Matthew cierra la puerta a nuestras espaldas.
—Estamos en El baile del ahorcado —dice Nate con voz temblorosa.
—No, ya no —replica Saskia—. Acabamos de salir de allí.
—No, no. —Niega con la cabeza como si Saskia no lo entendiese—. Estamos en el mundo de El baile.
Saskia ni se inmuta, como si no lo hubiera oído.
—Hay que darse prisa, antes de que lleguen los guardias.
Por fin caigo en la cuenta de por qué me parece distinta. Tiene una mancha granate con la forma de África justo encima del ojo izquierdo. Y ahora que lo pienso, Rose tampoco era idéntica a Julia Starling, y no lo digo solo por el charco de sangre y los miembros rotos; tenía el pelo más rizado, la constitución más infantil. Es como si estos personajes hubieran salido directamente de la imaginación de la autora. Pero no tengo tiempo de pensarlo, con los guardias pisándonos los talones. Sigo a Saskia y a Matthew por un callejón, aunque las piernas a duras penas me permiten seguirles el ritmo y oigo a mis amigos jadear.
Conozco la ciudad de los impes del libro y también de la película: es «evocadora e inquietante», en palabras de un crítico. Londres, dentro de varios siglos, bombardeado hasta los cimientos y despojado de todo color y gracia. La cámara se paseaba por un paisaje de azoteas derruidas, farolas tumbadas y jirones de niebla serpenteando como el humo entre pilas de basura. Nate y yo gritábamos cada vez que veíamos un monumento en ruinas: los restos de Tower Bridge; el London Eye caído, oxidado y agrietado como una rueda gigante para hámsters; la mitad del Big Ben, el reloj desaparecido tiempo atrás. Recuerdo verlo sentada en mi sofá mullido, abrazada a un cojín, pensando: «Dios, el Londres del futuro es un horror, menos mal que no vivo allí». Sin embargo, mientras sigo a los dos impes por un laberinto de callejones, con los pies ardiendo de dolor, lo que más me impresiona es la pestilencia.
Recuerdo cuando Nate y yo encontramos un tordo herido. Tenía los ojos desorbitados, un ala rota y las plumas descompuestas, y había dejado una mancha de sangre en el cristal de la ventana de la cocina contra la que había chocado. Nate solo tenía cuatro años y no paraba de llorar. Así que cogí el tordo con cuidado y lo puse en una caja de zapatos, le coloqué un poco de algodón bajo la cabeza, le cubrí el cuerpo con un pañuelo y a un lado puse unas cuantas bayas por si tenía hambre al recuperarse. Le hicimos unos agujeros a la tapa con un lápiz y la escondimos en el armario para que nuestra madre no lo encontrase. Por supuesto, no volvimos a acordarnos de él. Y una semana después empecé a notar que de mi armario salía un olor raro, como a escabeche y tostadas quemadas. Cuando levanté la tapa me llegó la fetidez con toda su fuerza.
Un pájaro en descomposición. Igual que la ciudad.
—No os quedéis atrás —grita Saskia por encima del hombro—, a menos que queráis que esos putos soldados os echen el guante.
Doblamos una esquina a toda velocidad para entrar en un nudo de callejones y acabamos desembocando en una callejuela. Sobre nuestras cabezas, ropa tendida que se agita al viento como banderines abandonados. Durante un instante me pregunto quién se preocupa en lavar la ropa para que luego se seque en un aire tan nauseabundo. Saskia se detiene para tomar aliento y todos nos paramos. Apoyo las manos en las rodillas y noto un pinchazo en un lado.
Sin previo aviso, Saskia se da la vuelta y empotra a Katie contra la pared. Se oye el crujido de su columna contra los ladrillos, seguido de una fuerte exhalación.
—¿De qué coño iba ese numerito, zorra? —Saskia le escupe a Katie las palabras a la cara.
Quiero separar a Saskia de Katie, pero Matthew se interpone.
—Rose ha muerto por su culpa —dice, extendiendo los brazos y volviendo las palmas de las manos hacia arriba como si viera por primera vez la sangre de Rose, que ha pasado de ser de un intenso carmesí a una costra de escamas marrones.
