CAPÍTULO 8

Paramos un momento en la parte de atrás de unas casas adosadas, jadeando, y nos secamos el sudor de los ojos.

—Se han ido por ahí.

La patada debe de haberme afectado al oído porque es como si las palabras se fundiesen, pero aun así reconozco la voz nasal del controlador. Echamos a correr, escondiéndonos entre la ropa tendida, y saltamos pilas de basura. Alice va delante gracias a sus piernas largas y llega un punto en que pienso que nos va a dejar atrás.

—Alice —consigo decir. Frena el paso y la alcanzamos—. No podemos alejarnos demasiado de Nate.

—No te preocupes, que no nos alejaremos, Violet —dice Katie—. Volveremos a por él enseguida.

Vuelvo a oír la voz del controlador.

—Venga, tíos, hay que hacerlas salir —se lo oye más cerca, más fuerte.

Recorro el callejón con la mirada buscando, frenética, un escondite y entonces lo veo: el portal tapiado del canon, donde se escondieron Rose, Saskia y Matthew; un revoltijo de ladrillos derruidos y argamasa desmenuzada. Busco la mirada de Alice y nos entendemos sin hablar. Empezamos a quitar ladrillos y alborotamos un nido de cochinillas. Katie se pone de rodillas y nos echa una mano.

—Se han metido por allí —grita alguien.

Alice suelta un grito ahogado, pero seguimos, empujadas por el pánico.

La voz de Terry se escucha por encima de las crecientes pisadas de las botas.

—¡Venga, panda de inútiles!

Nos colamos por el hueco y colocamos de nuevo los ladrillos en su sitio frenéticamente.

Contengo la respiración y encojo las piernas, pegándolas al cuerpo, y las sujeto con manos trémulas y sudorosas. El suelo vibra cuando los impes pasan. Noto la agitación del aire en las mejillas y mis manos cambian del rosa al negro y vuelta al rosa cuando sus sombras pasan. Solo cuando mis manos siguen rosas durante un buen rato, empiezo a respirar.

—Se han ido —susurra Alice—. Igual que en el canon.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Katie.

—Rose, Saskia y Matthew se escondían en este mismo portal para que esta misma tropa no los linchasen.

—Qué raro —dice Katie.

—Es verdad —asiento—; es como si el argumento original... —busco la palabra— nos persiguiera.

Alice apoya la cabeza en la pared que tiene detrás.

—¿Cómo coño hemos acabado aquí? —En la penumbra del portal tapiado apenas consigo distinguir las lágrimas centelleando en sus mejillas.

—Es de locos. —Cambio de postura y nuestras rodillas se tocan.

—Quiero volver a casa —dice Alice.

—Y yo —tercia Katie.

Me gustaría que nos pudiéramos quedar para siempre en el portal, acurrucadas y seguras.

Alice se limpia la nariz con el dorso de la mano, cosa que no le había visto hacer jamás.

—Qué gracia, ¿verdad? —dice—. Siempre pensaba que ojalá pudiese entrar en El baile... pero ahora que estamos dentro —se le rompe la voz por la emoción— es una mierda total.

Lo dice en un tono suave y rítmico, a medio camino entre la risa y el sollozo.

—Al menos vosotras habéis leído el libro y visto la película —dice Katie—. ¿Por qué no estaremos en Narnia o en Nunca Jamás... o... en El sueño de una noche de verano? Al menos sabría lo que está pasando.

No contesto, estoy concentrada en el dolor: la cabeza, la oreja, la espalda. Me sirve para abstraerme. Se oye un goteo cerca, una charla distante, el maullido de un gato.

—Tenemos que encontrar a Nate —digo, al fin.

Lo más probable es que todos los impes cabreados hayan salido del pub a por nosotras, pero, aun así, no me quedaré tranquila hasta que lo haya visto sano y salvo.

Alice asiente.

—Pero danos un segundito más, ¿vale? Esperemos a que esos cabrones estén bien lejos. Creo que Rose esperó como una hora.

—Solo tiene catorce años —digo, negando con la cabeza.

