Nos detenemos ante un edificio derrumbado que reconozco de la película: es la taberna de Zula. Es a donde Saskia y Matthew llevaron a Rose después de que lanzase la bomba cardo para celebrar el éxito de su primera misión y para animarla antes de conocer a Thorn. Al menos creo que es la misma taberna, aunque está más sucia y tiene mucha más pinta de derrumbarse: la puerta está roída por la carcoma y los ladrillos rezuman una sustancia pegajosa. La verdad es que se parece más a como me la había imaginado al leer el libro, antes de que pasase por el taller de chapa y pintura de Hollywood. Veo el cartel del presidente Stoneback pegado en la pared, desgastado por la lluvia y rasgado por el viento, igual que en la película. Pero a este presidente le han dibujado cuernos en la cabeza y una soga alrededor del cuello, un detalle que no aparecía en el libro, ni en la película, ni en mi imagen mental que yo tenía del lugar. Un detalle que le da un aterrador aire de realidad.
—Zula te va a dejar el brazo como nuevo —le dice Saskia a Matthew.
Esto confirma mis sospechas y me doy cuenta de que estoy en el mismo punto exacto que Rose, justo a la izquierda de la puerta. Me invade la sensación inquietante de que estoy siguiendo los pasos de un fantasma.
Matthew señala a Alice con la cabeza.
—¿No crees que quizá no sea buena idea restregarles a esta gema de imitación por las narices? Algunos días los parroquianos no son de lo más recomendable, y por mucho mono que lleve, tengo la impresión de que aquí en la calle no hemos engañado a nadie.
—¿Tienes alguna idea mejor? —replica Saskia—. Estás sangrando tanto que no vamos a conseguir llegar al otro lado de la ciudad. —Mira a Alice de arriba abajo—. Pero Matthew tiene razón: sigues teniendo pinta de gema.
—Con esto puesto no, desde luego. —Alice se mira de arriba abajo, con cara de asco.
—Podríamos romperte un par de dientes —dice Saskia.
Alice se tapa la boca con un movimiento instantáneo, en parte por la impresión, en parte para protegerse.
—Un poco exagerado, ¿no? —tercio.
—No dirás lo mismo en cuanto los impes crean que es una gema —Saskia sonríe—. Desearás que le hubiera roto los dientes.
—Relájate, Saskia —dice Matthew—. Si se pone a sangrar ahora por la boca llamará mucho más la atención. —Sujeta a Alice por los hombros—. Puedes caminar encorvada, ¿verdad?
Al cambiar la postura, Alice parece dos o tres centímetros más baja.
Saskia se echa a reír.
—¡Bueno, todo arreglado! Si casi parece enana... —Esquiva a Matthew para poder inspeccionar a Alice de cerca—. Hay que cortarte el pelo; así metido por dentro del mono da la impresión de que ocultas algo.
Creo que se va a echar a llorar.
—¡El pelo no!
—No hay rubios en la ciudad, el tinte no está en la lista de necesidades básicas de nadie; pero podemos cortártelo. —Se saca la navaja del cinturón y empieza a frotársela en la camisa.
Alice palidece de tal forma que las manchas de colorete de las mejillas destacan como pinturas de guerra.
—No va en serio.
—Solo es pelo, Alice —dice Katie—. Es mejor que la alternativa.
—Venga, Barbie, a ver qué tal te queda un corte a la taza —bromea Nate; pero hasta él suena un poco asustado.
Saskia se le acerca con la navaja y esta vez Matthew no interviene. Es evidente que la idea le parece sensata.
Los labios rosados de Alice tiemblan, todo su cuerpo se dobla sobre sí mismo. Y de pronto vuelvo a tener siete años y estoy sentada detrás de ella, haciéndole trenzas, y huele a flor de cerezo y a hierba limón, y los mechones relucen como hebras de oro al reflejar la luz con el movimiento de mis dedos. Quiero coger la navaja y lanzarla al barro, pero algo me lo impide. Supongo que es el miedo. Por cómo la miraban aquellos impes; por el odio que había en sus ojos.
—No te muevas —Saskia sujeta las puntas del cabello de Alice y tira de su cabeza hacia atrás.
—No, no, por favor. —Alice se resiste, manoteando en el aire.
—¡Maldita sea! —exclama Saskia—. Sujétala, Matthew, por favor. Y que cierre el pico.