Miro a Matthew y luego a Saskia. Los dos están afectados, deshechos, pero de formas distintas: es como si Matthew se fuera a romper de dolor y a Saskia la ira estuviera a punto de salírsele por todos los poros. En el canon ambos tienen una larga historia de fondo con Rose, a la que conocen meses antes de la misión de la bomba cardo. Thorn les había pedido que buscasen una impe joven y guapa, capaz de infiltrarse en la hacienda Harper, capaz de seducir a un guapo gema. Cuando Saskia y Matthew rescatan a Rose de una pelea callejera, se dan cuenta al instante de la irresistible mezcla de fragilidad y coraje de la que está hecha y de que es la candidata ideal para la misión Harper. Hacen de ella su protegida y la entrenan noche y día. Rose acaba convirtiéndose en una amiga, una hija, además de una compañera de rebelión. No es de extrañar que su muerte les afecte tanto.
Por la mejilla de Matthew corre una lágrima que se queda colgada en la barbilla. Se lleva las manos al pecho como si estuviera abrazando al fantasma de Rose.
—Por el amor de Dios, Matthew, ¡deja de llorar! —le suelta Saskia sin dejar de sujetar a Katie—. A Rose no le gustaría que nos rindiéramos. Lo que querría es que averiguásemos quién coño son estos impes.
Alice me mira con unos ojos como platos que quieren decir «¿Y ahora qué?».
—Lo siento mucho —dice Katie—. No sé qué ha pasado, de verdad. Pensaba que era Julia.
—No era Julia —digo—; era Rose. La auténtica Rose.
Katie no ha visto nunca la película, es normal que esté tan confusa.
—¿Julia? ¿Quién coño es Julia?
Saskia vuelve a estampar a Katie contra la pared.
—¡Suéltame! —Katie forcejea, pero no puede con Saskia.
—Quiere decir que se parecía mucho a una amiga nuestra —explico—. Katie solo intentaba avisarla.
—¡Avisarla! —grita Saskia—. No necesitaba ningún aviso. No le habría pasado nada de no ser por vosotros y también podríamos haber salvado a esos impes. Teníamos que haberlos salvado —se le quiebra la voz—. Los han ahorcado por culpa vuestra.
—Eso no lo sabéis —dice Alice, luchando por que no se le note la mentira en la cara.
Saskia la mira como si la viera por primera vez. Suelta a Katie y se le acerca, suspicaz, mientras le retuerce un mechón dorado entre los dedos.
—Tú te pareces demasiado a ellos —la palabra «ellos» la pronuncia como si supiera mal.
Alice se endereza, rígida como una estatua. Solo se le mueven las narices, que se dilatan un poco al tomar aire, temblorosa.
—He dicho que te pareces demasiado a ellos. —Saskia tira del mechón y se oye cómo se separa del cuero cabelludo.
Alice grita y su mano salta como un resorte hacia su cabeza.
—¿A quiénes? —replica, indignada, como si no supiera a qué se refiere, pero es ridículo. Allí apoyada contra la pared desconchada con su minivestido, parece una modelo en una sesión de fotos de estilo urbano. Los mechones de pelo dorado caen surcando el aire y se esparcen por el pavimento.
—Dadme un motivo para que no la mate ahora mismo. —Saskia se da unos toquecitos en el cinturón y, por primera vez, veo el mango oxidado de una navaja que sobresale por debajo del cuero—. Te rajo la tripa y a ver qué pinta tiene la sangre gema.
Alice se pone blanca como la leche.
Intento decir algo, interceder, pero tengo la boca como si me la hubieran pegado con cola y las piernas se niegan a moverse.
—Creo que ya hemos tenido suficiente sangre por hoy —dice Matthew, tocándole el brazo a Saskia, que reacciona con un respingo, como si no estuviera acostumbrada al contacto.
—La sangre gema no cuenta.
—Yo no soy gema —replica Alice.
