—Ven conmigo, Juana. Hay algo que debo decirte.
—¿De qué se trata, Apá?
Apá no respondió. Pero, cuando él le ofreció su mano, Juana inmediatamente la tomó. Su mano era rasposa como la piedra pómez con las que su madre limpiaba las ollas.
Juana caminó a su lado. El ceño en su cara le dejó saber que no debería hacer preguntas. Nubes oscuras se reunían arriba de ellos, repletas de lluvia. Las piedrecitas entraban y salían de sus sandalias mientras caminaban al lado del río, más allá de los grupos de chozas. Se dirigieron al otro lado del puente. Cuando pasaron frente a las casas de concreto, Juana mantuvo los ojos apuntados hacia el suelo y no subió la mirada.
Caminaron por la calle hasta la iglesia. Los últimos rayos del sol brillaban a través de las vidrieras de colores y caían en las paredes como un arco iris destrozado. Una mujer estaba sentada en uno de los bancos tarareando un Ave María. Tenía la cabeza cubierta con un velo negro y un rosario colgaba de sus manos.
Apá guió a Juana hacia un banco frente a la Virgen de Guadalupe. La Virgen estaba en un altar cubierta con su manto salpicado de estrellas blancas. Apá estaba inquieto en el asiento. Tomó la mano de Juana y la miró a los ojos. Su aliento se mezcló con el olor de cera derretida y las flores marchitas. La mujer empezó a orar un Padre Nuestro y fue entonces cuando Apá dijo:
—En unos días me iré pa’ El Otro Lado, mija.
Juana subió la mirada hacia la Virgen de Guadalupe sin saber qué decir. «¿Por qué nos deja? ¿Acaso ya no nos ama? ¿Acaso ya no me ama? Apá, Apá», pensó Juana. Pero no dijo nada. Escuchó el canto de la mujer y se encontró farfullando el rezo con ella. «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo …».—¿Por qué me lo está quitando?—Juana preguntó a la Virgen.
—No piense que me iré pa’ siempre, mija. Sólo me voy a ir por un tiempito pa’ ganar dinero.—Apá sacó una carta de su bolsillo. Él no sabía leer y Juana se preguntó quién le había leído la carta—. Un amigo me ha escrito del Otro Lado. Ten, lee sobre las cosas que él me cuenta.
Juana tomó la carta. Al leerla, él repitió las palabras con ella porque parecía que ya se las había memorizado. El amigo de Apá escribía sobre riquezas desconocidas, calles que nunca terminan y edificios que casi alcanzan el cielo. Escribía que había mucho dinero que ganar y tanta comida que comer, que la gente allí no sabía lo que era el hambre. «Miguel, en una hora puedes ganar la misma cantidad que haces trabajando todo un día en México».
—¿Te imaginas, Juana?—preguntó Apá—. Si lo que él dice es verdad, no me tardaré mucho en juntar el dinero para construir una casa de verdad.
—No Apá, no nos puede dejar. No se puede ir. No necesitamos una casa así. Por favor, yo siento mucho lo que hice. ¡Por favor, Apá, no se vaya, no se vaya!
Juana se lanzó a los brazos de su padre y lo apretó fuertemente.
—Lo siento, mija, pero trabajando de campesino, ganando unos pesos al día, no es suficiente. ¿Entiendes?
Juana bajó la mirada al suelo.
—Yo regresaré tan pronto como tenga suficiente dinero, te lo prometo—dijo Apá.
—¿Está El Otro Lado lejos de aquí, Apá?
—Eso no importa, mija. Esa es la única manera en la que yo podré ganar el dinero suficiente pa’ construirle una casa a mi familia.
Se persignaron y se pusieron de pie. Al marcharse, sus pasos retumbaron contra las paredes. Cuando abrieron la puerta, Juana volteó hacia atrás para mirar a la Virgen de Guadalupe. Sintió como si Ella hubiera desaparecido y la hubiera abandonado también, pues ahora simplemente era barro, pintura y ojos de vidrio.
De regreso a casa, Apá se detuvo y puso una mano en el hombro de Juana. La colocó para que mirara los campos de milpa. Los campos se estiraban por varios kilómetros, su color verde se mezclaba con el color púrpura de las montañas elevándose hacia el cielo.
—¿Ves aquellas montañas más allá de donde terminan los campos?—preguntó Apá.
Juana asintió con la cabeza.
—El Otro Lado está allá, al otro lado de esas montañas.
—¿De veras, Apá?
—Así que ya sabes, Juana—dijo Apá al agacharse para mirarla—. No estaré muy lejos de ti. Cuando quieras hablar con tu Apá, sólo mira hacia las montañas y el viento me traerá tus palabras.
Juana miró las montañas otra vez. Quizá las montañas no estaban tan lejos, en fin de cuentas.
—Ven, te juego una carrera hasta la casa—dijo él.
Como siempre, Apá permaneció atrás por unos segundos mientras Juana se adelantaba. Pero pronto, él la alcanzó y la tomó de la mano. Corrieron por la calle, Apá la jalaba como si ella fuera un papalote. Ella sabía que ya pronto llegarían a casa cuando la calle empedrada se convirtió en un camino de tierra, y las hileras de casas rosas, azules, amarillas, moradas y verdes se convirtieron en chozas elevándose sobre la tierra. Chozas pequeñas hechas de palos de bambú y cartón, algunas recargándose en otras como si fueran ancianitas cansadas después de una larga caminata.