Pero antes de que a Matthew le dé tiempo a moverse, sujeto a Alice por un brazo y le susurro al oído:
—Siempre has querido cortártelo, ¿te acuerdas? Como Audrey Hepburn en Una cara con ángel. Te destacará ese cuello largo y la estructura ósea tan bonita que tienes. Y cuando volvamos a casa te llevaré a Vidal Sassoon para que te lo arreglen. Quedarás guapísima, te lo prometo. —Noto como se le distiende un poco el cuerpo—. Es por tu bien, ahora lo que importa es que te camufles.
El violeta de sus ojos reluce por las lágrimas, pero deja de resistirse y me aprieta la mano.
—Vale, vale, ya lo entiendo. Soy demasiado guapa para este vertedero. —Se arrodilla, para mostrar su disposición a cooperar.
Saskia estira su melena dorada y empieza a cortar gruesos mechones. Caen flotando como plumas amarillas. Al acabar, Alice se pasa los dedos por el pelo recortado, se cubre la cara tensa con las manos y se echa a llorar.
—¡Por el amor de Dios! —dice Saskia, mientras se vuelve a guardar el cuchillo en el cinturón—. Como sigas llorando así se te va a ir toda la suciedad y tendré que restregarte la cara por el barro.
Katie y yo la ayudamos a levantarse. Da la impresión de que estuviera herida por dentro, como si fuera el Sansón de la Biblia. Hasta Nate entiende lo mal que lo está pasando, porque sonríe y dice:
—Estás genial, Alice, de verdad —aunque no puede resistirse a añadir—: Si no triunfas como escritora siempre puedes salir en la próxima peli de Lego.
—Te queda bien —dice Matthew.
—Muy bien. —Saskia pone mala cara y los brazos en jarras—. Ahora todos calladitos, y ya sabéis lo que pasará si intentáis daros el bote, ¿verdad?
Se ata el pelo, largo y canoso, en un moño suelto, como preparándose para la acción. Lo hacía en la película y me resulta raro que, pese a los cambios que ha producido nuestra llegada (la muerte de Rose y el ahorcamiento de los nueve impes), sigamos sincronizados con el canon. Los pensamientos caen uno detrás del otro como fichas de dominó: en el canon había controladores tras la puerta de la taberna. Me sé al dedillo esa parte de la novela: «Controladores: agentes autodesignados de la ley en la ciudad de los impes. Por supuesto, no hay tal ley, solo siguen su avaricia y sus retorcidos apetitos». Les gustaba Rose, se tomaban demasiadas confianzas y Rose tenía que utilizar su última bomba cardo para despistarlos y poder escapar de allí con Saskia y Matthew. Acababan escondiéndose en un portal en un callejón para evitar que los linchasen. Al menos Rose no está aquí para atraer las miradas de los controladores... pero está Alice. Se me encoge el corazón.
—¡Espera! —le digo a Saskia, justo antes de que empuje la puerta.
Nate abre los ojos y me doy cuenta de que también ha atado cabos.
—¿Qué pasa ahora? —Saskia se queda parada con un pie dentro.
—No sabemos quién hay dentro... podrían ser peligrosos —digo.
Saskia frunce el ceño de tal manera que la mancha se le reduce a la mitad.
—Deja de decir chorradas, no sea que os tenga que cortar algo más que el pelo.
Sin darme oportunidad a replicar, Matthew entra en la taberna.
El hedor me golpea en toda la cara; es la peste a cerveza rancia que suelta mi padre cuando ha bebido la noche antes. Pero está mezclada con otros olores: repollo, cebollas y algo más, que podrían ser orines. Desde luego, la estancia tiene toda la pinta de oler a meado. El serrín en el suelo, el moho en las paredes, los cojines destrozados, todos de un amarillo mostaza descolorido. Parece una versión más vieja y más ajada del decorado de la película.
Varios impes nos miran desde sus taburetes en la barra. La mayoría llevan los monos grises que marcan su estatus de esclavos, pero otros llevan ropas normales: vaqueros desgastados y camisetas raídas. La conversación muere con nuestra entrada en el bar, a la zaga de Matthew y Saskia. No es la primera vez que entro en un pub, bien aferrada a mi carné falso, pero los nervios de pedir un vodka con Coca-Cola siendo menor no tienen nada que ver con esto: siento que se me va a salir el corazón del pecho.