—¿Ah, no? —Saskia coge el bolso plateado de Alice y lo vacía en el suelo. Un brillo de labios, un paquete de chicles, un monedero de Marc Jacobs y un iPhone. Saskia coge el móvil y lo voltea entre sus manos. La pantalla se ilumina al rozarla con el pulgar—. ¿Y esto qué coño es? ¿Crees que los impes tenemos cacharritos como este?
—Solo es un teléfono. —Levanta la mano para cogerlo, pero se arrepiente en el último momento.
Saskia frunce el ceño.
—¿Tenéis más juguetitos como este o me vais a obligar a desnudaros a todos para ver qué encuentro?
A regañadientes, nos vaciamos los bolsillos y entregamos nuestras posesiones. Carteras, teléfonos, bálsamos para los labios. No creía que fuera posible sentirse tan vulnerable, pero sin el teléfono, el dinero para el taxi de las emergencias y la foto de mi familia, me siento desnuda. Creo que nos pasa a todos, a juzgar por la postura de nuestros brazos cruzados, como protegiéndonos los órganos vitales; el corazón.
Pero a Saskia parece que le da lo mismo. Mete todo de cualquier forma en el bolso de Alice, hasta que las costuras parecen a punto de reventar.
—A mí me parecen cosas de gema.
—No soy gema —repite Alice.
—Es verdad —dice Nate, con su voz de «Acabo de tener una idea» más decidida. Descruza los brazos y hasta parece que saque pecho.
Saskia se gira hacia él, sacando la navaja tan rápido que casi ni lo detecto.
—Cállate, pequeñín.
—Es una espía de los impes. —Nate mira la hoja, pero no se le quiebra la voz—. La utilizamos porque parece gema.
No puedo evitar quedarme un poco chafada. Soy la hermana mayor, debería ser yo la de las ideas y la voz decidida. Alice tenía razón: ando justita en cuanto a imaginación.
Saskia se echa a reír.
—¡Y una mierda!
Matthew mira a Nate, con los ojos llenos de compasión.
—Conocemos a todos los espías.
—No es verdad —insiste Nate—. Preguntadle a Thorn.
Saskia frunce el ceño.
—¿De qué conocéis vosotros a Thorn?
—Trabajo para él —Nate ni se para a pensar—, igual que ellas.
—Nate —siseo. Pero Katie me silencia con una mirada que dice «Confía en él».
—¿Por qué nos iba a seguir si no? —dice—. No es idiota, ¿sabes? Sabía que meterse en la ciudad era un suicidio, pero tenía que volver al cuartel general rebelde.
Siento una punzada de orgullo al ver que Nate suaviza las vocales, imitando el acento impe. Y me avergüenza admitir que ni se me había ocurrido utilizar mi conocimiento del canon en nuestro favor. Conocemos muchos secretos de los rebeldes; los hemos visto y leído y analizado hasta el último detalle durante dos años. A veces tengo que recordarme que solo tiene catorce años.
—¿Ah, sí? —Las arrugas en su marca de nacimiento indican que Saskia se está poniendo nerviosa—. Pues ¿dónde está el cuartel general rebelde, listillo?
—¡No se lo digas! —interrumpe Katie, disfrutando del cambio en las tornas—. ¿Y si no son rebeldes? A lo mejor solo quieren sonsacarnos.
Saskia y Matthew estallan en una carcajada, echando la cabeza hacia atrás y mostrando las gargantas mugrientas y sus dientes amarillos. Es la primera vez que los veo reír y da la impresión de que solo sus bocas recuerdan cómo se hace.
—¿Os queréis quedar con nosotros? —La sonrisa de Matthew ha desaparecido tan rápido como apareció.
Miro a Alice. Tiene los puños apretados y tiembla un poco. Inspiro hondo.
—Os lo diré si nos dejáis en paz. ¿De acuerdo?
Saskia se me acerca, lenta, casi seductora.
—Ya lo veremos.
—El cuartel general está en la iglesia bombardeada.
A Saskia le cambia la cara.
—Vale —la voz también le ha cambiado, de pronto parece en guardia, como si tuviera miedo de desvelar algo. Pero sabe que digo la verdad.
—¿Saskia? —dice Matthew.
