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Un embrión en pleno vuelo:
“estoy embarazada”

En las idas y venidas nómadas de la familia de Luisito, a la que ya se había unido Marcela, los miembros pusieron la vista en el norte del continente pues en el sur el crédito ya se iba agotando. La idea de desembarcar en México y tocar el mercado norteamericano se presentaba como un territorio virgen para probar fortuna en el eco del éxito de “Frente a una copa de vino”.

Luis Miguel Gallegos, nombre falso que seguía usando en su documentación por el continente americano, llegó a la Ciudad de México a mediados de 1969 acompañado de su supuesta esposa y de su manager y hermano José Manuel Gallego. Me hubiera gustado preguntarle a Pepe, de haber accedido a una nueva entrevista y con grabadora funcionando, si él también modificó irregularmente su documentación, ya que cualquier avispado podía echar en falta una letra en su apellido o una de sobra en la de su hermano.

No mucho antes de partir, Marcela le había dado la gran noticia a su pareja: estaba embarazada. La buena nueva no tardó mucho en llegar a España y al domicilio de San Vicente, donde Catalina Mezín recibió la carta que leyó a su compañero Sergio. La carta procedía de México, en ella Marcela le cuenta que irían temporalmente al país azteca de la mano de unos contratos de Luis, que el viaje iba bien, que le dio un poco de mal de altura y que se mareaba de vez en cuando como consecuencia del estado de incipiente gestación en el que se encontraba, pero que por lo demás estaba bien.

Este testimonio resultó fundamental a la hora de reconstruir el recorrido nómada de los Gallego y buscar pistas fiables sobre el embarazo del primogénito de la mamá de Luis Miguel. Su madrastra conservaba intacta su memoria y las cartas que su ahijada le mandaba a su padre, por tanto no había duda alguna, el embrión se fecundó en el Río de la Plata poco antes de partir hacia tierra mexicana, y por ende individuos como José Juan Arias no podían ser el papá del cantante, tal y como lo dije en el sur de la Florida en el show de Marta Susana.

Como cada vez que se llegaba a un nuevo territorio, el cuentakilómetros del crédito estaba a cero. Luisito empezó a dejar boquiabiertos con sus actuaciones al público y a distinguidos miembros del medio artístico local, con los que tanto él como Pepe hacían contacto a fin de sortear las necesidades con favores. Uno de los grandes amigos del clan Gallego fue el cantante Marco Antonio Muñiz, con el que tuve ocasión de entrevistarme en su domicilio de la Ciudad de México dentro de la ronda de entrevistas y documentación de Luis mi rey. Luisito y Marco se conocían de tiempo atrás, en España, cuando el veterano intérprete tapatío de boleros actuaba en el famoso Florida Park del Parque de El Retiro, en Madrid. Los había presentado Emilio Santamaría, padre de otra conocida artista española, Massiel, que entre otros muchos éxitos inmortalizó entre los ibéricos el mítico tema de Juan Gabriel “El Noa Noa”.

Marco Antonio estaba fascinado con el talento innato de Luisito para componer y para tocar la guitarra, y apreciaba que no se encasillara en el género flamenco, sino que le diera a sus canciones un aire melódico para conquistar un público más amplio. No dudó en ayudarlo cuando intentaba abrirse paso en México. El día que el menudo cantautor andaluz le comentó que el dinero escaseaba y que el hotel donde se quedaban era muy caro, Marco Antonio le consiguió un departamento para rentar en el edificio donde él vivía con su esposa Jessica, en la calle Insurgentes esquina con Xola. Era el departamento número 4, y en él se forjó una amistad más estrecha no sólo entre los dos cantantes, sino también de sus respectivas mujeres, que se hicieron comadres y acabaron revelándose mutuamente un secreto de familia: ambas estaban embarazadas con una diferencia de escasamente dos meses. Antonio Carlos, más conocido como Toño Muñiz, quien también ha incursionado como cantante, es apenas dos meses mayor que Luis Miguel.

En Insurgentes con Xola se dieron muchos encuentros, con las paellas de Pepe para socializar y la guitarra de Luisito con su inseparable whisky para amenizar las veladas. En aquellas pláticas se repetían con frecuencia que debían dar el salto y buscar contratos en territorio estadounidense, en Nueva York, Miami, incluso Puerto Rico.