Busco a los controladores, pero no veo ni rastro de ellos y me empiezo a relajar.
La impe que hay tras la barra retuerce un trapo entre las manos teñidas de nicotina. Zula. Tiene la piel tan arrugada que engulle sus rasgos y no se sabe si sonríe o frunce el ceño. Juro que en la peli no tenía tantísimas arrugas.
—¿Qué os ha pasado? —le pregunta a Matthew.
—Herida de guerra.
Zula asiente y se inclina sobre la barra, dejando que la parte de arriba del pecho le desborde el corsé.
—¿Y quiénes son vuestros amigos?
Abro la boca para contestar, pero Saskia se me adelanta para decir con un falso tono ligero:
—Son impes nocturnos. Trabajan en Los Pastos con Matthew y conmigo.
Zula estudia nuestras caras.
—¿Ah, sí?
—Sí —replico, jugueteando con el pelo.
—No quiero problemas, ¿vale? —dice, mirando a Alice con desconfianza.
—Ha sido un día muy largo —dice Saskia—. Nos iremos en cuanto Matthew esté curado.
Zula sonríe y un entramado de arrugas le inunda los ojos.
—Ve a la trastienda, cielo, que te arreglo enseguida.
—Gracias, eres la mejor. —Matthew le devuelve la sonrisa como si la idea no se le hubiera pasado nunca por la cabeza.
—No lo hago por ti, es que me estás manchando el suelo.
Matthew levanta la mano y la sangre le empapa la camisa mientras sigue a Zula hasta la trastienda.
Saskia nos lleva a una esquina del fondo del bar para separarnos lo máximo posible de los demás impes.
—Nos iremos en cuando Matthew esté listo —dice, inclinándose hacia nosotros—; nos espera un buen trecho hasta el cuartel general.
Recuerdo la iglesia bombardeada de la película. Donde viven Thorn y Baba, donde se reúnen los rebeldes. Se me hace un nudo en el estómago y me debato entre la emoción y el miedo. No me puedo creer que de verdad vayamos de camino al auténtico cuartel general, que de verdad vayamos a conocer a los auténticos Thorn y Baba. Es como descubrir que existen los dragones. Sales corriendo a la calle para verlos surcar el cielo en círculos, majestuosos, inconcebibles. Y entonces te prenden fuego y te tragan de un bocado.
—Nuestra preciosa amiguita está llamando un poco demasiado la atención —añade, mirando a los demás impes. Incluso con el mono y el corte de pelo, Alice atrae las miradas de varios impes.
—Vete acostumbrando —dice Katie.
Le doy una patada por debajo de la mesa.
—Tenías razón, niña.
Los ojos de Saskia se dirigen hacia una figura furtiva que se acerca. Uno de los controladores del canon, solo que el tipo tiene tantas pecas que casi no le caben en las mejillas y se le desbordan hacia la frente, los párpados y los labios. Sus rasgos también parecen más afilados, como si se hubieran ido reduciendo hasta quedar solo las partes más salientes, y su cara podría ajustarse a la de una comadreja. Se me hace un nudo en el estómago.
—Mira lo que tenemos aquí —dice, colocándose al lado de Alice—. Una monada que se ha equivocado de lado de la muralla. Siempre es un placer.
—Déjala en paz —dice Saskia—. Acaba de terminar un turno muy largo, como todos.
Se da unos toquecitos en su placa en forma de estrella, igual que en la película.
—Esto exige un poquito más de respeto, mujer —dice, y vuelve a dedicarle a Alice toda su atención—. ¿Y cómo es que no te he visto antes por aquí?
Alice mira a Saskia. El controlador sonríe.
—Creo que puedes hablar por ti misma, con esa boquita linda.
—Mira, ya nos íbamos, ¿vale? —dice Saskia.
—Pero si acabáis de llegar...
—Y ya nos vamos. Voy a buscar a mi amigo, que está en la trastienda con Zula. Le ha pegado un tiro un soldado gema. —Saskia intenta ganar algún minipunto, pero se le nota la desesperación.
El controlador se ríe y yo me fijo en que tiene la lengua muy rosa, como si se hubiera comido un caramelo de fresa.
—Hay que ver, estáis hechos unos héroes.
Saskia se dirige hacia la barra a toda prisa, pero el controlador no se marcha. Acerca una silla, aparta a Nate y se sienta al lado de Alice.