—Pero es listísimo. —Katie me da un apretón en la pierna—. Se le ocurren ideas para salir de cualquier situación.

Compartimos una sonrisa triste y empezamos a quitar los ladrillos. Salimos del portal y tropezamos con los escombros, levantando polvo de ladrillo que se me mete por la garganta e intento contener la tos.

Tal vez no hemos esperado lo suficiente, tal vez ha sido la tos, pero el caso es que nos ven.

—¡Están ahí! —grita un impe—. ¡Te dije que se habían ido por ahí!

El estómago me da un vuelco, pero echamos a correr sin pararnos siquiera a mirar atrás.

Al doblar la esquina encontramos más impes, que forman un muro feo y cabreado. Se cierran en torno a nosotras, nos cercan, nos rodean, y yo giro sobre mí misma cada vez más rápido al darme cuenta de que estamos rodeadas por muros, de carne y de ladrillo. Cojo a Alice y a Katie de la mano y apoyo el peso en la punta de los pies, preparada para huir a la menor oportunidad.

El controlador pecoso sonríe, larga y lentamente, como el que sabe lo asustadas que debemos estar.

—Bueno, bueno, mirad quién está aquí. —No respondo, tengo demasiado miedo para hablar. Bajo la túnica la piel se me ha puesto de gallina—. Una gema y sus amigas, dos impes traidoras.

Quiero decir algo, pero no sale más que un gemido.

—¡Qué putos pesados! —grita Katie—. ¡Que no es una gema!

El controlador no le hace ni caso.

—¿Y sabéis lo que hacemos con los gemas y los traidores?

Otro impe grita desde el final del grupo.

—¡Ahorcarlos!

En la película y en el libro, los impes son los buenos, estás con ellos, así que resulta extraño ser el blanco de su odio. Ojalá pudiese explicárselo, sentarme con ellos y que vieran la película, su película, para que se dieran cuenta de que esto no es real, que todo es falso.

Y de pronto ya no me abrasa la oreja ni me duele la espalda; ya no pienso en las manos de mis amigas, frías y resbaladizas por el sudor. Lo único que siento es que se me derrite el cuerpo allí mismo: se me hunden las piernas, los pulmones dejan de resollar y el corazón deja de bombear. Caigo al suelo como un peso muerto.

—Se nos ha adelantado.

—¿Se puede colgar a una traidora si ya está muerta?

—Con los traidores mejor pasarse que quedarse corto.

La voz de Alice me llega como si hablase a través de una tela.

—¡Violet, despierta, Violet!

Los colores se difuminan, las formas se fragmentan, los sonidos se atenúan hasta desaparecer.

Me elevo hacia las nubes, con los pies en punta y las piernas estiradas. Alcanzo el zenit de un arco invisible y miro hacia abajo: una cama elástica se balancea como una sábana magenta extendida entre los árboles. Mi madre se ríe y Nate aplaude: «Salta, Violet, salta, que no te vamos a dejar caer». Y entonces oigo una voz, atenuada como si me llegase a través de agua. Es la de mi padre. «¡Muy bien, Violet! Venga, mi niña». Parpadeo, pero abrir los ojos es como levantar un peso inmenso. Percibo el aroma de algo limpio, ya no huele a pájaro putrefacto, es algo fresco y medicinal. Pero entonces los árboles se desvanecen, regresa el pájaro pútrido y la voz de mi padre se transforma en gritos; en los gritos de Alice.

El aturdimiento desaparece y me doy cuenta de que no me elevo hacia las nubes gracias a una cama elástica, sino sostenida por unas manos que me han agarrado por los brazos y me han enderezado. La tierra se desvanece y durante un instante me quedo colgada en el aire como una muñeca. Luego golpeo el suelo con los talones y reboto contra los adoquines mientras los impes me arrastran por el callejón. Sobre mi cabeza, la estrecha franja de cielo se transforma en una gran extensión de azul pálido. Otra vez estamos en una calle principal.

