobre ese hombre. Le tira del uniforme mientras sus finos labios van articulando órdenes a voz en grito. El pelo, negro como un ala de cuervo pero ya canoso, le revolotea alrededor de la cara. Es Saskia, la otra rebelde responsable del reclutamiento de Rose. Tiene el mismo rostro duro que la actriz de la película, aunque no es exactamente igual.
Matthew se pone de pie y agarra a Julia como si fuera una niña dormida. Se detiene un instante y su mirada se topa con la mía. Luego mira a Nate y no sé qué impulso lo sacude, que le provoca un cambio en sus ojos oscuros. Vuelve a tender a Julia en el suelo, en su propia sangre, le susurra algo y echa a correr hacia nosotros con los brazos extendidos. Ni siquiera me muevo, escudada en la incredulidad, pero cuando me estira de la túnica siento la sangre que le mancha las manos.
—¡Rápido! —ruge—. Venid conmigo.
Miro a Nate, esperando que se encoja de hombros como si no pasara nada, pero me mira con ansiedad. «Estamos en El baile del ahorcado», me dicen sus ojos. Casi me echo a reír. «Estamos en El baile del ahorcado».
Matthew me sujeta los hombros.
—Por el amor de Dios, no duraréis aquí dos segundos con todos estos gemas. —Me agita hasta que nuestras narices casi se tocan.
Es de mi altura, lo que me sorprende porque en la pantalla parecía muy grande... Entonces caigo en la cuenta de que estoy subida a un escalón. Sigo sin moverme, atrapada entre el shock y la risa. A esta distancia veo que también es un poco distinto que su otro yo cinematográfico: la estructura de la cara es más robusta, los ojos son de un castaño más intenso.
Me echa hacia atrás, frustrado, y me sujeta las mejillas entre los dedos calientes y resbaladizos.
—Mira.
Me obliga a contemplar el estrado, donde nueve cadáveres cuelgan, inertes, de sus respectivas sogas, con los cuellos curvados casi como si fueran cisnes, aunque sus pies ya no bailan; ahora apuntan hacia el suelo.
Saskia llega corriendo detrás de mí.
—Déjalos, Matthew. ¡Que los dejes!
Pero Matthew no se mueve.
—¿Queréis acabar como ellos? —Me aprieta las mejillas hasta que mis labios sobresalen—. Porque eso es lo que os pasará si no movéis el culo ahora mismo.
Es evidente que sus palabras hacen efecto en Nate, porque me tira de la túnica y dice:
—Vamos, Violet.
Es ese gesto lo que por fin me desbloquea las piernas. Si de verdad esto es El baile del ahorcado, entonces estamos en el lugar más peligroso imaginable, el lugar donde ahorcan a los seres humanos que no han sido mejorados genéticamente. A mí. A Nate. Me zafo de Matthew y le doy la mano mientras cojo a mi hermano con el brazo libre. Empezamos a correr por detrás de la multitud, agachándonos, esperando más balas.
—¿A dónde vamos? —grita Katie, que acaba de alcanzarnos.
Es al verla cuando recuerdo, con un pinchazo de culpa, que éramos cuatro al entrar en esta pesadilla.
—¡Alice! —grito— ¡Alice!
Pero no la veo por ninguna parte. El pánico me invade el pecho. Matthew nos arrastra entre los gemas, yo me golpeo con una figura perfecta tras otra, ellos me lanzan miradas llenas de repulsión, pero esa repulsión es lo que nos salva, porque se apartan de nosotros como si tuviéramos una enfermedad contagiosa. Se oyen un par de gritos de «Simios asquerosos». Alice sigue sin aparecer. Reduzco la marcha un momento, intentando encontrar el brillo de su melena rubia, siempre al menos una cabeza por encima del gentío; pero lo que suele distinguirla ahora hace imposible encontrarla.
—¡Guardias! —grita un gema—. ¡Guardias, hay impes rebeldes en el Coliseo!
—Vamos —dice Matthew, apretándome la mano con más fuerza.
—¡Alice! —mi voz se levanta por encima de la multitud.
Saskia corre detrás de nosotros.
—Cierra el pico, niñata. Nos van a matar a todos por tu culpa.
Entonces oigo una voz débil. Creo que lo que me atrae hacia ella es que me resulta familiar, que en mi interior algo muy profundo reconoce su timbre, su tono de voz, pero en realidad es que me llama por mi nombre. «¡Violet! ¡Violet!» Llega tambaleándose y lo único que la diferencia de los demás es el hollín y el terror en su rostro. Se me lanza a los brazos.
—¿Dónde coño estamos? ¿Qué coño pasa?
—Tenemos que irnos —respondo.
No creo que me oiga con el ruido del gentío, pero debe de haber entendido mi expresión de urgencia porque nos sigue sin decir palabra, agachada, esquivando la multitud.
Llegamos a una puerta de madera que supongo que conduce a la ciudad de los impes. El olor a carne putrefacta se hace más intenso y se me revuelve el estómago. Estamos justo al lado del Chiquero, una celda de madera donde están los familiares de los impes condenados y desde la que se les permite ser testigos de las muertes de sus seres queridos. Nos miran entre los barrotes con las caras impasibles surcadas de lágrimas.
Matthew nos conduce hacia la puerta de madera mientras se saca una pistola del cinturón, preparándose para la llegada de los guardias.
—¡Rápido!
Mis manos, temblorosas, fantasmales, se extienden ante mí, arañando la madera que rodea el pomo de la puerta. Y justo en el momento en que mis dedos rodean la esfera, oigo las marcadas vocales de un guardia gema. «¡Que no se escapen!» Puedo sentir los puntos rojos de los láseres revoloteando justo por encima de mi cuello como un enjambre de luciérnagas furiosas. Me invade una nueva oleada de pánico.
Pero no me paro a mirar. Me centro en el metal que rechina entre mis manos. Sacudo el picaporte hasta que casi se me dislocan los brazos, pero la puerta sigue bien cerrada. Saskia me aparta de un empujón y manipula el picaporte con dedos diestros y un pulso que me sorprende por su firmeza. Las puertas se abren al fin y entramos en la ciudad a trompicones.