—Cállate, estoy pensando. —Se friega los ojos con los dedos como si pudiera llegar hasta el cerebro y ordenar las ideas—. Vale, pero eso no significa que aquí vuestra amiga la gema sea una espía. ¿Qué puedes contarnos tú, princesa?
Alice está nerviosa, apenas le sale la voz.
—Está junto al puente cortado. Por el río Támesis abajo. —Alice da un respingo al caer en su error: ellos ya no lo llaman así.
—¿Por el río qué? —dice Saskia.
—Por el río; río abajo —balbucea Alice.
Saskia pone cara de sorpresa.
—Sabéis demasiado. Nos vamos ahora mismo a ver a Thorn; ya se encargará él de rajaros las tripas a todos. —Sus dedos juguetean con la tela que le cubre la clavícula. Recuerdo esa historia de trasfondo (Thorn le hizo un corte hace unos años, por cagarla en una misión) y tengo la sensación de que ella también la está recordando mientras recorre los bordes de su cicatriz por encima del mono. De pronto se echa a reír—. Hoy teníamos que haberle presentado a Rose, la última incorporación a nuestra familia rebelde, y en lugar de eso le toca conoceros a vosotros. Qué suerte tiene, el cabrón.
—¡Pero has dicho que nos dejarías ir! —protesto.
—No se puede confiar en los impes.
Saskia vuelve a sonreír, pero esta vez la sonrisa le cruza la cara. Sus ojos color zafiro relampaguean.
Nate me toquetea con disimulo, para que nadie lo vea.
—No pasa nada, Violet. Teníamos que verlo, de todas formas. Podemos ir todos juntos.
No sé por qué Nate quiere ver a Thorn. Nos ahorcaría al instante si creyese que no puede confiar en nosotros. Tal vez podamos engañar a Saskia y a Matthew, pero a Thorn no lo engaña nadie.
Matthew inspira fuerte entre dientes, como si estuviera catando el aire.
—¿Qué vamos a hacer con... eso? —Señala a Alice, que está temblando, no sé si de frío o de ansiedad.
—Tiene razón —dice Saskia—. Dos minutos en la calle y a esta imitación de gema la linchan seguro. Y a Thorn no le servís de nada si estáis muertos.
Alice tiembla cada vez más. Me dan ganas de abrazarla, pero no quiero que parezca débil.
Saskia mete los brazos dentro del mono y no sé cómo se baja la cremallera desde dentro. El mono cae al suelo y se queda arrugado a sus pies como la piel vieja de una pitón. Debajo lleva pantalones de arpillera y una camisa color crema manchada. No había reparado en lo delgada que está bajo toda esa tela, en cómo se le marcan los omóplatos y las caderas. No puedo evitar preguntarme cuánto hace que no ha comido.
Le da una patada al mono con la bota para pasárselo a Alice.
—Toma. Póntelo e intenta pasar desapercibida —se da la vuelta murmurando al aire frío—. Parece que se te estén helando las tetas.
Contengo una sonrisa; es el primer atisbo de compasión que se ha permitido desde nuestra llegada. Con Rose era mucho más agradable.
Katie y yo ayudamos a Alice a ponerse el mono y al hacerlo veo que está descalza y le sangran un poco los pies por la alocada carrera por la ciudad.
—Madre mía, Alice, cómo tienes los pies...
—No me había dado ni cuenta —dice con voz ausente mientras se toquetea la planta del pie como si fuera de otra persona; de un maniquí, tal vez. El mono le va pequeño y el tiro le aprieta la entrepierna al intentar meter los hombros—. Creo que soy demasiado alta.
Saskia se arrodilla a sus pies y rasga la costura de la entrepierna. Alice parece horrorizarse por lo incómoda que es la situación, pero no dice nada y por fin consigue colocárselo. La tela se abre un poco entre las piernas, y deja ver un destello de azul eléctrico.
—Pareces un bebé gigante —ríe Nate—, con la abertura para cambiar el pañal.
Alice está a punto de llorar.
—¡Cállate! —lo corta Saskia—. O te pongo de rodillas y te doy unos azotes en el culo, a ver quién parece un bebé.