Marco Antonio Muñiz llamaba sobrino a Luis Miguel, tanto en público como en privado. A diferencia de la época de elaboración y publicación de mi primer libro sobre la vida del cantante, ahora existe la opción de consultar a través de internet muchas de las cosas, como ésta, que entonces se contaban. En YouTube hay un vídeo que muestra a Marco Antonio Muñiz cantando una canción de Luisito Rey llamada “Éxito” junto al que llama en la introducción su “sobrino”, actuación que tuvo lugar en la entrega de los premios de la revista TVyNovelas del año 1985.

En aquellos primeros tiempos en México nació otra gran amistad que jugaría un papel determinante en el futuro de los Gallego en la gran Tenochtitlán y determinante para que Luis Miguel lograra lo que es hoy. Esta amistad no es otra que la del gran Andrés García, al que conocí precisamente a raíz de la investigación de Luis mi rey y con el que con el paso del tiempo llegué a desarrollar una buena amistad y una química profesional que me valió su confianza para abordar El consentido de Dios, el que sería mi segundo libro publicado, en 1998.

Andrés García y Luisito Rey se conocieron mientras el primero filmaba la película Los destrampados. Andrés, cuya memoria para las fechas es un desastre, no recordó el año exacto pero sí se acordaba muy bien de haber visto en esa época que su amigo español tenía una esposa muy guapa y un pequeño bebé que llamaban Micky que, como mucho, me decía, podía tener un año. Andrés le llama así todo el rato, y este siempre le llamó tío. Los tiempos cuadran perfectamente, ya que la cinta está datada en 1971. Los Gallego ya habían regresado a México después del fiasco de Puerto Rico y de dejar a Alfred D. Herger en la ruina y en el hospital. Luisito trabajaba en cabarets como La Copa de Champán y el Bulerías, conoció a un socio de Andrés, quien se interesó en una canción suya, “Soy como quiero ser”, para la banda sonora. La canción le gustó y además no le costaría un peso ya que su autor decidió regalársela. Ya lo decía él, quien regala bien vende. El favor sería retornado con creces.

Las noches del Bulerías iban a ser otro guiño del destino, necesario e imprescindible, para que el mundo descubriera a Luis Miguel. El dueño de aquel célebre local, del número 628 de la avenida Insurgentes Sur, poco podía imaginar en aquellos primeros años 70 que una década después sería víctima del proceder poco ejemplar del cantautor que llenaba de magia su local. Aquel señor no era otro que el español Juan Pascual Grau, un catalán afincado en México que triunfaba promoviendo espectáculos de flamenco y que después abrió el restaurante La Casa de la Paella, donde tuve el honor de ser varias veces invitado en aquellos meses de investigación de la vida del intérprete de “Entrégate”.

Juan Pascual sufriría un desfalco a manos de los Gallego y acabó también con sus huesos en el hospital como consecuencia de todo eso, pero como pronto veremos, su intervención fue clave también para el desarrollo de los acontecimientos y de la historia de El Sol de México. Eso sí, al margen de todas las declaraciones que me hizo en innumerables horas de tertulia para la documentación del libro, rescaté de la hemeroteca unas palabras suyas publicadas por la prensa mexicana en las que tachaba a Luis y sus hermanos de “estafadores, pillos…” y anunciaba una demanda para que los metieran en la cárcel.

El tiempo debió aliviar su dolor porque nunca mostró resentimiento en su rostro ante lo sucedido, sino un orgullo tremendo por haber aportado su granito de arena para que aquel niño que se llevó a pasear un día por Acapulco acabara siendo un ídolo de masas en México.

Tampoco vi resentimiento alguno en las muchas horas que conviví en Puerto Rico con Alfred D. Herger, muy buena gente, puertorriqueño de origen español y alemán. Alfred tiene el alma llena de cicatrices por los muchos golpes que le ha dado la vida, que dan desde luego para una biografía propia. Su presencia en la historia de Luis Miguel se debe precisamente a una de esas adversidades. Los hermanos Gallego lo engañaron, lo estafaron, lo dejaron en la ruina, en una época de su vida en la que solamente le quedó un grato recuerdo, asistir al nacimiento de un niño al que años más tarde, dentro del mar de mentiras de la familia, quisieron hacer creer al mundo que había nacido en Veracruz. El último golpe lo recibió hace apenas tres años tras el arresto y encarcelamiento del hijo que lleva su mismo nombre.

Con él hubo una buena empatía surgida a raíz de esta investigación. Conservo con cariño en mi despacho de España los libros de su autoría que me regaló. Con él compartí entrevistas en TV como en el show de Cristina Saralegui en Miami y otras más en San Juan, durante la promoción del libro. Alfred es toda una personalidad muy respetada en Puerto Rico, revolucionó el panorama musical boricua a través de los medios y con el tiempo se volvió un eminente psicólogo, escritor, animador y productor, fue mi propio anfitrión y guía en mis posteriores visitas a la isla y a pesar de que hace años que no nos vemos, no hemos dejado de seguirnos en las redes sociales, desde las cuales sigue promocionando su Siempre Alfred en las ondas radiofónicas.