Giro la cabeza y veo por el rabillo del ojo a Alice, a la que varios impes llevan aupada sobre sus cabezas. Tiene la cara retorcida de terror. Oigo gritos y vítores. A juzgar por como va subiendo el volumen, se está reuniendo toda una multitud. Noto manos que me agarran la piel. «¡Hemos cogido a una gema! ¡Hemos cogido a una traidora! ¡Colgadlas, que paguen!» Me ponen boca abajo y pierdo a Alice de vista.

—¡Alice! —grito hacia los adoquines.

Los impes me ignoran y me arrastran hasta un barril. A Alice ya la han soltado encima de otro tonel. Se ha quedado allí plantada, con la barbilla bien alta, posiblemente porque tiene miedo de caerse... pero no puedo evitar que me recuerde a una de esas hadas diminutas de las cajas de música; casi espero que se ponga a girar. Y entonces me doy cuenta, horrorizada, de que está tan estirada porque tiene una soga alrededor del cuello.

Antes de que me dé tiempo a chillar, a gritar o llorar, siento que me pasan la soga por la cabeza y me la aprietan por debajo de la barbilla. Intento levantar las manos (para tirar de ella, para arrancarla, para liberarme) pero, no sé cuándo, los impes me han atado las muñecas. Esto me produce otra descarga de pánico, como si disponer de las manos hubiera podido salvarme.

Los impes me colocan los pies en un tonel junto al de Alice y me enderezan. El otro extremo de la soga me pasa junto a la oreja silbando como una bala, describe un arco por encima de una farola abollada y cae al suelo con un golpetazo. Luego le toca el turno a Katie. La aúpan a otro barril y lanzan su soga junto a la mía. Miro hacia abajo, a las caras llenas de odio, y bloqueo las rodillas, en un intento desesperado de mantenerme en pie porque sé que un tropiezo significaría la muerte. Pero la soga ya se tensa alrededor de mi garganta, cortándome el aire, y seguirá tensándose más. Cierro los ojos y me pregunto si el nudo evitará que el vómito siga subiendo. Ojalá no tuviera las manos atadas para poder dárselas a mis amigas por última vez.

Un impe de nariz ganchuda da un paso al frente y alza la voz.

—Silencio, hermanos y hermanas gemas, os habla vuestro presidente.

La multitud ríe y aplaude. El presidente levanta las manos y el gentío calla.

—Bienvenidos al baile del ahorcado —se esfuerza en marcar las vocales e hincha el pecho como un pavo—. Nos hemos reunido aquí hoy para presenciar el ahorcamiento de estas... impes.

—¿Cuáles son sus crímenes? —gritan.

Mira al cielo como si se comunicase con un poder más elevado.

—Sus crímenes son tratar de salir adelante, alimentar a sus familias, soportar vuestro desprecio, vuestro acoso, vuestros abusos sexuales.

La multitud emite sonidos lascivos. Un impe se lanza hacia mí y me tira de la túnica. El barril se tambalea y siento que mi cuerpo tensa la soga.

—Su crimen es la pobreza. —El presidente se ríe.

Intento respirar, pero apenas me llega aire. Las piernas se me debilitan más con cada segundo que pasa.

—Su crimen es la enfermedad.

Es curioso lo que te cruza la mente cuando estás a punto de morir, pero mi último pensamiento es algo parecido a: «¡Qué pena haber llegado hasta aquí y no haber conocido a Willow!».

—Su crimen es el hambre. —El presidente dibuja un círculo gigante con una mano—. Su crimen es... mostrarnos en el espejo nuestra fealdad.

El gentío estalla en una algarabía de risas y carcajadas. El presidente levanta las manos en un gesto de rendición.

—¡Pero un momento! Estas no son impes: son lobos con piel de cordero. —Apunta a Alice con un dedo acusador—. Esta es una gema apestosa. —Vuelve la atención hacia Katie y hacia mí—. Y este par... Dios sabrá lo que son. Impes de nacimiento, pero gemas de corazón. Traidoras de los pies a la cabeza.

—No es gema —la voz de Katie suena áspera—. Sacó un aprobado en la reválida de mates y la semana pasada tuvo la gripe.

—¡Calla, traidora! —dice el presidente.