—¿Y esa de qué va? —pregunta Matthew, golpeando a Saskia con el codo mientras señala a Katie, que sigue con su disfraz de ADN.
Se echan a reír otra vez y Katie frunce el ceño.
—Es una larga historia.
—Y hablas raro. ¿De qué ciudad eres? —pregunta Matthew.
Me mira un segundo con cierto pánico.
—De Liverpool —respondo.
Estoy segura de que Liverpool es una de las ciudades impe que siguen en pie en el canon. Miro a Nate, que asiente para confirmarlo.
—Me cuadra. —Matthew tira de las medias que Katie lleva retorcidas en una especie de hélice.
—¡Eh! —la protesta de Katie es poco menos que anecdótica. Los imperdibles se abren y ceden, y las medias caen al suelo. Llama menos la atención toda de negro.
Matthew gruñe de dolor y se mira el hombro. Por los dedos le gotea sangre que dibuja motas en el suelo. Se lleva una mano al hombro con una mueca. La manga de la camisa está empapada de sangre, y es sangre fresca: una de las balas debe de haberle hecho un rasguño, pero no se ha quejado ni un momento.
—Al menos está claro que es una impe —arrastra las palabras por el dolor.
—Hay que llevarte a que te vean ese hombro —dice Saskia.
—No hace falta —dice—. Vamos al cuartel, ya me lo mirarán allí.
—No. Te vas a desmayar antes de que lleguemos y pesas demasiado para llevarte a cuestas. Lo arreglaremos por el camino. Vamos, conozco a alguien que te lo puede curar. —Saskia se gira hacia nosotros, con la cara ensombrecida—. Vosotros nos vais a seguir, ¿está claro? Como echéis a correr me pondré a gritar a pleno pulmón que aquí la princesa es una gema y ya veremos cuánto duráis.
Todos asentimos en silencio.
—E intentad pasar desapercibidos. —Matthew niega con la cabeza, con resignación—. Sois los peores espías que he visto.
—Y una mierda espías —masculla Saskia.
Echamos a andar por una antigua carretera principal, ahora peatonalizada por la falta de vehículos. Reconozco de la película la gran extensión de asfalto que se abre ante nosotros.
—Qué sitio más horrible —susurra Katie.
Asiento. Entre las ruinas de los edificios asoman esqueletos de vigas. Los huecos de las puertas están cubiertos con trapos o plásticos y las calles está tiznadas por las manchas oscuras que han dejado las hogueras abandonadas. Los árboles son pálidos y raquíticos, y el césped son matas amarillentas y marchitas. No se ve ni una flor, no hay colores. Es un mundo de grises.
—¿Por qué está todo tan tranquilo? —murmura Nate.
Tiene razón: reina un silencio siniestro. En la película había un cierto ajetreo de impes desnutridos que se saludaban y se insultaban. Miro alrededor y veo que todos se quedan quietos, fulminándonos con la mirada. Fulminan a Alice, para ser más concretos.
—Métete el pelo por dentro del mono.
Obedece enseguida y sin discutir, y sigue caminando con los ojos fijos en los pies descalzos sobre el asfalto, como si no fuese capaz de obligarse a levantar la vista y reconocer la presencia del peligro. Nate, Katie y yo caminamos a su alrededor, rodeándola para que los impes tengan que esquivarnos para verla bien. Poco a poco el ruido de fondo va aumentando y los impes pierden el interés. Observamos a Saskia y a Matthew, que encabezan la marcha.
—¿Qué es lo que está pasando? —dice Katie—. ¿Dónde coño estamos?
—Estamos en El baile del ahorcado —respondo.
—Bueno, hasta ahí ya lo sabía. Quiero decir que si estamos en una película, en un libro o qué coño es esto.
Nate suelta una especie de risa nasal.
—Creo que se ha producido alguna clase de alteración temporal de la realidad al derrumbarse el decorado de la Comic-Con. Hemos entrado en un universo alternativo, el universo de El baile del ahorcado.
—¿Y eso qué significa? —replica Katie.