Alfred recordaba que conoció a Marcela Basteri cuando ya se le empezaba a notar su embarazo. Así fue que desembarcó en Puerto Rico con Luisito Rey y el hermano de éste, Tito, justo en el inicio de la década de los años 70. De hecho algunas de las fotografías de aquellos días en la isla caribeña dejan ver claramente el crecimiento de la barriga de la mamá de Luis Miguel. Herger les abrió muchas puertas, él ya era muy conocido. Empezó con una columna que se llamaba “Hit Parade” en el periódico El Mundo que alcanzó gran popularidad en una época dorada de los clubs nocturnos boricuas que acogían artistas de la talla de Harry Belafonte, Neil Sedaka, Paul Anka, Sammy Davis y demás ilustres solistas estadounidenses. Le fue tan bien en la promoción de estos artistas como reputado disc-jockey que decidió abrir su propia agencia de artistas, Alfred D. Herger Productions, con la que buscaba talento dentro de la isla. Lo consiguió, tuvo mucho éxito, y de aquel trabajo surgió la llamada Nueva ola puertorriqueña con Lucecita Benítez y Chucho Avellanet.

Un día Alfred se fijó, en una revista musical, en una reseña sobre Luisito Rey referente a un contrato con una disquera argentina que le llamó la atención. Luego se enteró que tenía unas presentaciones en el hotel San Jerónimo Hilton y aprovechó para conocerlo. Quedó impresionado de su interpretación, sobre todo de la guitarra, la voz no le pareció tan espectacular, era como una voz aflamencada que se adaptaba a un estilo más popular pero que tampoco desentonaba del arte sublime que demostraba en el manejo de las cuerdas del instrumento. “No sabía que aquel día fue el inicio de la desgracia para mí, cosa que me era difícil de sospechar cuando fui a saludarlo para conocerlo al final del show”, decía Herger por aquel entonces. Se encontraron después del concierto y no solamente hablaron de la posibilidad de promocionarlo como cantante en Puerto Rico, sino que ese mismo día se les unió un publicista estadounidense que se había deslumbrado también con el espectáculo y que decía tener los contactos para llevarlo a actuar en el club de La Maisonette del mítico y lujoso hotel St. Regis Sheraton de la Quinta Avenida neoyorquina, allá donde Peter Duchin había amenizado las veladas con su orquesta desde los años 60. Alfred tuvo que hacer de improvisado intérprete porque Luisito no hablaba ni una palabra de inglés, y el menudo cantautor español se entusiasmaba a cada minuto entre whisky y whisky viendo que aquel promotor podía ser la oportunidad que había estado buscando para que triunfara en Estados Unidos, ya que su hermano Pepe no hablaba inglés tampoco y fracasaba en los intentos de ir más arriba de Río Grande.

Luisito vio otra veta virgen por explotar. Habló con su hermano Pepe y le dijo que debían planear la entrada de Alfred D. Herger, que al parecer tenía dinero, como nuevo manager. Para ello iban a encontrarse en Miami, aprovechando que él se presentaría en una sala llamada Prila’s; según constaba en mis anotaciones, debió ser algún local conocido en aquellos primeros años 70 puesto que después no pude dar con ningún local con ese nombre en la capital del sur de la Florida. Para promocionarse entre los latinos no se le ocurrió otra cosa que abundar en el uso de los medios de comunicación para inventar cualquier fábula que le hiciera parecer lo que no era. Le pidieron ayuda a Herger con los contactos que él tenía. El nuevo manager cumplió su papel a la perfección.

El montaje que Luisito puso en marcha para promocionarse en Miami fue una obra maestra de la mentira y el cinismo, negando al periodista Manuel Carvajal las mismas afirmaciones que realizó tiempo atrás a la prensa argentina. Los Gallego no se caracterizaban precisamente por el pudor a la hora de ejercer de atrevidos sinvergüenza. Resultó que no, que no se había casado, que Marcela era poco menos que un romance pasajero, que estaba con la luz verde como los taxis libres y que esa modelo espectacular con la que lucía en el reportaje fotográfico de la revista Romances, que firmaba el fotógrafo Gregory Phelan, no era italiana ni nada que se le pareciera, se llamaba Carol. Desde luego el cénit de la desfachatez en la entrevista, ante el que solté una carcajada, es cuando declaró que había conocido a Marcela cuando rodaba su última película, en la que supuestamente ella trabajaba…

La nota se ambientaba en una distinguida joya arquitectónica de Miami, el Palacio de Vizcaya. Aparecía en ella Lissete Álvarez, la cantante, compositora y actriz puertorriqueña, de la que se despedía en actitud de confianza amistosa. Esta es la transcripción de la conversación publicada en aquel entonces desde la primera respuesta del artista:

—¡No! Yo no me he casado, todo es una fantasía.