—¿Es vuestra madre o qué?
A Alice se le escapa una risita nerviosa.
—Es nuestra tía —digo, suavizando las vocales, imitando su acento, pero me tiembla un poco la voz.
—Sí, es una plasta total —dice Katie, incapaz de disimular el acento de Liverpool.
El controlador acomoda un brazo sobre los hombros de Alice.
—¿Y si mandáis a vuestra tía al cuerno y venís a sentaros con nosotros?
Alice está tiesa como un palo.
—No creo que le parezca muy bien —dice, pero esta vez cambia un poco la voz para sonar más impe y consigue sostenerle la mirada como si no se estuviera cagando encima. Por un momento creo que va a funcionar.
—Estás temblando —dice el pecas. Se inclina hacia ella y me imagino lo mal que le debe de oler el aliento—, pero aquí no hace frío, ¿verdad? ¿Por qué tiemblas? —Hace un puchero, sacando el labio inferior, como si se preocupase por ella—. ¿Te pongo nervioso, bonita?
Alice abre la boca, para responder, supongo, pero el controlador no le da oportunidad.
—¡Eh, Terry!
Se nos acerca otro impe con una placa en forma de estrella en la solapa. Tiene el pelo gris, con entradas, y por su complexión robusta es evidente que no tiene problemas para encontrar comida en una ciudad famélica.
—Tengo aquí una monada de chica temblorosa —continúa el pecas, sonriente—, y aunque me gustaría pensar que tiembla por lo guapo que soy, más bien me parece que es una gema apestosa.
El tiempo parece detenerse. Nate me coge la mano por debajo de la mesa y tiene la palma empapada en sudor. Ojalá tuviera una de las bombas cardo de Rose ahora mismo, no nos vendría nada mal una distracción.
Terry estudia un momento la cara de Alice y se queda como pasmado.
—Ni siquiera se ha molestado en intentar parecer una impe. Ni peluca, ni cicatrices falsas... solo se ha untado un poco de roña en la cara y se ha hecho un mal corte de pelo. Un intento penoso, la verdad, hasta una pizca insultante. Vale que los impes somos cortitos, pero...
El controlador pecoso niega con la cabeza y chasquea la lengua para mostrar su decepción.
—Los espías gema se están descuidando mucho, la verdad.
—No es una gema —digo, pero mi voz suena falsa y pequeñita.
—Sí, dejadla en paz —tercia Katie.
El de las pecas me mira a mí, luego a Nate y a Katie.
—Moverse con impes sí ha sido buena idea, la ayuda a pasar desapercibida.
—No es una gema —repite Nate, despojado de toda su fuerza.
—¡A callar, chavalín! Me da igual que seas impe, si ayudas a una gema no eres mejor que ella.
—¿Y esta qué? —Terry me clava un dedo en el esternón—. Tiene pinta de gema, es bastante guapa.
El otro me da un buen repaso.
—Los pómulos no están mejorados y tiene los labios demasiado finos, se los habrían engrosado. Y tiene un lunar en la mejilla, se lo habrían quitado.
No sé si sentirme ofendida o aliviada.
—No pongas esa cara de pena —dice mientras se me acerca—, ¿quién va a querer ser una gema asquerosa?
Le apesta el aliento a madera mohosa y a ginebra. De pronto me agarra por el pelo y me echa la cabeza hacia atrás, como si me fuera a arrancar la cabellera. Abro la boca sin poder evitarlo y me pasa un dedo por los dientes. Su tacto es como de babosa y el sabor no puede ser mucho más agradable. Oigo las protestas de mis amigos, pero el controlador no hace caso.
—Limpios pero torcidos —dice, negando con la cabeza—. Es impe, seguro.
Terry repite la operación con Alice. Lo único que puede mover son los ojos, que bailan en las cuencas, grandes, dilatados por el miedo.
Se acercan más impes. Un par de ellos se colocan detrás de Katie y Nate y los sujetan por los hombros.
Terry le sujeta la barbilla, casi con ternura.
—Dientes perfectos.
Asienten y nos levantan de las sillas. Al controlador de las pecas solo le llego hasta el pecho.
—Creo que no hay dudas de que esta es una impe —se ríe—. Me encantan las canijas.
Me tira al suelo. Aterrizo en una postura rara y choco contra la silla, que cae al suelo. Me sube el dolor desde el coxis. Nate intenta ayudarme, pero lo sigue sujetando por los hombros un impe corpulento.