Lo miro a los ojos en busca de un ápice de compasión; la compasión que brilla en los ojos de los impes de la película, pero no veo más que odio.

—¿Qué hacemos, pues, con nuestra gema apestosa y sus apestosas amiguitas?

Se escucha un cántico, débil al principio, que va ganando fuerza con cada palabra: «A bai-lar, a bai-lar, a bai-lar».

El presidente hace una reverencia y el cántico cesa. Se acabó. Vamos a morir. Los impes me quitan las manos de encima y yo me quedo en equilibrio sobre el borde del tonel. No sé cómo, logro que unas palabras me salgan de la garganta:

—Solo queremos irnos a casa.

—Díselo a quien le importe —ríe el controlador pecoso, mirando al barril y echando hacia atrás su bota.

—¡ALTO! —esta voz no me llega a través del agua. Es fuerte y clara, y se queda colgada en el aire como un vilano de cardo.

Escudriño la multitud y veo que un impe se abre paso hacia el frente con cara de determinación. Un mechón de pelo negro le cae sobre la piel de porcelana e, incluso desde esta distancia y a pesar de que el movimiento los desenfoca, noto que tiene unos ojos del azul más pálido que he visto jamás.

—¡Por el amor de Dios! —Llega hasta nosotras a grandes zancadas, levantando bien alta su imponente nariz—. Pero ¿qué coño hacéis? A estas chicas las conozco yo y son impes. Todas. Estáis a punto de colgar a tres impes.

El controlador pecoso se pasa la mano por la frente, nervioso.

—Las bajitas sí, pero la alta no. Es una gema, seguro.

—Es una impe, lo sé. De pequeños vivíamos frente a frente, siempre ha sido una puta preciosidad. No hago más que decirle que se rompa la nariz o algo, que un día la van a colgar de un barril como a un jamón.

Se produce una pausa incómoda; un silencio tenso entre la multitud. Terry es el primero en romper la tensión.

—Todo en orden —dice, dándole una palmada en la espalda al impe de pelo negro—. A este chaval lo conozco, es buen chaval, os lo digo yo. Es el hijo de Ma; si dice que es una impe, es que es una impe.

—Pues ¿dónde tiene el tatuaje y por qué llevaba un vestido debajo del mono? —pregunta el controlador pecoso, con la voz cargada de decepción.

Alice logra croar unas pocas palabras clave.

—Trabajo para la rebelión.

—¡Pues claro! —dice el chico moreno, pillando el hilo enseguida—. Se hace pasar por gema para conseguirnos algunos secretillos. —Sus ojos destellan un azul pastel increíble—. Lo que merece es una puñetera medalla por arriesgar así su vida para salvaros, imbéciles. ¿Y vosotros qué hacéis? Intentar colgarla como si fuera un monstruo.

La multitud empieza a murmurar, mirándose de reojo con confusión. El presidente vuelve a dibujar un círculo con la mano, deseoso de ver el final de su espectáculo.

—¿Desde cuándo importa la inocencia?

Pero varias manos ya han cortado las sogas y nos han ayudado a bajar de los barriles. El impe de pelo negro se me cuela debajo del brazo para sostenerme, y rodea a Alice por la cintura con el brazo que le queda libre. A Katie le ha ido mejor y se las apaña para caminar por sí misma detrás de nosotros, con la mano apoyada en mi hombro, como si hubiera perdido la vista.

No puedo evitar notar lo fuerte que es el impe de pelo negro, pese a los huesos que se clavan contra mi carne por debajo de su camisa. Yo apenas puedo caminar, pero él nos va sacando de allí sin dificultad, esquivando a los atónitos espectadores.

—No dejéis de andar —dice.

Alice gruñe en respuesta.

—Nate... tengo que volver —junto las palabras, pero parece que me entiende.

Me aúpa un poco y niega con la cabeza.

—¿Tienes ganas de morir o qué? Vámonos de aquí antes de que cambien de parecer.

—Lo encontraremos, Violet —susurra Katie desde atrás.

—¿Quién eres? —le pregunto al chico.

—Al parecer, vuestro héroe —responde.