—¿La Columbia es la compañía para la que trabajas?

—Sí, desde luego.

—Pues he leído una nota de la Columbia donde afirma que te casaste en Buenos Aires con una modelo llamada Marcela.

—No, no es cierto. Todo comenzó cuando hice mi última película, ella trabajaba en la misma y…

—Pero una compañía de la seriedad de la CBS no manda una información a la prensa que no es cierta.

—Pero no lo es, yo no soy casado.

—La joven con la que paseas por los jardines de Vizcaya es muy guapa.

—Es modelo.

—¿Es Marcela?

—No, es Carol, es americana.

—Lo único que te falta es tu guitarra.

—Nunca llevo conmigo la guitarra, trato de apartarme un poco de esa imagen. Desde niño, en toda Europa y ahora en América, estoy unido a mi guitarra y no quiero que se me conozca como un concertista, yo soy un compositor y un cantante, e interpreto mis canciones.

Herger recordaba que si no se vivía directamente, era muy difícil explicar la frialdad y la naturalidad que tenían los Gallego para mentir: “Era increíble la habilidad de convencerte de muchas cosas que a veces uno mismo sabía que no podían ser verdad, eran unos auténticos encantadores de serpientes podríamos decir, yo creo que de cien veces que me hubiera pedido Luis lo que me pidió, las cien veces se lo hubiera dado, las cien veces hubiera vendido el apartamento y mi parte de la agencia, ese talento embaucador era casi tan grande o más como el que tenía frente a una guitarra. Él decía que Frank Sinatra le había grabado dos canciones y que Picasso le había hecho un dibujo y me lo creí, me lo creí hasta el día que él mismo me dijo que todo eso era mentira, y te hacía quedar mal a ti.”

Y es que realmente Alfred decidió poner todos sus huevos en la canasta de su nuevo artista. Una auténtica barbaridad. Una vez que cerraron el acuerdo en Miami, el productor boricua se iba a convertir en realidad en una financiera de la familia Gallego. Como Max Muñiz, su socio en la agencia, no confió en el cantautor español, Herger decidió venderle su parte. Ese dinero, con el que obtuvo de la venta de un apartamento en la zona de Miramar, sería suficiente para sufragar la nueva aventura. Debía hacerse cargo de todos los gastos, primero Luisito iría como de avanzadilla, a supervisar todo, transporte, residencia y vicios por cuenta de los viáticos, después, una vez que diera el OK, traería a su compañera, que necesitaba una casa con todas las comodidades pues estaba embarazada, le decía. Herger debía solucionar también el papeleo, poner todas las cosas a su propio nombre, así se lo habían exigido, y tramitar la visa de trabajo. Lo hacía todo en la convicción de que esa inversión se le iba a rentabilizar antes de que acabara 1970, año que él marcó en el calendario como el de la eclosión definitiva y el salto de Luisito Rey a la conquista del público caribeño y estadounidense. De hecho no tardó mucho en lograr un contrato en el hotel Flamboyán que sirvió como mínimo para amortizar parte de la inversión y recopiló todo el material que había elaborado para mandarlo al publicista de Nueva York con la esperanza de tener buenas noticias.

El manager cumplió con todo lo acordado. Consiguió una muy buena casa en la urbanización Altamira muy cerca de donde él vivía y de la emisora de televisión WAPA, un automóvil convertible y mandó los pasajes de avión. Los Gallego aterrizaban en San Juan con unos meses de manutención a buen nivel asegurado y un buen contrato de trabajo. Lo único que debía hacer para triunfar era cumplirlo y seguir las directrices de su nuevo manager para que ese proyecto fuera rentable para ellos y para el mecenas que se jugó todo su patrimonio a la ruleta de su talento. El problema fue el de siempre, el ADN de ese clan liderado por el menudo intérprete y compositor. Era sólo cuestión de tiempo una vez más para ver hasta donde alcanzaba el crédito antes de que sus obras les forzaran a salir huyendo de la isla.