Me giro hacia Alice; es más alta que Terry incluso sin tacones.
Terry sonríe, es una sonrisa larga, perversa, del que sabe que ha ganado.
—Vaya, vaya... casi metro ochenta, diría yo. ¿Sabes lo raro que es eso sin un poco de trasteo genético?
Se hace un silencio horrible. Creo que Alice ha abierto la boca para decir algo, pero las palabras no llegan a salir porque, con un movimiento inesperado, los dos controladores le arrancan el mono del cuerpo, dejando al descubierto sus brazos esbeltos y su disfraz de la Comic-Con. Le rasgan un trozo del vestido, que le queda colgando del hombro como una lengua larga y azul.
—¡Dejadla en paz, cabrones! —grita Katie.
Alice, con una mirada de horror que le distorsiona los rasgos, intenta volver a colocar la tela en su sitio.
—La prueba definitiva —dice Terry, agarrándola de los brazos—. Llevas un mono, dices ser esclava, entonces deberías estar numerada.
Todos los impes que trabajan en Los Pastos tienen su tatuaje de esclavo; un número grabado en la espalda que indica su lugar de trabajo. Esto es así porque solo los impes de probada fuerza y salud pueden acceder a Los Pastos. Y, de este modo, los gemas no necesitan llamarlos por su nombre. ¿Qué mejor forma de negarles su humanidad? Busco la mirada de Alice un segundo. Las dos sabemos lo que le espera. El controlador se lanza sobre ella y le arranca el vestido por la espalda, dejando al desnudo la piel virgen en la que debería haber un tatuaje.
Intento ponerme de pie, llegar hasta ella, pero mis brazos chocan torpemente contra la silla caída. De pronto se oye el golpe de una puerta que bate contra la pared al abrirse. Matthew entra como una furia desde detrás de la barra, con el hombro envuelto en un vendaje que ya empieza a estar manchado de sangre.
—¡Suéltala, cacho mierda! —grita, mientras se abre camino hasta nosotros a codazos y patadas.
Los impes le bloquean el paso y no veo más que un remolino de puños y zapatos. Al parecer se ha involucrado todo el pub, en una explosión de sonido y movimiento. Manos que forcejean, voces que gritan, rodillas que golpean. Me dan un manotazo en la espalda y el dolor es como un abrazo de fuego. Me pongo de cuclillas como puedo y gateo hacia Alice. Algo duro, una bota, creo, me golpea en la oreja. Todo se vuelve borroso y siento como si gatease bajo el agua, pero no me paro. Llego hasta los tobillos de Alice y le tiro de las pantorrillas con todas mis fuerzas. Se acuclilla a mi lado y enseguida, casi con desesperación, apoya la mejilla contra la mía.
—Hay que largarse de aquí —las palabras pasan directas de mi boca a su oído.
No responde, pero empezamos a avanzar hacia la puerta. Un impe cae justo delante de mí, con la nariz hundida. Intenta gritar, pero le tapo la cara con la mano, le clavo la rodilla en las costillas y le paso por encima. Y no sé cómo, en medio de la confusión, logro ponerme en pie y echar a correr hacia la puerta con Alice a mi lado.
—¡Que no escapen! —grita alguien.
—¡Nate! —chillo—. ¡Katie!
—Estoy aquí. —Katie aparece entremedio de una confusión de brazos y piernas y se revuelve hasta llegar hasta nosotros con la melenita pelirroja convertida en una maraña de mechones pegados a la cabeza.
—¿Y Nate? —digo, cogiéndola de la mano para atraerla hacia mí.
Niega con la cabeza, con los ojos muy abiertos y sobresaltados.
—¡Nate! —vuelvo a gritar, tratando de verlo entre el tumulto—. ¡Nate!
Pero no veo más que caras furiosas que se nos echan encima. Alice me agarra por el hombro.
—¡Tenemos que escapar!
Estoy dividida: Nate o mis amigas. Pero en la mirada de Katie y en los desgarrones del vestido de Alice hay algo que me obliga a decidirme por ellas. Salimos a la luz del día y echamos a correr. Me arde la oreja y la espalda me mata, pero las piernas saben lo que tienen que hacer. Un pie delante del otro. Y lo único que pienso mientras braceo con los puños apretados y me arden los pulmones es que he abandonado a Nate.