—¡Y yo qué narices sé! —exclama Nate. Se echa a reír como si estuviera loco.
—Creo que tienes razón —digo, poniéndole la mano en el hombro—. Es una especie de universo alternativo, si estuviéramos en la película las cosas no serían tan distintas.
Me doy cuenta de lo ridículo que suena todo al decirlo en voz alta, pero aquí estamos, rodeados de impes y edificios derruidos, respirando eau de pájaro pútrido.
—Creo que estoy soñando —cuchichea Alice para sus pies—. Solo es una pesadilla y cuando despierte estaré en cama con mi pijama.
—Solo piensas en ti misma —dice Nate—. Podría ser un sueño mío, no todo gira a tu alrededor.
—No estáis haciendo ningún bien —tercio—. Vamos a callarnos e intentar que no nos maten.
—No me parece un sueño —dice Katie, con la voz vacía.
—A mí tampoco —suspira Alice—. Me duelen demasiado los pies para que sea un sueño.
—¿De qué nos va a servir ver a Thorn? —le pregunto a Nate—. Ya sé que es tu héroe, ¿pero tienes claro que es medio psicópata?
—Thorn no nos va a ayudar —sonríe.
—Mira, déjate de acertijos —dice Alice.
—Sí, tío —asiente Katie—. De verdad que si tienes un plan es mejor que nos lo digas.
—Thorn no, Baba. Ella nos dirá cómo volver a casa.
—¡Nate, qué idea tan genial! —digo.
—Estoo... Casi me da miedo preguntarlo —dice Katie—, pero ¿quién es Baba?
Nate mira a Saskia y Matthew para comprobar que no nos estén escuchando, pero están demasiado absortos en su propia conversación. No tienen ni idea de la existencia de Baba (eso lo sé por el canon) y supongo que Nate prefiere que siga siendo así. Los poderes premonitorios de Baba son el arma principal de Thorn en la lucha contra los gemas, así que cuanta menos gente sepa de ella, mejor. Y la ira de Thorn sería terrible si Nate se fuera de la lengua.
Nate se gira hacia Katie. Su voz es grave, pero su cara muestra emoción.
—Tiene una pinta horrible, como una abuela zombi con una pelambrera gris y los ojos y la nariz cubiertos de piel; tiene una raja en vez de boca, sin dientes, y va así, toda jorobada... —Camina encorvado y contorsiona la cara, intentando parecerse a Baba.
—Vale, pero ¿quién es? —susurra Katie impaciente.
No puedo evitar meter baza. Me encanta Baba, es uno de mis personajes preferidos: su aspecto es aterrador, pero es como un gran enigma.
—Fue una de las primeras gemas y la única que sobrevivió a la oleada inicial de experimentos, cuando los humanos todavía no dominaban el arte de la mejora genética. Se les fue la mano al mejorarla en empatía y longevidad, así que es capaz de leer las mentes y ver el futuro, y ha vivido durante siglos. Recuerda el mundo anterior a los bombardeos de los gemas y a las murallas que enclaustran las ciudades.
—Hace un rollo superguay que se llama fusión de mentes —dice Nate, sonriendo—: Te pone las manos en la cabeza y te absorbe los pensamientos del cerebro, como si fueran un granizado.
—¿Y esta zombi mentalista está en el cuartel general rebelde? —pregunta Katie.
Asiento.
—Thorn la tiene en una habitación subterránea.
—Pero ella es gema —replica Katie—. ¿Está prisionera?
—No te enteras de nada —se burla Alice—. Está de parte de los impes. Ellos la crearon, ellos cuidaron de ella... odia a los gemas.
—¿Y la zombi esta nos va a decir cómo volver a casa? —pregunta Katie.
—Ese es el plan —responde Nate.
—¿Es lo mejor que tenemos? —sigue preguntando Katie—. ¿Esa es nuestra mejor baza para volver a casa? ¿Un vejestorio llamado bebé?
Miro a Nate y Alice, que asienten, poco convencidos, y balbuceo:
—Se llama Baba.
Katie deja escapar una risita nerviosa.
—Estamos muy jodidos.